Muhammad I: Abu l-Mundir (y Abu ‘Abd Allah) Muhammad b. ‘Abd al-Rahman b. al-Hakam. Córdoba, III.823-IV.823 – Córdoba, 4.VIII.886. Quinto emir omeya de Córdoba (independiente).
Huérfano de madre a muy temprana edad, Muhammad fue criado por otra de las favoritas de su padre ‘Abd al-Rahman, Sifa. Su madre, sobre cuyo nombre no se ponen de acuerdo las fuentes (Tahr, Tahattur, Buhayr), se hallaba en Toledo con el emir y, enviada por éste de regreso a Córdoba, falleció en una aldea cercana a Toledo, siendo enterrada allí. Cuando su hijo Muhammad subió al trono, eximió de algunos impuestos a los habitantes del lugar por cuidar de la tumba de su madre.
Muhammad era rubio, de tez clara, nariz aguileña y cuerpo achaparrado. De carácter apacible, amante del saber y de sus cultivadores, delegó en buena parte el poder en su senescal Hasim b. ‘Abd al-‘Aziz, el más poderoso hombre de Estado que conoció la dinastía omeya de al-Andalus antes de Almanzor.
A la muerte de su padre ‘Abd al-Rahman, Muhammad recibió el juramento de fidelidad de sus súbditos el jueves 22 de septiembre del 852 con aparente normalidad, aunque realmente su llegada al poder no había estado exenta de graves dificultades. En vida de su padre, un sector amplio y poderoso de los servidores de palacio había conspirado para lograr que el sucesor no fuera Muhammad sino ‘Abd Allah, hijo de la favorita de ‘Abd al-Rahman, Tarub. A la cabeza de esa conjura se hallaba el eunuco Nasr, que controlaba todos los resortes del poder dentro del alcázar cordobés. El emir ‘Abd al-Rahman tenía decidido que su sucesor había de ser Muhammad, pero por las razones que fueren en ningún momento llegó a hacer una proclamación oficial al respecto, lo que tal vez habría puesto punto final a las intrigas palaciegas. Decidido a ganar por la mano a sus oponentes, Nasr tramó envenenar al emir, pero el médico al que encargó elaborar el bebedizo puso sobre aviso a los servidores fieles a ‘Abd al-Rahman; de esta forma, cuando el propio Nasr le presentó la copa que supuestamente contenía una medicina, el emir le ordenó que se la bebiera él. Muerto el principal instigador de la conjura, la favorita Ṭarub no sufrió el menor castigo, a pesar de que su participación en estos acontecimientos estaba fuera de toda duda. Como, por otra parte, ‘Abd al-Rahman seguía sin decidirse a nombrar sucesor públicamente, a su muerte la cuestión sucesoria seguía en pie y tuvieron que ser los eunucos de palacio los que, tras discutir entre ellos el asunto, optaran por apoyar a los partidarios de Muhammad, que fue introducido a escondidas en el alcázar para evitar una posible celada de los seguidores del hijo de Tarub.
Muhammad heredaba un reino unido y pacificado, en el que únicamente las regiones fronterizas escapaban al control efectivo y permanente del estado cordobés. En el resto de al-Andalus las otrora frecuentes sublevaciones habían desaparecido y únicamente las escasas incursiones de algunos caudillos rebeldes de las Marcas rompían de vez en cuando la tranquilidad de las zonas del interior. En cuanto a su política exterior, Muhammad tuvo a raya a los reinos cristianos, con especial atención al asturiano Ordoño I, cuyas tropas fueron derrotadas repetidas veces, y continuó la política de los últimos años de su padre al mantener una relación bastante cordial con Carlos el Calvo, con quien intercambió varias embajadas. Sin embargo los últimos años de su reinado conocieron un cambio radical en la situación: la aparición de ‘Umar b. Hafsun pone punto final al prolongado período de paz interna y obliga a concentrar esfuerzos en la represión de ese levantamiento, lo que provoca que el nuevo rey asturiano, Alfonso III, encuentre grandes facilidades para acelerar y consolidar la expansión territorial.
Las primeras medidas de su reinado le vinieron casi impuestas, pues los levantiscos toledanos se declararon en rebeldía poco tiempo después de su entronización. Se hallaba en la ciudad entonces el infante Sa‘id, hermano del emir Muhammad, y desempeñaba el cargo de gobernador Harit b. Bazi. A principios de octubre, nada más tener noticia de la muerte del emir ‘Abd al-Rahman, los toledanos se alzaron en armas contra las tropas emirales, que no pudieron oponer resistencia a los sublevados y se vieron obligados a rendirse. Al infante Sa‘id se le permitió salir de la ciudad, pero el gobernador fue retenido para intercambiarlo por los rehenes toledanos que permanecían en Córdoba.
A diferencia de lo que venía ocurriendo desde que los omeyas enseñorearon al-Andalus, en esta ocasión los toledanos no se limitaron a romper sus vínculos con Córdoba y vivir independientes en su ciudad, sino que comenzaron a realizar incursiones muy al sur de su región. Por ello al año siguiente Muhammad envió dos expediciones militares para asegurar los caminos que llevaban a Toledo antes de atacarla; la primera de ellas, una aceifa de verano al mando de su hermano al-Hakam, tomó Calatrava, reconstruyó su muralla y repobló la localidad, abandonada por sus habitantes; la segunda, formada por un destacamento de tropas regulares, se vio sorprendida por una emboscada en Andújar y sufrió una derrota humillante (marzo del 854), ante lo cual los habitantes de Jaén huyeron de la ciudad por temor a los toledanos. A raíz de esto el emir ordena fortificar Úbeda e instala allí un contingente de árabes leales.
Los toledanos, envalentonados por esa victoria, dan un paso más en su desafío a los omeyas y llaman en su ayuda al rey asturiano Ordoño, quien les envía tropas al mando de uno de sus condes. El ejército cordobés, al frente del cual iba el propio emir Muhammad, se puso en marcha en junio del 854 para dirigirse contra Toledo. De la importancia que se daba en Córdoba a esta sublevación da cuenta el hecho de que muchos voluntarios se unieran a las tropas regulares, posiblemente preocupados porque los toledanos habían llegado casi a las puertas de la capital, a Andújar, a sólo dos jornadas. El encuentro entre los dos Ejércitos tuvo lugar a orillas del arroyo Guazalete, cerca de Almonacid de Toledo, y se saldó con una completa derrota de la coalición astur-toledana y la muerte del conde que mandaba el contingente cristiano. Sin embargo este revés no puso fin a la sedición de Toledo, que únicamente se rindió cinco años más tarde, después de que, tras varias expediciones de desgaste, el emir se pusiera de nuevo al frente de su Ejército para cercar la ciudad rebelde. En el transcurso de este asedio se produjo la destrucción del puente sobre el Tajo, que había sido minado por los zapadores del emir y que cayó cuando era cruzado por los toledanos, que habían hecho una salida para atacar a los sitiadores. Los numerosos muertos producidos en esta acción y el gran efecto que la pérdida del puente causó entre los toledanos hicieron que, aunque el asedio se levantó sin haber conseguido domeñar la ciudad, a los pocos meses se sometieran al poder del emir, sumisión que duró muy poco, pues pronto acogieron a Lubb b. Musa, uno de los Banu Qasi, y se declararon de nuevo en rebeldía. De este modo, la ciudad de Toledo continuó moviéndose entre fases de sumisión puramente nominal y etapas de apartamiento de la obediencia hasta que en el año 873 Muhammad pasó por ella camino de la Marca Superior y consiguió que los toledanos aceptaran pagarle tributo, comprometiéndose a cambio a nombrar como gobernador de la ciudad a uno de sus habitantes. Hasta el final del reinado de Muhammad pocas noticias más sobre Toledo ofrecen las crónicas, lo que indica no tanto que los ánimos de los toledanos se apaciguaran, sino más bien que los esfuerzos del emir se centraron en otros problemas.
Uno de ellos fue el surgido inmediatamente después en la Marca Inferior: las andanzas de ‘Abd al-Rahman al-Yilliqi, miembro de una familia muladí que había dominado Mérida durante mucho tiempo, unas veces bajo la bandera omeya y otras en rebeldía. El mismo ‘Abd al-Rahman había pasado por ambas situaciones, pues, tras unos años de activa participación en revueltas, pasó a formar parte del Ejército emiral en Córdoba. Durante siete años permaneció en la capital al servicio de Muhammad, pero en el 875 huyó hacia la región de Mérida, congregó en torno suyo a un numeroso grupo de seguidores e inició una vida mezcla de bandolerismo y activismo antiomeya que lo llevó a fortificar Badajoz, correr y saquear toda la Marca Inferior, capturar prisionero al todopoderoso senescal de Muhammad, Hasim b. ‘Abd al-‘Aziz, entregárselo al rey Alfonso III, acogerse él mismo a la protección del monarca asturiano y, finalmente, regresar a Badajoz, donde vivió sus últimos años (falleció sobre el 889) en una situación de autonomía consentida.
La tercera de las Marcas, la Superior, conoció durante el reinado de Muhammad los momentos más brillantes de la dinastía de los Banu Qasi, una familia de origen muladí que durante varias generaciones desempeñó un papel de primer orden en la historia de la región, unas veces defendiendo la causa omeya contra sus numerosos enemigos internos y externos, y otras, actuando casi como reyes independientes. En estos años su figura más destacada fue Musà b. Musà, quien, según la Crónica de Alfonso III, se hacía llamar “tertium regem in Spania”. Este personaje, hermano por parte de madre del señor de Pamplona, Íñigo Arista, había llevado durante el reinado de ‘Abd al-Rahman II la habitual política de los señores de la frontera, en la que se mezclaban el sometimiento al poder cordobés cuando las circunstancias lo aconsejaban y la independencia cuando se sentían fuertes. Pero Musà b. Musà consiguió finalmente hacerse con el dominio de casi toda la Marca y obtener un poder nada despreciable. Por ello, cuando Muhammad sube al trono, opta por reconocer al muladí como gobernador de las más importantes ciudades, con lo que consigue que la zona conozca unos años de paz y que el qasí colabore militarmente con él, como ocurrió en el año 856, en el que Musà, cumpliendo al parecer órdenes del emir, asedió Barcelona y conquistó Tarrasa, campaña en la que obtuvo un rico botín. Pero, no contento con todo lo que había logrado, Musà b. Musà quiso ampliar los límites de su “reino” y atacó Guadalajara en el año 862, acción que no sólo no se vio recompensada con el éxito sino que fue la causa de su perdición, puesto que, durante el asedio, resultó herido de gravedad, falleciendo poco después. Le sucedió su hijo Fortun, que se apresuró a manifestar su obediencia al emir, que para aquel entonces ya tenía en la Marca gobernadores propios. Con la muerte de Musà, dominador indiscutido de la región, la relativa tranquilidad que había gozado el Valle del Ebro fue desapareciendo paulatinamente. Muy pronto otras familias notables de la zona, tanto muladíes, como los Banu ‘Amrus, descendientes del implacable y eficaz colaborador del emir al-Hakam I, como árabes, los tuyibíes, disputan la supremacía a los Banu Qasi y la Marca retorna al estado de efervescencia habitual a lo largo de su historia, aunque la más importante de sus ciudades, Zaragoza, pasó a manos omeyas de una manera inusitada: cercada por una de las expediciones militares que con frecuencia enviaba el emir —más para obtener botín que para recuperar territorios—, el qasí que entonces la enseñoreaba, Muhammad b. Lubb, vende la ciudad al enviado del emir, Hasim b. ‘Abd al-‘Aziz en el año 874 o en el 884.
Durante el reinado de Muhammad los normandos, que habían provocado en tiempos de su padre ‘Abd al-Rahman graves problemas, vuelven a aparecer en las costas peninsulares, si bien en esta ocasión encuentran a los andalusíes preparados. En el año 859 aparecieron sesenta naves normandas en las costas atlánticas, pero, perseguidos por los barcos omeyas y temerosos del encuentro con las tropas que se dirigieron contra ellos cuando fondearon en la desembocadura del Guadalquivir, no lograron más éxito que el saqueo de Algeciras. De allí pasaron allende el Estrecho, navegaron hacia el norte, pasando por Orihuela, y asolaron las costas francas. De regreso de esta campaña, se toparon con la flota omeya en la zona de Medina Sidonia, combate en el que ambos contendientes sufrieron pérdidas. Finalmente alcanzaron el Cantábrico, capturando en una de sus incursiones al rey de Pamplona, García Íñiguez, que sólo fue liberado tras pagar un cuantioso rescate.
En cuanto a la actividad militar contra el reino asturiano, el comienzo del reinado de Muhammad siguió las pautas marcadas por sus predecesores: campañas frecuentes, casi siempre victoriosas, muy productivas por el botín conseguido pero sin consecuencias territoriales destacables; los cristianos del norte continuaban yendo de derrota en derrota sin que eso impidiera que su avance, lento pero constante, continuara. Ya antes se vio que el intento de Ordoño de intervenir en los asuntos internos de al-Andalus, al apoyar a los rebeldes toledanos, se había saldado con la estrepitosa derrota del Guazalete en el 854. En los años siguientes, la región oriental del reino, la zona llamada en las fuentes árabes “Álava y los castillos”, sufrió repetidas incursiones por parte de las tropas omeyas (años 855, 863, 865, 866, 867), pero luego una serie de acontecimientos, como la amenaza que representaba al-Yilliqi, los disturbios en las otras Marcas y las fuertes sequías que diezmaban la población andalusí, disminuyeron la capacidad ofensiva de los Ejércitos del emir. Vino a coincidir este momento con la definitiva subida al trono del Alfonso III (866), quien supo aprovechar la debilidad musulmana para apoderarse de amplios territorios en la zona del Duero. Claro indicio de hasta qué punto había cambiado la situación es la cabalgada que en el año 877 un destacamento de caballería asturiana lleva a cabo, cruzando libremente el Tajo por Alcántara para ir en busca de al-Yilliqi, que había expresado a Alfonso III su deseo de trasladarse a tierras cristianas. Poco después en el 880, el monarca asturiano en persona, dirige una expedición de castigo por la región de Badajoz, en la que no encontró resistencia por parte musulmana. Frente a la osadía cada vez mayor del asturiano, el cordobés no opone más que un tímido ataque contra Galicia en el 878, sin resultados destacables, y una frustrada intentona marítima contra las costas asturianas que acabó al poco tiempo de zarpar al ser destrozada la flota por una tormenta.
Oscurecido por la mayor trascendencia de otras dificultades por las que atravesó el estado omeya en las postrimerías del reinado de Muhammad, un problema que luego alcanzaría una importancia extrema surgió en el corazón del territorio andalusí, muy lejos de sus fronteras: la rebelión de ‘Umar b. Hafsun. Pero en estos últimos años del emir Muhammad la cuestión hafsuní no parecía ser una amenaza tan grave como luego se manifestó a lo largo de casi medio siglo. Sobre el año 879 los habitantes de las regiones montañosas de Málaga, Ronda y Algeciras se alzan en armas contra el emir en protesta por los tributos excesivos que los arruinaban. Rápidamente las tropas cordobesas acudieron a sofocar las revueltas y a fortificar los puntos de defensa de la zona. Los distintos rebeldes fueron pronto sometidos, entre ellos uno que había destacado por su osadía, hasta el punto de que había puesto en fuga a un general omeya y se había apoderado de su pabellón; se trataba de Ibn Hafsun, quien, llevado a Córdoba en el 883-4, permaneció allí pocos meses, para regresar después a su refugio de Bobastro. En el verano del 886 un poderoso ejército al mando del infante al-Mundir partió hacia Bobastro para acabar con la sedición, pero, cuando estaba a punto de tomar la plaza, falleció el emir Muhammad (4 de agosto), ante lo que al-Mundir debió regresar a Córdoba para ocupar el trono.
Durante el reinado de Muhammad se produjeron dos hechos de gran trascendencia para la historia social y cultural de al-Andalus: el movimiento de los mártires voluntarios cristianos y el crispado, aunque incruento, enfrentamiento entre los ulemas malikíes (en realidad, defensores de una visión andalusí del malikismo) y los que traían de Oriente saberes y disciplinas novedosas (la ciencia de la tradición Profética o hadiz).
El movimiento de los mártires, iniciado en época de ‘Abd al-Rahman II, continuó durante los primeros años de Muhammad hasta culminar con la ejecución de Eulogio, uno de sus promotores, en el 859. Este Eulogio había sido encarcelado en tiempos de ‘Abd al-Rahman y liberado cuando Muhammad subió al trono, pero su actividad incesante y su extremismo intransigente lo llevaron de nuevo a la cárcel y, de allí, al martirio. Su muerte puso punto final a la ola de martirios buscados por los cristianos, que no eran otra cosa sino una muestra de la desesperación provocada por la constatación de la lenta pero inevitable desaparición de la comunidad cristiana de al-Andalus, en especial de Córdoba, que, sin violencia ni utilización de la fuerza, iba siendo absorbida —primero cultural, luego religiosamente— por el Islam.
Menos dramática fue la pugna entre los ulemas establecidos y los que pretendían innovar, a grandes líneas identificables con los malikíes y los tradicionistas. El incremento de los viajes de estudio a Oriente que se produjo en época de ‘Abd al-Rahman II trajo como consecuencia que un grupo numeroso de sabios de prestigio trajera a al-Andalus ideas nuevas que chocaban con las que estaban firmemente asentadas en al-Andalus. La figura más destacada de los innovadores fue Baqi b. Majlad, sobre quien se centraron los ataques del grupo dominante de los alfaquíes. Aunque personalmente Baqi no llegó a sufrir ningún perjuicio —no así alguno de sus seguidores, que pasó por prisión—, las intenciones de sus acusadores eran aviesas, pero la intervención del senescal Hasim b. ‘Abd al-‘Aziz y, posteriormente, la del propio emir Muhammad, evitaron que Baqi y los que pensaban como él fueran juzgados y condenados. La intervención del poder político cortó de raíz el enfrentamiento, que nunca volvió a reproducirse.
El 4 de agosto del 886 moría en el alcázar de Córdoba el emir Muhammad, mientras su hijo y heredero al-Mundir intentaba apagar en Bobastro un pequeño foco de rebelión. tuvieron que pasar cincuenta años hasta que ese pequeño foco, convertido pronto en un incendio que asolaba todos los confines de al-Andalus, pudiera ser extinguido por el bisnieto de Muhammad, ‘Abd al-Rahman III.
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Luis Molina