Miñano y Bedoya, Sebastián de. Becerril de Campos (Palencia), 20.I.1779 ‒ Bayona (Francia), 6.II.1845. Escritor y geógrafo.
Nació en el seno de una familia acomodada y culta.
Su padre, Andrés Miñano y Casas, abogado vallisoletano con aficiones literarias (escribió varias obras teatrales), ejerció en el decenio de 1780 como corregidor en Becerril de Campos, donde su esposa, Margarita Bedoya, poseía casa y fincas. Al cumplir los diez años de edad, Sebastián fue enviado a estudiar Filosofía y Artes al seminario conciliar de Palencia, de donde pasó a Salamanca, en 1794, para iniciar estudios universitarios de Leyes. En 1795, Andrés Miñano, entonces corregidor en Trujillo, logró colocar a su hijo como familiar del cardenal Lorenzana, a la sazón arzobispo de Toledo, quien le encomendó servir de ayo del joven Luis de Borbón, sobrino de Carlos III. En Toledo, Sebastián completó sus estudios universitarios, obteniendo el grado de doctor en Derecho Civil (1797) y bachiller en Derecho Canónico (1799).
Hasta 1804, su carrera continuó estrechamente ligada a la de Luis de Borbón, quien fue designado arzobispo de Sevilla en 1799 y cardenal y arzobispo de Toledo un año después. Miñano le acompañó como parte de su séquito en ambos destinos, y desde 1801, una vez ordenado subdiácono, obtuvo por mediación del cardenal una prebenda en la catedral de Sevilla.
Nombrado diputado de negocios en Madrid por el Cabildo catedralicio sevillano, hasta 1804 no volvió a la ciudad hispalense, para ocupar su prebenda; allí permaneció, salvo breves intervalos, hasta 1812 —los años más felices de su vida, según su propio testimonio—.
En Sevilla, Miñano entabló contacto con el activo círculo literario encabezado por Manuel María de Arjona, del que formaban parte Alberto Lista, José María Blanco White, Agustín Ceán Bermúdez y Félix José Reinoso; con algunos de ellos —en especial con Lista y Reinoso— mantuvo en adelante una estrecha amistad y colaboración profesional. En abril de 1808 viajó de nuevo a Madrid, en calidad de diputado de negocios del Cabildo, para felicitar a Fernando VII, que acababa de ascender al trono; allí presenció la sublevación anti-francesa iniciada en mayo. Permaneció en la capital durante algunos meses y colaboró activamente con su padre, que había sido comisionado como miembro de la Junta Suprema de Sevilla, y, por tanto, con la causa de los sublevados. Ambos volvieron a Sevilla a fines de 1808, ante el avance de las tropas francesas, pero mientras Andrés se trasladó a Cádiz con el conjunto de la Junta Central, Sebastián decidió permanecer en la ciudad sevillana, adonde los ejércitos de José I llegaron en febrero de 1809. A partir de este momento, Miñano experimentó un importante viraje ideológico y, al igual que Lista y Reinoso, optó por una colaboración decidida con el bando francés, cuyo programa reformista e ilustrado despertó su simpatía. Este afrancesamiento coincidió con una crisis de fe y con el inicio de un proceso de secularización ideológica al que debió de contribuir también su ingreso en la masonería, en la que permaneció hasta 1817. Entre 1810 y 1812, Miñano colaboró estrechamente con el mariscal Soult, con cuya comitiva abandonó España en la primavera de 1812, al producirse la reconquista de Sevilla, temeroso de las represalias de Fernando VII contra los afrancesados.
En el curso de este primer exilio en Francia, Miñano sobrevivió con un subsidio del Gobierno francés e inició su relación sentimental con Agustina Montel y Fernández, esposa de José de Ochoa, un teniente español prisionero de guerra de los ingleses; de esa relación, prolongada hasta el final de su vida y motivo de escándalo para sus críticos, nacieron varios hijos (entre ellos el célebre escritor romántico Eugenio de Ochoa, a quien se refirió siempre como su “sobrino”).
A fines de 1816, acogiéndose a una serie de medidas promulgadas por Fernando VII para posibilitar el retorno de los afrancesados, volvió a España y se estableció en Madrid, donde renunció a su prebenda en Sevilla (a cambio de una pensión vitalicia), sucedió la muerte de su madre y realizó sus primeras traducciones de libros franceses. La llegada del Trienio Constitucional supuso el comienzo de su faceta de escritor, especializándose en la sátira política y costumbrista, en la que alcanzó una rápida y notable popularidad.
Su primera obra conocida, los Lamentos políticos de un pobrecito holgazán que estaba acostumbrado a vivir a costa ajena (1820), una serie de diez cartas en que denunciaba y ridiculizaba las costumbres y condiciones político-sociales de los eclesiásticos, alcanzaron un éxito enorme para la época (de algunas se llegaron a vender más de sesenta mil ejemplares) y se reimprimieron en casi todas las capitales de provincia de España, así como en América y Francia. En esos años, colaboró asiduamente, al igual que sus amigos Lista y Reinoso, en el semanario madrileño El Censor (1820-1822), financiado con capital francés para divulgar en España los principios del liberalismo moderado de la Restauración; desde sus páginas, como desde las de otro ilustre periódico afrancesado, El Imparcial, dirigido por Javier de Burgos, Miñano criticó tanto a los ultra-realistas como a los liberales exaltados, retrató con ironía el funcionamiento de las Cortes y defendió la vuelta de Fernando VII en el marco de una Monarquía constitucional. Cuando esta vuelta se produjo, Miñano decidió, no obstante, regresar a Francia y afincarse en París, donde, a sueldo de la embajada española, se encargó de replicar por escrito a los ataques de la prensa francesa contra Fernando VII y su Gobierno y escribió algunos folletos de índole económica (como el destinado a incentivar la inversión de capitales franceses en la red viaria y de canales de España, asunto al que dedicaría en adelante numerosas consideraciones y esfuerzos) y la Histoire de la Révolution de l’Espagne de 1820 à 1823 (1824), retrato crítico del Trienio y elogioso con el monarca español.
En 1824, Miñano regresó a Madrid e inició su obra más ambiciosa, la elaboración de un diccionario geográfico-estadístico de España. Según él mismo dejó escrito, su proyecto inicial era preparar un Diccionario Geográfico Universal, traduciendo para todo lo que no fuera España y sus colonias una célebre publicación francesa (el Dictionnaire géographique de Vosgien, que había conocido numerosas ediciones) y ampliando y mejorando la parte española y americana. Pero al ingresar, en mayo de 1824, en la Real Academia de la Historia, decidió, por consejo de esta institución, limitar su plan a un diccionario dedicado exclusivamente a “la Península española”; la propia Academia llevaba debatiendo desde mediados del siglo XVIII la formación de un diccionario geográfico e histórico de España y había comenzado parcialmente esta tarea con la publicación, en 1802, de los tomos correspondientes a Navarra y las Provincias Vascongadas. Al margen de éste y de otros precedentes en el género, la empresa acometida por Miñano superó con mucho lo realizado hasta entonces.
Para llevarla a cabo, se valió de diversas fuentes de información: los archivos de los Ministerios de Marina, Guerra y Hacienda, la biblioteca de la Secretaría de Estado, y, sobre todo, la colaboración desinteresada de amigos (en especial de Antonio Juanes, que le ayudó a terminar la obra), expertos, autoridades y una tupida red de informadores locales, en su mayoría párrocos (“más de 16.000 pueblos”, según palabras de Miñano, están descritos por sus noticias), a los que previamente envió una plantilla-tipo impresa con los datos requeridos a tal fin. El Diccionario geográfico-estadístico de España y Portugal, que consta de más de veintiséis mil artículos, se publicó entre 1826 y 1829 en once tomos (el último de ellos suplemento), que se vendían por suscripción, acompañados de mapas plegables, planos y grabados litográficos que se adquirían por separado. Imbuido de ideales ilustrados, el autor dedicó la obra a Fernando VII persuadido de su utilidad para “el buen servicio y la mejor administración de su vasta monarquía”, así como “para despertar la atención de los españoles, diciéndoles algo de lo mucho que hay en su casa, a fin de que procuren registrarla mejor y sacar más partido de las grandes riquezas que en ella ha colocado la providencia”. La información proporcionada en la misma resulta notable. Además de la bibliografía manejada, indicativa del estado de los estudios geográficos en España, el Diccionario da cuenta de la categoría y adscripción territorial-administrativa de los pueblos relacionados; su población aproximada (en vecinos y habitantes); el nombre y número de sus parroquias, iglesias y conventos; su situación topográfica; sus producciones; sus distancias a los centros administrativos principales (capitales de provincia y de partido); los caminos utilizados por las tropas para desplazarse entre ellos (con sus etapas y tiempos de marcha); las longitudes y latitudes de las principales ciudades de la monarquía; los ríos, montes y cordilleras; las ferias y mercados; la equivalencia de las monedas, pesos y medidas de los distintos reinos; las administraciones de correo, pósitos, casas de posta y paradas de diligencia; noticias históricas y artísticas notables de las localidades descritas (con biografías de sus nativos ilustres); la cuota que pagaban los pueblos por contribución de rentas provinciales; y un compendio histórico de las rentas que percibía la Corona.
La acogida de la obra fue grande y su resultado estimable, aunque no exento de numerosos errores que suscitaron de inmediato las aceradas críticas del geógrafo Fermín Caballero, con quien el autor mantuvo una polémica pública que duró varios años. La precariedad de trabajos estadísticos análogos incrementó por sí sola la utilidad del Diccionario, al punto que el ministro de Hacienda, Luis López Ballesteros, recomendó su compra a las autoridades administrativas por Real Orden de 15 de mayo de 1826. Aunque la obra sería superada ampliamente por el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de Pascual Madoz (1845-1850), este último reconoció expresamente el mérito de Miñano y la necesidad de hacer justicia “al hombre que acometió tal colosal empresa, enseñando el camino a otros que más adelante pudieran perfeccionar su trabajo”. Por lo demás, el Diccionario elevó la popularidad del autor e influyó seguramente en su nombramiento como director del Gabinete Geográfico de la Secretaría de Estado, cargo que ocuparía entre 1826 y 1831, cuando la plaza fue suprimida de forma definitiva.
En estos años finales del reinado de Fernando VII, alcanzaron Miñano y otros afrancesados su máximo reconocimiento e influencia en la vida intelectual y política del momento, protegidos por el grupo absolutista moderado encabezado por López Ballesteros.
Dirigió la publicación de los semanales la Gaceta de Bayona (1828-1830) y la Estafeta de San Sebastián (1830-1831), encargados de defender las medidas y tesis adoptadas por el Gobierno moderado en favor de un programa de reformas administrativas de inspiración francesa (en especial en el campo de la instrucción pública y el fomento de la industria y el comercio); ejerció como apoderado en Madrid de varias sociedades y negocios (como la Real Compañía del Guadalquivir); y viajó con frecuencia a Francia como comisionado del Gobierno para negociar empréstitos y enviar informes de tipo político o extractos de la prensa de este país. Recibió diversas condecoraciones oficiales (entre ellas, la Cruz de Caballero de la Orden de Carlos III, por su labor como director del Gabinete Geográfico de la Secretaría de Estado), vivió con holgura y ostentación y trató con las principales figuras de la vida política madrileña y parisina.
Pero la fortuna de Miñano se torció en la primavera de 1831. Su irregular situación familiar (en tanto en cuanto clérigo amancebado con una mujer casada y con varios hijos), así como la animadversión del grupo político rival de López Ballesteros, liderado por el ministro de Justicia, Francisco Calomarde, suscitó la intervención del vicario eclesiástico de Madrid, que le consideró un ejemplo pernicioso para el clero y le instó, en vano, a corregirse. Ante su negativa, el vicario dispuso, con aprobación de Fernando VII, la expulsión de Miñano de la Corte y la orden de retirarse a su residencia en Sevilla o a su localidad natal; el Rey le sancionó, además, con su cese como director del Gabinete Geográfico. En todo caso, consiguió autorización para fijar su residencia en Bayona, donde compró casa y finca, y hasta 1834, a caballo entre su nuevo domicilio y París, siguió colaborando con el Gobierno español en la negociación de diversos asuntos económicos y en el envío de extractos de la prensa francesa sobre cuestiones políticas y económicas europeas.
En 1832, el arzobispo de Sevilla le desposeyó de la renta que todavía percibía por su antigua prebenda. La muerte de Fernando VII y la instauración de un Gobierno de signo liberal supusieron el final de sus actividades políticas y, en la práctica, de sus esperanzas de regresar a España. Escribió el Examen critique des revolutions d’Espagne de 1820 à 1823 et de 1836 y tradujo al castellano algunas obras francesas, entre ellas la célebre Historia de la Revolución Francesa de Thiers, publicada en San Sebastián, en doce volúmenes, en 1840-1841. Aquejado gravemente por la enfermedad, todavía intentó volver a España y fijar su última residencia en San Sebastián, aprovechando el establecimiento de un Gobierno moderado, pero no consiguió el permiso necesario. Aunque falleció en Bayona, fue enterrado a petición suya en el cementerio donostiarra de San Martín.
Obras de ~: Lamentos políticos de un pobrecito holgazán que estaba acostumbrado a vivir a costa ajena, Madrid, 1820 (Madrid, Ciencia Nueva, 1968); Histoire de la Révolution d’Espagne de 1820 à 1823 par un espagnol témoin oculaire, Paris, 1824, 2 vols.; Moyens faciles et avantageux de placer des capitaux en Espagne, Paris, C.-J. Trouvé, 1824; Diccionario geográfico-estadístico de España y Portugal, Madrid, Impr. Pierart-Peralta, 1826-1829, 11 vols.; Carta geográfica de España y Portugal dedicada al Rey N.S., s. l., I. Esquivel (delineó), A. Blanco (grabó) y M. Maré (letra), c. 1830; Examen critique des revolutions d’Espagne de 1820 à 1823 et de 1836, Paris, Delaunay, 1837, 2 vols. (trad. castellana, París, 1837); Sátiras y panfletos del Trienio constitucional (1820-1823), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1994.
Bibl.: E. de Ochoa, “Don Sebastián de Miñano y Bedoya”, en Museo de las familias (Madrid) (1859); I. Aguilera, “Don Sebastián de Miñano y Bedoya. Bosquejo biográfico”, en Boletín de la Biblioteca de Menéndez y Pelayo, XII-XV (1930-1933); A. M. Berazaluce, Sebastián de Miñano y Bedoya (1779-1845), Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1983; C. Morange, “Miñano y Bedoya, Sebastián de”, en A. Gil Novales (dir.), Diccionario biográfico del Trienio Liberal, Madrid, Ediciones el Museo Universal, 1991, págs. 535-538, C. Morange, “Sebastián de Miñano. Ensayo de catálogo crítico de sus obras”, en Trienio: Ilustración y Liberalismo. Revista de Historia, n.º 21 y 23 (1993 y 1994); E. Laguna-Abajo, “Introducción”, en S. Miñano, Diccionario Geográfico-Estadístico de Albacete, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara y Toledo, vol. 1, Sigüenza, Rayuela, 2001, págs. IX-XXXIV; C. Morange, Paleobiografía (1779-1819) del “Pobrecito holgazán” Sebastián de Miñano, Salamanca, Ediciones de la Universidad, 2002; F. Quirós Linares y J. García Álvarez, “Pascual Madoz y la lectura del territorio: el Diccionario Geográfico, y el Atlas, de España y sus posesiones de Ultramar”, en G. Morales, J. García-Bellido y A. de Asís (eds.), Pascual Madoz (1805-1870). Un político transformador del territorio, Madrid, Universidad Carlos III, 2005, págs. 71-83; A. Gil Novales, Diccionario biográfico de España (1808-1833). De los orígenes del liberalismo a la reacción absolutista, vol. II, Madrid, Mapfre, 2010, págs. 1996-2000.
Jacobo García Álvarez