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Fernando Coronel Zayas

Biografía

Coronel Zayas, Fernando. Consuegra (Toledo), c. 1710 – Bolonia (Italia), 27.XII.1774. Comisario regio.

Se sabe muy poco de este personaje y, además, existe cierta confusión porque hay varios homónimos. Posiblemente se trata del manchego Fernando Coronel Zayas, natural de Consuegra (Toledo), que fue estudiante de derechos en el Colegio de Mena de Alcalá, pero que cobró relevancia a partir de ser designado comisario regio, junto con el abogado aragonés Pedro de Laforcada, el 6 de julio de 1767, cuando el Consejo Extraordinario de Castilla, presidido por el conde de Aranda, propuso el nombra­miento de dos comisarios reales para asistir, pagarles la pensión (al principio podrían manejar más de doscientos mil pesos anuales en total) y controlar a los más de cinco mil jesuitas españoles que acababan de ser expulsados, primero en Córcega y después en los Estados Pontificios. Por eso se encuentra en casi todas las biografías de dicho jesuitas, ya desde el mismo momento de la intimación de la Pragmática Sanción del 2 de abril de 1767, pues Coronel había sido el principal colabora­dor del letrado Juan Acedo Rico, designado por Aranda “Director de Viaje”, responsable de reunir y conducir a unos doscientos jesuitas desde Madrid hasta Cartagena. Sólo se cuenta con el retrato que dejó en su Diario el jesuita Manuel Luengo, el 29 de diciembre de 1774.

Por su testamento, abierto y leído en Bolonia el 28 de diciembre, en casa del otro comisario español, Pedro de Laforcada, se conoce que Coronel llegó viudo a Italia, acompañado de una sola hija, Dª Antonia, que no pudo contener las lágrimas, “como no pudieron otros la risa al oír las necedades y locuras que se dicen en él”, porque “tuvo el difunto Comisario la vanidad y fantasía de querer pasar en este país no sólo por noble y bien nacido, sino también por un caballero rico y señor de grandes mayorazgos; y yo mismo [Luengo], estando en una ocasión a solas con él, le oí hablar muy importunamente y con grande asombro mío de un mayorazguito que le daba de comer y lo poseía por su cuarto apellido Urteaga”. Pero lo cierto es que Fernando Coronel estaba considerado como hombre honrado, de buen nacimiento y de familia noble, pero pobrísimo y por esto, hasta que se le dio la comisaría regia había pasado toda su vida sirviendo a los condes de Maceda, de Ricla y, últimamente, al de Aranda, quien desde su puesto de presidente del Consejo de Castilla le había conseguido dicho empleo, gratificado con el sueldo y título de Comisario de Guerra y una pensión anual de 30.000 reales como dieta (en total unos 50.000 reales al año), nunca antes soñados por él.

Según Luengo, le sobraban aires de grandeza: “Todo esto es certísimo [su pobreza], pero, habiendo querido pasar aquí por señor rico y dueño de grandes mayorazgos, quiso llevar más allá de su muerte esta su fantasía y locura. Y así en una escritura tan seria como su testamento, otorgado con todas las ceremonias y formalidades legales, le deja a su hija heredera de un buen mayorazgo de ciertos patronatos y declara que tiene derecho a tales y tales haciendas. Al oír tales grandeza la hija, que está segurísima de que nada tiene ni puede tener, sino cuando más algún parentesco con los poseedores de aquellos mayorazgos, patronatos y haciendas, no pudo contenerse, y públicamente dijo que no sabía dónde había tenido su padre la cabeza cuando hizo escribir aquellas cosas”.

Lo cierto es que Coronel había servido al conde de Maceda en Pamplona, donde conoció al jesuita José Isla, quien estuvo en la capital navarra desde finales de 1743 hasta julio de 1747. Luengo (Diario, 12.XI.1773) lo acusaba de ingrato, porque no defendió al padre Isla cuando fue preso en Bolonia (el 8 de julio de 1772), a pesar de que “hallándose este Sr. Coronel al servicio del Excmo. Sr. Conde de Maceda, Virrey de Pamplona, fue despedido de su amo y, si volvió a recibirle en su familia, fue por la recomendación de este P. Isla, que se hallaba en aquella ciudad en mucha gracia e intimidad con su Excelencia”.

Era secretario personal del conde de Aranda, cuando fue nombrado comisario real en Italia en julio de 1767. Después de estar tres o cuatro meses esperando el embarque en Cartagena llegó, junto con el otro comisario Pedro de Laforcada, a Ajaccio (Córcega) a mediados de noviembre de 1767 junto a los procuradores y administradores de los colegios y casas que la Compañía poseía en España, quienes no habían salido hacia el destierro con el resto de sus hermanos por tener que rendir cuentas ante la autoridades gubernamentales de la Dirección General de Temporalidades, organismo de nueva creación para la administración de los bienes jesuíticos. Los jesuitas sólo sabían que eran comisarios del Rey, pero ignoraban “absolutamente lo que deben hacer en cumplimiento de su oficio” (Luengo, Diario 15.XI.1767). Pronto descubrieron que tenían dos funciones esenciales: favorecer todo lo que pudiera destruir el espíritu jesuítico, como el fomentar las deserciones y secularizaciones entre los jesuitas desterrados, controlar su conducta sumisa a las autoridades regalistas madrileñas bajo la amenaza de quitarles la prensión gubernamental, y la distribución de ésta y otros socorros económicos que arbitrariamente daba el gobierno español con los informes de los mismos comisarios. El 31 de diciembre de 1767, el jesuita Luengo ya había captado perfectamente las funciones de los comisarios: “Es, pues, evidente que estos dos Comisarios Reales que han venido de España, D. Pedro de la Forcada y D. Fernando Coronel, tienen el oficio de demonios y tentadores para sacarnos de la Religión [orden religiosa], y aún se puede decir, por lo que hasta ahora se ve, que no tienen otro oficio que este vil, infame y diabólico de tentadores”. El 20 de mayo de 1769 insistía en ese papel de Coronel: “Hoy ha estado en esta casa para darnos la pensión, a los que vivimos en ella, el Comisario Real D. Fernando Coronel. Vino en su calesa y, por traer consigo tanto dinero, traía de escolta 4 granaderos. El cobrar la pensión se ha hecho del mismo modo que en Calvi. Se sentó el Comisario con su Secretario o Tesorero en un aposento, en el que íbamos entrando de uno en uno, firmando los recibos que nos mandaba y recibiendo nuestro dinero, […] Y como uno de los encargos que tienen estos comisarios de la Corte y acaso el principal es enganchar y engañar a los que puedan y hacerlos salir de la Compañía, me encargó [a Luengo] el P. Rector que, con el pretexto de cortejar y dar conversación al Comisario, me estuviese con él mientras entraban a firmar y cobrar la pensión los jóvenes, para que estando yo presente no se atreviese a decirles cosa alguna sobre tal asunto”.

En su función de pagadores de las pensiones de los jesuitas expulsos, los comisarios manejaron sin control mucho dinero, retrasando los plazos del abono y cayendo en el desfalco, hasta que el conde de Aranda, a principio de 1771, les exigió que rindiesen las cuentas de los tres años anteriores, despidió a los subalternos (secretarios y contadores) y amenazó seriamente a los mismos comisarios reales, según se registra en la correspondencia entre el embajador Tomás Azpuru y el presidente del Consejo de Castilla, conde de Aranda, y anotaba Luengo el  10 de abril de 1771: “Se habla mucho de que se trata con mucha actividad y viveza de darnos presto la pensión, y efectivamente se observa algún empeño y diligencia en este punto y se cree, que han venido de la Corte órdenes estrechas y ejecutivas para que se nos dé con toda puntualidad”, debido a la multitud de quejas jesuíticas que “han ido en el asunto a Madrid”.

Como los tres comisarios se repartieron por zonas o provincias el trabajo del pago de las pensiones, aprovecha para calificarlos: “Por desgracia nuestra quedamos sujetos al que menos nos agrada de todos tres, que es D. Pedro de la Forcada, porque el genovés D. Luis Gnecco, que es el último que vino, trata a la gente con atención y cortesía y hasta ahora se ha portado con moderación en las cosas que han ocurrido. A D. Fernando Coronel, aunque no le falta una muy resuelta voluntad de hacernos todo el mal que pueda y de hacer grandes servicios a los Ministros de Madrid a nuestra costa, pero es hombre de pocos alcances, incapaz del disimulo y fingimiento tan necesario para este género de empleos y comisiones. Por el contrario, D. Pedro de la Forcada, a quien toca nuestra Provincia, según hablan los que le han tratado, es hombre bastante hábil, solapado, maligno, falaz y al mismo tiempo dominante y soberano, y así no hay duda en que nos puede hacer más daño que ninguno de los otros dos. Parecía conveniente que cada uno de ellos se fuera a vivir a aquellas ciudades que en están establecidas las Provincias de su inspección, pero, según lo que se ve, no piensan por ahora en esto. Aquí los tres comisarios con los oficiales dependientes forman una especie de Tribunal o de Consejo y se juntan 2 o 3 veces a la semana, y en estas ocasiones llaman a éste o al otro a quien tienen que decirle alguna cosa, y otros acuden por sí mismos porque desean hablarles sobre algún negocio”.

Como Pedro Laforcada era el más corrupto, fue obligado a trasladarse a Faenza, quedando en Bolonia Fernando Coronel, quien continuaba con el estrecho control del los jesuitas, según Luengo (Diario, 9.I.1773): “Al pagar la pensión a los secularizados, el comisario D. Fernando Coronel les ha intimado un orden estrechísimo de no tratar ni hablar con los jesuitas, so pena de perder la pensión”. Sin embargo, Coronel contrató como ayudante al jesuita secularizado Domingo Ezpeleta, quien “aunque se secularizó antes de la extinción de la Compañía, conserva ley y cariño a sus antiguos hermanos y se halla al lado del comisario D. Fernando Coronel, como su amanuense o secretario”.

Con el tiempo y, sobre todo, después de llegar a Roma el nuevo embajador, José Moñino, futuro conde de Floridablanca, en el verano de 1772, los comisarios regios fueron perdiendo influencia política, como observa Luengo: “De los manejos y negociaciones en nuestra causa [la supresión de la Compañía] no llegan a estos Comisarios sino muy pocas cosas y éstas de poquísima importancia” (Diario, 10.II.1774). Según Luengo (Diario, 8.I.1773), el comisario Coronel, al pagar la pensión a los secularizados, les intimó una orden estrechísima de no tratar ni hablar con los jesuitas, so pena de perder la pensión. El último gran servicio de Coronel al regalismo madrileño fue gestionar la supresión de la Compañía de Jesús en Bolonia, donde residían en torno a 700 jesuitas españoles, americanos y portugueses. La supresión fue intimada el 22 de agosto de 1773 y ese mismo día el comisario Fernando Coronel condujo ante el arzobispo Malvezzi a los provinciales de Castilla y México, los padres Idiáquez y Lizuasaín, para comunicarles oficialmente el breve.

Coronel pasó gran parte del año 1774 enfermo, de manera que fue preciso que el comisario Pedro de Laforcada, dejase Faenza y retornase a Bolonia, según anota Luengo (Diario, 6.X.1774), al cobrar la pensión del último trimestre de 1774: “Ha venido a establecerse en Bolonia, como a la mitad de agosto, el comisario D. Pedro de la Forcada, que vivía en una de las ciudades de la Romagna. El motivo de su establecimiento en esta ciudad ha sido el hallarse ya hace mucho tiempo el otro Comisario D. Fernando Coronel postrado en una cama, inhábil para el oficio. […] Y es bien temible que, aunque los mexicanos y castellanos dependamos inmediatamente del comisario D. Luis Gnecco, la presencia en Bolonia de este Sr. Forcada, más hábil y maligno, como hemos dicho muchas veces, y no menos dominante e imperioso que el atolondrado Coronel, nos cause muchos disgustos, incomodidades y pesadumbres”.

A pesar de ser no derrochador y de los 50.000 reales anuales de salario, su economía personal no fue abundante, como se deduce de su implicación en un desfalco descubierto en 1771 y en las deudas que dejó al morir. Según Luengo, las deudas asediaron a Coronel durante los siete años (1767-1774) de su comisariado regio y condicionaron su conducta sumisa a los regalistas madrileños y opresiva para los jesuitas: “Estaba lleno de deudas al Rey por el desfalco de los caudales de la Comisaría de los años pasados, que no había reparado todavía y a otros por los muchos gastos en su larguísima enfermedad, y verosímilmente no tendría con sus alhajuelas y ajuares para pagarlas y para su entierro. Y tenía a su lado a una hija sin otras rentas con que mantenerse que las de su padre mientras viviese y la benignidad de la Corte después de su muerte. Y hallándose en este estado tan miserable y tan crítico, no ha faltado, a lo que se asegura con mucho fundamento, quien le haya dicho a la oreja que, si da algún paso en la causa de los jesuitas que desagrade al Ministerio de España, serán enteramente abandonados él y su hija. […] Y por miedo de dejar a su hija en la calle y sin un bocado de pan con que mantenerse, se ha ido al Tribunal de Jesucristo sin haber satisfecho a una obligación tan precisa para poderse salvar”.

Su última enfermedad fue larguísima, aunque “siempre en su juicio”, que Luengo, con su ironía habitual, interpreta como tiempo de arrepentimiento de sus pecados contra los jesuitas, cosa que no hizo “a causa de su corta capacidad y poco entendimiento”, aunque “en este largo tiempo que ha estado esperando la muerte y preparándose para ella, no le han faltado escozores y remordimientos de conciencia sobre su conducta en el empleo de comisario”. Sin embargo, murió sin “hacer una formal y pública retractación de todas las cosas que hubiese dicho, escrito o hecho contra justicia en perjuicio y deshonor de la Compañía y de algunos jesuitas particulares”. Fue enterrado el 29 de diciembre en la Parroquia de San Mamalo o Mamarte de Bolonia “y en su oficio, al que asistieron no pocos jesuitas por hacer algún bien al que nos hizo tanto mal, todo se ha hecho a costa de la Corte con la decencia y lustre que se acostumbra aquí en los entierros de los caballeros y otra gente rica” (Luengo, Diario, 29.XII.1774).

Su hija, Dª Antonia Coronel, fue llevada a la casa del otro comisario español Pedro de Laforcada, personaje más cruel con los desterrados que el fallecido Coronel, “y se supone que la mantendrá en ella y dará orden en su viaje a España con la decencia conveniente, y todo esto también a costa de la Corte, que le dará seguramente alguna pensión con que poder mantenerse. Y todo esto es premio del sacrificio que hizo su padre no hablando de manera que se siguiese algún honor a los aborrecidos jesuitas” (Luengo, Diario, 29.XII.1774). Previsoramente, la huérfana había planteado su situación a las autoridades españoles en primavera, según una carta del embajador Floridablanca a Grimaldi, fechada en Roma el 12 de mayo de 1774, donde se dice que cuando vino a Italia el comisario real don Fernando Coronel, siendo viudo, trajo en su compañía a una hija que tenía llamada doña María Antonia. “Ésta me ha escrito las dos cartas, que remito a vuestra excelencia adjuntas, dándome cuenta en ellas de la gravísima enfermedad y peligro inminente en que se halla la vida de su padre, y exponiéndome la desdicha e infelicidad a que teme pueda reducirla su fallecimiento”. Desde entonces, Floridablanca empezó a tomar medias para sustituir a Coronel. En la carta de Floridablanca a Grimaldi, fechada el 2 de junio de 1774, le incluyó las instrucciones para los comisarios Pedro de Laforcada y Luis de Gnecco “con motivo del peligro de don Fernando Coronel, para que si se verifica su muerte, puedan arreglar, en punto de distribución y proporción de los individuos del departamento de dicho Coronel, el pago de pensiones y ayuda de costa del vestuario y demás, relativo al asunto, debiendo añadir a vuestra excelencia que en caso del fallecimiento del dicho sujeto [Fernando Coronel], me parece se podría suspender el nombramiento de otro comisario hasta ver si puede excusarse este gasto, y servir parte de él para formalizar una Contaduría que tenga en orden las cosas y evite los inconvenientes y confusiones que hasta ahora se ha experimentado”. Este plan de Floridablanca fue aprobado por el Consejo de Castilla y aplicado, según observa Luengo: “No parece que se piensa poner otro en su lugar [de Coronel], pues, desde que se tuvo por cierta su muerte hasta ahora, ha habido tiempo bastante para nombrarlo y hacerle venir. Y hacen muy bien en esto y aun sería también cosa acertada, el hacer retirar a estos dos y ahorrar los gruesos sueldos que les pasan, pues para lo que ellos hacen, bastaba el Senador Zambecari, que es aquí en Bolonia ministro de la Corte de Madrid. Quedamos, pues, con dos comisarios, D. Pedro de Laforcada, que principalmente ejercitará su autoridad sobre los ex-jesuitas españoles que están en las ciudades de la Romagna y de la Presidencia de Urbino, y el Sr. D. Luis Gnecco, genovés, de quien dependeremos los que estamos en las legacías de Bolonia y de Ferrara” (Luengo, Diario, 29.XII.1774).

La valoración global de la personalidad del fallecido Coronel por el resentido Luengo exagera la mediocridad del personaje, pues había redactado infinidad de informes con el beneplácito de los regalistas madrileños: “Un hombre tan necio y mentecato como éste ha estado aquí todos estos años [1767-1774] con poder y autoridad de Comisario del Rey sobre nosotros y ha enviado a Madrid muchos informes pertenecientes a los jesuitas, especialmente de España, y relaciones de muchas cosas que han sucedido estos años, y todos estos papeles se hallarán en el archivo del Consejo. Pero ¿qué crédito deben merecer a los hombres de algún juicio y reflexión, si no se hallan apoyadas y confirmadas por algún hombre que no sea tan fatuo y tan tonto como este Comisario D. Fernando Coronel?”. Los jesuitas consideraban que Fernando Coronel estaba dispuesto siempre a hacerles todo el mal que pudiese, utilizando espías para vigilar a los exiliados.

 

Fuentes y bibl.: Archivo Histórico Nacional (AHN), Ministerio de Asuntos Exteriores, Santa Sede, legajo 336 (Registros de la correspondencia oficial del embajador Aizpuru, año 1771); legajo 342 (Registros de correspondencia oficial del conde de Floridablanca, correspondiente al año 1774).

M. Luengo, Diario de la expulsión de los jesuitas de los Dominios del Rey de España, al principio de sola la Provincia de Castilla la Vieja, después más en general de toda la Compañía, aunque siempre con mayor particularidad de la dicha provincia de Castilla (años 1767-1774), ts. I-VIII, ed. de I. Fernández Arrillaga, San Vicente del Raspeig, Universidad de Alicante, 2007; F. Latassa, Biblioteca Nueva de los escritores aragoneses que florecieron desde el año de 1753 hasta el de 1795, t. V, Pamplona Joaquín de Domingo, 1801, págs. 126-129 (ed. de G. Lamarca, Zaragoza, 2005); R. Olaechea, Las relaciones hispano-romanas en la segunda mitad del XVIII, Zaragoza, 1965, 2 vols.; J. Mª. March, El restaurador de la Compañía de Jesús, beato José Pignatelli y su tiempo, Barcelona, Imprenta Revista Ibérica, 1935, 2 ts.; I. Pinedo Iparraguirre, El Antiguo Régimen, el Papado y la Compañía de Jesús (1767-1773), San Cristóbal, Universidad Católica del Táchira, 1996, págs. 269-530; E. Giménez López y M. Martínez Gomis, “Un aspecto logístico de la expulsión de los jesuitas españoles: la labor de los comisarios Gerónimo y Luis Gnecco (1767-1768)”, en E. Giménez López (ed.) Expulsión y exilio de los jesuitas españoles, Alicante, Universidad, 1997, págs. 181-195; E. Giménez López y M. Martínez Gomis, “La llegada de los jesuitas expulsos a Italia, según los Diarios de los Padres Luengo y Peramás”, en E. Giménez López (ed.) Expulsión y exilio de los  jesuitas españoles, op. cit., págs. 197-211; A. Astorgano Abajo, “El Padre Isla a través de la Biblioteca jesuítico-española de Hervás”, en BROCAR. Cuadernos de Investigación histórica, XXVI (Logroño, Universidad de La Rioja, 2002), págs. 191-228; “La Biblioteca jesuítico-española de Hervás y Panduro y su liderazgo sobre el resto de los ex jesuitas”, en Hispania Sacra, CXII (2004), págs. 171-268; N. Guasti, L’esilio italiano dei gesioto spagnoli, Roma, 2006, págs. 65-93; L. Hervás y Panduro, Biblioteca jesuítico-española, ed. de A. Astorgano, Madrid, Libris, 2007; E. Giménez López, Misión a Roma. Floridablanca y la extinción de los jesuitas, Murcia, Universidad de Murcia. Servicio de Publicaciones, 2008; E. Giménez López, “Los comisarios y el control de los jesuitas en el exilio de Córcega”, en J. Martínez Millán, H. Pizarro Llorente y E. Jiménez Pablo (coords.), Los jesuitas: religión, política y educación (siglos XVI-XVIII), t. 3, Madrid, Universidad de Comillas, 2012, págs. 1709-1750.

 

Antonio Astorgano Abajo

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