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Francisco Javier de Istúriz y Montero

Biografía

Istúriz y Montero, Francisco Javier de. Cádiz, 31.X.1785 – Madrid, 2.IV.1871. Político y comerciante.

Nació en Cádiz, donde su padre era un destacado comerciante y prestamista. Joven aún, participó activamente en la lucha contra el francés en la Guerra de la Independencia, alentado por su hermano Tomás, presidente de la Junta Superior de la ciudad y diputado por ella en las Cortes ordinarias de 1813-1814, lo que le valió figurar en la lista de aprehensibles portada por el general Eguía en su entrada en Madrid.

Lafuente lo retrata como hombre “de cierta cultura superficial, de bastante despejo y criado en los principios volterianos del siglo XVIII”, calificándolo como “mediano político y un menos que mediano orador, pero era desinteresado, amante de su patria [...], y conociendo bien a los hombres y las cosas”.

La vuelta al absolutismo (1814) le brindó la oportunidad de conspirar a favor del liberalismo, tanto que se convirtió en uno de los inspiradores más comprometidos en el finalmente triunfante pronunciamiento de Cabezas de San Juan que, materializado por Quiroga y Riego, inauguró el Trienio Constitucional (1820-1823).

Adolfo de Castro describió a Istúriz como un miembro muy activo de la masonería gaditana y persona extremadamente comprometida con el cambio político, tanto que buena parte de la trama revolucionaria se organizó en reuniones celebradas en su casa, donde funcionaba una logia masónica por él dirigida, el “Soberano Capítulo”, del que se desgajó una porción que recibió el nombre de “Taller Sublime”, convirtiéndose ésta en un centro conspirativo que pronto contactó con los mandos militares acantonados con sus fuerzas tiempo atrás en la ciudad con la misión de embarcar hacia América y ayudar a sofocar la secesión.

Ya en el verano de 1819, su presencia fue detectada en tierras gaditanas, teniendo la autoridad conocimiento de que, junto con otros destacados masones y liberales, podría estar trabajando a favor de una sublevación de carácter militar. La pérdida de su anonimato y las detenciones que tuvieron lugar en el Palmar del Puerto el 8 de julio, le obligaron a refugiarse en Gibraltar, y no fue hasta primeros de diciembre cuando de nuevo fuera localizada su persona en Cádiz, dándose inicio, entre las autoridades, a una serie de incomprensibles consultas que dilataron su apresamiento hasta el 28, esto es, a sólo cuatro días del golpe de Riego.

Diputado en las primeras Cortes del Trienio, fruto de las elecciones convocadas en marzo de 1820, se integró políticamente en el grupo “exaltado”, con compañeros de fila tan destacados como Calatrava, Alcalá Galiano, Flórez Estrada, Romero Alpuente, Palarea, etc., centrando especialmente su atención en los temas relacionados con cuestiones hacendísticas, fiscales, presupuestarias o de deuda pública. Su radicalismo afloró con ocasión del agrio debate que sostuvo en las Cortes con Argüelles, ministro de la Gobernación, en defensa de Riego, cuando éste fue desterrado a Oviedo (septiembre de 1820). Finalizadas éstas, se integró como representante en la Diputación Provincial de Cádiz, incorporándose de nuevo a la vida parlamentaria al obtener escaño en las elecciones de enero de 1822, en cuyas Cortes evidenció, una vez más, su radicalismo, arremetiendo contra la Iglesia al firmar una proposición solicitando “la extinción absoluta de regulares y monacales de toda clase”.

Formó parte también de las Extraordinarias, celebradas entre el 1 de octubre de 1822 y el 19 de febrero del siguiente año, en las que fue miembro destacado de la Comisión de Medidas sobre los males de la Patria, que se apuntó como éxito el sacar adelante la normativa que debía regular las Juntas de las Sociedades Patrióticas, texto que se tiene como la primera reglamentación del derecho de reunión; además, por aplicación del artículo 35 del Reglamento de Cortes de 1821, fue elegido presidente de las mismas entre el 8 de enero y el 7 de febrero de 1823.

Con prudencia, las nuevas Cortes, inauguradas preceptivamente el 1 de marzo de 1823, decidieron trasladarse, junto con el Gobierno y la Corona, primero a Sevilla y poco después a la plaza fuerte de Cádiz.

Entre el 20 y el 23 de marzo, todas las instituciones abandonaron la capital de la nación, reanudando sus sesiones las Cortes en Sevilla a partir del 23 del mes siguiente. Entre tanto, las tropas francesas del duque de Angulema, que habían atravesado el Bidasoa en los primeros días de abril, en mayo presionaron ya muy próximas a Madrid. Ya en el mes de junio, ante la inminente caída de Andalucía y la negativa regia a afrontar un nuevo traslado, tuvo lugar la trascendental sesión del día 11 en que, por amplia mayoría, las Cortes aprobaron, con el voto favorable de sesenta y cuatro diputados, y, entre ellos, el de Istúriz, lo que con posterioridad les valdría a todos ellos figurar en una relación de personajes a aprehender y condenar, la propuesta presentada por Alcalá Galiano basada en la aplicación transitoria del artículo 187 de la Constitución (“Lo será igualmente [gobernado el reino por una Regencia] cuando el rey se halle imposibilitado de ejercer su autoridad por cualquier causa física o moral”), formando Istúriz parte de la Comisión constituida para formalizar la consiguiente Regencia. Así, las Cortes quedaron establecidas en Cádiz cuatro días después, reanudando sus debates a partir del 18. En esta nueva andadura parlamentaria, Istúriz presentó una proposición sobre la supresión de conventos y órdenes religiosas que se dirigieran al invasor solicitando, al amparo de las circunstancias, la devolución de lo que se les hubiera incautado y la abolición de la legislación depresiva de sus privilegiados derechos.

Aún se encuentra a Istúriz como miembro de las Cortes Extraordinarias, entre los ciento quince diputados que concurrieron, convocadas por Fernando VII el 5 de septiembre de 1823, y que se reunieron al siguiente día bajo la presidencia de Gómez Becerra.

El restablecimiento del régimen absolutista por Decreto de 1 de octubre de 1823 (“son nulos y de ningún valor todos los actos del Gobierno llamado constitucional”), inauguró la llamada Década Ominosa, que le condujo al exilio en Inglaterra. Muerto Fernando VII (29 de septiembre de 1833), acogiéndose a la amnistía que enseguida decretó la Regente en ampliación de la dictada el año anterior y que restituía a los expatriados en sus bienes, derechos y honores, regresó al país y se incorporó de nuevo a la actividad política. Rigiendo ya la vida del Estado el Estatuto Real (abril de 1834), y bajo el gabinete progresista de Mendizábal, fue promovido a la presidencia del Estamento de Procuradores entre noviembre de 1835 y enero del siguiente año, cargo desde el que dirigió con gran tino arduos debates como el del voto de confianza, los reguladores de la Guardia Nacional, o los mantenidos a causa de la ley electoral (la futura de mayo de 1836), pero casi al mismo tiempo se asistió a una extraordinaria mudanza en su talante político que le condujo a abandonar su exaltado liberalismo por un notable ultraconservadurismo.

Esta transformación política se manifestó ya en toda su crudeza en el tono discrepante que mantuvo con Mendizábal durante los debates habidos para elaborar la respuesta al discurso de la Corona con ocasión de la apertura de las últimas Cortes Ordinarias del Estatuto (marzo de 1836), generándose tanta crispación que le llevó a retar a su oponente a duelo, que tuvo lugar el 15 de abril sin, afortunadamente, resultados negativos para ninguno de ellos. La razón última de esta afrentosa actitud hay que buscarla en el hurto de que fue objeto Istúriz por parte de Mendizábal, al arrastrar éste tras de sí en la votación definitiva a favor del ministeriable Antonio González, los sufragios con los que contaba el primero para hacerse con la presidencia del Estamento de Procuradores.

En la sesión del 5 de abril Istúriz cañoneó en la línea de flotación al gobierno mendizabalista al denunciar el uso excesivo que, a su entender, había hecho del voto de confianza otorgado por la Cámara, acusándole de que “ha abdicado su poder porque no tiene la fuerza ni la energía necesarias para reprimir los desórdenes de las provincias”. La suerte del gabinete estaba echada. La Regente, que al ofrecer formar gobierno a Mendizábal debió forzar, sin duda, su posicionamiento político conservador, aprovechó el actual descrédito para desembarazarse de una gestión que iba más allá de lo que marcaban sus secretos deseos y, aunque el gabinete había jugado un papel importante de apaciguamiento y conciliación en la vida política, aun cuando seguía contando con amplio apoyo parlamentario, negó su sanción a la irrenunciable petición que el mismo le elevó acerca de ciertos relevos en la cúspide de la jefatura militar. Se ponía así de manifiesto una de las fallas del régimen parlamentario que sobreviviría durante toda la centuria: el problema de la doble confianza gubernamental.

A la caída del gabinete, Istúriz recibió el encargo de formar gobierno, tarea que asumió con sumo gusto, con tal de ver cumplidos los deseos de la Regente, de la que se sentía muy cercano políticamente a la vez que cautivado personalmente de manera platónica por su atractivo como mujer, sin poder dilucidar a partir de aquí cuál de los dos sentimientos pesaban más en su obrar.

Istúriz inició su gestión el 15 de mayo de 1836, a la cabeza de un Consejo de ministros muy gris y anodino en el que también asumió la responsabilidad de la Secretaría de Estado. Sus problemas comenzaron de inmediato. Al día siguiente, el Estamento de Procuradores, en manos mendizabalistas, se refirió al nuevo gobierno por boca de Olózaga como a “estos individuos [que] han subido al poder de una manera poco constitucional y contraria enteramente a los usos establecidos en los países libres”. La agria polémica que al respecto se abrió tuvo su culminación cinco días más tarde, cuando el 21 de mayo se presentó en la Cámara una proposición avalada por sesenta y ocho procuradores, que prosperó, solicitando un voto de censura contra el gobierno, cuyo resultado se reveló aplastante: setenta y ocho votos a favor de la recusación del mismo y tan sólo veintinueve en contra y trece abstenciones. No era la primera vez en la historia parlamentaria española que se recurría a la amenaza de un voto de censura —el gabinete de Martínez de la Rosa había conocido dos—, pero sí el que éste prosperase.

En aras de este resultado adverso, el gobierno Istúriz optó por hacer uso de una de las vías de la doble confianza: la solicitud a la Corona del correspondiente decreto de disolución de Cortes, al que accedió la Regente con fecha 23 de mayo. Este pulso político, que hizo entrar en colisión, por un lado, el acatamiento a la prerrogativa regia y, por otro, el respeto debido a la mayoría parlamentaria, la propensión de utilizar este mecanismo para intentar fabricarse Cortes más en consonancia con el talante del gobierno de turno, en este caso claramente escorado hacia el moderantismo, y su declarada intención de reformar el vigente Estatuto Real, del que se conserva incluso un proyecto, bien pueden argumentarse como causas que, poco después, en el verano de ese mismo año, condujeron a los bochornosos sucesos conocidos como la “sargentada de La Granja” (12 de agosto de 1836) y al decreto que la acompañó, por el que la Regente ordenó “que se publicase la Constitución de 1812, en el ínterin que reunida la nación en Cortes, manifieste expresamente su voluntad, o de otra Constitución conforme a las necesidades de la misma”.

Este acto de imposición obligó a la Regente, muy a su pesar, a la remoción de Istúriz del poder a favor del doceañista Calatrava, cuyo gobierno, en tanto se celebraban elecciones con carácter constituyente (2 de octubre) y las correspondientes Cortes ultimaban su labor de dar a luz la transaccional, pragmática y modélica constitución liberal progresista (junio de 1837), restableció por tercera y última vez el texto constitucional de 1812.

Tras este fracaso, Istúriz optó por desaparecer momentáneamente de la escena política, trasladando su residencia a Inglaterra, de donde regresó al ser aprobado el texto constitucional progresista de 1837, que juró acatar y respetar. Participó en las elecciones de noviembre, obteniendo acta de diputado por su Cádiz natal. Al año siguiente (noviembre de 1838), bajo el gobierno presidido por Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías, ostentó de nuevo la presidencia del Congreso de los Diputados. En las elecciones de enero de 1840, celebradas bajo el gobierno conservador de Pérez de Castro, resultó electo por Cádiz, Huelva y Baleares, optando Istúriz por la ciudad “huelveña”, y viniendo a desempeñar por tercera y última vez la presidencia del Congreso, puesto desde el que tuvo que regular el debate de leyes tan importantes como la de dotación de culto y clero, la cobranza del medio diezmo y primicia, y la más trascendental de Ayuntamientos que, al ser sancionada, desató la caída de la Regente María Cristina de Borbón.

Implantada la Regencia de Espartero (1840-1843), del que Istúriz era un declarado enemigo, su figura política se eclipsó. No volvió a escena hasta la legislatura —la tercera— de 1843, al conseguir acta de diputado por Cádiz en las elecciones celebradas en septiembre. Política y parlamentariamente se asistió a esa transición que concluyó en un largo período, la Década Moderada (1844-1854), que inauguró Narváez a partir del mes de mayo.

A principios de 1844, junto con Remisa y Salamanca, tomó parte activa en la fundación del Banco de Isabel II. Poco después, en las Cortes Constituyentes que iniciaron su andadura en octubre, Istúriz, inscrito como diputado por su ciudad de Cádiz, aparece liderando la voz discrepante dentro de la opción moderada, fracción a la que apoyó el escindido grupo de los “puritanos” del que él mismo llegó a ser uno de sus más preclaros representantes, manteniendo enérgicamente su oposición a que la Constitución fuese remozada de modo partidista, pues con ello, a su juicio, se abriría una espita desestabilizadora nada aconsejable ni ahora ni en un futuro inmediato por, entre otros motivos, la inmadurez que todavía mostraba el régimen constitucional.

Con la entrada en vigor del nuevo texto constitucional (junio de 1845) y el arranque de una nueva legislatura, la de 1845-1846, Istúriz fue designado senador vitalicio. Dos meses después, fue nombrado ministro de la Gobernación del reino para la Península e islas adyacentes, en el corto gobierno presidido por Manuel Pando Fernández de Pineda, marqués de Miraflores, en activo entre el 12 de febrero y el 16 de marzo de 1846.

Consumido el también corto gabinete Narváez, diecinueve días, Isabel II le encargó la presidencia del Consejo de Ministros (de 5 de abril de 1846 a 28 de enero de 1847), responsabilidad que simultaneó con la Secretaría de Estado. Desde este puesto, además de conseguir la reincorporación a la vida política oficial de los progresistas gracias a la promulgación de una escasa aunque suficiente amnistía a la luz de los efectos que generó, tuvo que afrontar tres problemas de gran calado: sofocar los efectos del levantamiento de carácter progresista, protagonizado el 2 de abril por el teniente coronel Miguel Solís en Lugo, que se extendió preocupantemente a toda Galicia, sofocándose veintiún días después gracias a la intervención del general Manuel de la Concha; la guerra “dels matiners”, esto es, el levantamiento carlista en Cataluña de octubre de 1846, avivada por la inminente boda real; y templar las negociaciones, así como hacer frente a las consiguientes repercusiones internacionales, derivadas de la política matrimonial tejida para la Reina y su hermana, por la que finalmente Isabel II debió contraer nupcias con su primo hermano Francisco de Asís y la infanta María Luisa con el duque de Montpensier.

El fin del abstencionismo político progresista y los fastos de las bodas regias, que impusieron al gobierno la concesión de una amnistía política, posibilitaron a la oposición unos resultados electorales en los comicios de diciembre de 1846, suficientemente importantes como para que, con la ayuda de los “puritanos” de Pacheco, derrotasen al candidato oficialista a la presidencia del Congreso, Bravo Murillo, lo que obligó a que Istúriz presentase su dimisión.

Más tarde, en la legislatura 1857-1858, Istúriz ocupó la presidencia del Senado, función que debió abandonar al aceptar, por tercera y última vez, la presidencia del Consejo de Ministros, tarea que debió compatibilizar con la responsabilidad de ministro de Estado y Ultramar, dirigiendo los destinos de la nación durante casi seis meses, el tiempo que mediaba entre el 14 de enero y el 30 de junio de 1858, constituyendo la antesala de otro gobierno presidido a continuación por Leopoldo O’Donnell y su recién fundada Unión Liberal.

Istúriz finalizó su actividad pública como presidente del Consejo de Estado (1859-1863), tras haber sido ministro plenipotenciario en varios países europeos.

 

Fuentes y bibl.: Archivo del Senado, exps. personales, HIS-0231-08; Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 8 n.º 7, 10 n.º 10, 12 n.º 10, 12 n.º 20, 14 n.º 28, 16 n.º 11, 18 n.º 7, 18 n.º 11, 19 n.º 11, 23 n.º 26, 24 n.º 31 y 24 n.º 42.

Marqués de Miraflores, Biografía del Sr. D. F. J. I. y M., Madrid, Imprenta de la Viuda de Calero, 1871; J. Pérez de Guzmán y Gallo, “Noticia de la Colección Istúriz- Bauer”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 75 (1919), págs. 125-127; J. M. Delgado Idarreta, “Don Francisco Javier de Istúriz y Montero: un político liberal de Isabel II”, en Cuadernos de Investigación: Geografía e Historia, t. 2, fac. 2 (1976), págs. 91-105; “Francisco Javier de Istúriz, un gaditano jefe de Gobierno de Isabel II”, en Gades, n.º 9 (1982), págs. 107-128; “Javier Istúriz. Un emigrado en Londres”, en Historia 16, n.º 88 (1983), págs. 35-42; A. Pérez Vidal, “Larra e Istúriz. Entorn d’uns articles oblidats”, en Recerques: Historia, Economía i Cultura, n.º 15 (1984), págs. 31-55.

 

Rafael Flaquer Montequi

 

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