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Juan Pizarro Alonso

Biografía

Pizarro Alonso, Juan. Trujillo (Cáceres), 1512 – Cuzco (Perú), 1536. Capitán en la conquista del Imperio de los Incas.

De los cuatro hermanos que tuvo Francisco Pizarro, el marqués-gobernador (tres por vía paterna y uno por la materna), Juan fue el primero que desapareció cuando ocupaba una importante posición en la naciente sociedad forjada en el Perú y gozaba de una fabulosa fortuna. Fue hijo de Gonzalo Pizarro El Largo, quien lo tuvo muy en cuenta en su testamento, lo que hace pensar que Juan vivió con él o muy cerca de su progenitor. En el mencionado documento suscrito pocos días antes de su muerte, El Largo dispone: “Item mando a Juan Pizarro, mi hijo, un macho de silla que yo tengo, en que cabalgo, e cien mil maravedís para que se vista. E digo y encargo e mando al capitán Hernando Pizarro mi hijo que mire por él e le rija e gobierne como hermano”. La mención no es tan extensa pero importante. Gonzalo Pizarro, el veterano capitán, le deja a su hijo Juan nada menos que el caballo en que cabalgó durante sus correrías castrenses.

Por otra parte, siendo Juan todavía mancebo, ordena que su hijo mayor y legítimo, Hernando, que ya era capitán, lo tome bajo su custodia con interés y afecto fraternos. Por lo que se puede saber, la relación Hernando- Juan fue siempre cordial. La madre de Juan se llamó María Alonso.

Juan debía de tener diecinueve años cuando se embarcó con destino al Perú y siempre procuró estar cerca de su hermano Hernando. Cieza de León anota que Francisco envió a su hermano Juan y a Sebastián de Belalcázar para que dieran castigo a los indios de la isla Puna que les ofrecían terca resistencia. En dicha circunstancia llegó a ese punto Hernando de Soto con gente y caballos procedentes de Nicaragua. Con este refuerzo los españoles prosiguieron hasta Tumbes, fundaron San Miguel de Piura e iniciaron varios contactos con los embajadores-espías del inca Atahualpa.

Luego vendría la peligrosa marcha hacia Cajamarca, la captura de Atahualpa y la fabulosa riqueza en objetos de oro y plata que éste hizo recoger en los más diversos puntos de su imperio con el propósito de dárselo a los españoles, como rescate, y obtener su libertad. En Cajamarca, según testimonio de los cronistas, Juan Pizarro se lució por su valor y por el hecho de tener gran sentido de la iniciativa. Se dice también que era un joven de buen talante, afable y que sabía granjearse la simpatía de sus compañeros. Lo cierto es, como señala James Lockhart, que al momento del crucial episodio de Cajamarca, tuvo cargos de responsabilidad, aunque no se conocen en detalle cuáles fueron. A la hora del reparto del fabuloso tesoro Juan Pizarro estaba ubicado en el cuarto lugar en el orden y en el monto en oro y plata que recibió.

Sólo lo antecedían sus hermanos Francisco y Hernando y Hernando de Soto. No se puede afirmar con certeza si acompañó a su hermano Hernando en la avanzadilla de conquistadores que llegó al santuario costeño del dios Pachacamac. Lo más probable es que no fuera de la partida.

En la marcha al Cuzco fue Juan Pizarro uno de los más animosos y de los que prefirieron la avanzada, lugar de evidente peligro. Ya en Cajamarca había obtenido 11.100 pesos de oro y 407,2 marcos de plata.

Obtuvo el rango de capitán en el Cuzco y aumentó su fortuna en un monto verdaderamente incalculable.

Pero junto a esas virtudes guerreras, de las cuales siempre dio cumplida muestra, Juan tuvo también defectos, debidos, tal vez, a sus pocos años, a su vertiginoso encumbramiento o a una insaciable codicia.

Juan Pizarro fue nombrado regidor del Cuzco, ciudad fundada por el gobernador el 23 de marzo de 1534, aunque los españoles estaban en ella desde el 15 de noviembre de 1533.

En 1535 Francisco Pizarro estaba en la costa y el 18 de enero de ese año fundaría la Ciudad de los Reyes o Lima, que se convertiría en la capital de la Gobernación de la Nueva Castilla y, en la época virreinal e independiente, en la capital del Perú. El Cuzco había quedado, en un primer momento, a cargo de Juan y Gonzalo Pizarro. Manco Inca, gobernante títere, se vio sometido a los vejámenes de ambos hermanos, sobre todo a los de Juan, que le arrebataba sus mujeres, le exigía constantemente oro, le daba bofetadas, le insultaba y colmaba de las más perversas humillaciones. El historiador peruano Raúl Porras Barrenechea señala que si bien estos testimonios proceden de fuentes almagristas, podrían ser exagerados pero de ninguna manera falsos. Así, pues, no puede eximirse a los hermanos Juan y Hernando —que llegó después al Cuzco—, en primera fila, y a Gonzalo también, de haber provocado con su conducta vandálica, codiciosa y cruel, la rebelión de Manco Inca.

Mientras Francisco Pizarro exploraba la costa y fundaba Lima, como ya se dijo, Hernando marchó a España, y Juan, con apenas veinticuatro años de edad, quedó en el Cuzco con el cargo de teniente de gobernador.

En esta coyuntura (1535) Diego de Almagro llegó al Cuzco y pretendió gobernar la ciudad.

Juan Pizarro sabía que contaba con el respaldo total de su hermano Francisco y se opuso enérgicamente a las pretensiones de Almagro. Hernando de Soto intentó mediar en el problema, pero el iracundo Juan se lo impidió arrojándolo de su casa y persiguiéndolo amenazadoramente por la calle con una lanza en la mano. Poco después Almagro partió a la Conquista de Chile y casi al mismo tiempo Hernando volvió al Cuzco, aunque desgraciadamente no puso orden en la conducta de sus hermanos Juan y Gonzalo, respecto a Manco Inca, y más bien adoptó actitudes igualmente negativas e impolíticas.

Manco Inca, mientras tanto, con gran astucia iba preparando una peligrosísima rebelión que tenía un objetivo implacable: destruir a los castellanos y, en el peor de los casos, obligarlos a embarcarse dejando libre de su presencia el Imperio de los Cuatro Suyos.

La rebelión se fue planificando de un modo al mismo tiempo muy secreto y eficaz. Los dos grandes objetivos —por el mayor número de españoles que moraban allí— eran el Cuzco y Lima. Manco intentó una fuga de la ciudad imperial que fracasó, pues un pelotón de caballería al mando precisamente de Juan Pizarro le dio alcance y lo llevó consigo a la ciudad. El Inca, hombre astuto, dio disculpas más o menos creíbles que los Pizarro aceptaron o fingieron aceptar. Posteriormente, aprovechando la insaciable codicia de Hernando, Manco Inca pudo salir tranquilamente del Cuzco y ponerse inmediatamente al frente de su nutrido ejército, que lo esperaba con las armas en la mano.

El 29 de mayo de 1536 los españoles supieron que el ataque de las huestes de Manco Inca no demoraría y su fuerza era formidable. Comenzaron entonces los aprestos de la defensa y pequeñas partidas de jinetes procuraban reconocer los puntos desde donde avanzarían los atacantes. Manco Inca había logrado reunir un ejército que superaba sus expectativas. Eran aproximadamente cien mil guerreros y otros ochenta mil indios de servicio. Como primera medida los sitiadores mandaron soltar el agua de todas las acequias para convertir al Cuzco en un lodazal y los españoles no pudieran maniobrar con sus caballos. Inmediatamente después comenzaron los ataques a la ciudad, cada vez más violentos.

La defensa del Cuzco en 1536 es uno de los episodios donde luce con más brillo el valor de los conquistadores.

Infinitamente inferiores en número, ya no tenían la ventaja de la sorpresa que en Cajamarca produjeron el empuje de los caballos o los disparos de las pocas culebrinas y arcabuces. Ahora diversos capitanes quechuas, y el propio Manco Inca, combatían a caballo y con armas tomadas a los castellanos. Dejemos que un testigo presencial de esas tensas y sangrientas jornadas, el entonces joven cronista Pedro Pizarro, narre con su pluma quinientista los avatares de esa encarnizada lucha que puso en gravísimo peligro de perderse para los españoles la pétrea ciudad del Cuzco.

“Está este Cuzco fundado en una hoya entre dos quebradas, que cuando llueve van por ella dos arroyos de agua pequeños, y cuando no llueve el uno que va junto a la plaza lleva poco agua y siempre corre por algunos pedazos de llanos que hay entre las sierras y el Cuzco de questá cortado. Eran todos andenes cortados de piedra por la parte donde se podría derrumbar, unos de un estado y otros de mas y otros de menos.

Tenían puestas en algunos unas piedras hincadas á trechos en la pared del andenal, una braza y menos, puesta á manera de escalera por donde subían y bajaban.

Esta órden tenían en estos andenes porque en todos sembraban maíz; y porque el agua no se los deshiciese los tenían ansí cercados de piedra cuanto decía la haz de la tierra donde igualaba. Está este Cuzco arrimado á una sierra por la parte donde está la fortaleza, y por esta parte bajaban los indios della hasta junto á unas casas questan junto a la plaza que eran de Gonzalo Pizarro y Joan Pizarro su hermano, y de aquí nos hacían mucho daño; que con hondas echaban piedras en la plaza sin podérselo estorbar. Por ser esta parte como digo agra y entre un callejón angosto que los indios tenían tomado y no se podía subir por él sin que mataran a los que allí entraran; estando ansí con harta congoja, que cierto que eran tan grandes las voces y alaridos que daban bozinas y potutos que tocaban, y que parescía que temblaba la tierra, Hernando Pizarro y los capitanes se juntaron muchas veces á haber acuerdo sobre lo que harían, y unos decían que despoblásemos y saliéremos huyendo, otros que nos metiésemos en Hatuncancha que era un cercado muy grande donde todos pudiéramos estar, que como tengo ya dicho no tenia mas de una puerta y cercado de cantería muy alta: y ningún acuerdo destos era bueno, porque si saliéramos del Cuzco en el camino nos matarían a todos por muchos malos pasos y sierras que en él hay; y si nos recogiéramos al cercado, allí nos tapiaran con adobes y piedras según la mucha gente que había. Pues Hernando Pizarro nunca estuvo en ello y les respondía que todos habíamos de morir y no desamparar el Cuzco. Juntábanse a estas consultas Hernando Pizarro y sus hermanos, Gabriel de Rojas, Hernán Ponce de León, y el tesorero Riquelme.

“Pues á cabo de algunas juntas que habían hecho, Hernando Pizarro acordó que se fuese á tomar la fortaleza que era de la parte que más daño nos hacían como tengo dicho, porque al principio no se acordó tomalla antes que los indios pusiesen cerco, ni se entendió hacer al caso tenella. Pues acordado esto se puso por obra mandándonos á los de á caballo que nos apercibiésemos con nuestras armas para ir á la tomar, y á Joan Pizarro su hermano que fuese por caudillo, y á los demás capitanes ya dicho, quedándose Hernando Pizarro en el Cuzco con la gente de á pie, recogidos todos á donde él diria. Pues un día antes desta partido subcedió que desde un anden tiraron una piedra grande á un soldado que se decía Pedro del Barco, y acertándole en la cabeza, dieron con él en tierra sin sentido, y viéndolo Joan Pizarro que estaba cerca arrojóse á favorecelle, y aquí le dieron una gran pedrada en las quijadas de questuvo lastimado. He querido decir esto para lo que adelante contaré dél.

Pues partidos todos como digo los de á caballo para tomar la fortaleza llevando á Joan Pizarro por caudillo sobre todos, subimos por Carmenga arriba, un camino bien estrecho arrimado á una ladera, y por otra parte una barranca, á partes honda, y desta barranca nos hacían mucho daño con piedra y flechas, y el camino tenian quebrado por muchas partes y hechos muchos hoyos en él. Aquí pasamos mucho trabajo y daño porque ibamos parando y aguardando que tapasen los hoyos y adobasen los caminos los pocos indios amigos que llevábamos, que aun no llegaban á ciento. Pues subidos con harto trabajo á lo alto á un poco de llano que se hace donde dije entramos en el Cuzco, dende aquí fuimos rodeando unos cerrillos y malos pasos para ir á tomar la parte llana de la fortaleza donde tiene la principal puerta y entrada, y en estas quebradillas hobimos rencuentros con los indios porque nos tuvieron casi tomados á dos españoles que cayeron de los caballos.

”Pues llegado al llano y á la puerta por donde habíamos de entrar, estaba tan barreada y fuerte que aunque probamos dos veces á entralla nos hicieron retraer hiriéndonos algunos caballos, y ansí acordaron los capitanes de aguardar hasta la media noche para acometellos porque aquella hora están los indios soñolientos y medio dormidos. Pues volviendo a Hernando Pizarro que quedó en el Cuzco, los indios se entraban por las calles y casas creyendo que desamparábamos al pueblo: por otra parte veían que Hernando Pizarro y los de á pie estaban juntos; no podían entender que fuese, y ansí estaban atónitos hasta que nos vieron asomar por un lado de la fortaleza y entonces entendieron á lo que ibamos. Y cierto si los indios cayeran en ella y Dios nuestro Señor no los cegara, ellos pudieran muy bien matar á Hernando Pizarro y á los que con él habían quedado, primero que nosotros pudiéramos volver á socorrellos.

”Pues aguardando Joan Pizarro y los que con él estábamos á que demediese la noche, demediada Joan Pizarro mandó a su hermano Gonzalo Pizarro y á los demas capitanes entrasen con la mitad de la gente de á caballo que mandó apear, y á los demas estuviesen á caballo para socorrellos, y el Joan Pizarro se quedó con los de á caballo á causa de que no se podia poner armadura en la cabeza por estar entrapajado [cubierto por tiras de tela que le habían colocado sobre las heridas] por la herida que tenía en una quijada como dije el día antes le dieron. Pues entrando los que iban á pie empezaron á desbaratar muy paso la primera puerta que estaba tapada con una albarrada de otra puerta que adelante habia, fueron sentidos de los indios y empezaron á echar tanta piedra seca, y deshecha empezaron á subir un callejon adelante: y llegados á esta otra albarrada de otra puerta que adelante habia, fueron sentidos de los indios y empezaron á echar tanta piedra que cuajaba el suelo, y fue causa que los españoles se entibiaron y detuvieron y no pasaban adelante.

Y estando ansí un español dió voces diciendo á Joan Pizarro que los españoles se retraían y huian.

Oida esta voz Joan Pizarro tomando una adarga en el brazo se arrojó dentro mandándonos á los de á caballo que fuésemos en su seguimiento e ansí lo hicimos, y con la llegada de Joan Pizarro y los de á caballo la otra albarrada y puerta se ganó y entramos hasta un patio que se hace en la fortaleza. Pues de un terrado grande que había á un lado del patio nos daban tantas pedradas y flechazos que no nos podiamos valer, y á esta causa Joan Pizarro aguijó con algunos de á pie hácia el terrado que digo, que era bajo, para hacer subir algunos españoles en él y que echasen a los indios de allí. Y estando batallando con ellos para echallos de allí, Joan Pizarro se descuidó de cubrirse la cabeza con la adarga, y con las muchas pedradas que tiraban le acertaron una en la cabeza que le quebraron los cascos y dende á quince dias murió desta herida; y ansi herido estuvo forcejando con los indios y españoles hasta que se ganó este terrado, y ganado le abajaron al Cuzco, porque los indios questaban en el camino que he dicho bajaba al Cuzco, ques corto y muy agro, de donde nos hacian el daño, ya los indios lo habian dejado y por allí bajaron á Joan Pizarro á donde Hernando Pizarro estaba”.

Las nuevas heridas de Juan Pizarro eran mortales de necesidad. Su juventud y fortaleza hicieron que pudiera conservar la vida unos quince días más. En ese lapso la lucha continuaba con la misma ferocidad pero Juan Pizarro pudo dictar testamento el 16 de mayo de 1536. El documento es extenso y detallado.

Pide que sus restos sean llevados a España y enterrados en Trujillo “conforme a la calidad de mi persona”.

Para diversas iglesias de la ciudad que lo vio nacer deja generosos donativos, a cambio de misas por su alma.

Igualmente ordena misas en recuerdo de su difunta hermana María de Aguilar y de su tía Estefanía de Vargas, que lo crió de pequeño. Deja igualmente fuertes sumas de dinero para sus hermanas Inés Rodríguez de Aguilar, Francisca Rodríguez y Graciana, al igual que para otros parientes cercanos. Destina 2000 ducados para una hija que tuvo con una coya (princesa inca) pidiéndole a su hermano Hernando que apruebe su casamiento cuando llegue el caso. Como albaceas nombra a sus hermanos Hernando y Gonzalo así como a Juan Cortés, vecino de Trujillo.

Es interesante el pedido que le hace a su hermano Gonzalo, heredero universal del remanente de sus cuantiosos bienes, para que con la renta de ellos se instituya un mayorazgo. Evidente muestra de su afán de mejora social, tan común entre los conquistadores hispanos.

Lo cierto es que su fortuna no podía calcularse y en su postrimera voluntad demuestra gran generosidad con su familia materna que había quedado en España. Francisco de Pancorbo relataría después que a Juan Pizarro lo enterraron de noche y en secreto “porque los indios no supiesen que era muerto, porque era valentísimo hombre y le temían mucho los indios”.

Hay que destacar también el pundonor de Juan Pizarro.

Él mencionaba que aconsejó desguarnecer la fortaleza de Sacsahuamán desde donde los indios lanzaron sus más violentos ataques sobre el Cuzco. “Por mi causa se dejó de poner guardas en ella —decía— y la tomaré todas las veces que sea necesario”. Uno de esos intentos le costó la vida. Debió expirar en los días finales de mayo de 1536. El Inca Garcilaso de la Vega dice que fue enterrado en la catedral cuzqueña y que sobre sus restos se puso una piedra de color azul, sin ninguna leyenda. Nunca se pudo encontrar sus cenizas.

 

Bibl.: R. Porras Barrenechea, El Testamento de Pizarro, París, Imprimeries Les Presses Modernes, 1936; P. Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista de los reinos del Perú, Buenos Aires, Editorial Futuro, 1944; R. Cúneo Vidal, Vida del Conquistador del Perú, Don Francisco Pizarro, Lima, Gráfica Morson, 1978; J. A. del Busto Duthurburu, Francisco Pizarro. El Marqués Conquistador, Lima, Librería Studium Editores, 1978; J. Hemming, La conquista de los incas, México, Fondo de Cultura Económica, 1982; J. Lockhart, Los de Cajamarca, Lima, Editorial Milla Batres, 1986; G. Lohmann Villena, Francisco Pizarro. Testimonio. Documentos oficiales, cartas y escritos varios, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1986; P. Cieza de León, Crónica del Perú, Tercera Parte, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú- Academia Nacional de la Historia, 1989.

 

Héctor López Martínez