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José Manuel de Goyeneche y Barreda

Biografía

Goyeneche y Barreda, José Manuel de. Conde de Huaqui (o Guaqui) (I). Arequipa (Perú), 13.VI.1775 – Madrid, 10.X.1846. Teniente general, presidente de la Audiencia de Cuzco, caballero de la Orden de Santiago.

El 3 de marzo de 1783 fue nombrado cadete “de menor edad” del Regimiento de Milicias de Arequipa, ascendiendo el 12 de diciembre de ese año a teniente, también “de menor edad”, naturalmente, ya que tenía poco más de siete años, en el Regimiento de Caballería de Camaná. El que fuera aceptado como oficial indicaba la calidad de noble, que figura en su hoja de servicios. Pero su tempranísima entrada en el servicio de las armas refleja el prestigio y la muy saneada posición económica de que gozaba su familia. Tan considerable era esa fortuna que, en un escrito, Goyeneche se lamentaba de que un buque inglés había capturado 2.000.000 de pesos de propiedad familiar que transportaba un barco español. Da idea de lo que suponía esa suma el dato de que, en 1812, los ingresos totales del virreinato de Perú apenas superaban los 5.000.000.

Es posible que su padre se prestase a costear al menos parte de los gastos del Regimiento, siendo premiado, como era costumbre, con el derecho de designar a algunos de sus oficiales. Sólo ello puede explicar tanto la juventud del cadete como su fulgurante ascenso a teniente, a todas luces insólito.

El 20 de agosto de 1788, embarcó en Callao con destino a Sevilla, a fin de cursar allí estudios. Tras conseguir el título de licenciado, obtuvo el 28 de octubre de 1795 el de doctor en Filosofía por la Universidad de dicha ciudad. Y obtuvo un privilegio más, ya que se le dispensó del requisito de tener al menos veintiún años de edad.

El 8 de diciembre de 1795, recibió una nueva concesión, al ser nombrado capitán del Regimiento de Granaderos de Estado, que entonces se estaba formando.

Se trata de algo excepcional. Goyeneche carecía de verdadera carrera militar, ya que había dejado Arequipa con quince años. A pesar de ello, se le había ascendido en marzo de 1792 a teniente efectivo de los dos Cuerpos a los que había pertenecido, lo que es curioso, y sin tener en cuenta que desde 1788 estaba ausente de ambos. Pasar en esas condiciones a capitán en 1795 era ciertamente sorprendente, y más aún porque lo hizo ya no en una unidad de Milicias, sino en un Cuerpo del Ejército Real, que no sólo tenía un escalafón aparte, sino que gozaba de una consideración incomparablemente superior. Sin duda, influyó en esto el hecho de que su familia hubiese hecho apreciables donaciones a la Corona con motivo de la guerra contra la Convención francesa, así como la circunstancia de que un acaudalado peruano hubiese levantado el Regimiento en cuestión.

Las primeras acciones de guerra de Goyeneche ocurrieron en Cádiz, el 3 y 5 de julio de 1799 y el 4 y 6 de octubre de 1800. No tuvo ocasión ni necesidad de disparar un tiro. En 1799, se trató de un pequeño ataque de la flota de Jarvis, que sólo lanzó dieciocho bombas, y que fue repelido por las fuerzas navales sutiles. En 1800, le correspondió realizarlo a Keith, cuando la ciudad sufría una epidemia de tifus. Ni se llegó a abrir fuego. Lo más notable de la fallida operación fue la respuesta del gobernador a una intimación que recibió del almirante británico para que entregara la escuadra española, surta en dicho puerto, cuando dijo que el escrito “al mismo tiempo que ofende a quien se le dirige, no hace honor al que lo profiere”.

En todo caso, el Regimiento de Estado tomó las armas, y Goyeneche con él, lo que se anotó en su hoja de servicios.

En 1802 fue objeto de otra distinción, infrecuente en un simple capitán. Godoy, dentro de los esfuerzos reformistas que tan poco se le han reconocido, deseaba recopilar información sobre la táctica y orgánica de otros ejércitos europeos, con el objeto de modernizar el de España. Goyeneche recibió la honrosa comisión de visitar las Cortes de Europa con ese objetivo, teniendo el privilegio de presenciar las maniobras “mandadas en Berlín y Postdam por Guillermo III, rey de Prusia, por el archiduque Carlos en Viena y por Bonaparte en Bruselas y París”, inolvidable fortuna para un joven oficial, si se tiene en cuenta que, si bien Guillermo III demostró ser más que mediocre general, Napoleón y el archiduque Carlos fueron las primeras espadas del continente.

A su regreso a España presentó un informe, bien acogido por sus superiores, que el 27 de junio de 1805 manifestaron que sus conclusiones se consideraban “adaptables a nuestro adelantamiento militar y que se haría uso de su trabajo dedicado al honor, utilidad y provecho de la Patria”. El 22 de julio, probablemente como recompensa, se le ascendió a coronel, pero agregado a las Milicias de Arequipa.

El siguiente episodio destacable de su vida presenta claroscuros. Según su hoja de servicios, “en 1808 fue enviado a los virreinatos de Buenos Aires y Lima y a las provincias de Charcas y Cuzco por la Junta de Sevilla para la jura de S. M. el Rey Don Fernando 7.º y anunciar el robo que intentaba hacer de los Dominios Españoles el Tirano Napoleón”. Su biógrafo, Herreros de Tejada, sostiene lo mismo. Sin embargo, entre la documentación que sobre Goyeneche conserva el Archivo General Militar de Segovia, figura una serie de documentos fechados en Madrid, entre ellos uno del 14 de mayo de 1808 —la fecha es significativa— en el cual Murat, lugarteniente de Napoleón, le encomendaba esa misión, pero con el objeto de que “inmediatamente pase a Lima con el importante objeto de enterar a boca a ese virrey de todo lo ocurrido en esta Península, la necesidad de mantener más que nunca indivisibles los vínculos que unen a la Metrópolis los vastos Dominios de Indias, y las ventajas que deben prometerse de una constante fidelidad y quietud en las presentes circunstancias”. Se le encomendó tan delicado trabajo por su “celo y patriotismo [...] como también por su talento e instrucción”. Luego se extendió su cometido para incluir a “los Virreyes y Capitanes Generales de las Provincias del Río de la Plata y el Perú; a los Capitanes y Comandantes Generales Presidentes de las Reales Audiencias de Charcas, Chile y Cuzco y a los Gobernadores Intendentes de la Paz y Arequipa”. El 15 de mayo, O’Farril, secretario de Estado y del Despacho Universal de la Guerra de España e Indias, en el gobierno josefino, le extendió pasaporte para “un país de la América meridional”.

Goyeneche “admite gustoso la honra” y partió camino de Cádiz. Podría alegarse que todo era un pretexto para encubrir el motivo verdadero de la aceptación: el deseo de salir de la zona ocupada por los franceses para incorporarse a la España aún libre. Pero es que también solicitó que se le concediera el grado y el sueldo de brigadier. Esta petición de un ascenso parece indicar la voluntad real de cumplir la comisión encomendada por quienes representaban precisamente al “Tirano Napoleón”. En todo caso, se le otorgó el ascenso, pero con la condición de que sería válido sólo a partir del momento en que pisara tierra americana.

Parece que a su paso por Sevilla, ante el espectáculo del alzamiento patriota, decidió cambiar de bando, ofreciéndose a la Junta para desempeñar una misión de signo justamente opuesto a la que se le había encomendado y que él había aceptado en Madrid. Es singular, por otra parte, que habiendo vivido en la capital los luctuosos sucesos del 2 de mayo, necesitara el levantamiento en la ciudad andaluza, en el que no hubo represión francesa, para abrazar la causa de la independencia. En otra prueba de habilidad, también obtuvo de la Junta el 24 de julio de 1808 el tan ansiado grado de brigadier, ya concedido por los josefinos.

Fue un caso quizás único, el de una misma persona obteniendo un ascenso de dos gobiernos enemigos, con dos meses de diferencia.

Embarcado el 15 de junio en la goleta Carmen, se trasladó a Montevideo, donde llegó el 19 de agosto, entrevistándose con su gobernador, Francisco Javier de Elío. Por las informaciones que allí recogió, audazmente se propuso arrestar al virrey de Buenos Aires, Santiago de Liniers, “por sólo ser francés, aunque no mediasen otros motivos”. También anunció que instauraría a su paso Juntas similares a las de España, “revistiéndolas de mayor autoridad que la del mismo virrey”, lo que no parece que figurara en el mandato que le habían extendido las autoridades sevillanas.

El 23, desembarcó en Buenos Aires, pero tras conversar con Liniers, varió tanto la opinión que se había formado sobre él que entablaron buenas relaciones, hasta el punto de que éste le nombró coronel del Cuerpo de Arribeños, además de recomendarle a las autoridades que encontraría en su viaje a Lima por el Alto Perú, que emprendió el 22 de septiembre.

El 6 de noviembre llegó a Potosí y el 12 a Chuquisaca, donde pudo advertir el fermento revolucionario que ya agitaba a la ciudad. El 27 estaba en Oruro, el 4 de diciembre en La Paz, el 8 franqueaba la frontera del virreinato del Perú y el 19 entró en Cuzco. El 8 de enero de 1809 se hallaba de vuelta en su ciudad natal de Arequipa, tras una ausencia de más de veinte años.

De allí fue a Lima, completando su largo periplo. Tras unos meses de estancia en la capital, y cuando se disponía a iniciar el regreso, falleció el presidente del Cuzco, siendo designado en junio Goyeneche por el virrey Abascal para sustituirle. Por una extraña coincidencia recibió por esos días un nombramiento similar, pero decretado por el virrey de Buenos Aires, para la provincia de Charcas, al que tuvo que renunciar.

Los alzamientos en Chuquisaca (25 de mayo) y en La Paz (16 de julio) supusieron un cambio radical en el papel de Goyeneche que, de simple administrador de un territorio, pasaría a convertirse en jefe de un ejército. Siguiendo instrucciones de Abascal, se dirigió a Zepita, donde se entregó a la organización de una fuerza militar. Tan improvisada era ésta, que los dos mil quinientos hombres que llegó a reunir procedían de doce Cuerpos distintos. Sólo había doscientos veteranos, del Real de Lima. Mientras realizaba sus preparativos, envió un destacamento al Desaguadero, en la frontera de ambos territorios, para cerrar el paso a los insurrectos. Tras un vano esfuerzo para negociar con los sublevados en La Paz, emprendió la marcha contra esa ciudad en la que entró el 24 de octubre después de haber vencido la resistencia enemiga. En los siguientes días, partidas persiguieron a los núcleos contrarios que aún quedaban. En abril de 1810, Goyeneche estaba de regreso en Cuzco, con la satisfacción de haber puesto término al levantamiento. Por Real Orden de 3 de diciembre de 1811 se le felicitó por ese éxito.

La tregua fue sólo temporal, porque en mayo se produjo una sublevación mucho más seria, cuando las autoridades de Buenos Aires fueron depuestas y reemplazadas por una Junta. El 1 de octubre, Goyeneche salió del Cuzco con destino al Desaguadero, para formar allí de nuevo un ejército.

La tarea que se le encomendaba no era fácil. En todo el virreinato no existían unidades peninsulares, por lo que sólo podría contar, aparte de los hombres que el virrey le pudiera enviar del único Cuerpo regular que había, el americano Real de Lima, con las Milicias locales.

Éstas tenían un valor militar discutible, por su escaso grado de adiestramiento y su problemática disciplina, teniendo en cuenta que, como mucho, sólo hacían la instrucción una vez a la semana. Su lealtad, por otro lado, también era discutible, siendo toda la tropa y la gran mayoría de los mandos, americanos.

En cuanto al propio Goyeneche, tampoco parecía especialmente bien preparado para esa misión. Aunque era brigadier, realmente nunca había estado en combate en toda su vida y apenas había servido en la práctica con ninguna unidad. Tenía, en cambio, la gran ventaja de su origen peruano y la influencia de su familia en la región. Tuvo, además, la fortuna de verse rodeado por oficiales americanos, designados por Abascal, como Tristán, su primo, Picoaga, Marrón de Lombera y Valdés, que llegarían a figurar entre los mejores jefes realistas.

A fines de diciembre ya se creía en condiciones de informar al virrey, con evidente exageración, de que sus tropas se acercaban ya, en materia de evoluciones, al “más refinado sistema militar establecido en Europa”. Sin embargo, al poco escribía a Abascal presentando la primera de la que sería una inacabable serie de dimisiones, por la falta de pertrechos. Aquél le contestó elogiando su labor en esa situación de “desencuadernamiento” y enviándole refuerzos veteranos, de los que tan necesitado estaba.

El 19 de junio de 1811 se puso en campaña, a la cabeza de un ejército de unos seis mil hombres, emprendiendo la ofensiva y entrando en el Alto Perú. El 20 se dio la batalla de Huaqui, en el que derrotó “con inferioridad de mitad de fuerzas”, según su hoja de servicios, al enemigo. Abascal se apresuró a ascenderle a mariscal de campo, obsequiándole su propio sable y la faja del nuevo empleo.

Sus siguientes etapas fueron La Paz y Oruro. El 13 de agosto daría una segunda batalla, llamada de Amiralla o primer Sipe-Sipe, contra los insurgentes cochabambinos, los más tenaces de la región. Fue una nueva victoria para los realistas, que el 21 entraron en la rebelde Cochabamba.

Sin embargo, para entonces habían estallado otros levantamientos, que amenazaban cortar las comunicaciones con Lima, en lo que sería un problema recurrente durante toda la guerra. Abascal lo pudo resolver gracias a la lealtad de dos caciques indios, Pumacahua y Choquehuanca, que se abrieron paso con sus tropas, resolviendo la crisis.

El 16 de septiembre, Goyeneche entró sin resistencia en Potosí, culminando la ocupación de gran parte del Alto Perú, a pesar de que seguían existiendo focos rebeldes que ocuparían su atención el año siguiente.

Consagró el resto de 1811 a proseguir la instrucción de sus fuerzas, que aumentó con nuevos reclutas.

En mayo de 1812 dirigió una expedición contra Cochabamba, de nuevo levantada, en la que entró el 28 de mayo, tras unos combates previos. Para castigar a la contumaz ciudad, ordenó su saqueo; gran parte de ella fue quemada y se ejecutó a varios cabecillas enemigos.

Mientras, había ordenado a su vanguardia, al mando de Pío Tristán, que avanzase hacia el Sur. Se trataba de un movimiento previo a la gran operación soñada por Abascal: un ataque envolvente contra Buenos Aires desde el Alto Perú y Montevideo, en manos realistas.

Al tiempo que Goyeneche, de vuelta a Potosí, prosiguió su constante labor de organización y adiestramiento, Tristán entró, sin apenas combatir, en Jujuy y Salta. Animado por ello, y contraviniendo las instrucciones expresas del virrey y de su general, profundizó su avance, llegando hasta Tucumán. En esa localidad, el 24 de septiembre, se dio una batalla contra los porteños. La iniciaron dos batallones realistas que, sin órdenes, atacaron, obligando a Tristán a empeñar la acción. En principio, parece que iba a tener éxito, pero un contraataque de la caballería enemiga inclinó la balanza a favor de los independentistas.

El 26, el Ejército comenzó la retirada a Salta. Había sufrido unas seiscientas bajas, entre ellas muchos oficiales, lo que era especialmente grave, por la dificultad en sustituirlos.

Allí permaneció, a la espera de refuerzos. Pero el 18 de febrero de 1813 el ejército rioplatense, con Belgrano al frente, llegó ante las puertas. El 20, Tristán salió a su encuentro, siendo batido de plano.

De tal magnitud fue la derrota que, encerrado en la plaza, se vio forzado a capitular. En virtud de los términos acordados, los realistas entregaron sus armas y soldados y oficiales regresaron a sus hogares, si bien éstos juraron previamente, en nombre propio y de sus hombres, no volver a servir contra los independentistas, compromiso que muchos no cumplieron.

Goyeneche se encontraba, entonces, en una situación grave. Su vanguardia había desaparecido y estaba convencido de que el enemigo, victorioso, se aproximaba, y de que nuevas sublevaciones empezarían a producirse a su alrededor. Su reacción en esas circunstancias se parece mucho al pánico. Abandonó su cuartel general en Potosí y se retiró sobre Oruro, ordenando a sus subordinados que también se replegaran, para concentrarse en esa localidad.

Una vez allí, escribió a Abascal, pidiéndole urgentes refuerzos, y añadiendo que, de no recibirlos, solicitaba ser relevado. También se dirigió a Belgrano, proponiendo un armisticio.

El virrey no vaciló, irritado con todo lo sucedido. En primer lugar, Tristán había avanzado a Tucumán en contra de sus órdenes. En segundo lugar, había desoído sus instrucciones de retirarse tras la derrota a Jujuy, no a Salta, y fortificarse allí. En tercer lugar, Goyeneche, en vez de hacer una concentración a retaguardia, en Oruro, la debería haber realizado a vanguardia, en Potosí, sin ceder terreno. Por último, no tenía ni autoridad ni necesidad de ofrecer un armisticio.

Abascal estaba convencido de que el enemigo se había desgastado en las últimas batallas y que, en contra de lo que opinaba su general, no estaba en condiciones de explotar a fondo su victoria.

Una Junta de guerra reunida al efecto en Lima el 1 de abril acordó, por consiguiente, aceptar la dimisión de Goyeneche —era la decimocuarta vez que la había presentado— y sustituirle. Para salvar las apariencias, se dijo que por motivos de salud.

Así, con más pena que gloria, acabó la vinculación de éste con el Ejército del Alto Perú. Tuvo, sí, un gesto elogiable. Cuando llegó la noticia de su cese, las tropas, que le tenían en gran estima, amenazaron con amotinarse. Goyeneche logró disuadirlas de dar tan grave paso, y las animó a que mostraran a su sucesor la misma lealtad que habían mantenido respecto a él.

El 22 de mayo cesó en su cargo, no sin antes publicar una proclama en la que alababa las virtudes de su sucesor, Joaquín de la Pezuela.

La separación del mando de Goyeneche fue resultado de graves y ácidas desavenencias que se arrastraban desde antiguo. Según el virrey, “sería interminable la explicación de mis padecimientos con el general Goyeneche si intentase hacerla desde que le confié la primera expedición”. Le acusaba de vano y de excesivamente susceptible y de abrumarle con continuas, y poco razonables, peticiones de medios humanos y materiales adicionales. Aunque en su momento le expresó, en su peculiar castellano, “inmarcesibles gracias” por el triunfo de Huaqui, luego tuvo la bajeza de afirmar que antes de la batalla “el espanto se apoderó de su alma”, y que sólo la dio por órdenes expresas del propio Abascal.

Con motivo de la derrota de Tucumán, reiteró esta idea, afirmando que el general se dejó llevar por “pánico terror”, y que se hallaba “sobrecogido y lleno de temores”, por lo que tomó “la precipitada decisión de retirarse a Oruro”.

Goyeneche, por su lado, aseguraba que “se estremeció mi honor y sufrió los tormentos más acervos” cuando leyó los partes del virrey, a los que calificó de “libelos de suposiciones falsas, mal documentadas y un conjunto indigesto”.

En todo caso, parece que la rota de Tucumán desconcertó al general, quizás no el hombre más sólido, para el que todo había sido siempre fácil, gracias a los privilegios de que había gozado a lo largo de su vida; con gran influencia, por su propia posición y con un hermano que llegó a oidor de la Real Audiencia y otro que fue arzobispo de Lima; con una posición económica tan saneada que Abascal dijo que una de las razones para situarle al mando del ejército habían sido “las grandes posibilidades de su Casa, que podían servir con suplementos en casos apurados de la Tesorería”. Es posible que tantas facilidades no le hubiesen preparado para soportar con ecuanimidad un revés.

Por otro lado, Abascal, comentando las virtudes de Pezuela, el sucesor de Goyeneche, dijo de él que tenía la “educación verdaderamente militar” que el puesto requería, insinuando que su sucesor no la tenía, lo que es indiscutible. Quizás en ello, y en una cierta falta de fortaleza moral, resida el desconcierto que se apoderó de quien, siempre en palabras del virrey, fue un “militar Patricio”. La colocación de la mayúscula es significativa. Probablemente fue más un gran señor, acaudalado y bien relacionado, que un soldado.

Como los hechos demostraron, con los triunfos que obtuvieron a continuación las armas realistas, Abascal, y no Goyeneche, acertó en su análisis de la situación. En todo caso, renunciar al mando frente al enemigo y en un momento delicado no dice mucho a favor del general. Se le debe reconocer, en cambio, el mérito de haber creado sobre la base de unas Milicias mediocres y de reclutas un excelente ejército que defendió los derechos del Rey en esa parte de América hasta Ayacucho. También conviene señalar que las tropas que mandó fueron íntegramente americanas, con la única excepción de algunos mandos, y que siempre mostraron una lealtad a toda prueba.

Resulta notable que su desairada salida de Lima en nada afectara la espléndida trayectoria que inició tras su vuelta a la Península. De regreso a España, desempeñó una gran variedad de cargos, que reflejaban la confianza que Fernando VII depositaba en él. El 13 de octubre de 1814, le ascendió a teniente general.

Fue nombrado el 1 de enero de 1816 vocal de la Junta de Generales de Ultramar. El 23 de junio de 1820, pasó a ser presidente de la Junta de Arreglo del Comercio de América con la Península y el Extranjero.

El 1 de agosto de 1825 fue designado vocal de la Junta para Entender de los Asuntos de Filipinas, y el 3 de septiembre, vocal de la Real Junta Consultiva de Gobierno. El 12 de marzo de 1829, se le escogió para redactar el reglamento del puerto franco de Cádiz; el 17 de octubre se le nombró comisario regio del Banco Español de San Fernando y 1 de diciembre recibió los honores y prerrogativas de consejero de Estado. El 27 de mayo de 1831 se le eligió regidor perpetuo de Cádiz. Con el fallecimiento del Rey no cesaron las distinciones: el 23 de junio de 1834, fue designado prócer del reino. El 24 de agosto de 1845, senador vitalicio.

Multitud de honores acompañaron tan distinguida carrera. Fue nombrado el 2 de agosto de 1815 conde Huaqui por su victoria en América. El 4 de septiembre de 1846 recibió la Grandeza de España de 1.ª Clase, siendo el único título peruano que alcanzó esa distinción. El 13 de octubre de 1816 recibió la llave de gentilhombre de cámara en ejercicio. Poseía las grandes Cruces de Carlos III, Isabel la Católica, San Fernando y San Hermenegildo, y la Encomienda de la Orden Pontificia de San Alberto Magno. Era caballero de Santiago.

Murió a las tres horas y veinticinco minutos de la madrugada del 10 de octubre de 1846 en su casa, en Madrid, soltero y sin descendencia directa.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General Militar (Segovia), leg. G-2202.

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Julio Albi de la Cuesta