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Manuel de Pezuela y Ceballos

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Biografía

Pezuela Ceballos, Manuel. Marqués de Viluma (II). La Coruña, 8.I.1797 – Madrid, 20.X.1872. Militar y político.

Viluma nació en una familia dedicada a las armas durante generaciones, de ahí que una vez reconociera sentir una “predilección particular por una profesión que siguieron mis padres y abuelos: no recuerdo uno que no hubiese sido soldado”. En efecto, su padre, Joaquín de la Pezuela y Sánchez, nacido en Naval (Huesca) el 22 de mayo de 1761, fue uno de los militares más señeros del tránsito del siglo XVIII al XIX. Formado en una de las escuelas más elitistas del Ejército, el Colegio de Artillería de Segovia, realizó el grueso de su carrera en América, donde fue sucesivamente desde su llegada en 1805 subinspector interino del departamento de Lima, general en jefe del Ejército del Alto Perú, subinspector de todas las tropas veteranas y milicias del virreinato, gobernador de la plaza de Callao y virrey del Perú entre octubre de 1816 y enero de 1821, su destino más recordado. Regresó a España tras un pronunciamiento para ocupar a partir de 1825 la Capitanía General de Castilla la Nueva. Murió el 16 de septiembre de 1830 con el grado de teniente general y las Cruces de San Fernando, Isabel la Católica y San Hermenegildo.

Su madre, Ángeles Ceballos Olarría, nacida en Santander el 25 de febrero de 1769, también era hija de militares, de Ramón Ceballos Prieto en concreto, un oficial que llegó a ocupar un puesto de relevancia en la Contaduría de Marina del departamento de Ferrol, pero cuya temprana muerte truncó una carrera más que prometedora. Ambos, Joaquín de la Pezuela y Sánchez y Ángeles Ceballos Olarría, contrajeron matrimonio en Santander el 28 de febrero de 1793 tras formalizar la sociedad conyugal un día antes, si bien todo el capital de la misma (66.000 reales) correspondió a los Ceballos Olarría, toda vez que Pezuela sólo contaba con sus escasos haberes como militar al haber sido su hermano mayor el que heredara la fortuna de sus antepasados, todos bienes de mayorazgo. El matrimonio tuvo diez hijos, Joaquín, Manuel, Ramón, Martín, María del Carmen, Joaquina, Juan, José e Isabel. El más conocido de ellos fue Juan, conde de Cheste y marqués de la Pezuela, diputado, senador durante casi sesenta años, ministro de Marina en 1846, y una de las personalidades más destacadas del reinado de Isabel II y parte del de su hijo Alfonso XII.

Viluma ingresó en la Academia de Artillería el 1 de octubre de 1810 en calidad de cadete, con tan sólo trece años por lo tanto, lo mismo que ya hiciera su padre o alguno de sus hermanos. El centro se encontraba en esos años en Menorca y Mallorca como consecuencia de la invasión francesa de Segovia, su sede tradicional, de manera que su primera tarea tras obtener el grado de subteniente el 10 de agosto de 1812 consistió en realizar labores de guarnición en el 5.º y 4.º Regimiento de Baleares. Ascendió a subteniente del cuerpo el 30 de mayo de 1814 gracias a ello. De ahí pasó al quinto departamento militar, en La Coruña, donde participó en el intento de pronunciamiento del 15 de septiembre de 1815 que intentó restaurar la Constitución de 1812 liderado por Díaz Porlier. La intentona se saldó con un fracaso absoluto y una condena de cinco años de prisión en “cárceles y castillos” para Viluma por mandar cuatro piezas de artillería ese día, aunque salió mejor parado, así y todo, que su cabecilla, ahorcado el 3 de octubre de 1815 en La Coruña a la edad de veintisiete años.

Salió de la cárcel el 21 de febrero de 1820 tras la proclamación de la Constitución de Cádiz en La Coruña.

Reincorporado otra vez al Ejército, ascendió a capitán dos semanas después y fue destinado a continuación a Asturias con el fin de ayudar a la Junta allí instalada para radicar el sistema constitucional.

Viluma obtuvo el reconocimiento general por esa labor, el mismo que ya lograra meses atrás al ser declarado Benemérito de la Patria por las Cortes a cuenta de sus años en prisión, pero prefirió, pese a ello, retirarse de la primera línea durante dos años, previa solicitud de una licencia para atender a la educación de sus hermanos, faltos de la presencia de su padre desde 1805 nada menos. Regresó al servicio activo dos años después por la puerta grande. Primero combatió del lado de la Milicia Nacional en la famosa jornada del 7 de julio contra la Guardia Real y luego fue nombrado ayudante del general en jefe del 2.º ejército de operaciones, Ballesteros, con quien se enfrentó a los voluntarios realistas en Navarra a comienzos de 1823, además de hacer de enlace con los gobernadores de San Sebastián, Pamplona y otras localidades de la frontera. Ballesteros lo comisionó luego a Sevilla para ayudar en lo posible al Rey y al Gobierno, en la ciudad tras su huída de Madrid por la presión del ejército de Angulema, pero no pudo hacer nada debido al cúmulo de dificultades que encontró en su camino.

Primero estalló una sublevación realista en Sevilla que lo obligó a huir a duras penas a Cádiz, más tarde no pudo incorporarse al ejército de Ballesteros pese a trasladarse a Alicante en un buque fletado por el Gobierno, con el que atravesó el bloqueo de la armada francesa, después regresó de nuevo a Andalucía perseguido por los cruceros franceses, y finalmente tuvo que rendirse tras participar con los restos del ejército liberal en alguna acción sin importancia.

Tras diez años en situación de cuartel debido a su pasado liberal, regresó de nuevo al Ejército a la muerte de Fernando VII, como tantos otros, pero al contario que ellos solicitó su baja muy poco después, el 5 de febrero de 1834. Iba a convertirse en millonario gracias a su inminente matrimonio con Francisca Puente Bustamante, la única hija de un acaudalado hombre de negocios, Pedro de la Puente y Hazas, así que podía permitirse colgar el uniforme y llevar una vida mucho más relajada. La dote de su mujer, una pensión mensual de 4000 reales y una casa en la carrera de San Pablo de Madrid valorada en más de 400.000 reales, significó, por tanto, el punto de inflexión de su vida y la solución a las estrecheces económicas que siempre caracterizaron a los Pezuela, caso de su padre, fallecido en la indigencia pese a su rango de teniente general, a tal punto que su madre tuvo que solicitar una pensión de viudedad. Los 4000 reales iniciales fueron sustituidos además poco después por la renta derivada de otra casa en la calle Jacometrezo y finalmente con el 20 por ciento de los negocios de su casa comercial.

Viluma reapareció en la vida pública como subdelegado de Fomento de la provincia de Soria, cargo para el que fue nombrado el 14 de abril de 1834, aunque no llegó a tomar siquiera posesión al ser destinado el 23 del mismo mes a la de Santander tras la dimisión del designado en un principio, Crespo Cantolla.

De ahí pasó a la provincia de Córdoba con idéntico destino, ya en julio, para incorporarse un mes después a la de Madrid como gobernador civil. Ocupó el puesto hasta el 21 de junio de 1835, cuando dimitió por razones de salud. Recuperado, comenzó una carrera política, dos años después, que lo llevó al Senado en las elecciones de 1837, 1839 y 1840, siempre por Burgos y siempre por el Partido Moderado.

Había abandonado ya sus ideas de juventud, “que a primera vista arrebatan”, y ahora se mostraba mucho más conservador, al extremo que hacía suyo el programa completo de su partido: la creación de un Consejo de Estado que fuera la última instancia de la jurisdicción contencioso-administrativa, la reforma de la ley electoral de 1837, la restauración del diezmo tras su derogación ese mismo año, y la aprobación de una nueva ley de imprenta, es decir, un paquete de medidas llamado a dar un importante giro conservador al Estado liberal. Aún más, conforme fueron avanzando las legislaturas y los progresistas amenazaban con recurrir a la violencia fue mostrando un perfil mucho más conservador que el habitual entre los moderados, lindante incluso con el absolutismo, el origen del credo político que tan célebre le haría en años sucesivos. Estaba ya cansado de tanto exceso, de tanta demasía, “porque desde que se verificó el cambio de sistema político todo el mundo se ha creído con derecho a hacer lo que parece”, de manera que a la altura de 1840 reconocía, ya sin rubor, que “entre la libertad con anarquía y el absolutismo, yo prefiero el gobierno absoluto. Digo más: yo prefiero la tiranía de uno a la tiranía de la muchedumbre”.

Viluma pasó a la primera línea de los acontecimientos tras la llegada de Espartero al poder. Horrorizado por lo sucedido, animó desde el principio un pronunciamiento que devolviera a María Cristina a la Regencia, dio alojamiento a los militares que intentaron secuestrar a Isabel II el famoso 7 de octubre de 1841 y fue el depositario de los más de ocho millones de reales invertidos en la operación tras la huida del depositario original, Istúriz, todo lo cual le fue recompensado con creces a la vuelta de los moderados al poder. El 13 de febrero de 1844 fue nombrado ministro plenipotenciario en Londres en sustitución de Sancho, un destino que llevaba aparejado un sueldo de 120.000 reales, y el 3 de mayo del mismo año se hizo con la cartera de Estado en el primer gobierno de Narváez por expreso deseo de María Cristina, con quien mantenía correspondencia desde tiempo atrás.

Su paso por el Ministerio fue muy breve de todas formas, apenas unos meses. Fiel a sí mismo y a sus ideas políticas, Viluma planteó en el Consejo de Ministros suprimir el jurado en el marco de una nueva ley de imprenta, liquidar la Milicia Nacional, devolver a la Iglesia los bienes desamortizados aún no vendidos, conceder a la Corona toda la iniciativa legislativa, y dividir el Legislativo en dos Cámaras, una nombrada por la Corona y otra electiva sobre la base de la propiedad territorial, industrial y comercial, cuyos reglamentos y presidencia serían, además, decididos por la Corona; pero al final tuvo que ceder ante la oposición de sus compañeros de Gabinete, Mon y Pidal en particular, que se opusieron a dar un giro tan conservador al Estado liberal que sería dudoso que pudiera recibir tal nombre. Viluma presentó su dimisión como consecuencia el 21 de agosto a pesar de los ruegos de Narváez, su máximo valedor durante su estancia en el Gobierno, al punto que llegó a presionar a su hermano para que tratara de convencerlo.

Repitió la escena pocos meses después, esta vez en el Congreso. Elegido diputado en septiembre de 1844, renunció a su escaño el 21 de diciembre una vez que el grueso de la Cámara rechazara una enmienda de su autoría para que se suspendiese la venta de bienes desamortizados y otras medidas favorables a la Iglesia, su viejo caballo de batalla, sólo que en esta ocasión se llevó tras de sí a otros veintidós diputados, el origen de la “facción Viluma” y la primera escisión dentro del Partido Moderado. Viluma no se quedó ahí en todo caso. A falta del altavoz que le proporcionaba el escaño, se dedicó a financiar dos periódicos que lo pudieran sustituir, El pensamiento de la nación de Jaime Balmes primero y El Conciliador después, desde los que inició una campaña de prensa para promover su particular solución a la deriva de la revolución liberal española: el matrimonio de Isabel II con el hijo de don Carlos, el conde de Montemolín, que tendría además el efecto añadido de lograr la reconciliación entre liberales y carlistas. Fue un esfuerzo inútil sin embargo.

Al igual que en febrero de 1845, cuando declinó el encargo de formar Gobierno consciente de su minoría parlamentaria, su proyecto tampoco tuvo nunca una sola oportunidad de salir adelante debido al escasísimo apoyo político con que contaba, porque nadie, salvo él y su gente, estaba dispuesto a entregar a don Carlos por vía matrimonial lo que le habían negado durante siete años con las armas, de ahí que Isabel II se casara al final con su primo Francisco de Asís. Viluma se refugió a partir de entonces en el Senado, para el que fue nombrado el 15 de agosto de 1845, donde siguió defendiendo los privilegios de la Iglesia, las deficiencias del sistema parlamentario y la necesidad de reforzar aún más a la Corona, todo lo cual le convirtió en una suerte de profeta del pasado, “una persona exótica”, como reconociera él mismo. Fue presidente de la Cámara en enero de 1847 y noviembre de 1853.

Regresó a la administración pública en enero de 1852 como ministro plenipotenciario en Nápoles, un destino dotado con un sueldo de 200.000 reales anuales.

De ahí pasó a París en mayo de 1853 con idéntica responsabilidad pero con un sueldo de 300.000 reales, al tratarse de una plaza de superior categoría. Fue el último de los cargos que ocupó en su vida, ya que un año más tarde, el 30 de agosto de 1854, Olózaga lo sustituyó al frente de la embajada tras la revolución de ese verano. Solicitó su jubilación el 20 de enero de 1857. Días después, el 12 de febrero, volvía a tomar posesión de su escaño en el Senado, del que fue su presidente una vez más, pero en esta ocasión sólo intervino en una ocasión durante los siguientes diez años, y sólo por expreso deseo del marqués de Miraflores.

“Me obliga a decir algunas aunque poquísimas palabras, pero no para discutir, porque hace mucho tiempo que ni discuto, ni mis circunstancias ni mi salud me lo permiten”, admitió entonces. Muy mermado, sus últimos años fueron un rosario de baños de mar y aguas minerales en Santander y Montemayor (Cáceres) en busca de una mejoría que nunca llegó.

Falleció el 20 de octubre de 1872 en Madrid, en posesión de la Orden de Calatrava, la Cruz de Carlos III, la Real Orden de Mérito de San Luis de los estados de Parma y Plasencia, la Orden de San Genaro de Nápoles, la Cruz de San Hermenegildo, la condición de gentilhombre de cámara con ejercicio del infante Carlos Luis, y un asiento en el Consejo de Estado, lo habitual entre quienes habían sacrificado ya lo mejor de su vida en el altar de la patria.

Su mujer lo sobrevivió hasta el 29 de diciembre de 1890, fecha de su muerte en Madrid. El matrimonio tuvo dos hijos, Joaquina y Pedro. Joaquina, nacida en Madrid en 1837, fue una lectora voraz en distintos idiomas y una habitual en tertulias literarias, una auténtica adelantada a su tiempo. No se casó ni tuvo hijos. Murió en San Pantaleón de Aras (Cantabria) el 9 de noviembre de 1908 con un patrimonio valorado en 385.312 pesetas. Su amigo Menéndez Pelayo, a quien donó parte de su biblioteca, se encargó de escribir el epitafio de su lápida. Pedro, nacido el 20 de marzo de 1843 en Madrid, estudió Filosofía y Letras y Derecho en la Universidad de Madrid entre 1860 y 1861. Luego se dedicó a la administración de los negocios familiares. Tampoco se casó ni tuvo hijos. Murió el 7 de junio de 1902 en Madrid en posesión de la Orden de Calatrava y el condado de Casa Puente, al que accedió en 1868 por renuncia de su madre.

 

Fuentes y bibl.: Archivo Central del Ministerio de Justicia, Títulos Nobiliarios, leg. 244-2, n.º 2216; Archivo General del Ministerio de Asuntos Exteriores, P 188, exp. 10059; Archivo General Militar (Segovia), Personal Célebre, caja 133 y caja 131-9; Archivo Histórico Nacional, Fondos Contemporáneos, Ministerio de la Gobernación, Personal, 518; Órdenes Militares, Caballeros de Calatrava, Moderno, 178 y 284; Universidades, 6749/13 y 4593/22; Archivo Histórico de la Provincia de Cantabria, Protocolos Notariales, leg. 931, fols. 1-34; leg. 932, fols. 784-806; Archivo Histórico de Protocolos (Madrid), leg. 24.921, fols. 292-305; leg. 36.093, fols. 4957-4961; leg. 36.618, fols. 2714-2719; leg. 43.993, fols. 3845-4054; Archivo del Senado, Expedientes personales, HIS-0509-05.

A. Urbina y Melgarejo, marqués de Rozalejo, Cheste o todo un siglo (1809-1906). El isabelino tradicionalista, Madrid, Espasa Calpe, 1935, págs. 85-87, 93 y 105-142; F. Cánovas Sánchez, El partido moderado, pról. de J. M.ª Jover Zamora, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1982, págs. 192-203; I. Burdiel, Isabel II. No se puede reinar inocentemente, Madrid. Espasa Calpe, 2004, págs. 162, 165 y 268-271.

 

Luis Garrido Muro

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