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José Jiménez Aranda

Biografía

Jiménez Aranda, José. Sevilla, 7.II.1837 – 6.V.1903. Pintor.

Nacido en el seno de una familia de condición modesta, desde niño mostró ya una gran inclinación hacia la pintura y por ello, cuando contaba con catorce años de edad, fue matriculado en la escuela de Bellas Artes de Sevilla, donde fue alumno de los que entonces eran los principales artistas románticos de la ciudad: Antonio Cabral Bejerano, Manuel Barrón y Eduardo Cano. Su relevante talento le mostró muy pronto como un pintor de gran futuro, merced especialmente a su habilidad como dibujante y a su ojo certero para plasmar rápidamente a lápiz detalles procedentes de la realidad. Al tiempo que su categoría profesional, Jiménez Aranda fue configurando también su condición personal que le definía como hombre serio, de carácter adusto, sobrio, reflexivo y sensato.

A estos sentimientos, se añadían en su talante grandes dosis, de honestidad y modestia, aspectos todos que terminaron por configurar a un hombre de gran valía personal. Realizó sus estudios con cierto sacrificio, pues hubo de alternar su dedicación al arte con el trabajo de litógrafo en una imprenta para recabar recursos económicos para él y para su familia.

Las primeras obras conocidas de Jiménez Aranda poseen una fecha que indican que había cumplido ya los treinta años y suelen ser representaciones imbuidas en argumentos de fuerte impronta romántica, no exentas de un anecdotismo marcadamente sensiblero aunque muestran una ejecución muy correcta desde el punto de vista técnico. A finales del año 1867, se trasladó de Sevilla a Jerez de la Frontera con un contrato que le vinculaba a la iglesia de San Miguel de dicha localidad para realizar modelos que sirviesen para ejecutar las vidrieras del referido templo, que en aquellos momentos, unas se reparaban y otras se componían de nuevo. Su permanencia en Jerez, le permitió entrar en contacto con la burguesía y la aristocracia de dicha población, realizando para ellos numerosos retratos y escenas de costumbres que fueron muy loadas y apreciadas por dicha clientela. Estas circunstancias le permitieron mejorar notablemente su economía hasta el punto de que en 1868 pudo casarse con una joven de la localidad, con la cual llegó a tener, con el correr del tiempo, ocho hijos.

Desde Jerez, Jiménez Aranda procuró darse a conocer en Madrid, aspecto fundamental para cualquier joven que en aquella época tuviera aspiraciones artísticas.

A Madrid viajó en varias ocasiones, donde participó en diversas exposiciones visitando también frecuentemente el Museo del Prado, donde se interesó de manera especial por estudiar el arte de Velázquez y Goya. Aunque en 1869 regresó a Sevilla, mantuvo su interés por llevar su obra a la capital, pero fue en ese momento cuando se dedicó a preparar la que sería la primera gran aventura artística de su vida: el viaje a Italia que llevó a cabo en 1871 acompañado de su familia y también de su amigo el pintor sevillano José García Ramos. Se instaló en Roma con la intención primera de mejorar su cultura y técnica artística y también con la voluntad de darse a conocer desde allí a todo el ámbito europeo. En la Ciudad Eterna tuvo el privilegio de disfrutar de la amistad y el aprecio del pintor catalán Mariano Fortuny y lógicamente se plegó al estilo de este artista, que gozaba entonces de una inmensa popularidad. Otros artistas sevillanos como Virgilio Mattoni y José Villegas residían también entonces en Roma y con ellos pudo compartir su trabajo y sus ilusiones.

La pintura que triunfaba en Roma en aquellos momentos históricos, que coinciden con el último tercio del siglo XIX, estaba orientada a la creación de escenas costumbristas de carácter histórico, ubicadas en el siglo XVIII. Estas obras están protagonizadas por personajes que portan casacas, pelucas, sombreros, calzón corto, medias y zapatos con hebillas, aspectos de vestuario que proporcionaron el nombre a este tipo de cuadros que se han llamado “pintura de casacones”.

En estas obras se describen generalmente triviales escenas de la vida cotidiana de contenido banal e intrascendente. Para este tipo de pinturas, Jiménez Aranda estuvo especialmente dotado, dadas sus magníficas cualidades como dibujante y de la facilidad con que describía a los personajes en variadas actitudes y gestos y también del virtuosismo con que resolvía la descripción de los ambientes en que se situaban las escenas. Es este virtuosismo precisamente el que permitió en ocasiones perdonar la excesiva trivialidad y anecdotismo de las escenas al primar en ellas la validez de su dibujo y colorido.

Durante cuatro años se prolongó la estancia de Jiménez Aranda en Roma, donde llegó a alcanzar la plenitud y madurez de su técnica. Convencido de que su ciclo en la Ciudad Eterna había concluido, en 1875 emprendió viaje de regreso a España donde tras unos meses de estancia en Valencia, regresó a Sevilla en 1876. En su ciudad natal fue recibido con grandes consideraciones y honores y donde fue de inmediato nombrado académico de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría.

Su concepción artística no cambió en nada, puesto que prosiguió pintando “casacones” hasta 1881, año en el que decidió trasladarse a París, capital del mundo artístico en aquellas fechas. Allí triunfaba entonces comercialmente un concepto de la pintura totalmente coincidente con el suyo, lo que le permitió trabajar intensamente a lo largo de nueve años con notable éxito ante una clientela que demandaba de manera permanente sus escenas de “casacones”. Sus beneficios económicos fueron muy altos permitiéndole vivir holgadamente en una época en que los pintores impresionistas, abandonados por la crítica y el público, pasaban grandes estrecheces económicas. No resulta extraño que en 1890 Jiménez Aranda decidiese abandonar París y regresara a España, pues en torno a esa fecha finalmente los impresionistas fueron exonerados de su condición de pintores malditos y sus obras comenzaron a venderse en grandes cantidades y a muy buen precio. Jiménez Aranda debió de percibir entonces que sus amables “casacones” habían perdido vigencia, puesto que se habían pasado de moda; al mismo tiempo, también hubo de advertir que el interés de la clientela por una pintura de carácter realista e imbuida intensamente en el compromiso social le desplazaba claramente del protagonismo que hasta entonces había disfrutado.

No resulta extraño, por lo tanto, que una vez de vuelta a España en 1891 e instalado en Madrid, su pintura abandonase los argumentos históricos para pasar a practicar un arte marcadamente realista, que aparece protagonizado por gentes de humilde condición social. Pinturas como la denominada Una desgracia, muestra a un grupo de transeúntes arremolinados en torno al cuerpo de un pobre albañil que se había caído de un andamio. Fue esta obra el punto de partida de una renovada concepción de su pintura, que en adelante insistió en plasmar aspectos de la realidad que le llevaron incluso a salir a pintar al aire libre.

Instalado en Madrid, honrado y con notoria fama, parecía ya que en esta ciudad había decidido residir el resto de su existencia; sin embargo, no fue así, porque en 1892 murió su esposa y poco después una de sus hijas. Estas desgracias familiares conmocionaron profundamente su espíritu y le impulsaron a regresar a Sevilla, con la clara intención de pasar allí los últimos años de su vida. En su ciudad natal prosiguió pintando intensamente, actividad que compartió con la docencia en la escuela de Bellas Artes a partir de 1898, sin dejar de viajar a Madrid siempre que encontró motivos artísticos para personarse en la capital.

Su salud comenzó a debilitarse en los últimos meses de 1902 y, tras unas semanas de estancia en Alcalá de Guadaira para intentar curar sus dolencias, volvió a Sevilla sin recuperarse y poco tiempo después falleció, en mayo de 1903.

Comentando brevemente la inmensa producción artística de Jiménez Aranda han de recordarse por ello tan sólo las obras más relevantes ejecutadas en cada etapa de su vida. Así, entre sus primeras obras, realizadas en Jerez y expuestas en Madrid destacan La hija del preso La huérfana, de las cuales emana un marcado hálito romántico. Igualmente en este período jerezano realizó algún retrato notable, como los de Don José Esteve Doña María Antonia López. Antes de partir para Roma en 1871, realizó en Sevilla una de las obras más señaladas de su producción artística: Poniéndose como ropa de Pascua. De su estancia en Roma sus pinturas más señaladas son sin duda Su Majestad el Rey que Dios guarde, Un café a comienzos de siglo La rifa del Santo.

Muy pocas pinturas se conocen del período de casi un año que Jiménez Aranda estuvo en Valencia, pero en dicha estancia ejecutó obras como La murga El majo de la guitarra. La etapa sevillana de Jiménez Aranda que se inicia a mediados de 1876 fue prolífica en pinturas de “casacones”, entre las que hay que destacar obras excelentes como El herbolario, Un sermón en el patio de los Naranjos, Los bibliófilos Un lance en la plaza de toros.

El arte de este pintor conoció sus cotas más altas durante los nueve años que pasó en París, donde satisfizo las demandas de coleccionistas y marchantes, siendo también sus obras enviadas a Londres y Nueva York, donde se vendían de inmediato. Obras de su etapa parisina son El pequeño abuelo, El violinista, ¡Que viene el capitán!, Preliminares de un casamiento, Concierto ante su Eminencia y sobre todo ¡Abrid en nombre del Rey! La oscilación de Jiménez Aranda hacia una pintura realista y de corte social se dio a partir de 1890, cuando ejecutó obras como Una desgracia, antes comentada, Los fumadores, En familia, Los dulces del Santo, Partida de tresillo al amor de la lumbre, Los pequeños naturalistas A buscar fortuna, obra esta última de marcado interés social, puesto que muestra la partida de un grupo de emigrantes de la estación de ferrocarril de Alcalá de Guadaira.

Mucho menos interés tienen los cuadros realizados por Jiménez Aranda con temas históricos, aunque entre ellos destaca La limosna de San Eduardo Rey de Inglaterra.

También son secundarios en su producción los temas religiosos, siendo los más sobresalientes La oración del huerto El sepulcro de Cristo, obras en las que refleja una desfasada emotividad espiritual.

Finalmente, en la producción de Jiménez Aranda es necesario citar uno de sus más notables logros; se trata de la importante y extensa serie de dibujos que dedicó al tema del Quijote, como consecuencia del encargo que se le hizo de ilustrar una de sus ediciones. Para ello, llegó a configurar un total de seiscientas ochenta y nueve escenas que pueden considerarse entre las más afortunadas y convincentes imágenes derivadas del inmortal texto cervantino.

 

Obras de ~: La hija del preso La huérfana; Don José Esteve y Doña María Antonia López; Poniéndose como ropa de Pascua, 1871 ant.; Su Majestad el Rey que Dios guarde, Un café a comienzos de siglo La rifa del Santo, 1871-1874; La murga El majo de la guitarra, c. 1875; El herbolario, Un sermón en el patio de los Naranjos, Los bibliófilos Un lance en la plaza de toros, c. 1876; El pequeño abuelo, El violinista, ¡Que viene el capitán!, Preliminares de un casamiento, Concierto ante su Eminencia ¡Abrid en nombre del Rey!, 1880-1890; Una desgracia, Los fumadores, En familia, Los dulces del Santo, Partida de tresillo al amor de la lumbre, Los pequeños naturalistas A buscar fortuna, 1890 post.; La limosna de San Eduardo Rey de Inglaterra; La oración del huerto; El sepulcro de Cristo.

 

Bibl.: M. Ossorio y Bernard, Galería biográfica de artistas españoles del siglo XIX, Madrid, Moreno y Rojas, 1883-1884; J. Artal, Jiménez Aranda, Buenos Aires, 1903; E. Lafuente Ferrari, Breve historia de la pintura española, Madrid, Tecnos, 1953; J. A. Gaya Nuño, Arte del siglo XIX, Madrid, Plus Ultra, 1968 (col. Ars Hispaniae, vol. XXII); B. de Pantorba (seud.), El pintor Jiménez Aranda, Madrid, Bibliográfica, 1972; E. Valdivieso, Pintura sevillana del siglo XIX, Sevilla, 1981; G. Pérez Calero, José Jiménez Aranda (1837-1903), Sevilla, Diputación Provincial, 1982; E. Valdivieso, Historia de la pintura sevillana: siglos XIII al XX, pról. de A. E. Pérez Sánchez, Sevilla, Guadalquivir, 1986; M. E. Gómez Moreno, Pintura y escultura españolas del siglo XIX, en J. Pijoán (dir.), Summa artis: historia general del Arte, t. XXXV, Madrid, Espasa Calpe, 1993.

 

Enrique Valdivieso González

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