Ríos y Lisperguer, Catalina de los. La Quintrala. Santiago de Chile (Chile), c. 1604 – I.1665. Dama famosa por su sadismo criminal.
Hija legítima de Gonzalo de los Ríos y Encío, capitán de las guerras de Arauco, asistente a la fundación de Chillán, corregidor y encomendero de Santiago, y de Catalina Flores y Lisperguer, pertenecientes a la nobleza de la capital del reino. En ella convergían genes de orígenes tan dispares como Alemania, Andalucía, Canarias, Castilla, Galicia, Génova, Guipúzcoa, Navarra y la autóctona de los incásicos caciques de Talagante e Ilabe, mestizaje con el cual se ha querido explicar la vesania de la biografiada. Desde niña recibió el apodo de Quintrala, por ser pelirroja, color de la flor de la planta parásita llamada quintral. Cuando crecía por el tercer lustro de su vida, huérfana de padre, primero, y de madre después, quedó de tutora su abuela Águeda Flores y Talagante, mestiza de alemán e india, quien la cuidó cariñosamente y se esforzó para conseguirle ocupar el sitio distinguido que le correspondía en la aristocracia. La joven Catalina creció entre indios de encomienda, domésticos mestizos y esclavos africanos. Algunos de los cuales tenían conocimientos de yerbatería, encantamientos, brujería y hechicería, inclinación que le venía al menos por su abuela paterna María de Encío. El sentimiento del poder de su familia en lo económico, social y político se coaligó en su mente con aquellos otros poderes adquiridos con la magia, donde se mezclaba con un acendrado culto católico, cuyo antagonismo debió abrumar su conciencia; tenía momentos de misticismo, especialmente en sus años de madurez, pues quería congraciarse con Dios después de sufrir crisis de sadismo y de maldad. Aunque se dijo que había envenenado a su padre esto no se ha comprobado; sin embargo, sí se comprobó su culpabilidad en el asesinato del caballero de la Orden Militar de San Juan de Jerusalén, Rodas y Malta Enrique Enríquez de Guzmán, con quien tenía relaciones amorosas, al que mandó matar una noche de mayo de 1624 y cuyo crimen presenció desde una ventana de su morada. Por ello fue multada a pagar seis mil pesos, debido al valimiento de su cuñado el oidor de la Audiencia de Lima Blas Torres Altamirano, sentencia que se rebajó a cuatro mil pesos el 12 de marzo de 1626. Mas suerte tuvo otro enamorado, Martín de la Ensenada, al que sólo le cercenó la oreja izquierda. Su abuela pensó que un buen remedio para su cruel nieta sería el matrimonio. Dorándola con una suculenta dote, la casó, el 9 de enero de 1631 con un hidalgo viudo de 47 años de edad, el capitán Alonso de Campofrío de Carvajal, con el cual engendró un hijo que idolatraba, que murió a los nueve años de edad. Ni matrimonio ni maternidad aplacaron el sadismo de Doña Catalina con sus esclavos y domésticos. Al contrario, después de la muerte (c. 1641) del hijo único Gonzalo, su vesania empeoró. Les arrancaba pedazos de su cuerpo con garfios de hierro, los marcaba a fuego, los descuartizaba o les ponía púas aguzadas entre las uñas y la carne viva de los dedos de los pies. Le gustaba ver correr sangre, el espanto, los gemidos y el dolor de las víctimas. Existe un testimonio del cura de la parroquia de la Ligua, cercana a sus tierras y encomienda, que dice: “se complace en una lenta y cruel matanza de su servidumbre; separa a los esposos de sus mujeres; a los padres de sus hijos; tiene a sus servidores desnudos, los acribilla con fuertes azotes, deja la piel desnuda y sobre ella vierte cera o miel caliente; otras veces les pone ají en las llagas abiertas. Les frota los ojos con ortigas, quema sus bocas con alimentos que hierven, los deja morir sin sacramentos.” Nada pudieron las autoridades civiles y eclesiásticas contra el poder de los Lisperguer y de su entorno. En 1633 el oidor Cristóbal de la Cerda dio cuenta al tribunal que el capitán Juan Venegas se había querellado criminalmente contra Catalina de los Ríos por tentativa de asesinato de su hijo, el licenciado Luis Venegas, cura de la Ligua, quien fue apaleado por sicarios supuestamente mandados por la Quintrala, pero no fue posible comprobar su complicidad. Se presume que el trasfondo fue la enemistad entre el obispo Salcedo y los frailes de San Agustín, que protegía Doña Catalina y su familia y se beneficiaban con sus dones. Sus maldades y locuras no pudieron mantenerse en secreto e impunidad por tanto tiempo. Fue procesada finalmente en 1660 por orden de la Real Audiencia y conducida presa a Santiago desde su hacienda de la Ligua, donde de ordinario residía, por el oidor Huerta Gutiérrez. Además de los castigos y crueldades injustificadas que imponía a sus sirvientes y esclavos, además de las infracciones cometidas por ella contra la tasa establecida por el Rey, este oidor que había votado por su pena de muerte en el juicio por el crimen del Caballero de Malta Enríquez de Guzmán comprobó de un modo fehaciente 39 asesinatos más debidos a ella. Sin embargo, después de largas dilaciones, gracias al cohecho, a las dádivas y a las influencias y presiones de ella misma y de su parentela, también con la anuencia de gobernador Meneses, vino a morir viuda sin castigo con más de 60 años de edad, siendo sepultada en la iglesia de San Agustín el 16 de enero de 1665. En su testamento fechado en Santiago el 8 de enero ante el escribano Pedro Vélez Pantoja, que no firmó por no saber, dejó de heredera a su alma y algunas otras mandas. Ordena que le hagan honras fúnebres, misa cantada con responsos, novenario de misas cantadas, además de mil misas rezadas por religiosos agustinos, otras en diversas festividades a perpetuidad y ciertas obras pías. A los indios de su encomienda les manda dar un vestuario de paño de Quito y mil pesos en ganado ovejuno y que “por los difuntos se digan quinientas misas”. Estas postrimeras órdenes podrían significar un asomo de arrepentimiento en esta mujer que sufrió una grave patología.
Bibl.: M. L. Amunátegui, El Terremoto del 13 de mayo de 1647. Santiago, Rafael Jover, 1882, págs. 78 y 81-93; V. Maturana, Historia de los Agustinos en Chile, t. I, Santiago, 1904, págs. 163 y 300-308; J. T. Medina, Diccionario Biográfico Colonial de Chile, Santiago, Imp. Elzeviriana, 1906, págs. 747-748. B. Vicuña Mackenna, Los Lisperguer y la Quintrala, introd. y notas de J. Eyzaguirre, Santiago, Zig-Zag, 1950; I. Cano Roldán, La Mujer en el Reyno de Chile, Santiago, Ed. Gabriela Mistral, 1980, págs. 426-444; I. Cuadra, La Quintrala en la literatura chilena. Madrid, Ed. Pliegos, 1999 (Col. Pliegos de Ensayo).
Isidoro Vázquez de Acuña y García del Postigo