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Mariano Salvador Maella Pérez

Biografía

Maella Pérez, Mariano Salvador. Valencia, 21.VIII.1739 – Madrid, 10.V.1819. Pintor.

Hijo de Tomasa Pérez y de Mariano Maella, modesto pintor, recibió de éste su primera formación artística casi desde niño, no tardando en mostrar sus grandes aptitudes para el dibujo, por lo que su padre le llevó a Madrid para perfeccionar su estilo con Felipe de Castro, con quien, durante dos años, practicó dibujo y modelado. El propio de Castro le animó, ante sus evidentes dotes para la pintura, a continuar sus estudios en la Academia de San Fernando.

Logrado este objetivo en 1752, Antonio González Velázquez, profesor de Dibujo en dicha institución, le acogerá con especial afecto por su aplicación en el aprendizaje, sin olvidar la relación de noviazgo que el joven alumno mantenía con María, una de sus hijas.

En todo caso, la trayectoria académica del valenciano fue impecable, pues si en 1753 obtuvo un Primer Premio con cuadros como El pastor Fauno y Venus, en 1757 terminó su estancia en el centro con recompensa de segunda por El martirio de san Hermenegildo.

Pese a estos logros, su padre, que dudaba del porvenir artístico del incipiente maestro, le acompañó a Cádiz al objeto de introducirle en algunas de las empresas que mantenían el comercio entre España y sus colonias. Maella, sin embargo, tuvo la ocasión de realizar, para el convento de Santo Domingo, un cuadro sobre los efectos en la ciudad del maremoto de 1755, así como de retratar a Jerónimo Cavero, deán de la catedral, obras que le proporcionaron algunos ingresos económicos y cierta fama. De esta forma obtuvo finalmente el permiso paterno para viajar a Italia, su máxima aspiración en esos momentos.

Llegó a Roma en los inicios de 1758 y, tras varios meses de estancia, solicitó para subsistir una ayuda económica a la Academia de San Fernando, que le fue concedida. No obstante, se vio obligado, al igual que los pensionados oficiales, a remitir periódicamente su obra a Madrid para verificar sus avances. En todo caso, en su paso por las Academias de San Lucas y Campidoglio obtuvo hasta cinco galardones consecutivos, y en 1762 recibió el encargo de una obra para la iglesia de Santi Inocenti por parte de los franciscanos descalzos españoles. Durante estos años en Italia también dedicó su atención al mundo del fresco con especial predilección por el brillante cromatismo de Giaquinto, mientras, en paralelo, recibía influencias academicistas donde primaba la frialdad de colorido.

Retornó Maella a Madrid en abril de 1765 y, apenas un mes después, fue nombrado académico de mérito por la de San Fernando. Mientras, Mengs, primer pintor de cámara, no tardó en fijarse en las maneras y la profesionalidad del muchacho, incorporándole al servicio real y llevándole al Palacio Nuevo durante el verano, ya que el bohemio dirigía en esos momentos la ambiciosa decoración de las bóvedas del edificio. Allí, y bajo la supervisión de su protector, quien pronto le consideró como su ayudante favorito, inició los trabajos al fresco de tres estancias del palacio, amplia tarea prácticamente terminada en 1766 al concluir, en el salón de armas, una alegoría de Hércules entre la Virtud y el Vicio.

Al mismo tiempo, y en una actividad casi frenética, realizó para la Corte de Roma las copias de cinco retratos de Carlos III, los príncipes de Asturias y los reyes de Nápoles, sobre efigies firmadas años atrás por el propio Mengs. Esta serie de creaciones murales o al óleo fueron muy bien recibidas en la Corte, por lo que, tras su matrimonio en 1767 con María González Velázquez, pidió al Rey un aumento de sueldo que obtuvo, al fin, en 1769, igualándoselo al de Mengs. También estaba en este momento en el palacio de El Pardo, donde su labor de fresquista resultó no menos estimable, en cuanto a factura, que la del palacio de Madrid. Así, decoró el techo del vestíbulo con La Justicia y la Paz y plasmó en el despacho de ayudantes otra alegoría con La diosa Palas como vencedora de los Vicios, composiciones ambas donde la suelta pincelada y los vivaces tonos de Giaquinto estaban aún muy presentes.

Esta influencia del pintor italiano se acomodaba, desde luego, a su innata facultad de colorista, aunque su pincel tampoco olvidase el uso de un dibujo impecable, donde se percibía el poderoso influjo neoclásico de Mengs. Con esta base dotó a su paleta de un peculiar eclecticismo que se evidenciaría, no sin dosis de originalidad, a lo largo de toda su carrera. Obras como La Circuncisión del Señor, de estos años, no harían sino resaltar lo dicho.

Por otro lado, la Academia de San Fernando le nombró teniente director de Pintura en 1771, consolidando Maella la plaza un año después. Al respecto, el valenciano introdujo importantes transformaciones en la enseñanza de la corporación a lo largo de su dilatada vida activa, y, precisamente, muchos de sus dibujos de esta época sirvieron de modelos a los alumnos durante años.

A partir de la Inmaculada con san Frutos, terminada a comienzos de 1772 para un altar lateral de la colegiata de La Granja, creó un prototipo inconfundible de la Virgen que repetiría, con ligeras variantes, durante años, dada su continua demanda entre iglesias y particulares. Se trata, en esencia, de juveniles representaciones de María que, en la mejor tradición de Murillo y otros autores del Barroco, aparece con las manos sobre el pecho o unidas, como en rezo, por la punta de sus dedos, mientras, rodeada de querubines y ángeles mancebos, desciende sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Obras siempre inmersas, además, en una intensa y dorada atmósfera, tienen la virtud de revivir un tema aparentemente agotado en la pintura española.

Nombrado primer pintor de cámara en 1774, al año siguiente inició su activa intervención en diversos espacios de la catedral de Toledo, como en la nueva decoración del claustro bajo. Comenzó su tarea con dos asuntos sobre la vida de santa Leocadia, que terminó en 1776, y donde, como muestran los bocetos conservados en la catedral, los múltiples personajes se mueven en un amplio espacio donde no faltan golpes de luz y efectistas claroscuros. Sin embargo, las humedades del claustro obligaron a paralizar las obras y, de hecho, la escena del Martirio de santa Leocadia ha desaparecido casi por completo. Más adelante, hacia 1778, trabajó en la cúpula del Ochavo o capilla del Sagrario, decorada inicialmente con pinturas de Ricci y Carreño y que él prácticamente rehizo ante la mala conservación de la obra original. Mantuvo, no obstante, el esquema iconográfico anterior, dominado por una entronización de la Virgen como Reina de todos los santos entre múltiples figuras celestiales.

Ese mismo año el Rey le encargó la realización de dos Inmaculadas para el Palacio Real de Aranjuez, una de las cuales, la del altar mayor de la iglesia, resulta notable por su esbeltez y ligereza. Ambas resueltas, en todo caso, con luminosa plasticidad, aquí muy cercana a la estética Rococó, el Rey quedó muy complacido por la ejecución de los lienzos, lo que luego se plasmó en un nuevo y sustancioso aumento de su sueldo.

A continuación, la marcha de Mengs a Roma le convirtió en el retratista favorito de la Real Casa, ya que su correcto academicismo y su proverbial cercanía, en este campo, al que fuera primer pintor de cámara, fueron apreciados por un Carlos III siempre atento a que las efigies de la Corte siguieran, expresamente, prototipos del bohemio. Hábil, también, al plasmar las diversas texturas de los trajes o los objetos del entorno, el valenciano realizó continuos retratos de la Familia Real, muy útiles, a veces, en las relaciones de Palacio con las diversas Cortes europeas. En 1778, por ejemplo, destacaron las cinco efigies reales destinadas a la emperatriz de Rusia, en este caso con figuras de cuerpo entero.

En 1881 cambió nuevamente de registro al intervenir en la capilla de Palafox de la catedral de Burgo de Osma, espacio diseñado por Juan de Villanueva y en el que Maella representó al fresco, en la media cúpula del rincón conocido como capilla de la Inmaculada, la Adoración del nombre de Dios, donde la forma triangular de la Santísima Trinidad aparece rodeada por un coro de ángeles. Dominada en gran parte por un celaje de fulgor similar al de sus Inmaculadas y elaborada con rápido trazo, la obra resulta de gran interés en la trayectoria estilística del autor.

Tras este paréntesis en sus tareas de Palacio, en 1782 retrató al infante Carlos Domingo, hijo segundo de los príncipes de Asturias, con réplica para la Corte de Turín. Mientras, pintó otro nuevo conjunto de efigies de Carlos III y miembros de su familia para ser enviados a Portugal. Como dato relevante, en ese momento ya pudo trazar, ante el propio modelo, los estudios de cabezas que luego utilizaría en las composiciones definitivas.

Siempre estaba ocupado al servicio del Rey, cuando Floridablanca, primer ministro y promotor del Banco de San Carlos, le encargó el retrato del Monarca con armadura y banda y Gran Cruz de su propia Orden, nuevamente según modelo de Mengs, así como los de los príncipes de Asturias. Maella, saturado de trabajo, sugirió que las telas fueran realizadas en su propio taller por uno de sus mejores discípulos, a lo que el político accedió a comienzos de 1783.

En todo caso, la obra más lograda y conocida del valenciano en este ámbito es la efigie de Carlos III con el hábito de su Orden, imponente representación del Monarca de cuerpo entero y cubierto con amplio manto ribeteado con franja azul, mientras lleva en la mano derecha la bengala y apoya la izquierda sobre una consola donde reposan la corona y su sombrero. Este retrato de aparato, muy influido por Mengs en la pose, le fue encargado en 1884 para decorar el dormitorio regio, presidiendo hoy el mismo salón del Palacio Real, ahora denominado con el nombre del Soberano.

Poco después retrató a la infanta Carlota Joaquina, hija de los príncipes de Asturias y próxima a convertirse en reina de Portugal por su casamiento con Juan VI. La efigie está realizada en 1785, cuando Carlota, con apenas diez años, ya se disponía a dejar la Corte. Vestida de traje de color azul y tocada con amplio peinado y sombrero a la moda de París, con la mano diestra sujeta un ramillete y con la otra un abanico.

Obra muy considerada por el grácil carácter dieciochesco de la figura, ese mismo año Maella volvió a mostrarla de forma similar, aunque ahora el vestido, con guardainfante, sea de un delicado color rosa y en su diestra retenga a un canario.

Retornó a sus composiciones religiosas en 1786 al pintar, para el Banco de San Carlos, San Carlos Borromeo dando la comunión a los apestados de Milán, lienzo donde los personajes, de ágil factura, parecen sumidos en una cálida ambientación que aún recuerda a Giaquinto. Le siguieron, un año después, los tres óleos encargados para la nueva ermita de la Casa de Campo, hoy en el Museo de la Historia de Madrid, tal como Aparición del Niño Jesús a san Antonio o San Francisco en oración. Muy visible ahora la huella de Mengs, Maella suavizó las tonalidades y su pincel era más preciso al definir las figuras.

En 1788 estuvo en El Escorial durante varios meses, trabajando tanto al fresco como al caballete para el futuro Carlos IV en la Casita del Príncipe. De este modo representó a Ganímedes llevado por el águila, para el techo del salón de marfiles, aunque el mayor deseo del príncipe era mostrar en diversos lienzos hechos victoriosos de España, como su triunfo sobre el islam. Surgieron, pues, títulos como La batalla de Clavijo o El sitio de Tarifa, terminados en 1789, aunque tampoco olvidó acciones militares de su padre, quien había reconquistado Menorca a los ingleses en 1782, representado en el Desembarco de las tropas españolas en la isla de Mahón, ya de 1791, a modo de ejemplo. Al final, resultaría una serie de ocho óleos destacables por el dinámico movimiento de las batallas o las violentas actitudes de los personajes, convirtiéndose en todo un testimonio del cuadro de historia en la pintura española del siglo XVIII.

Mientras, ya con Carlos IV en el Trono tras la muerte de Carlos III a finales de 1788, Maella pintó diversos retratos del nuevo Rey, como el encargado en 1789 por la Casa Lonja de Sevilla con motivo de las fiestas de proclamación del Monarca, o las efigies del Soberano y su padre, ambos con el hábito de gran maestre de la Orden de Carlos III, remitidos en 1792 a la Academia de San Carlos de México.

En ese mismo año Carlos IV le ordenó separar de la colección real las pinturas que fueran menos honestas, a fin de, emulando a su padre, quemarlas por su carácter provocador. Maella comenzó pronto su ingrata tarea, aunque, al tiempo, hizo ver al Monarca la conveniencia de depositar las pinturas en la Academia por su utilidad como modelo de estudio. Tanto el mayordomo mayor de Palacio, marqués de Santa Cruz, como el viceprotector de la Academia, Bernardo de Iriarte, utilizaron también esta excusa en sus requerimientos al Rey para salvar las obras, cumpliéndose, al fin, el objetivo al entregar el valenciano, en agosto de 1792, los veinte cuadros elegidos al efecto en la citada corporación, algunos firmados por Durero o Rubens.

En 1793 depositó en ella otros cuatro lienzos, entre ellos la Danae, de Tiziano, y Ninfas sorprendidas por sátiros, de Rubens.

Por otro lado, tras las Inmaculadas realizadas en 1784 para San Francisco el Grande o en 1789 para el Palacio Real, Maella insistió en su devoción mariana con una Asunción de más de seis metros de altura, pintada en 1793 para el sagrario de la catedral de Jaén, motivo ya tratado once años antes, también a buen tamaño, para la colegiata de Talavera de la Reina. Plenos de luz en los celajes donde se ubica la figura de María, estos esbeltos lienzos parecen recordar, en la disposición de los personajes y en sus agitados gestos, las complejas maquinarias del barroco en similares asuntos. A continuación, ya en 1794, insistió en la temática religiosa a través de tres óleos de dimensiones más reducidas conservados en el palacio de El Pardo, como San Fernando postrado ante una imagen de la Virgen. Obras sumergidas en una penetrante y áurea claridad, Maella moduló con variedad el uso de su paleta, tal como muestran las vaporosas figuras de los ángeles en segundo plano.

Siempre gozando del favor real, en 1795 fue nombrado director general de la Academia con un amplio consenso por parte de sus miembros, que aún recordaban su positiva gestión en el espinoso asunto de las telas indecorosas. Más adelante, y con el aval de sus numerosos trabajos en los reales sitios, juró en 1799, junto con Goya, el cargo de primer pintor de cámara. Mientras, en 1797 plasmó al fresco la Apoteosis de Adriano para el salón de la Cámara Oficial del Palacio Real, vinculando al famoso Emperador de estirpe española con la dinastía Borbón. Escena de gran complejidad por sus numerosos personajes, Maella, con un amplio despliegue de todas sus gamas, logró aquí uno de sus mejores trabajos para bóveda.

Entre 1798 y 1799 intervino en la apenas recién terminada Casa del Labrador, de Aranjuez, con la decoración de dos de sus estancias, tarea en la que contó, dada su edad, con la ayuda de su cuñado, Zacarías González Velázquez. Así, en la bóveda de la sala de la Compañía, hoy llamada sala de María Luisa, ambos pintaron La diosa Cibeles ofrece a la tierra sus producciones, mientras que en el salón de baile o sala grande reflejaron a España, el Comercio y la Fertilidad, con las cuatro partes del mundo, techo con un complicado mundo alegórico que resultaría, pese a la ayuda recibida, otra excelente realización del valenciano en este campo.

Años después, ya en 1806, trabajó junto a su discípulo, Juan Gálvez, en el llamado salón de billar, la estancia más grande del edificio, mostrando a Apolo en su carro rodeado de los Cuatro Elementos. No faltaron en la obra, como en los cercanos techos firmados por él con anterioridad, figuras como la Abundancia o la Agricultura, dando a entender la existencia de un programa común destinado a enfatizar el idílico vergel que rodeaba la residencia.

Paralelamente, el Rey le encargó una serie de alegorías de las Estaciones para sustituir a las realizadas por Girodet para el Gabinete de Platino, lujosa pieza del palacete decorada por prestigiosos artesanos traídos de Francia. Al final, sin embargo, no se efectuó el citado cambio y, con los años, las telas del valenciano acabaron en el Museo del Prado. En todo caso, las Cuatro Estaciones constituyen un notable conjunto por el acierto del maestro en el modelado de las figuras o por el suave pero rico cromatismo que se percibe en las vestimentas o en las distintas atmósferas reflejadas. Personajes como el joven Baco, que alza alegre su copa, o esa Flora de sinuosa silueta que, con cándida expresión, mira al espectador desde el frondoso ambiente vegetal que la rodea, muestran, en definitiva, a un Maella de nuevo atraído por el sugerente aroma del mundo rococó.

Tras los sucesos de 1808, que provocaron la salida de España de la Familia Real para sentar en el trono a José Bonaparte, Maella siguió en Palacio, siendo confirmado en su cargo en 1809. Un año después, él mismo solicitó permiso para retratar al nuevo Monarca, efigie encargada por la Municipalidad. José I le agradeció los servicios prestados condecorándole en 1811 con la Orden Real de España o berenjena, como la llamaba irónicamente el pueblo por el color morado de su banda.

Mientras, por Orden de 26 de septiembre de 1810 el nuevo Rey establecía el envío a Napoleón, a modo de regalo, de una serie de obras del patrimonio real, aunque sin concretar su identidad. Por ello, se nombró a Maella, Goya y Nápoli, pintor italiano contratado para diversas tareas de restauración, como expertos encargados de elegir los correspondientes cuadros, no mostrando ninguno el menor entusiasmo al respecto.

Fueron sustituidos posteriormente por una comisión más amplia, donde también se incluía al valenciano, entregándose los lienzos en mayo de 1813, casi al tiempo de la salida del usurpador de Madrid.

Al regreso de Fernando VII en mayo de 1814, Maella continuó en su puesto durante algunos meses, e, incluso, su nombre sonaría cuando, tras la elección del palacio de Buenavista como posible sede del futuro Museo Nacional, con Pablo Recio como director, se pensó en él como director de pintura de la nueva galería. Sin embargo, en 1815 perdió su destino en Palacio acusado de colaboracionismo con el gobierno intruso, aunque se le dotó de un retiro de 12.000 reales anuales. El Rey vetó, además, su nombramiento en 1817 como director general de la Academia en beneficio de Vicente López. Incluido, con el paso del tiempo, entre los más destacados pintores del siglo XVIII español, el valenciano, viudo desde la muerte de su esposa en 1812, se retiró, en la mayor soledad, a su domicilio de la plaza del Conde de Miranda, donde falleció en mayo de 1819.

 

Obras de ~: El martirio de san Hermenegildo, 1757; Autorretrato, c. 1764; Hércules entre la Virtud y el Vicio, Madrid, 1766; La diosa Palas como vencedora de los Vicios, El Pardo, 1769; Santa Leocadia ante el Pretor, Toledo, 1776; Inmaculada de Aranjuez, 1778; Adoración del nombre de Dios, Burgo de Osma, 1781; El infante Carlos Domingo, 1782; Carlos III con el hábito de su Orden, 1784; La infanta Carlota Joaquina con vestido azul, 1785; San Carlos Borromeo dando la comunión a los apestados de Milán, 1786; Muerte del beato Gaspar Bono, 1787; La Inmaculada de las Damas, 1789; Desembarco de las tropas españolas en el puerto de Mahón, 1791; Carlos IV con el hábito de gran maestre de la Orden de Carlos III, 1792; La Asunción de la Virgen, 1793; San Pascual Bailón en adoración eucarística, 1794; La Apoteosis de Adriano, Madrid, 1797; La diosa Cibeles ofrece a la tierra sus producciones, Aranjuez, 1799; Apolo en su carro rodeado de los Cuatro Elementos, Aranjuez, 1806; La Asunción de la Virgen, c. 1816.

 

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Ángel Castro Martín

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