Mesa y Rosales, Enrique de. Madrid, 9.IV.1878 – 27.V.1929. Escritor y crítico teatral.
Madrileño de nacimiento y de vivencia (salvo un corto período de destierro en Soria, poco antes de su muerte, fruto de la represión primorriverista). Cursó estudios de abogacía y mantuvo un empleo de funcionario en el entonces Ministerio de Instrucción Pública, ejerciendo como secretario del Museo de Arte Moderno.
Lograr un premio literario, convocado por El Liberal, en 1903, fue un hecho decisivo para despertar una vocación literaria que le duró toda la vida, y una gran pasión por el teatro, lo que le llevó a ejercer la crítica teatral en las columnas de El Imparcial. La veta literaria que más se valoró en su tiempo fue la de poeta, y como tal lo alabó Ramón Pérez de Ayala (“La poesía de don Enrique de Mesa se caracteriza, como la añeja poesía castellana, por el vocabulario, compuesto de voces concretas. En ella cada cosa está designada con su nombre [...] Quizá don Enrique de Mesa es el poeta contemporáneo que ha dado estado lírico a mayor número de voces orales, de nombres de cosas. En esto estriba su clasicismo genuino, emoción directa de naturaleza, emoción pictórica y de realidad sintética”). El mismo Pérez de Ayala pudo utilizarlo —como sugiere el profesor Andrés Amorós— como modelo de uno de sus personajes, el poeta Teófilo Pajares, aludiendo a sus tormentosos amores con La Fornarina (Vida y literatura en “Troteras y danzaderas”). Figuró en la compilación de Carrere, La corte de los poetas, la primera antología de poesía modernista, de 1906, al lado de Antonio Machado y Gregorio Martínez Sierra, pese a que su poesía representa, en conjunto, una cierta reacción clasicista al Modernismo rubeniano. En efecto, como poeta Mesa se aparta bastante de la estética modernista-simbolista, privativa en su momento, y enlaza con la poesía clásica española (siglos xvi y xvii) construyendo un mundo poético basado en la contemplación de la naturaleza y en un marcado casticismo e indigenismo costumbristas adornado de una adjetivación colorista y de una cierta musicalidad rítmica —lo que le aproximó al castellanismo espiritualista de los noventayochistas: “un neoprimitivismo de posible entronque rubeniano”, en palabras de Valbuena Prat— remontando sus fuentes hasta la poesía cancioneril castellana del siglo xv, los poetas del reinado de Juan II, período literario sobre el que escribió un interesante ensayo. Y este interés por la historia de un pasado glorioso, que se echaba de menos, lo traspasa también a algún poema, como el sonoro soneto titulado “Un galán del siglo xvii”, del libro La posada y el camino: “Acuchilla los toros del Jarama/ como a los alguaciles de la ronda,/ y en su rizada cabellera blonda/ prendió su corazón más de una dama”.
Fue el centenario quijotesco de 1905 otro de los motivos que inspiraron su poesía (como a Unamuno o Azorín) glosando la figura del hidalgo, y su ausencia, en toda una sección de un libro posterior (Cancionero castellano) titulada “Del solar de don Quijote”. Allí, por ejemplo, se recorta la silueta de un Sancho solitario, que hace añorar la presencia del caballero y su ejemplo: “Terruñero/ de la faz noblota y ancha/ descendiente del labriego castellano./ Escudero:/ ya no tienes caballero,/ ya no templas con prudencia de villano/ las locuras del hidalgo de la Mancha”. En 1906 se publicó su primer poemario, Tierra y alma, en donde ya aparecía uno de sus motivos paisajísticos fundamentales, la sierra de Guadarrama. Así va conformándose un universo poético muy personal, próximo también a la poesía regionalista que tiene en esos años gran predicamento (Medina, Gabriel y Galán) y que culmina en el ya citado Cancionero castellano, en donde recupera, a su modo —y con marcado tinte de melancolía— las viejas serranillas del Marqués de Santillana, situadas en los mismos parajes machadianos poetizados en Campos de Castilla: “Riberas del Duero/ tierra de Coreses,/ saludé al vaquero,/ guarda de sus reses.
[...] –¿Adónde el vaquero/ de cerro en barranca,/ si está helado el Duero/ y la tierra blanca [...] –Voy junto a los mozos/ que van de cañada;/ dejarán los chozos a la madrugada [...] Riberas del Duero,/ tierra de Coreses,/ saludé al vaquero,/ guarda de sus reses”. En este mismo libro insertó (moda de época) su retrato en forma de “Autosemblanza”, poema en el que se definió como “poeta y español,/ y no quiero más que sol/ y mujer en mi camino”. Castilla, su paisaje y su paisanaje, fue el tema principal de su obra poética, y en eso fue un autor perfectamente asimilado a la preocupación castellanista de gran parte de los autores del 98, aunque no buscase renovación alguna en sus formas literarias. Tierras áridas, duras, que agobian y fatigan al campesino que vive en ellas y las cultiva con su esfuerzo: de eso trata una buena parte de su poesía. Historia e intrahistoria insertas de dolor y de conciencia de decadencia material y espiritual. Por ello en sus poemas domina la nostalgia al lado de un cierto tono de crítica social, recordando las luchas, codo con codo, de nobles y burgueses, y mostrando cierta simpatía por el movimiento comunero del siglo xvi. Estos versos del poema “Caminera” (del libro La posada y el camino) tienen un fuerte criticismo algo tremendista: “Caserío pobre: corralizas, bardas./ Con volar rastrero cruza una gallina./ Alzan las testuces, lentas, graves, tardas,/ reses que se enervan bajo la calina” (con los recuperados dodecasílabos del XV) y en ellos se echa de menos una Castilla heroica, mísera y vencida en su presente, no muy distinta de la cantada y sentida por Machado en su principal poemario: “¿Dónde está la Castilla de los Comuneros?/ ¿Cuándo el claro día, fuerte y español?/ Hoy Castilla duerme... Mas sus terrazgueros/ con el alma libre surgirán al sol”. Como ha escrito uno de sus escasos estudiosos modernos, Annamaria Gallina, en una gran parte de la poesía de Mesa se nota “la misma añoranza de la gloria antigua, la misma exaltación del pueblo español de antaño, valiente y fuerte, la misma amarga descripción de la decadencia actual (tal vez más decadencia espiritual que económica o política), el mismo recuerdo de un grande espíritu del pasado y el mismo deseo de resurgimiento” que contemplamos en los textos más críticos de los más canónicos noventayochistas. Otro libro de Mesa fue Andanzas serranas, casi un anecdotario en verso o manual literario para un excursionista por la sierra madrileña (tal vez las aspiraciones educativas de la Institución Libre de Enseñanza subyacían en aquellas páginas), en el que se hacen numerosas referencias a lugares de la sierra madrileña, como Peñalara, Santillana, Manzanares, Buitrago, etc.
Una estancia en el Monasterio de El Paular, viviendo en la celda que había sido del archivero de la Congregación de aquel lugar, genera el más preciado de sus libros de poesía, El silencio de la Cartuja, que mereció el prestigioso Premio Fastenrath de la Academia Española. De aquel libro proceden estos sentidos versos que espiritualizan el paisaje serrano: “Allá, en el fondo, la llanura vieja:/ lejos se pierden sus caminos albos;/ verdes jirones, barnecheras pardas;/ pueblos y frondas,/ y el monasterio de vetusta piedra,/ rincón de paz y de ventura asilo,/ con el andrajo de su torre mocha,/ pasto del fuego”. Pero también aflora en él un marcado agnosticismo naturalista, reflejado en el poema “En el cementerio de los frailes”, en el que resalta tanto el dolor por la ruina arquitectónica del hermoso lugar como la constatación de que la muerte nos iguala —al obispo y al lego— amasándonos con la tierra del origen. Ese jerarca episcopal enterrado en aquel viejo claustro, que no será, andando el tiempo, más que “un fútil báculo de oro/ y una piedra amatista”.
Poco antes de su prematura muerte se publicó su tercer y último poemario, La posada y el camino, tal vez su libro de versos más conseguido, y en el que figura una de sus composiciones más afamadas, “Poema del hijo”, eglógica estampa de una excursión campestre en compañía de su hijo Diego, al que va mostrando, con institucionista pedagogía, el encanto de la comunión con la Naturaleza y la vida de sus gentes inocentemente primitivas. Este es su emotivo final: “No siento la materia:/ es aire y luz mi pensamiento limpio./ De la carne desnudo,/ llevo al viento el espíritu/ –¿Vas bien?... No me responde./ Como el humo en el aire, se ha dormido./ ¡Ay, deleitosa carga,/ de mi cansancio alivio!”. Más cerca del Modernismo entonces reinante se sitúa su obra en prosa, Tragicomedia, junto con la primeriza Flor pagana.
Fruto tal vez de su pensamiento regeneracionista y filosocialista fue su pertenencia a la Liga de Educación Política creada por Ortega. Como crítico teatral su gran apuesta fue por el teatro de los hermanos Álvarez Quintero, en tanto que fue duro censor de otros dramaturgos del momento, como Linares Rivas o Martínez Sierra, si bien apoyó a renovadores como Jacinto Grau. Se interesó especialmente por el llamado “teatro poético” de las primeras décadas del siglo xx. Fue colaborador del crítico Alejandro Miquis en el proyecto de renovación escénica “Teatro del Arte”, y recogió lo mejor de sus críticas teatrales en el libro Apostillas a la escena. No fue nada desdeñable su labor de traductor de varios libros del hispanista Richard Ford (Cosas de España, entre otros) y del libro de viajes del parnasiano francés Gautier (Viaje por España, editado en 1920) e hizo una notable traducción de El rojo y el negro de Sthendal (1919).
Su firma apareció en importantes revistas literarias de su tiempo, como Helios y Faro, y en el muy prestigioso diario La Nación de Buenos Aires, además de las revistas argentinas La Tribuna y Crítica.
Fue enterrado en el claustro del Monasterio que tan sentidamente cantó.
Obras de ~: Flor pagana, Madrid, Renacimiento, 1905; Tierra y alma, Madrid, Imprenta Ibérica á cargo de E. Maestre, 1906; Andanzas serranas, Madrid, Prieto y Cía., 1910 (Madrid, Dirección General de Promoción y Disciplina Ambiental y Ordenación del Territorio, 2005); Tragicomedia, Madrid, Viuda de Rodríguez Sierra, 1910; Cancionero castellano, Madrid, Imprenta de P. Fernández, 1911 (2.ª ed. aum., con pról. de R. Pérez de Ayala, Madrid, Renacimiento, 1917); El silencio de la Cartuja, Madrid, Renacimiento, 1916 (Madrid, Ediciones 98, 2007); La posada y el camino, Madrid, Calpe, 1928; Apostillas a la escena, Madrid, Renacimiento, 1929; Poesías Completas, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1941; Antología poética, Madrid, Espasa Calpe, 1962.
Bibl.: A. de Zayas, “Flor pagana por Enrique de Mesa”, en Ensayos de crítica histórica y literaria, Madrid, 1907, págs. 333- 360; R. Cansinos-Asséns, “Enrique de Mesa”, en Poetas y prosistas del novecientos (España y América), Madrid, Editorial América, 1919, págs. 145-156; M. Gardner, “Enrique de Mesa”, en Hispania (California), XIII (1930), págs. 311-314; R. Gómez de la Serna, “Enrique de Mesa”, en Nuevos retratos contemporáneos, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1945, págs. 191-199; J. A. Tamayo, “Los poemas cervantinos de Enrique de Mesa”, en Anales Cervantinos, X (1971), págs. 227- 239; A. Gallina, “Enrique de Mesa, noventayochista menor”, en E. Bustos Tovar (coord.), Actas del IV Congreso Internacional de Hispanistas (Salamanca, 1971), Salamanca, Universidad, 1982, págs. 551-559; J. López García, La poesía de Enrique de Mesa, tesis doctoral, Salamanca, Universidad, 1984; L. de Luis, La poesía de Enrique de Mesa [grabación sonora]: 1878- 1929 (Actos culturales en la Biblioteca Nacional de España. Conferencias), Madrid, Biblioteca Nacional, 1989 (1 casete).
Gregorio Torres Nebrera