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Francisco de Braganza Melo

Biografía

Melo, Francisco de Braganza. Marqués de Villesca (I), marqués de Torrelaguna (I). Estremoz (Portugal), 1597 – Madrid, 18.IX.1651. Estadista, diplomático y militar.

Melo procedía de una rama lateral de una de las familias más encumbradas de Portugal, los Braganza, entre los cuales figuraban los poderosos duques del mismo nombre. Era hijo primogénito de Constantino de Braganza y Melo, consejero de Estado de Felipe III, y sobrino del arzobispo de Évora, José de Braganza.

De su juventud y primeros pasos se conoce muy poco. Aparece en Madrid en 1621, a principios del reinado de Felipe IV como gentilhombre de Boca del Rey. Su carrera cortesana progresó inicialmente de forma más bien lenta. Claramente en algún momento Melo decidió arrimarse a la poderosa sombra del valido real, Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares. Los dos provenían de regiones periféricas a Castilla y de brotes menores de ilustres clanes nobiliarios y buscaban ascenso social y político para nivelarse con las ramas más ilustres de sus familias. Ya en 1631 Melo era mayordomo de la Reina, un puesto al que no hubiese podido acceder sin el beneplácito del valido. En la década de los 1630, Melo se alineó aún más claramente con los intereses del conde-duque y se convirtió en uno de sus más próximos aliados en la corte. Así pues, en noviembre de 1631, representó a su pariente Juan de Pereira, duque de Braganza en sus capitulaciones matrimoniales con Luisa Francisca de Guzmán, hija del duque de Medina-Sidonia y familiar de Olivares. Esta boda, que tantas consecuencias habría de traer (ya que Luisa terminó ejerciendo una gran influencia en la crucial decisión de su marido de rebelarse contra el Rey para convertirse en monarca de Portugal en 1640) era parte clave de la política de Olivares de emparentar a los más importantes linajes nobiliarios peninsulares como una forma de alcanzar una mayor unidad territorial y dinástica en los reinos de la Monarquía ibérica.

En recompensa por su apoyo a este enlace, Melo recibió en 1632 su primer puesto diplomático cuando fue enviado como embajador ante el duque de Saboya.

Eran años cruciales en los que se acercaba la guerra con Francia e Italia era uno de los más importantes escenarios de rivalidad con el vecino reino, sobre todo después de la confrontación de 1628 a 1631 en la que Olivares no había logrado impedir la subida de un francés al trono ducal de Mantua. Como resultado, la reputación de España en Italia había quedado seriamente dañada lo que hizo que la misión de Melo fuese muy delicada; a pesar de todo, se distinguió en su cometido. Durante sus tres años en Italia, Melo actuó como representante de Felipe IV y como hombre de confianza de Olivares en un número amplio de capacidades, especialmente en la preparación de una alianza formal con Génova. Desde esos momentos, su carrera política y cortesana adquirió gran velocidad y relevancia. Sin dudas a instancias de Olivares, su eficaz embajada en Italia se vio recompensada a su regreso a España en 1635 con varias mercedes reales.

Recibió el título de conde de Asumar y la dignidad de consejero de Estado de la Corona de Portugal antes de salir nuevamente de Madrid como embajador en el Sacro Imperio Romano donde la Guerra de los Treinta Años hacía indispensable la presencia de un hábil diplomático que supiese limar las diferencias entre las dos ramas de la dinastía Habsburgo en aras de una estrategia conjunta.

Se encontró de vuelta a Italia en un momento clave pues los poderes locales se veían forzados a decidir entre España y Francia que ya había declarado la guerra.

En sus viajes por el norte de la Península Melo, se esmeró en convencer y sobornar a cuantos pudo, entre ellos los gobernantes de Florencia y Lucca, para mantener su alianza con Felipe IV y también llegó por primera vez en su vida a participar en deliberaciones de estrategia militar. Sus consejos fueron obviamente útiles ya que en 1636 se le encargaron las funciones de gobernador interino de Milán donde siguió aconsejando militarmente con gran eficiencia al marqués de Leganés que valoraba en mucho su opinión.

A su evidente capacidad para la logística, esencial en la preparación de campañas y expediciones, le atribuía la corte de Madrid y la opinión pública importantes victorias.

Su reputación iba en patente auge. En marzo de 1637 partió por Orden Real hacia los Países Bajos donde le precedía una carta del Rey al gobernador general, el cardenal-infante don Fernando, en la que alababa la “capacidad y entendimiento” del diplomático portugués en “todas las acciones militares”. Tras unas semanas en Flandes retornó al Imperio donde entabló discusiones estratégicas con los ministros del emperador Fernando III en Viena. Desde la capital austríaca pasó una vez más a Italia y seguidamente a Madrid en marzo de 1638. Encantado con la gestión de su protegido y desesperado por lo que llamaba “falta de cabezas” y líderes en la Monarquía española (una de las causas principales de los males y decadencia de España según su parecer), Olivares se apresuró a elevarle al puesto de gobernador de las Armas de Milán, con amplios gajes y emolumentos. Aunque sus primeras operaciones militares en el Milanesado no tuvieron éxito, Olivares siguió promoviéndole. A finales del año, Melo pasó a Sicilia como virrey y plenipotenciario Real donde de nuevo puso en evidencia su talento para la negociación, al obtener de ese reino un sustancioso donativo destinado al esfuerzo bélico en el norte de Italia, algo que sus predecesores en el cargo no habían sido capaces de obtener. A finales de 1640, se desplazó a Ratisbona para asistir a la Dieta Imperial ostentando el título de maestro de campo general del Ejército de Alsacia además del de embajador a la Dieta junto con el famoso estadista y escritor político Diego de Saavedra Fajardo. En febrero de 1641, Melo demostró su lealtad cuando participó en el arresto y prisión de uno de sus parientes, Duarte de Braganza, coronel del ejército imperial y hermano del duque don Juan, quien se había rebelado en Portugal contra Felipe IV. A fines de ese año pasó, por segunda vez a Flandes como consejero militar del Cardenal infante, quien murió tras una breve enfermedad el 9 de noviembre. Una vez más Olivares decidió poner a prueba las habilidades militares de su fiel servidor. Melo quedó como gobernador general interino y capitán general del legendario Ejército (o Tercios) de Flandes, el arma más poderosa de la asediada Monarquía hispánica.

No perdió tiempo en poner en evidencia sus dotes organizativas, llevando a buen término la reconquista de la ciudad de Ayre sur la Lys, dejada a medias por su predecesor. Gracias en parte a su eficiente actividad administrativa y logística, Melo logró equipar y suministrar a sus tropas para la campaña de 1642 la cual comenzó muy temprano, a principios de abril. Sus esfuerzos dieron magníficos resultados. Tomó Lens y La Bassée e invadió Francia en busca de un encuentro con los franceses a los que derrotó en la batalla de Honnecourt o Châtelet, el 26 de mayo. La noticia se recibió en la corte con gran entusiasmo. Olivares se apuró en celebrar el triunfo de su protegido al que caracterizó de líder congénito, mientras que el Rey, la Reina y el príncipe Baltasar Carlos escribieron efusivas cartas de felicitación. Felipe IV le galardonó con el título de marqués de Tordelaguna y Grande de España, además de otras varias mercedes monetarias.

A instancias de Olivares el monarca concedió a Melo poderes extraordinarios de nombramiento y promoción como los que no había tenido nadie en Flandes desde tiempos del duque de Parma y se negó a oír crítica alguna de su capitán general.

Con escasa experiencia bélica y colmado de honores, Melo llegó a creerse dotado de un destino providencial y casi mesiánico de salvador de la Monarquía y del catolicismo. Dejando de lado las dudas que él mismo había tenido de sus habilidades castrenses unos meses antes, se preparó para repetir sus logros de 1642. La caída de su mecenas Olivares en enero de 1643 impulsó aún más a Melo a tratar de arriesgarse en busca de una gran victoria que consolidase su posición personal y su carrera. Su estrategia en 1643 era muy parecida a la de campaña previa y consistía en salir a pelear temprano en abril, tratar de separar las fuerzas francesas en Picardía y Champagne con varios amagos y movimientos de tropas, concentrar las suyas en un solo punto mantenido secreto hasta el último momento (Rocroi), para o bien tomar una plaza principal en el norte de Francia o echarse con el grueso de los Tercios de Flandes sobre parte del ejército enemigo y destruirle. La primavera de 1643 proveía una coyuntura política y dinástica particularmente prometedora.

El cardenal Richelieu había muerto en diciembre, Luis XIII estaba en su lecho de muerte, y su sucesor, el futuro Luis XIV era tan sólo un niño incapaz de gobernar. Dado el descontento general en aquel reino, se podía prever una regencia turbulenta en Francia que se tambalease tras otra derrota como la de Honnecourt seguida de una marcha española hacia París como la que había llevado a cabo el Cardenal- infante en 1636. Una victoria en esos momentos habría podido llevar a un ventajoso tratado de paz que habría dejado a la Monarquía hispánica las manos libres para reconquistar Portugal y Cataluña. Al menos un triunfo hubiese aliviado la presión francesa sobre el Franco Condado y Cataluña y hubiera ayudado indirectamente al esfuerzo bélico de la dinastía Habsburgo contra franceses y protestantes en el Sacro Imperio.

Sin embargo, los obstáculos para realizar estas halagüeñas perspectivas eran considerables. Por ejemplo, los franceses habían aprendido de su derrota en 1642 y en cuanto Melo plantó sitio a Rocroi su joven general, Luis de Borbón, duque de Anguien y futuro príncipe de Condé, juntó rápidamente sus tropas y se dirigió hacia allí a marchas forzadas. El ejército de Flandes, liderado por generales y maestros de campos de sangre azul y poquísima experiencia (incluyendo el propio hermano de Melo, Álvaro a quien Francisco colocó al mando de la artillería) se vio de repente la tarde del 18 de mayo ante los franceses mientras miles de tropas bajo el mando del barón de Beck permanecían a unos diez kilómetros. Hubo agrias disputas en el seno del alto mando de los Tercios sobre cómo encararse a los franceses que Melo no logró saldar a satisfacción de nadie y que contribuyeron al recelo mutuo y a la desorganización interna. Además, por pundonor, Melo se negó a tomar posición tras una marisma en espera de Beck y tampoco supo disponer sus tropas en buena formación de combate.

Al día siguiente, apenas amaneció, los franceses presentaron batalla. En vez de dirigir la refriega desde un punto seguro Melo se enfrascó personalmente en la lucha dejando a sus subordinados sin dirección. Su actuación, poco sabia pero muy valiente, se limitó a la de cabalgar entre las alas de la caballería de los Tercios, a derecha e izquierda de la infantería, animando a sus jinetes a plantar cara al enemigo. Fue en vano.

Sin apoyo efectivo de las tropas de a pie, la caballería terminó desbandándose. Enghien rodeó entonces a la infantería causando la espantada de las tropas italianas, valonas y alemanas. Melo se retiró del campo de batalla antes de que los tercios españoles montasen una famosa e inútil resistencia en campo abierto, a la espera de la llegada de Beck que no se produjo a tiempo.

La derrota de Rocroi fue terrible y decisiva. Miles de soldados veteranos e irreemplazables murieron o fueron hechos prisioneros. Las banderas y pendones de la infantería, invicta desde hacía décadas en campo abierto terminaron colgando en la Catedral de París.

Era el fin de una leyenda ya que los Tercios no ganarían nunca más una batalla campal. Peor aún fue la renovación de la alianza de Holanda con Francia en enero de 1644. En los casi cinco años siguientes los franceses conquistaron más plazas en el sur de Flandes que las que los holandeses habían tomado en veinte.

Al final de la campaña, en la que Melo actuó con gran energía para reconstruir el Ejército de Flandes, volvió a Bruselas a enfrentarse a la furia popular. Su casa fue saqueada por la multitud enardecida que le culpaba por la derrota y los desmanes franceses que siguieron a ella. Hubo también alteraciones en Gante y Brujas.

En Madrid el Consejo de Estado criticó severamente su actuación y redujo drásticamente sus poderes. El Rey, sin embargo, no se sumó a este coro sino que incluso le compensó por la pérdida de su equipaje en la batalla. Aun así, fue imposible mantenerle en Flandes.

El marqués de Castel Rodrigo llegó a Bruselas para sucederle en junio de 1644 y Melo volvió a España en noviembre.

Nuevas tribulaciones le esperaban. Le habían precedido un buen número de cartas de burócratas en Bruselas quejándose de su estilo personal extravagante y dispendioso y de su mala administración financiera y hubo que abrir una larga investigación que no llegó a nada, posiblemente por la intervención de Felipe IV. La villa de Tordelaguna le puso pleito para evitar convertirse en su marquesado. Melo perdió el proceso y con ello el título de marqués, viéndose obligado a comprar otra villa (Villesca) para poder seguir ostentando esa dignidad. Sin embargo el Monarca, falto de ayudantes experimentados, no dejó de protegerle en lo que pudo y en abril de 1646 le admitió en el Consejo de Estado donde Melo abogó con frecuencia por la paz con Holanda, Francia y los catalanes como medio de emprender en serio la reconquista de Portugal. Dos años más tarde su rehabilitación parecía casi completa cuando Felipe IV le nombró capitán general en Cataluña pero muchos en la corte le consideraban sospechoso meramente por ser portugués y pariente del duque de Braganza. Melo probablemente no alcanzó nunca a ocupar este arriesgado puesto ya que el Rey terminó nombrando a otro en el cargo.

A pesar de sus precarias circunstancias políticas, Melo vivió sus postreros años con bastante holgura económica. Su testamento de 1648 indica que poseía una casa palaciega en la calle de Alcalá en Madrid tasada en la considerable suma de cincuenta mil ducados, mayorazgos en España y Portugal, patronatos de varias iglesias principales, y un número de villas como Barajas, Villesca, Melo, etc. Melo murió en Madrid de enfermedad desconocida el 18 de septiembre de 1651. Sus herederos fueron su mujer Antonia de Villena y un hijo menor de edad, Constantino. Fue sepultado en el Convento de la Santísima Trinidad, hoy desaparecido y con él su tumba. Sus sucesores estuvieron pleiteando por hacer valer la grandeza que les había concedido Felipe IV después de la batalla de Châtelet hasta finales del siglo xviii.

 

Bibl.: J. A. Vincart, Relations des Campagnes de 1644 et 1646, Bruxelles, 1869; “Relación [...] de la Campaña de 1642”, en Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España (CODOIN), vol. LIX, Madrid, 1873; “Relación de la Campaña [...] de 1643”, en CODOIN, vol. LXXV, Madrid, 1880; A. Cánovas del Castillo, Estudios del Reinado de Felipe IV, t. II, Madrid, Imprenta A. Pérez Dubrull, 1888; A. Rodríguez Villa, “Noticias biográficas de don Francisco de Melo”, en J. A. Vincart, Relación de la Campaña de Flandes de 1641, Madrid, 1890; A. González Palencia, “Nuevas noticias biográficas de don Francisco de Melo, Vencedor en Chatelet (1597-1651)”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, CXV, II (1944), págs. 209-257; F. Barrios, El Consejo de Estado de la Monarquía española (1521-1812), Madrid, Consejo de Estado, 1984; R. A. Stradling, Philip IV and the Government of Spain, 1621-1665, Cambridge, University Press, 1988, págs. 28, 161, 196, 230, 238, 248, 251, 257-259 y 291; Spain’s Struggle for Europe 1598-1668, London, The Hambledon Press, 1994, págs. 106, 115 y 196-212.

 

Fernando González de León

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