López de Haro, Diego. El Blanco. Señor de Vizcaya. ?, m. s. XIII – Sitio de Algeciras (Cádiz), 20.I.1310. Noble, alférez real.
Al tratarse del segundo hijo de Diego López de Haro III, parecía destinado a un papel secundario, más aún cuando su hermano mayor, Lope Díaz de Haro III, llevó a su cénit el poder de este linaje al ejercer como privado del rey castellano Sancho IV entre 1286 y 1288. De este modo, en la mayor parte de sus primeras actuaciones públicas, siguió los pasos de su hermano mayor: juntos figuraban al servicio de Alfonso X desde 1259 y juntos se sublevaron contra este Monarca y debieron exiliarse en Navarra en 1277 y 1278. Sin embargo, su comportamiento durante estos años también evidencia cierta autonomía respecto de su hermano primogénito; ejemplo de ello son su fidelidad a Alfonso X en 1272, no acompañando a Lope Díaz en su exilio granadino hasta un año después, y su efímera reconciliación en solitario con este Monarca en 1281.
Ante la sublevación contra su padre Alfonso X, ambos hermanos le brindaron su apoyo al príncipe Sancho y lo reconocieron como Rey en las Cortes de Valladolid en 1282. Diego López asumió personalmente esta nueva fidelidad contrayendo matrimonio con Violante Alfonso, hermana de dicho príncipe, y protagonizando distintos hechos de armas frente a las huestes alfonsinas entre 1282 y 1284: defensas de Córdoba y Jerez, sitio de Ágreda y detención del avance de Juan Núñez de Lara por La Rioja Baja. Una vez coronado Sancho IV, prosiguieron sus servicios en la expedición real contra el rey de Marruecos y en una embajada ante el monarca aragonés Alfonso II. El rey castellano le recompensó con la concesión de los cargos de alférez real, entre 1284 y 1287, y de adelantado mayor de Castilla y adelantado de la Frontera, a partir de 1287, así como con la donación de las villas de Grañón y Cerezo en 1286. De este modo, Diego López adquirió una relevancia disonante con su condición de segundón.
De repente, dos muertes inesperadas trastocaron definitivamente el devenir de su vida. El enfrentamiento de Lope Díaz con el monarca castellano puso fin a su privanza y a su vida, siendo ejecutado el 8 de junio de 1288 en Alfaro. Al poco tiempo, el hijo del ajusticiado señor de Vizcaya, también llamado Diego, falleció sin descendencia poco después de huir a Aragón. Así, Diego López de Haro quedó al frente de la familia desde su exilio aragonés, accediendo al primer plano del protagonismo histórico.
La actividad pública de Diego López se desenvolvió en unas circunstancias especialmente problemáticas durante la crisis de la Monarquía feudal castellana. Dirigió un partido nobiliario enfrentado a otro encabezado por los Lara en pos de obtener mayores mercedes de unos Reyes a quienes no dudaban en atacar apoyando a otros candidatos al trono. Estos Monarcas se defendían recabando alternativamente el favor de los distintos partidos nobiliarios mediante generosas concesiones. Con la ralentización de la Reconquista, el patrimonio regio carecía de nuevos territorios para recompensar a los nobles; de ahí que, al pagar la cada vez más voluble fidelidad de la nobleza, gastaran grandes cantidades monetarias y redujeran el volumen de los bienes y rentas del realengo. A esta crisis interna de la Corona castellana se sumó el enfrentamiento con los restantes reinos peninsulares, deseosos de contrarrestar el engrandecimiento territorial de Castilla durante la Reconquista de la primera mitad del siglo XIII. Diego López protagonizó estas tensiones y resultó derrotado, iniciándose con él el declive del linaje de los Haro.
Tras la ejecución de Lope Díaz, Sancho IV enajenó las propiedades de los Haro, consistentes en bienes y derechos en más de una veintena de localidades castellanas y, sobre todo, en el señorío de Vizcaya, su mayorazgo y núcleo patrimonial; en concreto, el Monarca entregó Vizcaya a su hijo don Enrique. En pos de la recuperación de este patrimonio, Diego López de Haro conspiró contra Sancho IV desde su destierro en Aragón, reconociendo como rey de Castilla al pretendiente Alfonso de la Cerda y apoyando a Alfonso III de Aragón en su guerra contra Castilla. En esta contienda, a principios de 1289, Diego López dirigió una correría por tierras de Huete y Cuenca y, cerca de Pajarón, derrotó a una tropa de frailes santiaguistas, acabando con la vida de Ruy Páez de Sotomayor, justicia mayor de Castilla. A pesar de este éxito, la pérdida de su principal valedor, cuando el nuevo rey aragonés Jaime II firmó la paz con Castilla (Tratado de Monteagudo, 1291), le obligó a aceptar un acuerdo: tras recibir una cantidad de dinero y de entregar a su hijo Lope como rehén, renunció a nuevas incursiones contra Castilla, compromiso que vulneró cuando, aprovechando la enfermedad del rey castellano, avanzó sobre Vizcaya en 1291. Ayudado por el merino de Estella, atravesó Navarra, pero fue rechazado por el merino mayor de Álava, Diego López de Salcedo.
En 1295, dos defunciones, las de Sancho IV y su hijo Enrique, le volvieron a abrir las puertas de Castilla. Con el apoyo de los Lara, Diego López ocupó Vizcaya (salvo Orduña, Balmaseda y Bermeo), situación de facto que ratificó la reina regente María de Molina a cambio de jurar fidelidad al príncipe Fernando en las Cortes de Valladolid. El nuevo señor de Vizcaya se convirtió en el principal apoyo de la Reina frente a los partidarios del pretendiente Alfonso de la Cerda, entre los que ahora se contaban Juan Núñez de Lara, el infante don Juan, así como los monarcas de Aragón, Navarra, Portugal y Granada. En defensa de los intereses de María de Molina participó en varias acciones de armas, como el socorro a la asediada Mayorga, los cercos de Paredes de Nava y Palenzuela, la toma de los castillos de Monzón, Becerril y Ribas, las defensas de Valladolid, frente al rey Dionís de Portugal, y de Mula y Alcalá, atacadas por Jaime II de Aragón. En esta colaboración había mucho de interés. Por un lado, la viuda de Sancho IV gratificó su ayuda con generosidad: le concedió importantes cantidades monetarias de modo puntual (en la coronación de Fernando IV recibió 300.000 maravedís junto a los Lara) y cotidiano (“abía de dar cada día a don Diego e a los otros ricos omes que estaban con él en Valladolid, dos mil maravedís para que se mantuviesen e que non partiesen del rey”), el señorío de Huelva, la villa de Tordehumos, las tenencias de La Rioja y Bureba y la ampliación a toda la Corona de Castilla de las exenciones de la villa de Bilbao. Por otro lado, Reina y señor de Vizcaya contaban con un enemigo común: el citado infante don Juan, quien reclamó Vizcaya en virtud de su matrimonio con María Díaz de Haro, hija del ajusticiado Lope Díaz de Haro III. Gracias al respaldo de la Reina, en 1300 don Juan renunció en Valladolid a sus pretensiones sobre Vizcaya, recibiendo a cambio de los señoríos de Mansilla de las Mulas, Paredes de Nava, Medina de Ríoseco, Castronuño y Cabreros.
A partir de 1302, el horizonte de Diego López se oscureció. Juan Núñez de Lara y el infante don Juan declararon mayor de edad a Fernando IV, de catorce años, para desplazar a María de Molina de la regencia y ejercer ellos la privanza del joven Monarca. Diego López se enfrentó de nuevo a la reclamación sobre Vizcaya por parte del infante don Juan y María Díaz de Haro, quienes aducían defecto de forma para invalidar su anterior renuncia de 1300. Contrariado, no acudió a las Cortes de Medina del Campo; poco después, su presencia en Valladolid sólo sirvió para provocar una fuerte disputa verbal con el nuevo Rey. Finalmente, acompañado del señor de Cameros y de los infantes don Enrique y don Juan Manuel, firmó con Jaime II de Aragón el Pacto de Ariza contra Fernando IV. Sin embargo, esta alianza se fue deshaciendo: el infante don Enrique murió, el señor de Cameros volvió a la obediencia regia y Jaime II firmó con Fernando IV la Paz de Torrellas (1304). Como consecuencia de todo ello, Diego López se hallaba solo ante las pretensiones del infante don Juan y debía aceptar el inicio de un pleito por el señorío de Vizcaya en las Cortes de Medina del Campo (1305). Previendo una conclusión desfavorable del proceso y al contar con el apoyo de su yerno Juan Núñez de Lara, recién casado con su hija María Díaz, Diego López abandonó las sesiones e inició un nuevo pulso con el Monarca. Las intrigas del de Lara frustraron varios intentos de acuerdo basados en la concesión de la mayordomía real a su hijo Lope Díaz. Por tanto, al Monarca no le quedó otra opción que la acción militar. De momento, la mediación de María de Molina consiguió una efímera tregua en Pancorbo (1306), donde se ofreció el perdón regio a cambio de la devolución de Grañón, Santa Olalla, Escalona y Huelva. Sin embargo, la cuestión de Vizcaya volvió a acentuar sus diferencias y el Rey nombró mayordomo a Juan Núñez de Lara y, así, aisló a Diego López y le impuso el arreglo al pleito vizcaíno establecido en las Cortes de Valladolid (1307). Según esta solución definitiva, Diego López mantuvo sus posesiones de por vida; tras su muerte, María Díaz heredó Vizcaya con Durango y las Encartaciones, mientras Lope Díaz, hijo de Diego López, recibió Balmaseda, Orduña y las heredades fuera de Vizcaya, más Miranda de Ebro y Villalba de Losa, aportadas por el Rey. Después de aceptar un acuerdo tan desfavorable, Diego López intentó sin éxito recuperar Vizcaya para su hijo Lope mediante una absoluta fidelidad a Fernando IV. Así, apoyó al Monarca frente a diversas sublevaciones nobiliarias. Participó en el asedio de Tordehumos hasta la rendición del rebelde Juan Núñez de Lara (1308), colaboración que el Rey remuneró concediéndole el cargo de mayordomo y el gobierno de La Rioja y Bureba, prebendas pertenecientes al noble derrotado. De igual modo, unos meses más tarde, también cerró filas junto al Monarca ante el levantamiento encabezado por el infante don Juan en Grijota. Fernando IV también contó con su ayuda en los proyectos de cruzada contra el reino de Granada; una vez más, la Monarquía castellana intentaba desviar la belicosidad y las ambiciones de sus nobles mediante la expansión territorial a costa de al-Ándalus. Diego López le acompañó en dos reuniones preparatorias de esta empresa: el tratado de Alcalá de Henares (1308) con Jaime II de Aragón, que establecía el reparto de Granada, y las Cortes de Burgos (1308) y Madrid (1309), donde se detallaba el plan y se obtenían fondos para la expedición. Una vez en campaña, tomó parte en la conquista de Gibraltar (septiembre de 1309) y en el frustrado asedio de Algeciras, hecho de armas donde enfermó de gota y falleció el 20 de enero de 1310. El testamento redactado dos días antes de su óbito establecía su sepultura en el convento de San Francisco de Burgos, donde ya descansaba su esposa, y la venta del señorío de Huelva para sufragar los oficios religiosos por su alma a celebrar en este mismo templo.
Tras su muerte, se confirmó su fracaso, pues el señorío de Vizcaya, en manos de María Díaz de Haro, se alejó definitivamente de su descendencia. En cambio, su política de reordenación del espacio vizcaíno sí deparó unos resultados más positivos y trascendentes. Diego López persiguió adecuar la red poblacional de Vizcaya a las nuevas realidades económicas, derivadas del desarrollo del comercio cantábrico, mediante la confirmación de los privilegios de Ochandiano, Balmaseda y Orduña, la extensión de los de Bermeo y la fundación de las villas de Plencia y Bilbao. La creación de villas en el litoral y en las comunicaciones de éste con la meseta era una dinámica ya iniciada por sus predecesores al frente del señorío (se fundaron nueve nuevas villas a lo largo del siglo XIII) que aceleró en Vizcaya la territorialización de las relaciones sociales y la individualización de la propiedad. Especial interés por su gran desarrollo posterior, debido a su situación estratégica en el paso sobre el Nervión del camino de Castilla la Vieja a Las Encartaciones y Bermeo, revistió la fundación de Bilbao el 15 de junio de 1300. Diego López puso a la nueva villa bajo la jurisdicción de Bermeo (por entonces principal puerto vizcaíno) y le concedió las exenciones fiscales del fuero de Logroño, más otras relativas a la navegación y el comercio portuario, privilegios que la reina María de Molina amplió siete meses más tarde a toda la Corona castellana.
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Tomás Sáenz de Haro