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Severo Catalina y del Amo

Biografía

Catalina y del Amo, Severo. Cuenca, 6.XI.1832 – Madrid, 19.X.1871. Escritor, hebraísta, filólogo, político.

El padre, administrador general de los bienes y rentas de la catedral de Cuenca, advirtió, desde los primeros años de su hijo, algunos detalles —por ejemplo: apenas había aprendido a leer, recitaba sin vacilación el abecedario al revés— que ponían de relieve su prodigiosa capacidad mental. Toda la vida de Severo Catalina —que murió antes de cumplir los cuarenta años— resulta de una precocidad y plenitud sorprendentes. A los trece años —cuando acabó el bachillerato, con dominio del latín, el francés y el italiano— la familia le envió a estudiar a Madrid. A los veintitrés años alcanzó las licenciaturas en Derecho y Filosofía, y dos años más tarde el grado de doctor.

En ambas carreras obtuvo sobresaliente en todas las asignaturas. En 1857 —antes de haber cumplido los veinticinco años— fue nombrado catedrático de Hebreo, función que ejerció hasta su exilio en 1868.

Desde unos años antes —concretamente desde las elecciones de 1863— fue diputado por Alcázar de San Juan; luego, lo sería por Cuenca, hasta la revolución de septiembre del 68. Sus cargos públicos fueron, sucesivamente: director general del Registro de la Propiedad (1864), director general de Instrucción Pública (1866), ministro de Marina (febrero de 1868, Gobierno presidido por Narváez), ministro de Fomento (octubre de 1868, Gobierno presidido por González Bravo). En el ejercicio de sus cargos —que, por las vicisitudes de la política del siglo xix, no ocupó nunca largo tiempo—, se adentró siempre en los problemas: prueba de ello son las numerosas resoluciones de recursos gubernativos que firmó como director de los Registros, y la publicación que impulsó, como director de Instrucción Pública, de la ingente obra colectiva Monumentos Arquitectónicos de España(Madrid, Imprenta y Calcografía Nacional, 1856- 1882). Como ministro de Fomento continuó con la política de educación de Orovio, su predecesor en el cargo —autor de la célebre Circular de 22 de enero de 1867, que prohibía a los profesores pertenecer a partidos políticos y les privaba de la inamovilidad, y que se aplicó de inmediato a los catedráticos krausistas—, a través de la ley de Instrucción Primaria, de 2 de junio de 1868.

Acompañó a Isabel II en su salida de España, y redactó el manifiesto que la Reina firmó en Pau el 30 de septiembre de 1868: “La triste serie de defecciones, los actos de inverosímil deslealtad que en breve espacio de tiempo se han consumado, más todavía afligen mi altivez de española que ofenden mi dignidad de Reina [...]”. En ese mismo mes viajó a Roma, enviado por la Reina como “representante confidencial” ante el papa Pío IX. Las visitas de Severo Catalina al Papa las relata el marqués de Lema en su obra De la Revolución a la Restauración (1927). Estando Severo Catalina en Roma, el gobierno provisional revolucionario nombró embajador a Posada Herrera (27 de diciembre de 1868), pero el Pontífice no le aceptó las cartas credenciales; tuvo que volverse. Durante su estancia en Roma, de diez meses, Severo Catalina escribió una de sus obras más importantes, la dedicada a la Ciudad Eterna, sobre su arte y su historia: más de setecientas páginas en la edición póstuma que hizo la Real Academia Española. Terminados sus días de Roma, se instaló en Biarritz, donde estuvo hasta abril de 1871. Allí empezó a manifestarse la enfermedad —“desorden de las membranas cerebrales”, dice un contemporáneo— que le produjo la muerte en octubre del mismo año.

Volvió con la ilusión, como él dijo, “de explicar hebreo”, y el claustro de la Universidad Central, sin distinción de ideologías, le acogió con respeto y afecto.

Pedro ya no pudo reincorporarse a su cátedra.

Al tiempo que desarrollaba una intensa actividad docente y política, realizó estudios filológicos y publicó obras de los más diversos temas —que, reunidas en una edición de obras completas aparecida en los años 1876 y 1877, ocupan seis volúmenes.

Sus dos libros de mayor difusión fueron La mujer: Apuntes para un libro —varias veces editado en vida de su autor— y La verdad del progreso. El primero, que no ha dejado de reeditarse hasta nuestros días, está escrito en párrafos muy breves, casi todos de una sola frase, a manera de aforismos; es una obra que combina hábilmente la seriedad con el humor, y la frivolidad con el sentido trascendente de la vida que preside el pensamiento del autor. La segunda obra se enmarca en el debate sobre el progreso que se desarrolla en la segunda mitad del siglo xix, y en el que participaron, entre otros, Emilio Castelar —La fórmula del progreso (1858); Teoría del progreso (1859); Defensa de la fórmula del progreso (1870)— y Carlos Rubio —Teoría del progreso (1859).

Su obra La mujer: Apuntes para un libro no es, como se ha dicho, misógino o retrógrado, sino todo lo contrario.

Propugna la educación de la mujer —“punto importantísimo de la vida social”, escribe—, y considera que no habrá completo progreso de la humanidad en tanto no se avance en esa educación: “la historia de la humanidad no podrá escribirse en tanto que la educación se limite a una parte de la humanidad. El mundo no sabe todavía lo que es la mujer —añade—, porque la sociedad le cierra la boca, desde que nace hasta que muere”.

Fue elegido académico numerario de la Española para cubrir la vacante de Eugenio de Tapia, y leyó su discurso en marzo de 1861: Influencia de las lenguas semíticas en la castellana, contestado por Tomás Rodríguez Rubí. Formó parte de la Comisión —junto a Hartzenbusch, Bretón de los Herreros y otros académicos— que redactó la Gramática de la Academia publicada en 1870.

Su actividad periodística fue intensa, y también precoz: en 1852 publicaba ya artículos en El Reformador Conquense; más tarde, en los diarios de Madrid El Estado, dirigido por Ramón de Campoamor, La España y El Gobierno. Escribió también poemas —algunos de los cuales los reproduce Cutanda en la introducción a la edición académica de Roma— y una comedia en verso, Malos juicios. Como poeta no tiene un acento propio y original; Cutanda dice que “el carácter de sus poesías, las buenas cualidades que en ellas dominan, son la sencillez, la corrección, la delicadeza, la ternura y a veces la gracia”, aunque viene a reconocer que su autor carecía “de la verdadera índole y la condición de poeta”. Lo que resulta sorprendente es su capacidad imitativa, y su “Décima en el estilo de Calderón”, o sus versos “Imitando a Rioja” o la “Décima imitando Santa Teresa”, podrían pasar por propias del autor imitado. Esta facultad mimética la reveló ya de niño, cuando imitaba con facilidad la letra de sus compañeros, y luego, de adulto, lo hacía remedando la letra de los grandes políticos de su época, con gran diversión de sus amigos.

Las páginas del Diario de Sesiones del Congreso recogen sus discursos, en que se une el apasionamiento al rigor de los datos históricos. “El carácter distintivo de su oratoria —se escribió en una semblanza— era la corrección, la posesión de la materia discutida, la ilación lógica y casi matemática de sus raciocinios, la abundancia de doctrina, y sobre todo, lo que él designaba con una de sus frases favoritas: tranquilidad y serenidad de la razón. Sin pretenderlo, enseñaba en el Congreso, consecuencia de su largo hábito de explicar en la cátedra.” Hay que añadir que Severo Catalina fue siempre de complexión débil y de salud quebradiza, y era muy consciente de su situación cuando tenía que elevar la voz y dirigirse al pleno del Congreso —en una época sin micrófonos y sin ningún tipo de megafonía—. Cuando pedía la palabra, trataba de expresarse con frases breves, usando las menos palabras posibles, lo que le obligaba a un esfuerzo añadido de concisión. “Temeroso de desfallecer —dice el autor de una de sus semblanzas— conociendo la debilidad de su persona, economizaba en sus discursos, llegando a confesar, tristemente resignado, que no siéndole dado aspirar a la vehemente declamación de Demóstenes, había de consolarse con la hábil invención y disposición, como Isócrates”.

Por encargo de la Reina escribió el libro La Rosa de Oro enviada por la Santidad de Pío IX a S. M. la Reina Doña Isabel II en enero de 1868, en el que su autor traza una breve historia de este regalo que los Papas venían haciendo a los monarcas defensores de los valores cristianos. Severo Catalina estudia el origen de esa distinción, que encuentra en la donación que hizo Urbano V a Juana, reina de Sicilia, en 1366. Relata a continuación cada una de las entregas de Rosas de Oro hechas por los Pontífices a los reyes y reinas de España, para concluir con el ceremonial con que había de hacerse la entrega solemne a Isabel II, acto que el Papa encomendó al arzobispo de Trajanópolis, Antonio María Claret, confesor de la Reina.

Severo Catalina acompañó a la Familia Real en el viaje que hizo a Portugal en diciembre de 1866. Al regreso escribió una crónica, precisa y literaria a la vez, de ese viaje. Las primeras páginas son una síntesis de las relaciones históricas entre los dos reinos. Empieza después el relato de los sucesivos episodios del viaje.

“Unas pocas estampas, con severa exactitud [...] La entrada de los Reyes en Ciudad Real; Extremadura de rodillas al borde de los caminos; Badajoz recibiendo a Sus Majestades; la estación de Lisboa en la tarde del 11 de diciembre; el teatro de San Carlos en la noche del 12, y al regreso, las ruinas de Mérida y la Misa en Daimiel, son asuntos que no ya la pluma, de suyo ligera y falible, ni el pincel, a veces exagerado y complaciente, sino la insobornable fotografía, con su rígida veracidad, debiera perpetuar para noble enseñanza y legítimo orgullo de las generaciones. Ya que esta demostración gráfica no se puede ofrecer —añade—, supla a la luz y a los colores la palabra; y aunque tosca y sin aliños, vean en ella aún los espíritus deplorablemente obcecados, como vive todavía en España el sentimiento monárquico”. En el autor sí vivía, no ya ese espíritu monárquico, sino la lealtad sin fisuras a la Reina —que tenía sólo unos meses menos que él, lo que puede ser otro motivo de proximidad—, una lealtad especialmente valiosa porque se manifestó en los años más difíciles del reinado, y un reinado al que Severo Catalina apenas sobrevivió.

No es éste un lugar para hacer conjeturas, pero hay datos suficientes para imaginar el especial afecto que la reina Isabel tenía hacia Severo Catalina: que le acompañara en viajes e hiciera de ellos hermosas crónicas, que narrara con entusiasmo el episodio de la Rosa de Oro —que fue la última gran satisfacción de la Reina en un contexto de rechazos y deslealtades—, que aceptara un ministerio en el último gobierno —“ministro de amarguras me han nombrado”, dijo Severo Catalina, en tono de confidencia, a un amigo—, que le acompañara en su exilio, que redactara el discurso más personal, humano y doliente de la Reina, desde el exilio francés...

Al tiempo de su muerte, tenía muy avanzada la redacción de una biografía del humanista y diplomático José del Castillo y Ayensa, un estudio sobre la tramitación de los procedimientos sustanciados ante el Tribunal de la Inquisición y una biografía de Luis Vives.

Murió sin hijos, y legó sus papeles y documentos a la Real Academia Española.

Francisco Cutanda, compañero suyo en la Academia, describe así su personalidad: “Era de genio vivo, pero contenido, y jamás por la viveza atropelló sus pasos; sino que, reprimida, le comunicaba presteza y oportunidad de continuo, precipitación nunca. Oía con sosiego y pacientemente; y aunque muy agudo, tardaba en responder y hacíalo sobrio de palabras. De condición mansa, jamás se vio poseído de la ira; y los disgustos y desengaños de la vida, tristeza le causaban, pero pasajera; no desorden, no exaltación, no arrebatos.

La casi perpetua sonrisa constituía la facción más característica de su rostro; y significaba su armonía interior, la felicidad que dentro de sí mismo experimentaba, y, sin asomo de orgullo, la facilidad, la expedición con que se conducía en todas las ocasiones, hasta las más difíciles, y lo agudamente que penetrabaen lo interior de su interlocutor, por muy prevenido y enmascarado que se presentase. Era benévolo y tenía una exquisita cortesía”.

 

Obras de ~: La lejislación [sic] mosaica, discurso leído en la Universidad Central en el acto de recibir la investidura de doctor, Madrid, Imprenta A. Vicente, 1857; Influencia de las lenguas semíticas en la castellana, Madrid, Tipografía de Luis García, 1861; La verdad del progreso, Madrid, Librería de A. de San Martín, 1862; Viajes de Sus Majestades y Altezas a Portugal en diciembre de 1866, Madrid, 1867; La Rosa de Oro enviada por la Santidad de Pío IX a S. M. la Reina Doña Isabel II en enero de 1868, Madrid, 1868; Roma: obra póstuma, Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1873; Obras de Don Severo Catalina, Madrid, Manuel Tello, 1876-1877.

 

Bibl.: R. de Campoamor, “Prólogo”, en S. Catalina del Amo, La mujer: Apuntes para un libro, Madrid, Imprenta de Luis García, 1858; F. Cutanda, Noticia de la vida y de las principales obras literarias de D. Severo Catalina, Madrid, Imprenta de M. Rivadeneyra, 1873; A. González Palencia, “Roma de D. Severo Catalina y la Real Academia Española”, en Boletín de la Real Academia Española, n.º XXVI (1947); “Semblanza de don Severo Catalina y del Amo, Catedrático orientalista, embajador, ministro”, en VV. AA., Ilustre Colegio Nacional de Registradores de la Propiedad: Hecto-anuario. Cien años de aplicación de ley hipotecaria (1861-1961), Madrid, Imprenta San José, 1961; M. Espadas Burgos, Roma en la obra de Severo Catalina, Cuenca, Gabinete del Rector de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1998.

 

Antonio Pau Pedrón

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