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Jorge Manrique

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Biografía

Manrique, Jorge. Comendador de Montizón. Segura de la Sierra (Jaén) o Paredes de Nava (Palencia), c. 1440 – Santa María del Campo Rus (Cuenca), 24.IV.1479. Noble y poeta.

Hijo de Rodrigo Manrique de Lara, conde de Paredes y maestre de Santiago, y nieto del adelantado Pedro Manrique, debió de nacer y criarse entre Segura de la Sierra, de donde su padre era comendador, y Paredes de la Nava, tras su cesión como condado por Juan II. Su primera aparición documental es una concesión de 22.500 mr. por Enrique IV el 28 de mayo de 1465, luego confirmados por el infante Alfonso, del que recibió más donaciones en 1466 como hombre al servicio de su padre. Junto a las fuerzas de su hermano Pedro, participó en la toma de Montizón en 1467; el 7 de diciembre de 1470, luchó contra los hombres de Pedro Girón en Alcázar de San Juan por el control de la Orden del Hospital. Más tarde participó en la ocupación de Sabiote (1473), el sitio de Canales (1474) y la conquista de Alcaraz (mayo de 1475) y corrió las tierras del conde de Cabra. Mandó la vanguardia en la batalla de Uclés (1476). Caballero santiaguista, fue comendador de Montizón y Trece de la Orden.

En 1475 participó en la toma de Ciudad Real a Rodrigo Téllez Girón y en 1477 ayudó a sus parientes, los Benavides, en su lucha contra el conde de Cabra, que gobernaba Baeza en nombre de los Reyes, pero fue derrotado, acusado de desacato y preso. Tras su liberación, fijó un cartel de desafío contra quien quiera que sostuviera esta acusación, y pasado el plazo de treinta días, los reyes lo declararon “libre y quito e saluo de lo contra vos ynpuesto e profaçado, e vos restituimos si necesario es en vuestro claro nombre e buena fama como aquel que estimamos e tenemos por verdadero, e claro, e firme, e leal natural nuestro”.

Durante este período de inactividad, recién muerto su padre y mientras su familia perdía el control de la Orden de Santiago, hay que situar la gestación de las Coplas a la muerte de su padre.

A partir de este momento, el autor comenzó a actuar por su cuenta como capitán de la Hermandad en el reino de Toledo. El 30 de septiembre de 1478, junto a Ruiz de Alarcón, se le encomendó la misión de hostigar la frontera norte del marquesado de Villena y se estableció en Santa María del Campo, en la retaguardia de las tres principales fortalezas de este extremo del marquesado: Alarcón, Belmonte y el castillo de Garcimuñoz; en una escaramuza con el castellano de Garcimuñoz, Pedro de Baeza, fue herido de una lanzada en los riñones, de la que murió a los pocos días en Santa María del Campo. Fue enterrado en la iglesia del monasterio de Uclés.

Hacia 1470 casó con Guiomar de Meneses, hermana de su madrastra Elvira de Castañeda, y tuvo dos hijos, Luis (que le sucedió en la encomienda de Montizón) y Luisa (de la que descienden los marqueses de Javalquinto). Hay indicios de que fijaron su residencia en Montizón.

Hoy nos interesan relativamente poco estos hechos que, sin embargo, son importantísimos para definir su personalidad. En su poesía amorosa y en las famosas Coplas son frecuentísimas las metáforas de origen guerrero y algunos de sus poemas fueron estructurados alegóricamente sobre esta pauta, como el Castillo de amor o la Escala de amor. Su desengaño amoroso fue expuesto poéticamente como Debate (más técnicamente, un pleito) contra el dios del amor, otra composición adoptó la forma de instrucciones a un mensajero, quien iba a entrevistarse con su amiga, y otro se convirtió en un Memorial que fizo él mismo a su corazón; el enamoramiento se convierte en una Profesión que hizo en la orden de amor donde parodia los votos santiaguistas. Los motes que los cancioneros han legado como suyos (Ni miento ni me arrepiento, Siempre amar y amor seguir) y otro que glosó (Sin vós, sin Dios, y mí), la cimera que se describe e interpreta como imagen amorosa, sus esparsas, poemas de ocasión dedicados a anécdotas más o menos insustanciales de la vida social, todo revela la imagen de un aristócrata para quien la poesía no era sino una más de las habilidades necesarias para la vida social, para destacar en el círculo de la Corte, donde se podían alcanzar o mejorar los cargos, las prebendas y los privilegios propios de su clase.

Para los hombres de su condición, el cultivo de la poesía era una manifestación identitaria, y no resultaba, ni de lejos, la más importante; su tío Gómez, en la epístola al conde de Benavente que abre su cancionero, justificaba su dedicación a la poesía alegando que “las ciencias no hacen perder el filo a las espadas ni enflaquecen los braços ni los coraçones de los cavalleros; antes tengo yo que la memoria de las honras y glorias de los pasados engendra en aquellos una virtuosa enbidia”. No obstante, el propio Gómez, Enrique de Villena, el marqués de Santillana y algún precedente más lejano, como don Juan Manuel o Pero López de Ayala, certifican que el ejemplo de Alfonso el Sabio no había sido en vano y que entre la aristocracia castellana el cultivo de las letras ocupaba un lugar relevante en su escala de valores.

La mayor parte de su poesía, de tema amoroso, responde a esta pauta, aunque revela numerosos aspectos de originalidad cuando se proyecta sobre la tradición inmediata que le antecede: la moda de la poesía de arte mayor, de lenguaje latinizante, retórica elevada, construcción alegórica y temas doctrinales (políticos, religiosos o morales) en largos y complejos dezires tal como la practicaron el marqués de Santillana, Juan de Mena (muertos cuando él era adolescente) o su propio tío Gómez Manrique, que le sobrevivió un cuarto de siglo. Quizá se pueda adscribir a su período de formación la pregunta que Gómez dirigió a Jorge y a sus hermanos Rodrigo y Fadrique: “Pues las vanderas de Apolo”, donde su tío hacía acopio de aquella retórica. Por el contrario, Jorge Manrique impondría la moda de la poesía menor (esparsas monoestróficas y canciones de una sola vuelta), de concepción conceptista, escritas en versos de arte menor, retóricamente basadas en los juegos de repetición de palabras y las figuras de dicción donde proliferaban los artificios conceptistas y los toques de ingenio, y así hace en su respuesta (“Mi saber no es para solo”). Los únicos desarrollos alegóricos habrían de ser en adelante las personificaciones de sus sentimientos y los componentes y manifestaciones de su psicología (el corazón, el amor, el deseo, el temor, etc.), todo ello al servicio de la expresión amorosa, casi la única que cultivó.

De este tipo es la esparsa A una prima suya que le estorvava unos amores; sus esparsas, como sus canciones, tocan aspectos de la casuística o la fenomenología amorosa: la desmesura de su sentimiento (por me querer igualar / en amor con el amor, n.º 23), su rebelión contra la ley de la discreción (n.º 24), los temores de una ausencia (n.º 25), su exagerada devoción (n.º 26), la fuerza del amor de oídas (n.º 28). En todos los casos se ajusta perfectamente a la tópica de la escuela, pero su gracia, su ingenio, su concisión, su elegancia, lo convertirían en un clásico de la escuela y en un modelo de buen hacer poético que no se eclipsó con la aparición del petrarquismo. Por otra parte, se trata de innovaciones de la tradición lírica castellana que le deben su fortuna. La esparsa había sido introducida desde la lírica catalana por el marqués de Santillana, pero nadie la cultivó con tanta constancia como Manrique, al que debe también su forma definitiva basada en juegos de ingenio y una construcción epigramática.

La canción viene de muy antiguo (su origen remoto está en la cantiga de amor galaico-portuguesa, pero asimiló aspectos de la dansa catalano-provenzal tal como se cultivaba en la Corte del Magnánimo), pero había gozado de escaso favor en los poetas del período precedente (Santillana, Mena, Gómez) y fue Jorge quien la codificó en su forma definitiva (uso exclusivo del octosílabo, reducción a una sola vuelta, introducción del retronx o cita final del cierre del estribillo y fijación de formas conceptistas), configuró el estilo que le es peculiar desde entonces y la puso en el centro de la estética y la estilística de la poesía amatoria, que adoptó su lenguaje en el resto de los géneros poéticos.

Estas mismas características brillan en sus coplas cortesanas. En el período precedente, este tipo de composiciones recibían el nombre de dezires y hay que interpretar la novedad terminológica como una manifestación de la nueva forma compositiva.

Ahora, la alegoría será elemental y poco desarrollada, los temas, estrictamente amorosos y cortesanos y los poemas, no muy extensos, basados también en la agudeza y la retórica de la expresión. A pesar de que en general se nos han perdido las claves interpretativas, no se puede seguir aceptando la imagen de una poesía sin vinculación ninguna con hechos cotidianos, puramente especulativa y retórica.

Cuando compone un poema porque estando él durmiendo le besó su amiga (n.º 10), en nada se parece a la imagen tópica que los manuales describen del amor cortés; cuando canta a su esposa, primero en una composición datable en la época del cortejo (n.º 5), después quizá en la ceremonia de esponsales (n.º 11), rompe todas las convenciones que suelen atribuirse al amor cortés. Sólo la pérdida de las claves interpretativas hace que casi nunca se pueda precisar estos pequeños detalles que dan vida y animan la lectura cuando se pueden reconstruir las circunstancias que rodearon su nacimiento y la intencionalidad del autor que a veces, por suerte, las rúbricas han conservado.

Otro punto del máximo interés en su poesía amorosa radica en dar una de las primeras manifestaciones de petrarquismo lírico en castellano en Diziendo qué cosa es amor, construida, siguiendo aquel modelo, mediante una sucesión de opposita y de paradojas.

Los poetas coetáneos e inmediatamente posteriores (Guevara, Costana, el comendador Escrivá) y algunas composiciones muy ligadas a Petrarca, como la Estrella de Citarea y la traducción de los Trionfi por Álvar Gómez de Ciudad Real, no harían sino profundizar en esta veta de petrarquismo cortesano cuya introducción hay que atribuirle también y cuyo valor histórico en la preparación del garcilasismo no ha sido debidamente valorado.

En el período inmediatamente posterior a su muerte (Guevara, Gazull), este tipo de poesía lo convirtió en el poeta de referencia y su huella es muy visible en el magnífico comendador Escrivá, cuya famosa canción (Ven muerte, tan escondida) no hace sino desarrollar una de Jorge Manrique (n.º 33, No tardes, muerte, que muero). Boscán y otros poetas de su escuela, como Jorge de Montemayor y Sá de Miranda, lo mismo que otros posteriores como Lope de Vega, habrían de glosar y desarrollar algunas de estas composiciones, que están entre las mejor representadas en los cancioneros de los Siglos de Oro, y tanto Lope como Gracián las citaron con devoción. Su figura permite dividir la poesía cuatrocentista en tres períodos: la lírica didáctica del Cancionero de Baena y el comienzo de siglo, el desarrollo alegórico de su segundo tercio (Santillana, Mena y sus coetáneos) y la moda cortesana y conceptista que abre Jorge, se prolongaría hasta el triunfo del petrarquismo a mediados del siglo XVI y resucitaría en los versos de arte menor que siguieron a las innovaciones de Góngora y Lope. Una parte importante de este legado, tan profundamente arraigado en la tradición poética española, ha de considerarse una hechura del poeta.

Otro aspecto en que sobresale la creatividad de la poesía manriqueña, muy poco valorada, además, por los estudiosos, es la reaparición de la sátira. Su presencia fue importantísima en la escuela galaico-portuguesa y sus caracteres fundamentales fueron preservados en el Cancionero de Baena; sin embargo, en el segundo tercio de siglo desapareció por completo de los cancioneros (tanto los compilados en Castilla como en la Corona de Aragón) que evitaban cualquier manifestación no curial en los temas o la lengua y apenas sí se puede citar alguna broma más bien jocosa y amable de su tío Gómez. Jorge compuso dos sátiras; el Combite que fizo a su madrastra, seguramente su propia cuñada, Elvira de Castañeda, destaca por alguna alusión carnavalescamente obscena y por el contraste entre el contexto cortés y aristocrático en que tal convite debería haberse desarrollado y la sucesión de suciedad, basura y miseria con que de hecho, según dice, la obsequiará. La razón de esta sátira resulta desconocida, pero ha dado lugar a la suposición de que debió haber mala relación entre madrastra e hijastros. Las Coplas a una beoda que tenía empeñado un brial en la taverna revelan buen humor y un excelente conocimiento de los vinos castellanos de la época, a los que debió ser adicto, a juzgar por una maliciosa alusión de las Coplas del Provincial, según las cuales “este doncel / [...] es dispuesto para pozo, / para enfriar vino en él”. En cualquier caso, la proliferación de poesía procaz y satírica en la época de los Reyes Católicos (se debe recordar la sección de burlas del Cancionero general de 1511) no puede desvincularse de estos precedentes.

Sintetizando estas observaciones, hay que subrayar que la obra manriqueña que la tradición crítica juzgaba “menor” destaca por su eficacia literaria, por su gracia poética y por su elegancia, valores que lo convirtieron en autor de referencia para las generaciones sucesivas y para los poetas de los Siglos de Oro. Por otra parte, y desde la perspectiva de las formas literarias, imprimió un profundo giro a los géneros poéticos tal como los había heredado de los grandes autores precedentes; es a su magisterio al que hay que atribuir la desaparición del arte mayor, el lenguaje latinizante y el estilo altisonante en la poesía amorosa, la pérdida de vitalidad del dezir y el abandono casi total de la poesía didáctica y doctrinal en el ámbito de la Corte, que se centró en un estilo vivaz y conceptuoso y en los temas amorosos. En lo sucesivo, y dejando de lado a Gómez Manrique, que pertenece al período precedente, aunque vivió hasta casi el fin del siglo, aquel modelo poético que había hecho las delicias en la Corte de Juan II de Castilla quedó relegado a ambientes letrados y periféricos, como el cartujano Padilla y Polo de Grimaldo, autor de una elegía a la muerte de Fernando el Católico. Juan del Encina lo usó sólo en momentos muy particulares, como la elegía al príncipe Juan.

A pesar de todo, hasta hace poco tiempo la fortuna de Manrique se basaba exclusivamente en las Coplas a la muerte de su padre, una de las obras más leídas y justamente celebradas de la literatura española. Desde finales del siglo XV fueron difundidas por los cancioneros, primero manuscritos y después impresos, durante el XVI, las glosas las convirtieron en ocupación constante de los letrados y moralistas y en el XVII, los pliegos sueltos las llevaron hasta el último rincón; después fueron inmediatamente recuperadas por el creador del canon literario moderno, Manuel José Quintana.

Para dignificar poéticamente la muerte de Rodrigo y elevarla del suceso particular al arquetipo vital, reconstruye en sus primeras veinticuatro estrofas la tradición religiosa, moral y literaria de la caducidad de las cosas, la muerte y la trascendencia y sobre este pedestal convierte a su padre en lo que nunca fue, un modelo de patricio altruista, guerrero de Cristo y cristiano ejemplar. Siguiendo el camino que había abierto en su obra amorosa, no se deja atrapar en el paradigma de defunción que le deparaban los poetas precedentes (por ejemplo, la cercana Defunción de Garci Laso de la Vega de Gómez, veinte años anterior), de lenguaje latinizante y ropaje clasicista, en versos de arte mayor, de la que, sin embargo, adapta algunos elementos como la galería de muertos ejemplares, y se decanta por el sermón, una creación medieval que proyectó a una meta nunca imaginada.

Como el sermón, parte de un tema inicial que desdobla en dos variaciones: el contemptu mundi y el itinerario de salvación, expuesto en los grupos de estrofas I-III y V-VII; en medio, donde los predicadores elevaban una oración, inserta una estrofa invocatoria (IV) donde, acogiéndose a los usos de la poesía religiosa, rechaza la llamada a las musas y a los dioses paganos, sustituidos por “aquel [...] que en este mundo biviendo, / el mundo no conosció / su deidad”.

En esta sección introduce ya otro recurso típico de la predicación, el símil, que se interpreta como imágenes: “nuestras vidas son los ríos”, “este mundo es el camino”; paradójicamente, la alta poesía del Medioevo valoraba escasamente la metáfora, el símil y recursos emparentados que, por el contrario, eran profusamente empleados en la literatura didáctica para volver inteligibles por vía sensible las concepciones elevadas y a veces abstrusas del pensamiento teológico y moral, de ahí su presencia constante en autores como Berceo o en poemas como los Proverbios de Santillana o los Salmos de Pero Guillén de Segovia. Al contrario que en la poesía posterior al siglo XVI, este tipo de recursos estaban por tanto vinculados al sermo humilis, el estilo humilde de la divulgación y la didáctica, usado extensivamente por los predicadores. En el resto del poema lo habría de utilizar profusamente en la creación de versos que, aún aprovechando concepciones manidas de la literatura ejemplarizante del Medioevo, han quedado para siempre incrustadas en nuestra memoria poética: “la gentil frescura y tez / de la cara”, “la muerte, la celada / en que caemos”, “¿qué se hizieron las damas, / sus tocados, sus vestidos, / sus olores?”, “verduras / de las eras”, “rocíos / de los prados”.

A partir de la estrofa VIII comienza otro recurso típico del sermón, la divisio en tres partes (“la hedad”, los “casos desastrados / que contecen” y las cosas que “por su calidad, / en los más altos estrados desfallescen”, o sea, la nobleza), luego desarrolladas hasta la estrofa XI y remachadas con las consideraciones morales que se suceden hasta la XIII (“los plazeres y dulçores”). Hasta este punto, el autor había seguido, además, el desarrollo argumental de una obra clásica del pensamiento sobre la muerte, la Epistola paraenetica ad Valerianum cognatum de contemptu mundi de Euquerio de Lion; a partir de ahora se acoge a otro de los principios constructivos del sermón, la relación de exempla relacionados con el tema, y recupera un componente de las defunciones, la galería de muertos ilustres que, sin embargo, adapta muy a su manera: rechaza los modelos de la antigüedad (“Dexemos a los troyanos... dexemos a los romanos”) y pasa revista a los grandes del pasado inmediato, la época de su padre: Juan II, Enrique IV y el infante-rey Alfonso, los privados Álvaro de Luna, Juan Pacheco y Pedro Girón, ejemplos vivos y no librescos de caídas de príncipes. Las exhibiciones de erudición en que se habían complacido los poetas del período anterior son sustituidas por evocaciones de lo vivo ayer y ahora triste, dolorosa, catastróficamente muerto. La confluencia entre el ejemplo vital y la formulación de principios doctrinales mediante símiles ha hecho de sus “Qué se hizieron” un recuerdo inevitable de las lecturas escolares de todos los españoles y paradigma de buen hacer poético para los paladares de todas las lenguas.

Por fin, en la estrofa XXV (demasiado tarde a juicio de algunos tratadistas poseídos por la preceptiva) aparece el maestre convertido en ejemplo de una vida bien aprovechada y una muerte ejemplar, precisamente lo que les faltó a los poderosos de las estrofas anteriores; si éstos habían sido exempla negativos, la ejemplificación de vidas mal vividas, su padre, elevado sobre este pedestal, será el modelo a seguir. Es aquí donde Manrique desarrolla la transformación del condottiero que aquél fue, guerrero y político profesional, maestro en el uso de la discordia política, entregado al engrandecimiento de su linaje y a la creación de un patrimonio mediante la guerra, en un cruzado, vasallo fiel y modelo de noble cristiano. Las guerras civiles que alentó y aprovechó se convierten en agresiones injustificadas (“sus villas y sus tierras / ocupadas de tiranos”) o, mejor aún, en piadosas cruzadas (“hizo guerra a los moros”), las mercedes que consiguió se convierten en plazas ocupadas a la morisma (“ganando sus fortalezas / y sus villas”), las rebeliones contra Juan II y Enrique IV son dejadas de lado para centrarse en su apoyo a Isabel y Fernando, “nuestro rey natural”, “su rey verdadero”. Por fin, la muerte, tan impía con los demás, se acerca a él, le recuerda que “fama tan gloriosa / acá dexáis” y, sobre todo, que “el bevir que es perdurable [...] gánanlo [...] Los cavalleros famosos / con trabajos y afliciones / contra moros”, como es el caso; tras lo cual, ejemplarmente, “cercado de su muger / y de hijos y de hermanos / y criados / dio el alma a quien ge la dio”.

Es muy probable que Jorge Manrique se hubiera propuesto ante todo la reivindicación de la figura paterna, malparada con las componendas que los Reyes hubieron de hacer al acabar la guerra civil para recompensar a sus fieles y reconciliar a los adversarios, recuperando a la vez el patrimonio regio en lugar de enajenarlo, como venía siendo tradicional: incluso su condición de maestre de Santiago, que había compartido de hecho con Alonso de Cárdenas, quedó en entredicho a su muerte, cuando éste fue reconocido oficialmente como tal y pospuestas en la Orden las ambiciones de sus hijos. Para ello se había apoyado, es cierto, en la única ideología de la muerte que en su tiempo se le ofrecía, la que partía de la tradición cristiana: el incipiente humanismo, aunque algunos de sus aspectos ya traslucen en las Coplas (como el consuelo del moribundo por la fama alcanzada en vida) aún no había llegado a Castilla con la fuerza suficiente para ofrecer una alternativa. Sin embargo, en las Coplas lo que predomina es la ética de la caballería (la fama por la guerra, la mejora del patrimonio, el engrandecimiento del linaje), la única que puede justificar las mixtificaciones que antes he enumerado.

Es posible también que la apelación reiterada al “rey natural”, sin duda Fernando (cuando en realidad este título correspondía ante todo a Isabel), intente recordarle la fidelidad del maestre y de la casa de Lara a la causa de los infantes de Aragón, de donde la malquerencia de Juan II y Enrique IV y las dificultades por las que hubo de pasar; por otra parte, la falsa ostentación de su fidelidad a la Monarquía parece un intento de metamorfosear el pasado según la imagen que ya se diseñaba en el horizonte, la de una nobleza de servicio sin autonomía política. En definitiva, las continuas apelaciones al contemptu mundi y la vida como camino de salvación parecen subordinadas a la ética de la caballería y a los intereses a corto y medio plazo de la casa de Lara cuando su estrella parecía decaer. Y así debieron sentirlo quienes incorporaron las Coplas a un cancionero tan cortesano, tan falto de poesía religiosa o moral (y hasta tan vinculado a la casa de Lara) como es el Oñate-Castañeda.

La imagen moral y religiosa se la dieron a Manrique los comentaristas del siglo XVI: Alonso de Cervantes, Garci Ruiz de Castro, Rodrigo de Valdepeñas, Jorge de Montemayor, Diego Barahona, Francisco de Guzmán, Gonzalo de Figueroa, Luis de Aranda, Luis Pérez, Gregorio Silvestre y varias glosas anónimas, casi todas ellas impresas inmediatamente. A estos autores sólo les interesaban las primeras veinticuatro estrofas, a veces ni siquiera todas, en otras ocasiones ni siquiera publicaban las estrofas sin glosa; el resultado fue una reducción interpretativa (y hasta en el conocimiento del poema, que empezó a circular en ediciones parciales) a sólo la parte moral, con la consiguiente revalorización ideológica. Salinas (que no estimaba la producción amorosa), ante la intensa evocación de la estrofa XVII (“Qué se hizieron las damas...”) no podía menos que percibir “el trémolo carnal, el temblor de la sensualidad, el temblor de los goces de los sentidos”; la imagen de Jorge Manrique que hoy se percibe es la de un caballero del primer renacimiento, apegado al linaje, al poder, al goce de la belleza y a la gloria militar y literaria y así lo vio el autor de las Coplas del Provincial (“en esta corte real / no ay más necio cortesano”). Muy al contrario, los comentadores de las Coplas lo transmutaron en un trasunto del caballero de la mano en el pecho, modelo de la contrarreforma, y esta es la imagen que llegó hasta nuestros días.

 

Obras de ~: A. Pérez Gómez, Glosas a las Coplas de Jorge Manrique, Cieza, 1961-1962; Coplas que hizo Jorge Manrique a la muerte de su padre. Edición crítica, con un estudio de su transmisión textual, por V. Beltrán, Barcelona, PPU, 1991; Poesía, ed. de V. Beltrán, Barcelona, Crítica, 1993.

 

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Vicenç Beltrán