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Antonio Fernández de Otero

Biografía

Fernández de Otero, Antonio. Carrión de los Condes (Palencia), c. 1585 – Valladolid, 1645. Canonista, jurisconsulto, abogado, canónigo doctoral y catedrático de Decreto.

Nació el destacado jurista Antonio Fernández de Otero en Carrión de los Condes, provincia de Toro y diócesis de Palencia, en el último tercio del siglo XVI, siendo sus padres Toribio Fernández de Otero y María Díez de Osuna, ambos originarios de la localidad de Mogro (Cantabria, aunque el apellido Fernández de Otero era corriente en la zona de Potes), familia de la baja nobleza castellana, como demuestra el hecho de que Antonio aparezca tratado como nobilis vir, lo mismo que su hermano el inquisidor Jerónimo Fernández de Otero (fallecido en Barcelona, en enero de 1635). También era hermano del escritor Alfonso. Conviene no confundir a los hermanos Fernández de Otero, como hace Antonio Palau y Dulcet, quien le atribuye a Jerónimo la obra titulada De pascuis et jure pascendi, que no fue compuesta por el inquisidor, sino por su hermano Antonio.

Comenzó sus estudios en la Universidad de Valladolid, en donde se graduó de bachiller en Cánones el 3 de abril de 1610. Desde esta Universidad pasó a la de Irache en donde cursó las Le­yes, graduándose de bachiller por aquella Universidad el año de 1612. Graduado, volvió a Valladolid, donde incorporó su grado en Leyes el 2 de enero de 1613. Entre sus maestros reconoce al catedrático de prima de Cánones en Salamanca, Juan de Balboa Mogrovejo.

Al llegar a Valladolid comenzó rápidamente a leer de extraordinario en las Es­cuelas de Cánones y en las de Leyes, y al año siguiente (1614), habiendo quedado vacante la cátedra de Instituta que había tenido el licenciado Bustillo por primera vez se presentó a oposición, pidiendo licencia en su instancia al rector para que, a pesar de los Estatutos, se le permitiese salir de su casa para seguir leyendo de extraordinario y acudir a algunos negocios que tenía en esta ciudad. La gracia se le concedió a pesar de que los Estatutos, dado el sistema de proveerse las cátedras, establecían para los opositores una situación especial de semi-confinamiento domiciliario, incluso desde el momento que quedaba vacante la cátedra, con el fin de evitar los sobornos (Estatutos de la Universidad de Valladolid de 1545, puntos 50 y 60). Lo establecido era que los que iban a opositar no pudieran salir de su casa, salvo a misa, a leer en las escuelas, o a informar en los tribunales. Fueron sus contrincantes en esta cátedra el licenciado Manuel de Val­cárcel y el doctor Ibáñez de Albisu, colegial de Santa Cruz, leyendo de oposición Otero a las nueve de la mañana del 10 de marzo de 1614 so­bre el punto de locatione et condutione de la Instituta.

Puesto a votación de estudiantes, Otero obtuvo la cátedra de la que tomó posesión en 17 de marzo de dicho año de 1614. Como esta cátedra era trienal, la explicó hasta el año de 1617, e intentó continuar en la docencia, pues opositó a la cátedra de Sexto en 1616, adjudicada el 19 de octubre de ese año a Juan Morales Barnuevo o Barrionuevo. Ante este fracaso, en enero de 1617, presentó al claustro un escrito de renuncia a la cátedra de Instituta, siéndole acepta­da, para ejercer de fiscal en la Chancillería de Valladolid. Por este tiempo debió graduarse de licenciado y doctor en Leyes en la Universidad de Irache, pues aparece con el título de doctor en las portadas de sus libros en 1632, si bien en 1638 se vio forzado a doctorarse en la Universidad de Valladolid al reincorporarse a la misma.

Luego fue nombrado por oposición canónigo doctoral de la catedral de Valladolid. Por lo tanto, durante los veinte años que estuvo alejado de la Universidad (1617-1638) se curtió como jurídico práctico ejerciendo la abogacía canónica (cabildo) y civil (Chancillería), lo cual demostró ampliamente en el tema concreto del aprovechamientos de los pastos (De pascuis et de iure pascendi, 1632).

Pero su auténtica vocación era la docencia universitaria, pues volvió a opositar a cátedras, en esta ocasión a la de Decreto, que había quedado vacante por renuncia de Francisco de Alarcón. En la instancia que presentó se opuso también a las que habían va­cado de Sexto y Prima de Leyes; e hizo al mismo tiempo presenta­ción de un bulero del nuncio de Su Santidad en que se le autorizaba para opositar a cátedras, no obstante tener recibidas órdenes sagradas (era canónigo doctoral). Extraña petición pues no hay ninguna disposición en los Estatutos que establezca alguna incompatibilidad de este tipo; es más, él mismo, en circunstancias análogas ya había opositado y ejercido como catedrático entre 1614 y 1617. En esta ocasión, sus coopositores fueron el doctor don Andrés Santos de San Pedro, el li­cenciado don Felipe García Ibáñez, el licenciado don Pedro Mexía de la Portilla, colegial de Santa Cruz y catedrático de Instituta, y el notable jurisconsulto y catedrático de Código Alonso de Olea. La cátedra de Decreto le fue conferida a Otero y tomó posesión de ella en 1º de febrero de 1638. Por el mismo tiempo que opositaba a Decreto quedó vacante tam­bién la cátedra de Prima de Leyes por muerte de Francisco Uriarte Salinas, y presentó instancia para opositarla­, pero, obteniendo la de Decreto, desistió. Fueron opositores casi todos los que concurrieron a la de Decreto, Atanasio Oteyza Olano y Lorenzo Perlines de Guevara, en quien se proveyó por el Consejo el 11 de diciembre de 1637. Otero desempeñó la cátedra de Decreto hasta su muerte en 1645, la cual se proveyó por el Consejo de Castilla en Francisco de Zárate, colegial de Santa Cruz y catedrático de Digesto Viejo, el 5 de agosto de 1645.

Por el tiempo en que ganó la cátedra estaba sólo graduado en Cá­nones, y exigiendo el Estatuto que antes de los dos años había de graduarse de doctor el que tuviera cátedra de propiedad, Otero pretendió del Consejo de Castilla una moratoria para graduarse; pero el Claustro de 7 de diciembre de 1639 acordó, al saberlo, que por el agente de la Universidad se hiciese presente al Presidente de Castilla los graves perjuicios que de tal concesión se originaban, y que, supuesto que Otero era bastante rico, que se graduase según ordenaban los Estatutos, acordándose en el claustro de 14 de febrero del año siguiente que hiciera el doctor Otero el de­pósito de los derechos de grado. Resuelto el asunto por el Consejo conforme a los deseos del Claustro, Otero pidió una moratoria de dos meses; pero el Claustro le exigió hiciera su presentación para el grado, como así lo hizo en 8 de marzo de 1640, graduándose por fin en 15 de julio de dicho año. Hay que tener presente, el importante descenso que se estaba experimentando en el número de doctores, uno de los pilares del prestigio de la Universidad, según el propio Consejo. Finalmente, falleció en Valladolid en 1645, pues en agosto de dicho año se declaraba vacante su cátedra por su muerte.

Antonio fue autor de algunos afortunados tratados de Derecho público y Derecho civil, además de colecciones de “disputationes”, “quaestiones” y “lucubrationes”. De él han quedado dos obras publicadas, Tractatus de Pascuis et jure pascendi, aparecida en 1632, y Tractatus de officialibus reipublicae, al parecer, del mismo año, si bien la ediciones conservadas son póstumas (a partir de 1681-1682). De la importancia de las mismas dan fe las numerosas ediciones posteriores y las modernas reproducciones digitales, con frecuencia reunidas en el mismo volumen. El Tractatus de officialibus reipublicae está dedicado al ramo jurídico del derecho administrativo que estudia los empleos públicos, con particular atención al tema jurisdiccional. El Tractatus de Pascuis está monográficamente consagrado al derecho de pastos y al tema de la propiedad colectiva. Lógicamente, Otero se centra en la problemática castellana (durante casi toda su vida residió en Valladolid), pero en ellos, rebosantes de erudición, se encuentra la presencia de fuentes documentales y resoluciones judiciales en varias lenguas y en relación a varios territorios europeos, correspondientes al entonces Imperio español.

En relación al Tractatus de Officialibus, su portada es bastante descriptiva: D. Antonii Fernández de Otero J. C. Carrionensis, olim in Pintiana Academia Institutionum Civilium Cathedrae Moderatoris; deinde in Pintiano Regio Senatu Forensium causarum patroni, Tractatus de Officialibus Reipublicae, necnon oppidorum utriusque Castellae. Tum de eorundem electione, usu & exercitio. Opus non solum tironibus, sed etiam magistris pernecesarium, duplici Indice, Capitum scilicet, & Rerum locupletatum. Editio nova, auctior et accuratior. Coloniae Allobrogum [Ginebra], apud Fratres de Tournes, 1950, págs. 1-226; título que evoca antecedentes conocidos sobre el pensamiento en torno al gobierno, la justicia, la religión y el origen y legitimidad de los Príncipes, como Jerónimo Castillo de Bobadilla, quien en 1597 publicó Política para Corregidores y Señores de vasallos, en tiempo de paz y de guerra y para prelados en lo espiritual y temporal entre legos, juezes de comisión, regidores, abogados y otros oficiales públicos y de las jurisdicciones, preeminencias, residencias y salarios dellos y de lo tocante a las de órdenes y cavalleros dellas.

Puesto que Antonio Fernández de Otero falleció en 1645, no debe nada a otros autores posteriores, como afirman algunos estudiosos que sólo se han fijado en la fecha de las primeras ediciones conservadas (1681-1682), pues Juan de Solórzano Pereira publica su Política indiana en 1648 y J. Enríquez de Zúñiga su Tractatus de officialibus reipublicae en 1676. El estudio de la administración en España es antiguo; dio comienzo en el momento mismo en que España se convierte, en el siglo XVI, en la primera potencia de Europa. La obra de Castillo de Bobadilla sobre los corregidores muestra gran interés por la administración provincial, en tanto que las de Enríquez de Zúñiga y Fernández de Otero, ambas en latín, son dos importantes trabajos sobre la jerarquía de los funcionarios reales. Del mismo modo, Política indiana de Solórzano Pereira es una obra monumental sobre la administración colonial americana.

Dejando aparte algunas impresiones sin lugar ni fechas conocidos, las ediciones posteriores del Tractatus de oficialibus reipublicae de Otero, de las que se tiene noticia, son las de Marci & Joan. Anton. Huguetan Fratrum (Lugduni [Lyon], 1681 y 1682), Anisson & Joan. Posuel (Lyon, 1700), Jean Coutavoz (Lyon, 1700, tal vez relacionada con la edición de Posuel). Pero las ediciones más cuidadas y ampliadas salieron en Ginebra (Coloniae Allobrogum) a cargo de los hermanos Tournes en 1732 y 1750. Modesto Fenzo lo reeditó en Venecia en 1753. Son varias las ediciones electrónicas en Internet (Universidad de Valencia, Biblioteca Cervantes, Biblioteca Digital de Castilla y León, Google, etc.).

La estructura de la obra tiene dos partes, una general de 18 capítulos y otra de 22, dedicada a oficios concretos. La parte primera pone especial atención en la elección de funcionarios competentes. Al respecto no deja de sorprender que Otero afirme que el primero que dividió los términos de las ciudades fuese César Augusto. La cesárea partición de los términos de las villas procedía del derecho justinianeo y de los juristas del ius commune y fueron ya recogidos en las Partidas. A las ciudades, de por sí, nada en derecho les correspondía (De officialibus, cap. 10, núm.7-10). Otero, como la mayoría de los pensadores de su tiempo, creía que el monarca era el propietario de la República, y no únicamente su usufructuario o administrador. Por eso debía de tener acierto en la elección del funcionario, tarea que no desempeñaban satisfactoriamente desde hacía casi un siglo (a partir de 1543), cuando se empezaron a vender los oficios al mejor postor, sin atender previamente a la calidad de los candidatos. Otero está en contra de la elección de los “indignos” e “incapaces” (cap. 5) y del tráfico venal de los oficios, es decir, de la primacía del dinero sobre la calidad, la virtud y el mérito de los funcionarios. Por otro lado, era acusación generalizada que los compradores de oficios, muchos de ellos “gentes sin calidad y de baja suerte”, se movían atendiendo a su propio beneficio, sin ninguna preocupación por el interés general. Para aumentar las ventas de oficios, la monarquía acrecentaba la plantilla de funcionarios, lo cual atentaba contra la propia conservación de la República, al exceder con mucho a las verdaderas necesidades de gobierno (cap. 8). Varios capítulos están dedicados al procedimiento posterior a la elección, como obligaciones del funcionario, revocación, cese y salarios.

Menos teórica es la segunda parte, donde se analizan distintas categorías de funcionarios, principalmente del ámbito municipal, como alguaciles, carceleros, policías, notarios, encargados de los abastos, procuradores, economistas de la ciudad, buleros, joyeros, mesoneros, corredores de comercio, funcionarios de Hacienda, arquitectos y maestros de obras (alarifes), concluyendo con el empleo de verdugo.

Raro es el municipio español, cuya historia durante los siglos XV-XVIII no ha sido objeto de estudio en los últimos treinta años, pero son excepcionales las referencias al tratado de Otero, quien retrata básicamente la vida concejil y el “regimiento” implantado por Alfonso XI a mediados del siglo XIV, a pesar de los inevitables cambios que el paso del tiempo impuso en la provisión de los oficios y en el equilibrio de los poderes municipales. Queda fuera de dudas que en torno al regimiento bajomedieval se nucleó en lo sucesivo todo el gobierno concejil, tanto la cúpula (corregidores, alcaldes mayores) como la base con­sistorial, sistema de gobierno que, salvando circunstanciales mo­dificaciones de carácter local, permaneció inalterado en su esencia durante toda la Edad Moderna, sin otra novedad digna de mención que la creación de algunos oficios de natura­leza económica (procuradores síndicos, personeros del co­mún) a finales de dicho período por Carlos III. El estudio de los oficios y cargos públicos analizados por Otero tiene la virtualidad de mostrarnos cómo nuevos grupos sociales se incorporaban al aparato estatal. El tratado de Otero contribuye a dibujarnos un cuadro completo de la administración imperial y es un eslabón importante en la construcción de la ciencia de la policía, la cual es la semilla de la ciencia de la administración.

En el Tractatus de Pascuis Otero demuestra que era un jurista práctico de primera categoría y en la citada bella edición de los Hermanos Tournes (Ginebra, 1750) tiene la siguiente portada: D. Antonii Fernández de Otero J. C. Carrionensis, olim in Pintiana Academia Institutionum Civilium Cathedrae Moderatoris; deinde in Pintiano Regio Senatu Forensium causarum patroni, Tractatus de Pascuis et jure pascendi, cum notis & Additionibus Vincentii Bondeni, comitis, equitis Christi, J. C. Argentani, praeclarissimi & celeberrimi. Nova editio prioribus Lugdnensisibus, aliisque locupletior & accuratior. Coloniae Allobrogum, apud Fratres de Tournes, 1950, págs. 1-352.

Se pueden seguir bien las andanzas editoriales del Tractatus de Pascuis porque se conserva la edición princeps de 1632 y los trámites de su impresión. El 17 de noviembre de 1631, en Madrid, el licenciado Juan de Velasco y Acevedo, prior de Roncesvalles y vicario general de la villa de Madrid, le encargaba al licenciado Alonso Carranza, abogado en la Corte, “que vea el libro intitulado de Pascuis et jure pascendi, compuesto por el doctor Antonio Fernández de Otero, abogado en la Real Chancillería de Valladolid, y con su parecer y censura me lo remita para proveer justicia”.

Tres días después, el 20 de noviembre 1631, el licenciado Carranza emitía su censura favorable, destacando que era un libro necesario, práctico y erudito: “De orden del señor licenciado don Juan de Velasco y Acevedo, prior de Roncesvalles, vicario general y juez eclesiástico ordinario de esta villa de Madrid y su partido, he visto este libro de Pascuis et jure pascendi, compuesto por el doctor Antonio Fernández de Otero, abogado de la Real Chancillería de Valladolid. La materia es de las más insignes y prácticas del derecho que más necesitaba de ilustración, la que ha recibido con este comentario (que consta de cuestiones muy de punto bien colocadas y acertadamente resueltas) con que, el darle a la estampa y uso común será de gran importancia al uso y bien público. Al cual, ni a nuestra Santa Fe y Religión no hallo cosa alguna en que se contravenga, por lo que juzgo por conveniente el dársele al autor la licencia que pide”.

Ese mismo día, 20 de noviembre, se le concedía en Madrid la licencia de impresión: “Nos el doctor Pedro de Nájera, teniente de vicario, por el licenciado don Juan de Velasco y Acevedo, prior de Roncesvalles y vicario general de la villa de Madrid y su partido por su alteza etc. damos licencia por lo que a nos toca para que se pueda imprimir este libro intitulado de Pascuis et jure pascendi, compuesto por el doctor Antonio Fernández de Otero, abogado, por cuanto le hemos remitido a que sea visto; y no hay en él cosa que desdiga de nuestra Santa Fe Católica ni buenas costumbres”. El González de Rivero, consultor del Santo Oficio, daba su aprobación en latín a principios de diciembre de 1631, en términos laudatorios similares a la censura de Alonso de Carranza, pues lejos de encontrar nada contra las costumbres y la religión contiene conocimientos novedosos y útiles para la sociedad.

Tuvo varias ediciones posteriores, muchas en el mismo volumen que el Tractatus de Officialibus, si bien con paginación separada. Las principales fueron: la edición princeps, en la que el autor aparece con el título de doctor en ambos Derechos en 1632 (Valladolid, apud Ioannem de Rueda); las citadas de Lyon (Ioannis Coutavoz, 1700), Ginebra (Coloniae Allobrogum, apud fratres de Tournes, 1732 y 1750), Venecia (Modesti Fentii, 1753). Las modernas ediciones digitales aparecen en los mismos lugares que el citado Tractatus de officialibus. Se puede destacar la edición individual del Tractatus de Pascuis, hecha en Parma (Alberti Pazzoni & Pauli Montii, 1698), importante porque introduce la anotaciones del conde Vincenzo Bondeni, que reprodujeron los Hermanos Tournes en sus ediciones del siglo XVIII. Vincenzo Bondeni (22 de octubre de 1630 y fallecido en Mantua el 23 de octubre de 1704) fue un célebre jurisconsulto, que desempeñó muchos empleos, entre los que destacan el de vicario general de Bozzolo, pretor y consultor de Guastalla, senador y presidente del senado de Monferrato y prefecto general del Estado de Mantua.

Para conocer el contenido de este importante tratado de derecho civil, en el índice de la edición de los Hermanos Tournes (Ginebra, 1750), en la que se distinguen dos partes claras: el tratado propiamente dicho de Otero que abarca los 37 primeros capítulos (págs. 1-115) y los 13 restantes con las anotaciones de Vincenzo Bondeni (capítulo XXXVIII al L, es decir, págs. 116-319). La primera parte contiene el pensamiento de Otero, quien inicia su estudio con un capítulo donde analiza el significado de los diversos vocablos con los que se denominaban a los pastos, incluidos los castellanos de ejidos y dehesas. Pero más que ocuparse en definir la naturaleza de los pastos, le interesa, como sucede con otros juristas, el uso o destino de los mismos. Para Fernández de Otero, en una clasificación de doble tracto, unos pastos son públicos y comunes de las ciudades, villas o fortalezas, constituidos en uso público y común utilidad, mientras otros son de la universidad, pero no destinados al uso público y provecho de los vecinos sino que son de un género distinto, como aquellos que llaman propios del concejo. La primordial importancia que presta este jurista al criterio de uso es ostensible, basta con leer los capítulos 3-8 del tratado De pascuis, consagrados a estudiar quiénes tienen derecho a usar de los pastos públicos.

A partir del capítulo IX, Otero trata del dominio de los pastos y baldíos de las ciudades por asignación. Es momento que aprovecha para afirmar la radical separación que existía entre dominio y jurisdicción. Fernández de Otero no es muy original en la mayor parte de sus propuestas, ya que para hacer inteligible lo que piensa acerca del dominio de los pastos de las ciudades comienza con la sabida cantinela de que a las ciudades, villas y fortalezas nada de derecho les es disputado que sea de su pertenencia a no ser cuanto se encuentre concedido por privilegio del príncipe, costumbre o disposición de los hombres, postulado que tendría el respaldo de numerosos juristas y de derechos contenidos en el Digesto y leyes regias (De pascuis, cap. 9, núm. 1-2). Al rey corresponde el destino, y aplicación, de las pertenencias de las ciudades, de sus pastos y términos, aunque como una cosa de hecho, que no se presume, sino que hay que probarla. Sólo será una vez efectuada la destinación o asignación del territorio cuando la ciudad funda su intención sobre todo lo que se encuentra dentro de sus límites, y tanto respecto al dominio universal como al particular, tanto en relación con el dominio como con la posesión. En consecuencia, son muy diferentes el dominio y la jurisdicción, ya que no por tener la jurisdicción de la ciudad o lugar cabe considerar que el señor tiene el dominio de los pastos (caps. 9, 17 y 19). Teoría que también sostiene en su tratado De Officialibus (cap. 10). Teóricamente, Otero pretende salvaguardar todos los intereses encontrados, pues aunque aparentemente los favorecidos sean los de las ciudades y pueblos, siempre que pudieran demostrar que venían poseyendo los baldíos por destino, uso, prescripción, privilegio regio o costumbre (De Pascuis cap. 9, n. 18), no obstante el favor de las ciudades, por el que parecería inclinarse, lo sometió nuevamente a prueba en el cap. 30, donde se cuestiona si las ciudades tienen derecho preferente en la venta de los baldíos efectuada por el rey. Otero se movía con muchas cautelas ante las distintas pretensiones en juego y las prácticas vendedoras de la Corona, que le llevan a afirmar ahora que los bienes baldíos podían ser enajenados por el rey (siempre agobiado por las penurias de la Real Hacienda), y aun la misma ciudad y villa, pues sólo al rey, como al emperador, corresponde el dominio, la división, distribución y asignación de términos, provincias, ciudades, villas, tierras y campos; a los vecinos sólo el uso. Otero dedica a la materia de la enajenación un capítulo específico, para afirmar que la enajenación de los pastos públicos debía ser una excepción, por la falta de capacidad de los señores del lugar, de la universidad y de cada uno de los vecinos, porque no gozaban de verdadero dominio sobre los bienes destinados a uso público, sino únicamente de uso y aprovechamiento. El dominio de los pastos públicos no corresponde tampoco al pueblo, su señor o vecinos, sino que sólo tienen sobre ellos nuda administración, a semejanza, añade, de lo que les ocurre a los prelados con los bienes eclesiásticos. En la construcción de Fernández de Otero el dominio de las cosas públicas reside en el rey, lo que motivaba el requisito de la licencia o facultad regia expresa para la enajenación de las cosas. Si la transacción no es sobre el dominio y territorio, sino sobre el aprovechamiento, como entonces sólo perjudica a los vecinos y habitantes, no hará falta la licencia regia ya que bastará con el consentimiento de los vecinos o el del presidente de la ciudad o síndico en su nombre. En el cap. 30 matiza el poder regio mediante el instituto jurídico del retracto, en virtud del cual, producidas las ventas por el príncipe, las ciudades o villas podían recuperar, o redimir, el uso de los pastos y términos públicos pagando igual precio que el comprador. En el cap. 31 trata de los arrendamientos de pastos públicos, como bienes de propios del concejo, estudiando las prohibiciones a los regidores (muchos de ellos habían comprado el oficio y eran bastante corruptos) y las formas precisas, principalmente de subasta pública.

Siguen los capítulos consagrados a los daños en los pastos y a las correspondientes sanciones, donde no se le escapan a Otero los cambios que se provocaban en la naturaleza de los bienes de las ciudades, como ocurría tras las ocupaciones por particulares de pastos destinados al uso público y común que eran roturados para el cultivo, o en ellos se edificaba, y en lugar de ser restituidos al pasto se constituía un censo a favor de los concejos (De pascuis, cap. 16).

Dedica varios capítulos a la prominente figura jurídica de la prescripción, donde Otero trata con notable atención de la importante institución de la prescripción, fundamental porque simultáneamente servía de modo de extinguir el dominio en contra de las ciudades y de forma de adquirirlo a favor de los particulares, con la contraposición de intereses que llevaba consigo, lo cual provocaba profundas tensiones sobre la propiedad comunal, de la que eran testimonio fenómenos como la ocupación y usurpación, pero también repartos de tierras y licencias dadas por los mismos concejos para cambios de destino de los bienes, de uso común a propios. Como la generalidad de autores, Otero parte de la idea de que los pastos destinados a uso público son imprescriptibles, de manera diferente a los de propios del concejo que pueden prescribir por cuarenta años. Se pregunta si los pastos públicos pueden adquirirse por prescripción, dado que los bienes destinados al uso común se consideraban imprescriptibles. Su resolución, partiendo de que la prescripción (o costumbre) inmemorial equivale al privilegio o concesión del príncipe, estará llena de interesantes disquisiciones, pues según Fernández de Otero el estatuto o ley que prohibía la prescripción de esos bienes se referiría a la ordinaria y no a la inmemorial, la cual a su entender tenía un doble y diferente efecto, uno de adquisición y otro de probación de dominio, de modo que, supuesto que no fuera causa de adquirir el dominio, sí valdría como título justo o privilegio legítimo que produciría probación, por la atribución de fuerza de privilegio a la prescripción o costumbre inmemorial (caps. 17 y 18). Según Otero, la inmemorial costumbre, o prescripción, puede producir un doble efecto, uno de adquisición de dominio y otro de probación, dado que probaría y supondría título de concesión o privilegio, a la luz de textos y autoridades que decían que la inmemorial en este sentido era como un cierto derecho natural. El tiempo de la prescripción no adquiere de por sí, sino que produce probación de título legítimo. Encuentra su razón, siguiendo diversas autoridades, en que aun cuando en algún caso la ley puede prohibir la prescripción, o la costumbre inmemorial, no sin embargo por ello quita los privilegios legítimos o el título justo por el que alguien puede adquirir la cosa cuya prueba nos presta el curso inmemorial de tiempo. En defensa de los bienes de las ciudades y pueblos, en especial de los de uso común que se veían como perpetuos, Otero, como otros autores, sostiene que eran cuerpos místicos, o personas ficticias, cuyos bienes eran inalienables y, en consecuencia, imprescriptibles.

En los capítulos siguientes (XXII al XXXVII) Otero analiza figuras jurídicas como la división de pastos, su concesión temporal, la comunidad de pastos entre varias ciudades y la delimitación de los mismos, los distintos pleitos sobre pastos y distintas figuras procedimentales (interdictos) y la manera de gestionar sus diezmos, gabelas, para concluir con su posible venta y correspondiente derecho de retracto.

Las anotaciones y adicciones de Bondeni, recogidas en la segunda parte, son extensas (el doble que el texto de Otero) y profundas por su abundante erudición y, lógicamente, aluden sobre todo a referencias del mundo jurídico italiano (especialmente de las regiones en las que él había sido magistrado) en 13 dilatados capítulos y varias addenda. Cierran el volumen varios apéndices con “Animadversiones” relativas a “plura notabilia circa Pascua & jus pascendi”.

El Tractatus de pascuis sólo parcialmente ha sido estudiado por Salustiano de Dios de Dios en el marco de la historia de la adquisición y enajenación de los bienes de las ciudades. La propiedad de las tierras baldías y concejiles nunca estuvo claramente deslindada, a pesar de que el patrimonio rústico comunal y sus aprove­chamientos agrícolas, ganaderos y forestales desempeñaron un papel decisivo en la economía tradicional castellana, sin olvidar aspectos institu­cionales tan relevantes como el gre­mio trashumante de la Mesta y los incesantes conflictos que sostenía con los labradores. La importancia de los dos tratados de Otero es que reflejan la práctica seguida en la sala de hidalgos de la Chancillería donde era abogado, matizando el ius commune de dimensión europea y tradición de siglos.

Los problemas de adquisición y enajenación de los bienes de las ciudades son notorios para Fernández de Otero por su importancia para los pastos públicos y porque por sus manos debieron de pasar no pocos pleitos, en su papel de fiscal y abogado en la Real Chancillería de Valladolid, fruto de la tensión entre la agricultura y el pastoreo, como formas tradicionales de vida rural en difícil equilibrio, pero también de las luchas entre los viejos usos comunales, o de entre comunidades, y las pretensiones de roturar y acotar o adehesar tierras por parte de particulares, con libertad de disposición, avanzando aspectos de lo que siglos después será la propiedad individual, plena y libre del liberalismo capitalista.

En conclusión, las dos obras de Otero sobre la organización administrativa de las ciudades y sobre los pastos y al derecho de pacer, son dos tratados completos de notable mérito, por la abundancia de fuentes manuscritas y profusa erudición, que él manejaba con soltura según las numerosas citas. Pero Otero no era un teórico, sino un práctico que trataba asuntos, como el de los baldíos, aptos para mil litigios. Lamentablemente estos tratados no han sido tenidos en cuenta por los actuales historiadores y juristas para el estudio social de las ciudades (Tractatus de officialibus) y de las categorías de las comunidades rurales, donde los bienes concejiles de los pastos y el propio régimen comunal beneficiaron al conjunto social y de alguna manera ayudaron a asentar la población, al hacer partícipes a los vecinos jornaleros o pobres de los recursos comunitarios, fundamentales para poder subsistir aprovechándose de la posesión de algunas cabezas de ganado y tener acceso a una cabaña ganadera sostenida con los recursos del común (Tractatus de pascuis et de jus pascendi).

 

Obras de ~: De pascuis et iure pascendi tractatus per utilis et necessarius: in duos tomos divisus, authore utriusque iuris Doctore Antonio Fernandez de Otero Iurisconsulto Carrionensi, primus tomus, Valladolid, apud Ioannem de Rueda, 1632; Tractatus de Officialibus Reipublicae, necnon oppidorum utriusque Castellae, tum de eo­rundem Electione, Usu et Exercitio, Lugdoni, 1681.

 

Bibl.: M. Alcocer y Martínez, Historia de la Universidad de Valladolid. Vol. V, Bio-bibliografías de juristas notables, Valladolid, Imprenta de la Casa Social Católica, 1924, págs. 61-63; R. Mª Pérez Estévez y R. Mª González Martínez, “Algunos aspectos de la proyección de la Universidad de Valladolid en Palencia: II. Los catedráticos. Biografías”, en Actas del II Congreso de Historia de Palencia, 27, 28 y 29 de abril de 1989, vol. 3, M.ª V. Calleja González (coord.), Palencia, Diputación Provincial, 1990, págs. 142-143; E. Galván Rodríguez, “Una visita a la Chancillería Valladolid en la primera mitad del siglo XVII”, en AHDE, LXVII, II (1997), págs. 981-992; A. Marcos Martín, “Evolución de la propiedad pública municipal en Castilla la Vieja durante la época moderna”, en Studia Historica. Historia Moderna, 16 (1997), págs. 57-100; S. de Dios de Dios, “Representación doctrinal de la propiedad en los juristas de la Corona de Castilla (1480-1640)”, en S. de Dios, J. Infante, R. Robledo y E. Torijano (coords.), Historia de la propiedad en España. Siglos XV-XX, Madrid, Centro de Estudios Registrales, 1999, págs. 235-242; “Doctrina jurídica castellana sobre adquisición y enajenación de los bienes de las ciudades (1480-1640)”, en S. De Dios, Javier Infante, Ricardo Robledo, Eugenia Torijano (Coords.), Historia de la propiedad en España, bienes comunales, pasado y presente. II Encuentro interdisciplinar, Salamanca, 31 de mayo-3 de junio de 2000, Madrid, Centro de Estudios Registrales, 2002, págs. 14-79; “Doctrina jurídica castellana sobre costumbre y Prescripción (1480-1640)”, en Historia de la propiedad, IV, Encuentro interdisciplinar, Salamanca, 25-28 de mayo de 2004, Madrid, Centro de Estudios Registrales, 2006, págs. 212-281; L. M. Rubio Pérez, “Bienes concejiles y régimen comunal. Claves, modelos y referencias del mundo rural durante la Edad Moderna”, en Mª. J. Pérez Álvarez (ed.), Campo y Campesinos en la España Moderna, Madrid, Fundación Española de Historia Moderna, 2012, págs. 87-152.

 

Antonio Astorgano Abajo

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