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Gaspar de Bracamonte y Guzmán

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Biografía

Bracamonte y Guzmán, Gaspar de. Conde de Peñaranda (III). Peñaranda de Bracamonte (Salamanca), c. 1595 – Madrid, 14.XII.1676. Político y diplomático, Grande de España.

Quinto hijo de Alonso de Fonseca o de Bracamonte y Guzmán, caballero de Santiago, y de Juana Pacheco de Mendoza, hija del primer conde de Montalbán. Gaspar, por su parte, de acuerdo con su condición de segundón, siguió la carrera universitaria, tal como había hecho unos años antes su pariente y homónimo, Gaspar de Guzmán, quien habría de ser el todopoderoso valido de Felipe IV. Siendo ya bachiller canonista y orientado hacia la carrera eclesiástica, ingresó en el colegio viejo de San Bartolomé, en Salamanca, como capellán de manto interior, el 18 de septiembre de 1615. En 1618 se graduó como licenciado en cánones, permaneciendo en dicho colegio hasta 1622, en que pasó a formar parte de la cámara del infante don Fernando, cardenal arzobispo de Toledo. En dicho año, y gracias a la protección de su señor, fue nombrado canónigo de la catedral de Toledo y, al año siguiente, obtuvo una segunda canonjía en Sevilla. No obstante, no llegó a recibir órdenes mayores. El título de conde consorte de Peñaranda le obtuvo al casar con su sobrina María, que lo heredó de su padre a falta de hermanos varones.

Caballero de la orden de Calatrava y comendador de Daimiel, obtuvo su primer puesto en la carrera de letrado como fiscal del consejo de Órdenes (1626), sin haber pasado antes por ninguna chancillería, lo que se debió, según Maura, al favor del conde-duque, lo

mismo que su carrera posterior. Dos años después, el 13 de marzo de 1628, fue nombrado consejero de Órdenes, y el 23 de diciembre de 1634 consejero de Castilla. En opinión de Jannine Fayard, el acceso a este último consejo se produjo a una edad bastante temprana para lo que se acostumbraba, que no solía ser antes de haber cumplido los cuarenta años, aunque conviene recordar que dicha historiadora retrasa su nacimiento casi diez años en relación con otros autores. El 27 de abril de 1642 pasó a ser también consejero de la Cámara de Castilla. En 1634 fue uno de los ocho consejeros de Castilla comisionados para recoger donativos, en Burgos y Pamplona. Acompañó al rey a la jornada de Zaragoza (1643). Se sabe también que en 1650 participó en la Junta de Medios presidida por don Luis de Haro. Después de la caída de Olivares logró mantener una importante posición política. Según Garma, fue también gentilhombre de cámara de Felipe IV. En 1638 fue nombrado embajador en Inglaterra, aunque no llegó a ocupar dicho puesto. En 1643 fue elegido para representar a Felipe IV en Alemania, aunque se le retuvo en España y al poco tiempo se le designó como virrey de México, cargo que tampoco ocuparía. El 5 de enero de 1645 fue nombrado ministro plenipotenciario en el congreso de Münster, ciudad a la que llegó a comienzos del mes de julio siguiente, permaneciendo en ella durante tres años. Allí sustituyó a Diego Saavedra Fajardo al frente de la delegación española, desarrollando una intensa actividad negociadora. Jonathan Israel señala su convencimiento de que los intereses de España requerían un acuerdo con los neerlandeses antes que con Francia, por lo que tuvo éxito en su política de desvincular a aquéllos de sus compromisos con París, con el resultado final de la firma de la paz con las Provincias Unidas, tras una larga y difícil negociación torpedeada por la diplomacia francesa (30 de enero de 1648). El 3 de marzo de 1648, como premio a su actuación, se le nombró consejero de Estado. A finales de junio abandonó Münster para marchar a La Haya y Bruselas, pues el Rey le había nombrado responsable de las relaciones con los Estados Generales para todas las cuestiones derivadas del tratado de paz. En los años siguientes, ya en España, sería el principal valedor de una alianza con los neerlandeses. A requerimiento de Felipe IV, en febrero de 1653 elaboró un análisis en el que se mostraba partidario de una alianza ofensiva con ellos contra Portugal, que finalmente no llegaría a realizarse.

Durante su estancia en los Países Bajos, continuó los contactos iniciados en la ciudad alemana en busca de la paz con Francia. En 1649 se entrevistó en Bruselas con M. de Vautorte, y mantuvo también negociaciones infructuosas para celebrar una entrevista con el cardenal Mazarino. Finalmente, en agosto, se reunió en Cambrai con Lionne, quien en una carta al marqués de Villars, en 1668, le describiría como “un vieux ministre rusé et pointilleux” del que haría bien en desconfiar. El propio Lionne sin embargo, tenía una alta estimación de su inteligencia y su dominio del francés, como se muestra en una de sus cartas al obispo de Embrun, embajador en España, en la que le indicaba que era el único miembro de la Corte española capaz de leer útilmente en francés el tratado publicado en 1667 sobre los derechos de la reina Cristianísima, que daría origen a la guerra de Devolución. En otra misiva posterior al mismo personaje, le rogaba que hiciera llegar al conde de su parte una obra de Racine, porque sabía que se había divertido en Münster con la lectura de las novelas de Cassandre, y deseaba saber lo que le parecía a “un si grand homme” la obra del joven poeta. Aludiendo a esta época en que ganara su prestigio como diplomático, Maura le describe como desgarbado y no muy pulcro, feo de facciones y ademanes, astuto, irascible, de insufrible carácter y de una vanidad hiperbólica, pero también mordaz, socarrón, dotado de una enorme capacidad para satirizar a sus adversarios y una considerable experiencia diplomática, avalada por el dominio del latín, el italiano, el alemán y el francés.

En mayo de 1650 abandonó Flandes y regresó a España a través de Francia, aunque no se le concedió permiso para desarrollar actividades diplomáticas. Ya en la corte, volvió a ocupar, entre otras, su plaza en el consejo de Castilla. En febrero de 1651, el rey le nombró presidente del consejo de Órdenes, cargo que mantuvo cuando el 30 de octubre de 1653 fue nombrado también gobernador del Consejo de Indias “con calidad de presidente”, en ausencia del conde de Castrillo, virrey de Nápoles. Junto con el marqués de la Fuente, fue representante diplomático de España en la Dieta reunida en Francfort, que eligió a Leopoldo I como emperador (1657-1658). En 1658, durante su viaje hacia Nápoles para ocupar el virreinato, se detuvo en los Estados Pontificios, siendo alojado por Alejandro VII, con quien tenía una relación de amistad desde la época que ambos compartieron como enviados de sus respectivos soberanos para la negociación de los tratados de Westfalia. Fue virrey de Nápoles entre octubre de 1658 y septiembre de 1664, sustituyendo en dicho cargo al conde de Castrillo, quien a pesar de no haber cumplido aún su trienio, fue llamado a la Corte por su sobrino don Luis de Haro, quien probablemente —según Galasso— deseaba tenerle cerca en unos momentos en que la guerra con Francia se acercaba hacia un final poco favorable para la Monarquía. La llegada de Peñaranda a la capital partenopea tuvo lugar el 29 de diciembre. En sus años al frente del Reino, prosiguió la tradición napolitana de celebrar grandes fiestas que, aunque interrumpida con el conde de Oñate (1648-1653), había vuelto a su esplendor con Castrillo, a pesar de la tremenda peste de 1556. Una de las más importantes fue la que tuvo lugar con motivo de la conclusión de la paz de los Pirineos, cuyas cláusulas fueron leídas el 6 de abril de 1660 al son de trompetas y tambores, con el aplauso de las campanas de las iglesias y los cañones de las fortalezas. Poco después, el 23 de junio, víspera de San Juan, el electo del pueblo hizo celebrar la fiesta con que se solía festejar su elección, que tuvo aquel año un particular relieve; como también la que días después, el 29 de junio, celebró el matrimonio de la infanta María Teresa con Luis XIV. Tal sucesión de celebraciones no era nada nuevo; formaba parte de la tradición napolitana, como lo muestran los posteriores festejos por la conclusión de la paz de Oliva, el regreso de los Estuardo al trono inglés y la paz anglo-española. También hubo fiestas con motivo de la ceremonia oficial de toma de posesión del virreinato por parte de Peñaranda, que se retrasó hasta la tardía fecha del 20 de febrero de 1661, más de dos años después de su llegada. A finales de dicho año, el nacimiento del príncipe heredero dio lugar a una nueva celebración. Gracias a su amistad con el papa, consiguió que Alejandro VII expidiera un breve por el que nombraba patrona del reino de Nápoles a Santa Teresa de Jesús, por quien Peñaranda tenía una gran devoción. Su gobierno se caracterizó por la firmeza y habilidad en la defensa del poder virreinal, demostrando un vigor y una capacidad de acción bastante alejados de la idea de decadencia que ha teñido en exceso los juicios sobre el poder hispano en Italia durante la segunda mitad del siglo XVII. Se apoyaba esencialmente en el control que ejercía sobre el electo del pueblo y la alta burocracia del reino, a la que procuró promocionar, tal como habían hecho sus predecesores desde los años posteriores a la revuelta de Masaniello. Entre 1660 y 1662, el virrey tuvo fuertes tensiones jurisdiccionales con el obispo de Nápoles, cardenal Filomarino, así como con la alta nobleza. En relación con esta última, al comienzo de su virreinato, Bracamonte había establecido que los nobles permanecieran en pie y descubiertos junto a la mesa del virrey, lo que parecía continuar el proceso de reducción de la importancia de aquéllos iniciado por el conde de Oñate. En 1661, con motivo de una controversia sobre las actuaciones de la inquisición napolitana, se enfrentó duramente con algunos de los principales nobles de plaza de la ciudad de Nápoles, que trataban de aprovechar la circunstancia para reforzar su papel político. Sus relaciones con la nobleza napolitana mejoraron sin embargo en sus últimos años de gobierno, cuando ésta comenzó a recuperar su importancia política y social, pasado ya un tiempo desde la revuelta y la restauración del poder real. Cuando, en los primeros meses de 1662, se corrió la voz de que el conde podía ser enviado al gobierno de Flandes o a la corte para encargarse de la educación del príncipe Carlos, todas las plazas ciudadanas pidieron a Felipe IV que le mantuviera en el cargo de virrey, para el que pocos meses antes había sido confirmado por un segundo trienio. En el verano de 1664 Peñaranda fue llamado a Madrid, cuando aún quedaban casi seis meses para el final de su mandato. No se trataba, sin embargo, de un castigo político, sino de precisiones de la corte, en la que ahora se consideraba necesaria la presencia del conde. En Nápoles no sólo dejaba una buena gestión, sino una fama de integridad personal e incorruptibilidad en cuestiones financieras que superaba incluso las de Oñate y Castrillo.

En 1660, mientras desempeñaba el cargo de virrey de Nápoles, fue nombrado presidente del consejo de Indias, cargo que ocuparía a su regreso de Italia, a partir del 23 de noviembre de 1664. Durante el tiempo que estuvo ausente, y tal como lo hiciera él años atrás en ausencia del conde de Castrillo —antecesor suyo en ambos puestos— ejercieron sucesivamente como gobernadores del consejo el licenciado José González Caballero, luego comisario general de Cruzada, y el doctor Francisco Ramos del Manzano, consejero de Castilla. Los historiadores no se ponen de acuerdo en cuanto a su pertenencia a una u otra facción tras la desaparición de Olivares. Maura señala que no tenía una buena relación personal con Luis de Haro, y mucho menos con el conde de Castrillo. Otros autores, en cambio, hablan de su vinculación con Haro. Siempre según Maura, a su vuelta a la corte, en 1664, Peñaranda era un hombre cercano al duque de Medina de las Torres, yerno de Olivares, quien constituía, frente al conde de Castrillo, la cabeza de una de las facciones cortesanas. En los años posteriores a la muerte de Haro, Medina las Torres era el personaje con más peso en la dirección de la política exterior, mientras que Castrillo, que en 1661 había sido nombrado presidente del consejo de Castilla, se ocupaba de la interior. En los últimos meses del reinado de Felipe IV, Peñaranda desarrolló una actividad importante en el consejo de Estado, al que se reincorporó el 23 de noviembre de 1664, convirtiéndose en una pieza clave en la política exterior de la Monarquía. Desde tal preeminencia, formó parte como consejero de Estado de la Junta de Gobierno creada por el testamento de Felipe IV (1665) para asesorar a la regente, Mariana de Austria, durante la minoría de edad de Carlos II, y según Morel-Fatio, poco después recibió la Grandeza de España de primera clase. Cuando entró a formar parte de la Junta estaba ya en torno a los setenta años, aunque había otros miembros de más edad, como el conde de Castrillo, presidente del consejo de Castilla, quien tenía casi ochenta y cinco. Maura señala que ambos vieron con satisfacción la exclusión del duque de Medina de las Torres, decano del consejo de Estado. Peñaranda estaba enfrentado ahora con el duque, lo que le había acercado a Castrillo. La interpretación de la política del conde en los asuntos de Estado ha suscitado también opiniones diversas entre los historiadores. Maura —que no lo valora mucho y habla del “versátil alocamiento de sus opiniones”— señala que su hostilidad inicial hacia Francia se había transformado años atrás en simpatía, a raíz de un incidente protocolario con los príncipes electores del Imperio. Tanto él, como posteriormente Stradling, explican sus planteamientos políticos a partir de su alineamiento con una u otra facción. Según Maura, al comienzo de la minoría de edad de Carlos II, su postura era favorable a un acercamiento a Francia, enfrentándose en el consejo de Estado a la germanofilia de Medina de las Torres. En cuanto a Portugal, creía necesario reconocer la independencia, ya inevitable, aceptando la mediación de Luis XIV y no la de Inglaterra, preferida por el duque. En 1667-68, durante la guerra de Devolución con Francia, defendía una cesión de los Países Bajos o el Franco Condado, territorios más lejanos y difíciles de conservar, a cambio de recuperar otros más cercanos como el Rosellón o la Cerdanya. Valladares señala su inclinación a Austria y su anglofobia. Finalmente, Manuel Herrero —quien valora su capacidad de estadista— ha criticado tanto la presunta inclinación del conde hacia Francia como la rigidez de la interpretación faccional de sus propuestas políticas, que fueron en su opinión bastante flexibles, según las circunstancias de cada momento, emitiendo en muchas ocasiones votos conjuntos con su oponente Medina de las Torres. En 1658, y a pesar de que durante el anterior conflicto entre Inglaterra y las Provincias Unidas se había inclinado abiertamente por una alianza con La Haya (1653), proponía una urgente negociación de paz con Inglaterra, ante la imposibilidad de resistir la presión conjunta de Francia e Inglaterra sobre los Países Bajos. En 1666, acercándose a la postura de Medina de las Torres, consideraba que la única forma de defender los Países Bajos de la amenaza francesa era la unión con Inglaterra y la tregua con Portugal. Poco después, sin embargo, (julio de 1666) se opuso al acuerdo con Londres y Lisboa por su convicción de que un acuerdo con Londres —en guerra ahora con la coalición franco-holandesa— habría metido a España en un conflicto generalizado, que perjudicaría a la seguridad de Flandes y a la política de entendimiento con La Haya que siempre había defendido. Estaba convencido de que el conflicto entre Inglaterra y las Provincias Unidas era la mejor manera de entorpecer las apetencias de Francia y Holanda sobre los Países Bajos. Pero en mayo de 1667 las circunstancias cambiaron. El comienzo de la guerra de Devolución, como consecuencia de la agresión francesa, propició un acercamiento entre Inglaterra y las Provincias Unidas para tratar de frenar a Francia, que abrió las puertas a España para ratificar el tratado con Inglaterra (1667) y firmar la paz con Portugal (1668). Igual que Medina de las Torres (muerto en 1668), Peñaranda era partidario de una retirada escalonada de los compromisos internacionales de España para la que resultaba decisiva la colaboración con las Provincias Unidas, que suscitaba reacciones contrarias por su condición de herejes. Como miembro de la Junta de Gobierno, se opuso a actuaciones como la ejecución en junio de 1668 del capitán de caballos José Mallada, acusado de proyectar, de acuerdo con don Juan, el envenenamiento de Nithard. De hecho, formó parte del grupo de miembros de dicho organismo que se opuso al jesuita al final de su privanza. No obstante, desaconsejó a don Juan el uso de la fuerza en ocasión de la campaña de cartas enviada por éste a finales de 1668, indicándole que los mismos ministros que podían aprobar lo que deseaba, siempre que le viesen a los pies de la reina suplicándolo, si se servía en cambio de la fuerza, se verían forzados a oponerse hasta perder las vidas, en defensa de su rey y de su preeminencia, autoridad y decoro. Por las mismas razones, tampoco aceptó las presiones de don Juan para la destitución de Nithard, hechas desde Torrejón de Ardoz en febrero de 1669. En las sesiones de la Junta de Gobierno, defendió que las exigencias del hermanastro del rey solo podían aceptarse si las enviaba por vía de súplica. En un principio votó en contra de la destitución del padre Everardo, aunque finalmente, ante la gravedad de la situación, redactó junto a Valladares el decreto de expulsión, siendo —según Maura— quien inspiró a la reina la salida de la crisis.

Tras la caída de Nithard y hasta la emergencia de Valenzuela, entre mediados de 1669 y 1673, durante el período de mayor colaboración entre la reina y la Junta, el conde tuvo una notable relevancia política, especialmente en la dirección de la política internacional, sin que ello —como afirma Herrero— se tradujese en una política favorable a Francia y contraria a Inglaterra. Más aún, tuvo un papel decisivo en la firma, el 8 de julio de 1670, de un acuerdo con Londres sobre los contenciosos coloniales —el segundo tratado de Madrid, que él negoció personalmente con el embajador inglés Godolphin y que era una confirmación del de mayo de 1667—. Maura indica que tras el comienzo de la guerra de Holanda se empeñó en la neutralidad y que realizó sus acostumbradas piruetas, interviniendo en la formalización de la reconciliación angloholandesa a espaldas de Francia. En su opinión, el hecho de que en el otoño de 1673 España estuviera ya, junto con el Imperio y las Provincias Unidas, en la alianza antifrancesa, se debió más a la fuerza de las cosas que al capricho de Peñaranda. Según Herrero, sin embargo, si entre 1671 y 1673 mantuvo una posición cauta, en contra de intervenir abiertamente en favor de las Provincias Unidas, fue por el deseo de evitar un enfrentamiento no deseado con Inglaterra. En plena guerra con Francia, a comienzos de 1675 y nuevamente en marzo de 1676, cuando se propuso en el consejo de Estado y en la Junta de Gobierno el matrimonio de Carlos II con la archiduquesa niña María Antonia, nieta de la reina, se declaró contrario a todo matrimonio alemán del rey, oponiéndose también a la opción de la archiduquesa Mariana Josefa, de veinte años, medio hermana de la reina y del emperador. En la política interior, luego de la caída de Nithard aceptó inicialmente algunas de las propuestas reformistas de don Juan, como la creación de la Junta de Alivios. No obstante, en su línea de defender el poder real, fue el autor de la idea de crear un nuevo regimiento de la guardia, el que sería conocido como la Chamberga, si bien no fue recompensado con su coronelía, que se otorgó al marqués de Aytona. El 14 de julio de 1671 fue nombrado presidente del consejo de Italia, por lo que dejó la presidencia del de Indias, lo que no impidió que, en 1672, Veitia Linaje le dedicara su libro Norte de la Contratación de las Indias Occidentales. Según Galasso, su acceso a la presidencia del consejo de Italia fue en detrimento de la facción Castrillo-Aragón, lo que anunciaba la caída inmediata del virrey de Nápoles, Pedro Antonio de Aragón.

Años después colaboraría en el ascenso de Valenzuela, pues en 1674 le procuró plaza de conservador del Consejo de Italia, con asiento y gajes de consejero. Ello no le evitó ulteriores desavenencias con el Duende, que, unidas a su avanzada edad, le llevaron a abandonar la política, dejando de acudir a las sesiones de la Junta de Gobierno o el Consejo de Estado. Antes de su muerte participó no obstante en la preparación de la caída del favorito, en especial a raíz de la concesión a éste de la Grandeza de España, el cargo de primer ministro, y el decreto para que los presidentes de los consejos despacharan con él. El conde, quien sería enterrado en el convento de las religiosas carmelitas de Peñaranda, que él había fundado, tuvo dos hijos legítimos: Gregorio Genaro, IV conde de Peñaranda, Grande de España de primera clase y comendador mayor de la Orden de Calatrava, quien se casaría con su prima María de Velasco, hija de los marqueses del Fresno, y mas adelante (1685) con Luisa de Spinola, hija de Pablo Spinola Doria, III marqués de los Balbases; el otro hijo nació en Nápoles en junio de 1662 y murió en abril del año siguiente. Tuvo además una hija natural, Clara de Bracamonte, que se casó con Alonso Márquez de Prado, consejero de Castilla en el reinado de Carlos II.

 

Obras de ~: [“Correspondencia de D. Gaspar de Bracamonte”], en F. Ramírez de Arellano, Marqués de la Fuensanta del Valle, Correspondencia diplomática de los plenipotenciarios españoles en el Congreso de Münster, en Colección de Documentos Históricos para la Historia de España, t. LXXXII (complemento), LXXXIII (complemento) y LXXXIV págs. 1-507, Madrid, Imprenta de Miguel Ginesta y Vda. de Calero, 1884-1885.

 

Bibl.: L. de Salazar y Castro, Advertencias históricas sobre las obras de algunos doctos escritores modernos […] Madrid, Matheo de Llanos y Guzmán, 1688, págs. 27-29, 237; F. J. de Garma y Durán, Theatro Universal de España: descripción Eclesiástica y Secular de todos sus Reynos y Provincias en General y Particular [...], vol. IV, Madrid, 1738, pág. 102; A. Morel-Fatio, (introd. y notas), Recueil des Instructions données aux ambassadeurs et ministres de France depuis les traités de Westphalie jusqu’ a la revolution française, XI, España, t. I (1649-1700), París, G. Chamerot, Paul Herissey, 1894; J. Castel, España y el tratado de Münster (1644-1648), Madrid, Marto Gráficas, 1956, págs. 29-30 (Cuadernos de Historia de las Relaciones Internacionales y política exterior de España); G. Galasso, Napoli spagnola dopo Masaniello. Politica, cultura, società, Nápoles, Ediz. Scientifiche Italiane, 1972 (Florencia, Sansoni, 1982); VV. AA., Gran Enciclopedia Larousse, vol. I, Barcelona, Planeta, 1977; J. Fayard, Los ministros del Consejo Real de Castilla (1621-1788). Informes biográficos, Madrid, Hidalguía-Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Salazar y Castro, 1982, págs. 633-664; Los miembros del Consejo de Castilla (1621-1746), Madrid, Siglo XXI de España, 1982; F. Barrios, El consejo de Estado de la Monarquía española, 1521-1812, Madrid, Consejo de Estado, 1984, págs. 377-378; G. Maura y Gamazo, duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, Aguilar, 1990; L. A. Ribot García, “La España de Carlos II”, en P. Molas Ribalta et al., La transición del siglo XVII al XVIII. Entre la decadencia y la reconstrucción, en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España de Menéndez Pidal, t. XXVIII, Madrid, Espasa Calpe, 1983, págs. 61-203; J. Israel, La República holandesa y el mundo Hispánico, 1606-1661, Madrid, Nerea, 1997; R. Valladares Ramírez, La rebelión de Portugal. Guerra, conflicto y poderes en la Monarquía Hispánica (1640-1680), Valladolid, Junta de Castilla y León, 1998; F. Hernández Méndez (ed.), Biografía de Don Gaspar de Bracamonte (del Manuscrito titulado “Historia del Colegio Viejo de San Bartolomé”, Madrid, 1766), Peñaranda de Bracamonte, Ediciones Bracamonte, 1999 (www.fundaciongsr.es/penaranda); M. Herrero Sánchez, El acercamiento hispano-neerlandés (1648-1678), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2000, págs. 363-376, passim; E. Schäfer, El consejo Real y supremo de las Indias. Su historia, organización y labor administrativa hasta la terminación de la casa de Austria, vol. I, Valladolid, Consejería de Educación y Cultura, 2003, pág. 335; A. Carabias Torres, “De Münster a los Pirineos: propuestas de paz del representante española el Conde de Peñaranda”, en F. J. Aranda Pérez, (coord.), La declinación de la Monarquía Hispánica en el siglo XVII (actas de la VIIª Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna), Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2004, págs. 297-311; M. A. Ochoa Brun, Historia de la diplomacia española, vols. VII y VIII, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, 2006, págs. 305 y págs. 20 y ss. respect.

 

Luis Ribot García

 

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