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Rafael Guerra Bejarano

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Biografía

Guerra Bejarano, Rafael. Guerrita. Córdoba, 6.III.1862 – 21.II.1941. Torero.

Rafael Guerra nació en una familia relacionada, pero dolida, con el mundo de los toros: su tía Juana Bejarano, hermana de su madre, estaba casada con el célebre José Rodríguez Pepete, muerto en Madrid a consecuencia de la cornada que en 1862 le infirió el toro Jocinero, de Miura, precisamente el mismo año en el que nació Guerrita. José Guerra, su padre, trabajaba de portero, o llavero, en el matadero de Córdoba; su familia materna, por su parte, poseía una tenería o fábrica de curtidos, de la que, según Cossío, “la madre de Guerrita era partícipe, con cuyos ingresos y los del empleo del padre vivían con desahogo. No supo, pues, Guerrita, en sus primeros años, de abandono ni necesidades”. Tras cursar las primeras letras, Rafael acompañó a su padre al matadero, y allí tuvo, a escondidas de su progenitor, su primer contacto con las reses, siempre en compañía de sus inseparables amigos y tocayos Rafael Bejarano Torerito y Rafael Rodríguez Mojino. Con la intención de apartarle de esta incipiente pero firme afición, los padres de Guerrita decidieron que éste acudiera a un colegio en Archidona, con objeto de que preparase su ingreso en la carrera militar. De regreso a Córdoba, y tras torear un día en el matadero en presencia de su padre, de quien por fin obtuvo permiso para bajar al improvisado ruedo —y después también de recibir los encendidos elogios de los presentes— Guerrita consiguió entrar como banderillero en la cuadrilla denominada “Los Niños de Córdoba”, todos hijos o sobrinos de diestros de fama.

Se anunció entonces como Llaverito.

Según Peña y Goñi, debutó en Córdoba el 15 de octubre de 1876. Cossío indica que el 15 de julio de 1877 actuó en Sevilla, si bien Peña y Goñi señala que durante ese año no toreó. En 1878 lidió y mató los primeros novillos en Alcoy y Cabra y, al año siguiente, en Córdoba. El 26 de junio de ese mismo año 79 toreó en la plaza de los Campos Elíseos, de Madrid (según Peña y Goñi como matador y según Cossío como banderillero); el 28 de agosto actuó de manera circunstancial en Linares en la cuadrilla de Frascuelo y, al día siguiente, mató un novillo en esa misma localidad jienense. La historia de Rafael Guerra tomó un nuevo rumbo cuando a partir de 1881 se colocó fijo —junto a sus compañeros Torerito y Mojino— en la cuadrilla de Manuel Fuentes Bocanegra. En los años siguientes ganó fama de notabilísimo banderillero, toreó mucho y en diferentes cuadrillas, apodándose Guerrita a partir de 1882. Un nuevo paso importante en su carrera fue su colocación en ese año de 1882 en la cuadrilla de Fernando Gómez El Gallo. En las siguientes temporadas adquirió tal fama y maestría como banderillero, que no sólo Antonio Carmona Gordito se lo reconoció públicamente al abrazarle en el ruedo madrileño, sino que incluso en la revista La Lidia se escribió, según texto recogido por Cossío, lo siguiente: “No cabe acercarse ya a la cara de las reses con más elegancia, con más desembarazo, como arte y valor, digámoslo así, que lo que usted hace y practica ante los absortos aficionados”.

Y añade el propio Cossío: “Tal fue la fama de Guerrita como banderillero, que se dijo entonces y se ha repetido por muchos que a llevarle en su cuadrilla debió Fernando el Gallo muchas de sus contratas. Es cierto que algunas empresas le imponían como condición el que le acompañara Guerrita, y que la actuación de éste era tenida por el público en tanto como la de un maestro; pero no debe exagerarse la referencia, pues el Gallo, maravilloso torero y mediadísimo matador, con Guerrita y sin él había sabido mantener siempre su puesto en el toreo”. En 1885 y 1886 toreó Guerrita en la cuadrilla de Lagartijo, diestro éste que le cedió algún toro en diferentes plazas, incluida la de Madrid.

Rafael Guerra tomó la alternativa el 29 de septiembre de 1887. Lagartijo le cedió la lidia y muerte del toro Arrecío, de Francisco Gallardo; los otros cinco pertenecieron a la ganadería de Juan Vázquez. Según Pérez López y Cossío, en el cartel de esta corrida se copió literalmente la frase que había aparecido en el de la alternativa de Lagartijo: “Rafael Guerra ‘Guerrita’ alternará por primera vez en esta plaza, confiando más bien en la indulgencia del público que en sus propios merecimientos, y procurará llenar su cometido con el mayor lucimiento posible”. Al año siguiente Guerrita toreó setenta y cinco corridas, diecisiete de ellas en Madrid, sólo una menos que Lagartijo, entablándose entonces una rivalidad con Manuel García El Espartero que fue “imposible de sostener para el diestro sevillano”, según Cossío.

Figura del toreo desde su primer año como matador de toros, El Bachiller Gonzáles de Ribera le dedica un párrafo que resume muy bien el clima que en el toreo se vivía en aquellos momentos: “La plaza de Madrid se volvía loca con él. Lo mimaba, le pasaba deficiencias al herir, ansiaba que se corrigiese en aquellos defectos; la Prensa, unánime, salvo algún pobre dómine que anunció campanudamente cuando Rafael II [en referencia a Lagartijo, que era Rafael I] tomó la alternativa que no sería nunca matador de toros, estaba de su lado y le jaleaba y le encumbraba. Lagartijo no se apartaba un instante de él. Parecía como si le prohijase todo el mundo. Sobaquillo le llamó l’enfant terrible. A Peña y Goñi se le caía la baba con él. De Luis Carmena no hay que hablar. Había absoluta conformidad de pareceres, y Guerra en la plaza madrileña vivía como en su casa”.

Y añade Cossío: “La temporada de 1889 tuvo parecidas características. Sus grandes faenas se contaron por corridas. Era el predilecto de todos los públicos de España; pero éste había de ser el último año que podría torear sin conocer los sinsabores del desvío y la hostilidad injustificados del público, a menos que se tomen como justificación de sus malas pasiones la perfección y facilidad con que el gran torero sostenía en esto su cartel”.

Explica Cossío que la corrida de despedida de Frascuelo, celebrada en Madrid el 12 de mayo de 1890, marcó un punto de inflexión en las simpatías que los partidarios de Lagartijo, el gran rival en el ruedo de Frascuelo, sintieron hacia Guerrita. Su participación en ese festejo, así como que banderilleara los toros del maestro que se retiraba, no fueron del agrado de los admiradores de Lagartijo, que comenzaron a hacer campaña en su contra. Probablemente sin él desearlo, Guerrita se encontró situado en el centro de una polémica a él ajena, una agria disputa entre unos y otros aficionados que sólo perjudicó al propio Rafael Guerra.

“Revisteros lagartijistas, partidarios hasta entonces de Guerrita, le regateaban méritos, o lanzaban sobre él envenenados juicios que enturbiaban aún más la atmósfera que iba rodeándole. [...] Las plumas frascuelistas, desde La Lidia y El Toreo, trataron de neutralizar la campaña, pero ineficazmente, pues aparte la escasa difusión de estas revistas, era el odio a Lagartijo y no la admiración por Guerra lo que las movía.

[...] Las injusticias de la Prensa lagartijista, si no toda sí la más influyente, llegaron a lo sumo. Mariano de Cavia llegó a llamar a Guerrita subcordobés. Todo se le discutía y censuraba”, señala Cossío.

Sin embargo, nada de esto hizo mella ni en el ánimo, ni en la fama, ni en la trayectoria ascendente de Guerrita.

Duramente enjuiciado en algunos momentos de su carrera en Madrid, plaza en la que toreó un total de 136 corridas, de Rafael Guerra es la famosa frase “en Madrid, que toree San Isidro”, dicha en un momento de desencuentro con la afición de la capital. Pese a la frase, desde que en 1887 tomó la alternativa, Guerrita no faltó ni una sola temporada de la plaza de Madrid.

Ya quedó dicho que en 1888 toreó diecisiete corridas; en los años posteriores realizó los siguientes paseíllos: nueve en 1889, veinte en 1890, diecinueve en 1891, dos en 1892, diecisiete en 1893, catorce en 1894, uno en 1895, dos en 1896, doce en 1897, catorce en 1898 y siete en 1899, el año de su retirada. Debe quedar constancia, no obstante, que en 1895 y 1896 se negó a torear en el abono madrileño, y que en 1895 sólo lo hizo el 17 de octubre en un festejo que organizó la Cruz Roja a beneficio de los soldados heridos en la guerra de las colonias, y en 1896 participó en la Corrida de Beneficencia y en otra a beneficio de los heridos en las contiendas de Cuba y Filipinas. Acusado de ganar mucho dinero y de arrimarse poco a los toros, en los años siguientes la situación seguía siendo insostenible, hasta que tras hacer el paseíllo el 11 de junio de 1899, y oír una pitada y una bronca monumentales, manifestó: “No toreo más en Madrid ni para el beneficio de María Santísima”. Y añade Cossío: “Su impopularidad se contagió a los demás públicos, y las manifestaciones de protesta fueron continuas en Bilbao, en San Sebastián, en Salamanca, en Valladolid...

Sin dejar transparentar su resolución, decidió retirarse, y cumplidos sus compromisos en Zaragoza, dio por terminada su vida taurina. Su retirada no fue obra del cálculo, sino mandato de las circunstancias, que le imponían una tensión y un esfuerzo en la brega insoportable hasta para sus facultades excepcionales de torero. Despidiéndose de los hombres de su cuadrilla, dicen que lloraba como un chiquillo repitiéndose: ‘Yo no me voy de los toros. Me echan’. Y así era, en efecto. La historia taurina de Guerrita fue una pugna constante entre un carácter indomable y un público que no se resignaba al no verle humillado y condescendiente.

Aparentemente, en esta pugna venció el público, pero en realidad el triunfo fue del espada”.

A lo que añade Néstor Luján con sabias y hermosas palabras: “La historia de la retirada de Guerrita es curiosa y triste. Hacía mucho tiempo que el público le escarnecía en cada corrida. Era demasiado fácil su problema plástico ante los toros, y el público puede soportar todos los matices en la lucha contra la muerte, menos el de la sabiduría que trae como secuela una facilidad inmutable. La serenidad que resulta de un dominio absoluto de las suertes, es insoportable para el público, aunque sea por conseguir la elegancia o por dorar con purpurina la hojarasca de la vistosidad.

Lo que no tolera es la tragedia no formulada, el dominio natural y sencillo. No tolera que al salir el torero a la plaza se sepa todo lo que hará el torero, aunque seaperfecto y aunque ello se vaya cumpliendo punto por punto, sin tropiezo. Quiere que la pechera de su héroe esté mojada, en algún momento, por la rosa trágica, palpitante y muda, del miedo. Y el Guerra, con la cabeza alta, llevaba siempre los ojos claros y secos, sin el ramaje del pánico ni de la emoción”.

Muy importante es la opinión de Antonio Peña y Goñi, un prestigioso crítico, director de la revista La Lidia, que vivió aquella época y escribió con conocimiento de causa: “Guerrita es, en mi opinión, el torero más grande y completo de cuantos he conocido.

[No hay] ninguno que haya tenido sus facultades ni podido, por lo tanto, aplicarlas con más eficacia y más brillantez a las múltiples suertes que constituyen la lidia de reses bravas. [...] Después de Lagartijo y Frascuelo ha llenado una época; no ha sido mono de imitación, no ha copiado a nadie, ha aprendido de los dos lo que le ha parecido más conveniente, que ha sido mucho, para amoldarlo a su temperamento y alcanzar luego sobresaliente personalidad”.

Rafael Guerra fue importante por sus éxitos y por su trayectoria en Madrid (a pesar de —o quizá, debido a— sus desencuentros con la afición) y en el resto de la plazas; pero lo que le hizo verdaderamente grande fue la herencia que dejó en el toreo; por su huella, cuyo rastro se aprecia en cualquiera de los toreros contemporáneos. De ahí que Pepe Alameda repita más adelante en su libro “a Guerrita hay que buscarlo, digo, en su Tauromaquia, en la escrita en letras de molde y en la plasmada sobre la arena”. Sus aportaciones teóricas —y prácticas, naturalmente— alcanzaron a la verónica (“a la vieja verónica de frente, la pone de costado”, dice Alameda), al tiempo que preconiza que no se muevan ambos brazos a la vez, sino que “vaciará trayendo la mano izquierda al costado derecho y alargando el brazo derecho, o viceversa, según del lado de que se practique”, explica Guerrita, lo que dará profundidad y compás a la verónica, evitándose las rigideces antiguas.

No se trata, aquí, desde luego, de transcribir todas las aportaciones de Rafael Guerra, que fueron muchas, pero sí de dejar constancia, al menos, de un hallazgo de primer orden relativo al pase natural. En su Tauromaquia, Guerrita comienza a explicar la “ligazón” (la unión de un pase con otro sin solución de continuidad), cuando dice: “Rematará girando y estirando el brazo hacia atrás... a la vez que imprime a los pies el movimiento preciso para que una vez terminado el pase quede el diestro en disposición de repetirlo”.

Aquí está, en estas treinta y tres palabras, la génesis del toreo moderno. Y lo mismo sucede, según explica Alameda, en el cite para el pase natural, para el que adelantaba la pierna derecha. Y el testimonio lo encuentra en una censura que, paradójicamente, le hace el escritor F. Bleu: “Muleteó toda su vida con las piernas abiertas, sin que sirviese la disculpa de sus panegiristas de que adelantaba el pie derecho en los pases naturales”.

En pocas palabras, Don Ventura describe la vital importancia de Guerrita: “El equilibrio de los tercios, la extensión de conocimientos y disposiciones, la plenitud de aplicación de normas que Francisco Montes [Paquiro] estableciera, culminan en Guerrita y hacen de él un torero cuya potencia mental y cuyo contenido superan a cuantos valores le precedieron. Maestro insuperable en los tres tercios de la lidia y con espléndidas facultades físicas, todo se juntó en él para acrecentar su celebridad, y por hacerse dueño de la situación y ejercer una hegemonía que ningún otro torero tuvo se vio combatido con acritud, cuya animadversión precipitó su retirada, que efectuó después de torear en Zaragoza el 15 de octubre de 1899, última vez que vistió el traje de luces”. Ese día no sólo se cerró una brillante historia personal brillante, sino que, para los toros, finalizó el siglo xix, magnífico y apasionante.

Una vez retirado, dejó dicha una frase cargada de leyenda, que se ha repetido hasta la saciedad: “Después de mí, naide, y después de naide, Fuentes”. Así era Rafael Guerra, vanidoso, soberbio y genial a partes iguales.

Matador de toros de una talla excepcional, es considerado el II Califa del Toreo, por detrás en el tiempo de Lagartijo, y por delante de Machaquito, Manolete y El Cordobés. Guerrita fue, según Don Ventura, “maestro insuperable en la profesión que le deparó celebridad.

Está considerado como el torero más grande y completo del siglo xix, como el lidiador ejemplar de todos los tiempos, por haber coincidido en él —debidamente enfrentadas y sujetas a la ley de orden, de disciplina y de constante sabiduría— todas las aptitudes que se pueden exigir de un matador de toros”.

Rafael Guerra fue, además de un maestro en el ruedo, un pedagogo del toreo, en la línea de lo que años antes habían sido Pepe-Hillo y Paquiro. En 1896, a punto ya de retirarse de los ruedos, se publicó La tauromaquia de Guerrita, escrita por Leopoldo Vázquez, Luis Bandullo y Leopoldo López de Sáa, un texto inspirado en los conocimientos y teorías taurómacas del maestro cordobés. Por ese motivo PepeAlameda escribió con acierto: “A El Guerra hay que buscarlo en su Tauromaquia, de la que muy pocos se ocupan, y que es, ni más ni menos, el espejo anticipado de muchas realidades, la premonición de gran parte del toreo moderno. Guerrita es, como Cúchares, uno de los personajes más importantes de la historia del toreo, por su intuición de las formas y por su radio de influencia”.

Por este motivo, Guerrita ocupa un lugar privilegiado en la historia del toreo. Comparándole con otros diestros de primer orden, Néstor Luján encuentra las claves de su importancia: “Como torero ha sido, con Joselito y Chiclanero, el más completo.

Bien es verdad que no tuvo la elegancia indescriptible de Cara-Ancha toreando con el capote, ni la esbeltez de Lagartijo, ni la capacidad de fantasía de Fernando Gallito, ni el instinto y el gesto raro, patético, absolutamente humano, de Espartero. También es cierto que no tuvo la rotundidad de Mazzantini con la espada, ni el brazo exterminador, crispado en rayo, de Frascuelo. Pero a todos ellos adelantó en conjunto y los venció en el tablero de su inteligencia de estratega, de torero hábil y valiente”.

 

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José Luis Ramón Carrión