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Juan Gómez de Mora

Biografía

Gómez de Mora, Juan. Cuenca, 26.V.1586 ant. – Madrid, II.1648. Arquitecto.

El 26 de mayo de 1586 Juan Gómez de Mora fue bautizado en la iglesia de Santa Cruz de Cuenca. Fue hijo del matrimonio formado por el pintor Juan Gómez y Francisca de Mora, miembro de una familia dedicada a la construcción. Era el segundo de cinco hermanos llamados: Miguel, Gonzalo, Francisco y Francisco (que toma el nombre a la muerte del anterior). Su padre pertenecía a una estirpe de pintores arraigada en la ciudad en el segundo tercio del siglo xvi y había realizado una obra muy estimada. Francisca de Mora era hermana del arquitecto Francisco de Mora, el cual a los veintiséis años había sido nombrado por el rey Felipe II ayudante del arquitecto de El Escorial, Juan de Herrera. Una de las hijas de Mora, Catalina, contrajo matrimonio con Baltasar Porreño, bachiller y licenciado por la Universidad de Alcalá de Henares y capellán del obispo de Cuenca, Pedro Portocarrero. Porreño, en sus escritos de elogio a Felipe II hace referencia a Francisco de Mora: “Tenía el monarca tanta destreza para disponer trazas, que Francisco de Mora, trazador mayor suyo y Juan de Herrera su antecesor, le traían la primera planta así para disponer o quitar como si fuese Vitrubio o Serlio. Y por ser así su destreza, tenía mi tío Francisco de Mora todos los días una hora determinada para acudir a la consulta de las trazas de Su Majestad”. Estas declaraciones vienen a demostrar que Francisco de Mora había alcanzado una situación de preeminencia en el ámbito de las obras reales, lo cual ha de redundar más tarde en su sobrino, Juan Gómez de Mora.

Francisco de Mora tras una labor constructiva en Cuenca de cierta consideración, abandonó su ciudad natal para instalarse en la capital. Y este hecho pudo repercutir en la decisión tomada por Juan Gómez y Francisca de Mora de trasladarse también a Madrid en unión de toda su familia.

El traslado se llevó a cabo en el año 1590 y provisionalmente el matrimonio y sus hijos se instalaron en la casa de Francisco de Mora. Poco tiempo, después por razones de trabajo del padre, marcharon a El Escorial, donde Juan Gómez fue nombrado por el rey Felipe II pintor de cámara, encomendándosele como inicial tarea el retocado de los cuadros de Luqueto y F. Zúcaro que había en el monasterio. Fue un trabajo que agradó al Monarca, pues se documenta que aquella pintura no era del Rey “hasta quando el pincel dulce y suave de Juan Gómez la retocó”.

El traslado de la familia a El Escorial permitió a Juan Gómez de Mora vivir en este lugar su segunda infancia. Mientras el padre consolidaba su tarea como pintor en El Escorial, también hacía otros encargos, como el retablo de la Capilla Real de la Virgen de Atocha y el retablo mayor de la iglesia de San Bernabé en El Escorial de Abajo. Sin embargo, mientras la familia disfrutaba de una etapa de sosiego, Juan Gómez contrajo una grave dolencia a la que no fue ajeno el Monarca, pues por Real Cédula, Felipe II mandó “que Juan Gómez, su pintor, que esta viviendo en esta fábrica, se le den médico y medicinas el tempo que estuviere enfermo y viviese en ella según y como se da a los demás oficiales”. La grave enfermedad no fue superada y el pintor de Cuenca moría en el mes de noviembre de 1597, siendo sepultado en la iglesia de San Lorenzo, en una capilla al lado del Evangelio.

La infancia de Juan Gómez de Mora había transcurrido en El Escorial y no se debe omitir esta experiencia. Era muy joven todavía pero es muy posible que la calidad y el carácter innovador del edificio de El Escorial rozaran su sensibilidad a la par que pudo también participar en el fenómeno de tan singular construcción a través de conversaciones con su propio padre y con Francisco de Mora, tan directamente implicados en la obra. Sin duda vio levantar sus muros y es posible que se sintiera atento, en esta época tan temprana, a las fórmulas impuestas por las reglas del clasicismomanierismo, vertidas en su esencia. Vio sin duda, a su corta edad, nacer la fuerza de un estilo y mucho pudo ser asimilado, pues sin duda quedó avivado en el recuerdo a juzgar por la línea rigorista que ha de imponerse a su futuro arquitectónico.

Tras la muerte del padre, Francisca de Mora se trasladó junto a sus hijos a Madrid, donde también centró su vida la familia de Francisco de Mora al ser nombrado maestro mayor del Ayuntamiento de la capital. Se iniciaron los años de formación de los hijos de Francisca de Mora que tendrían en su hermano y tío a su mejor protector. Juan Gómez de Mora fue conducido a cargo de ayuda de trazador mayor, tal vez porque Mora ya reconoció en él ciertas cualidades para el desempeño de la arquitectura. Andrés dirigió sus pasos a la Universidad, especializándose en Jurisprudencia. Gonzalo también se sintió inclinado a la tarea constructiva, pero su temprana muerte, en 1632, truncó sus expectativas.

Francisca de Mora, a la muerte de su esposo fue atendida por el Rey con “cien ducados anuales en compensación a los servicios prestados a la Corona por el pintor Juan Gómez”. La familia se instaló en la calle de la Flor, en una vivienda cercana a Francisco de Mora, que siguió siendo el guardián de sus vidas. Refiriéndose a Juan Gómez de Mora se documenta: “Se crió en compañía de su tío, le hizo asistir al estudio de las Matemáticas establecido en Madrid, le enseñó la Arquitectura y procuró que el Rey le recibiese en su servicio y le diese por Ayudante”.

Son evidentes las enseñanzas fundamentales del protector, lecciones que se han de convertir en el seguidor en una sombra o consigna en un período venidero. Esta dependencia fue una de las razones por las que Juan Gómez de Mora se inclinó hacia una arquitectura tranquilizadora, que perfila una gran parte de su obra. Fue también un artista, desde sus comienzos, preocupado por el progreso del arte de construir y por ello supo revestir la arquitectura con una nueva vestimenta sin romper su esencia, por ello ha de plantear el hecho constructivo como un arte experimental, como un arte de concebir. Fue sin duda un seguidor del “modo clásico”. Sus formas se acogieron siempre a una simetría sistematizada dando nueva vida a la geometría intacta y a la forma pura en su lógica interna. Sus plantas obedecían a fórmulas escuetas y espacios unitarios y su arte siempre se expresó atraído por la proeza técnica del tardoclasicismo. Fue ante todo un mantenedor del sueño clásico y, manifestando su fe en la ciencia, condujo su obra a un desarrollo estructural en el que se percibe también la innovación, sin alteración alguna de los cánones.

Su protector, Francisco de Mora, murió en el mes de agosto de 1610. El Rey otorgó entonces a Juan Gómez de Mora el título de arquitecto mayor que había desempeñado su tío. También le capacitó para el cargo de aposentador y de ayuda de la furriera. Vio en él al mejor continuador de Francisco de Mora, seguramente porque ya había dejado la huella de su buen hacer en su inicial acercamiento a la arquitectura como ayuda de trazador. El nombramiento le llegó en febrero de 1611. Se había convertido, con veinticinco años, en el primer arquitecto de la Corte.

Como arquitecto real emprendió de inmediato obras tan significativas como la modernización del Alcázar, el coro de las Descalzas Reales, el Real Monasterio de la Encarnación y la iglesia de San Gil. Tales intervenciones le convirtieron en un arquitecto plenamente reconocido que comenzó a ejercer una gran influencia sobre la arquitectura de su tiempo.

Tenía veintiocho años cuando el 26 de enero de 1614 contrajo matrimonio con Inés Sarmiento de la Concha, viuda del contador real, Alonso Gutiérrez de Aguilar, que aportó al matrimonio cuatro hijos de su anterior enlace. La boda se celebró en la iglesia de Santiago, actuando como testigo el aposentador mayor de Palacio, Pedro Yermo. Tal vez motivado por esta nueva situación personal, el Rey elevó su sueldo a 400 ducados anuales, igualando sus honorarios a los que habían disfrutado su tío, Francisco de Mora, y el propio Juan de Herrera. El arquitecto demostró un gran afecto hacia los hijos de Inés Sarmiento, pues dotó con esplendidez a las dos hijas, que casaron con el contador del Rey, Juan de Salazar, y con el licenciado Gabriel Torres, perteneciente este último al ejército del Monarca. Pero su nueva situación familiar no impidió que siguiera prestando atención a su madre y hermanos. Su hermano Andrés, licenciado en Leyes, sería nombrado en 1632 catedrático por Decreto y en 1635, fiscal de la Real Audiencia de México. Su valía dio lugar a que Lope de Vega en su Justa Poética le dedicara un elogio en estos términos: “Andrés Gómez de Mora / el más gallardo supuesto / de la Academia de España / de las letras de arquitecto / como su ingenioso hermano / en edificios y templos”. La alabanza, como se advierte, también fue dirigida a Juan Gómez de Mora, pues para Lope de Vega también su arquitectura merecía ser autorizada. Otro de los hermanos, Gonzalo, llegó a ser trazador real y criado de Su Majestad.

Juan Gómez de Mora, en el año 1615, fue nombrado maestro mayor del Ayuntamiento de Madrid. Se hallaba en posesión de los dos cargos de mayor relieve, lo cual comporta el reconocimiento de su valía. En estos años fue forjando su madurez arquitectónica y fueron muchos los encargos, tanto de naturaleza civil como religiosa, que asumió. Los comanditarios eran exigentes por lo que el arquitecto fue ofreciendo los medios para no incidir en una simple repetición de modelos. Expresó su criterio de que la arquitectura debía superar la manera tradicional. Convencido de la validez de las formas clásicas trazó la monumental clerecía de Salamanca, por encargo de la Orden jesuítica, donde no dudó en aplicar la simetría más estructural, la regularidad y la variedad vignoliana.

También se hizo eco de las formas manieristas de Volterra y trazó las bernardas de Alcalá de Henares, donde satisfizo plenamente su acercamiento al sistema elipsoidal, emulando esquemas de composición italiana manierista, al igual que contribuyó a la armonía y proporción que aplicó a la nueva estructura renovadora del alcázar del Rey.

A través de estas y otras obras, Juan Gómez de Mora fue dominando una nueva arquitectura que no dudó en hacerla imagen de la perfección. Iba surgiendo el arquitecto que de manera autónoma fue definiendo la arquitectura sobre valores de similitud, sobre planos y superficies desnudas, planas y despojadas de ornamentos para que la luz pudiera ser absorbida por el plano levemente y así se convirtiera el plano con pleno derecho de arte.

En todo su trabajo siempre dio credibilidad al determinismo del entorno, por ello sus edificios se relacionan con el plano urbano estableciendo un diálogo exterior. Con ello quiso demostrar, también, su inquietud por el nivel de expresión de lo visual.

El rey Felipe III murió el 31 de marzo de 1621. Su arquitecto mayor fue el encargado de levantar los dos principales túmulos erigidos en el monasterio de Santo Domingo y en San Jerónimo el Real. Ambos diseños fúnebres parecían querer expresar lo que sentía su corazón ante la muerte del Monarca. En ambos túmulos la composición piramidal era exacta, la regularidad y la forma simple y desornamentada se aliaron a la analogía composicional. Eran nociones adelantadas que su pluma sublimó con los efectos producidos por la luz que se detenían en el cuerpo depositado en el féretro. La arquitectura de sepultura que propuso Juan Gómez de Mora alcanzó la proporción perfecta sobre el presbiterio del templo. Era un monumento desnudo, despojado y sólo lo cubre una decoración simbólica que era mezcla de sensaciones entre la sombra y la esperanza.

Tras la muerte del Rey, subió al trono su hijo, Felipe IV. En el reinado anterior se había dejado sentir el gobierno del duque de Lerma, promotor de varias obras a las que el arquitecto había contribuido, como el convento franciscano de Valdemoro. Con Felipe IV el valimiento lo ejerció el conde-duque de Olivares, que no demostró ningún tipo de afecto por el arquitecto, que tan fielmente había servido al gobierno anterior. El nuevo valido aparcó al arquitecto español y confíó en artistas secundarios elevando especialmente al italiano Juan Bautista Crescenci, que ya por su ambición y prerrogativas en la Corte se había convertido en rival del arquitecto y en claro oponente para ocupar sus reales cargos. A Crescenci, hombre culto y amante de las artes, el conde-duque de Olivares le implicó en la tarea más destacable del programa de obras reales, pues le otorgó la superintendencia de la construcción del Real Sitio del Buen Retiro. La construcción, en su sentido manual estricto, fue confiada al aparejador real Alonso Carbonel. Este hecho significativo de desdén por el arquitecto aumentó su efecto cuando el mismo grupo de intrigantes le culparon de que, desde su puesto de aposentador real, había sustraído un cuadro de Tiziano, de las colecciones reales, para regalárselo al letrado Simón Lorenzo Ramírez, colocando en su lugar una copia. Las pruebas habían sido amañadas y no debieron convencer al Rey, ya que no retiró la confianza que tenía depositada en el arquitecto, pues en pleno conflicto le encargó las trazas de su pabellón de la Zarzuela y Torre de la Parada. Sin embargo, sí que consiguieron que se le retiraran al arquitecto parte de sus emolumentos y es una muy clara evidencia de la intriga acusadora el hecho de que, tras la destitución de Olivares en 1643, sus cargos y honorarios perdidos le fueron restituidos. En el interior del conflicto, no obstante, Juan Gómez de Mora tuvo una intensa actividad, entre la que destaca un viaje a Murcia para inspeccionar el plan de regadíos puesto en marcha y que él mismo orientó. Crescenci había muerto en 1635 sin ostentar los cargos de arquitecto principal del Rey ni arquitecto mayor del Concejo madrileño; tampoco su nombre había alcanzado un nivel favorable en la Corte, pues en un informe de su compatriota Monanni, fechado del 15 de marzo de 1635, se dice: “El marqués de la Torre que sirvió como arquitecto principal a su Majestad ha muerto. Y quizás abreviaron sus días las disputas que tuvo que sufrir con la construcción del panteón de El Escorial y especialmente con la construcción del Buen Retiro cuando tuvo trato frecuente con Olivares y sufrió humillaciones”.

Del enlace de Juan Gómez de Mora con Inés Sarmiento de la Concha nació una sola hija, Petronila, la cual contrajo matrimonio con Juan Melgarejo Ponce de León, que fue miembro del Consejo de Su Majestad y oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo en Nueva España. De esta unión nació el único nieto de Juan Gómez de Mora, Juan Francisco Melgarejo Gómez. Pero a tales satisfacciones personales se unió la tragedia de la muerte de Inés Sarmiento de la Concha, acaecida el 1 de septiembre de 1638. Este matrimonio se había consolidado a la par que el arquitecto alcanzaba su plena estabilidad profesional. Fueron años felices y de labor profesional ininterrumpida en la que se habían alternado obras reales, municipales y privadas. En este tiempo, terminó la construcción del alcázar, realizó un bello proyecto para la capilla de San Isidro, proyectó el ochavo de la catedral de Toledo, dio forma al nuevo Ayuntamiento y reestructuró la vieja Cárcel de Corte. A esta labor también se sumó otra serie de intervenciones en arquitectura de vivienda y religiosa, como los templos de Caballero de Gracia y de San Luis de los Franceses.

El 3 de enero de 1639 contrajo un segundo matrimonio con Antonia Romana, viuda también de Francisco Caxa, con el que había tenido seis hijos. La ceremonia tuvo lugar en la iglesia de Santiago, templo al que se sentía muy vinculada la familia, quizás porque allí tuvo lugar el enterramiento de Francisco de Mora. Pero la nueva vida familiar del arquitecto se vio interrumpida con la muerte de su madre, Francisca de Mora, en quien siempre había encontrado sostén. En su vida también pesaban todas las acusaciones que se habían hecho contra él, a las que ya se ha hecho alusión. Fueron acusaciones llevadas ante el fiscal de los Consejos Reales de Hacienda y Junta de Obras y Bosques. Juan Gómez de Mora rebatiría con energía las acusaciones, probando su inocencia en un valioso documento que parece tener un tono “preceptivo”, ya que en sus contestaciones se integró una extensa declaración de principios, que atañían tanto a la práctica como a la teoría de la arquitectura y a su actividad profesional y a sus responsabilidades. El texto ofrece una serie de conceptos sobre el fin de la arquitectura, la definición del arquitecto y la práctica constructiva, tomando como base a Vitrubio y a los teóricos antiguos y modernos. Filtró a través de sus declaraciones la ética desarrollada por él y su equipo en el levantamiento del alcázar y también la no reconciliación entre técnica y teoría arquitectónica, fundamentándose su reflexión en una serie de citas clásicas que demostraban sus amplios conocimientos culturales. Insistía en la contrapartida de los términos: ejecución y creación arquitectónica. Su defensa ante el fiscal revelaba la cualidad experimentalista de su arte y su búsqueda de la autonomía en sus edificaciones. Sus declaraciones eran también claras expresiones de su conducta: “Coayuda el que el tiempo que ha servido en estas obras de Su Majestad ha dejado de acudir a los salarios que tiene fuera de la Villa y a muchos que en ella se le han ofrecido de Señores y Comunidades porque les visitase las obras que con trazas suyas se han hecho y executado gastando noches y días en asistir de modo a la execución destas nuevas fábricas, que en muchas ocasiones se ha visto a la muerte vencido de tan insufrible trabajo, llevado con sumo gasto, solo afin de que Su majestad fuese bien servido y con el Juramente que tiene hecho de acertar y agradar y servir con puntualidad a su Rey”.

Es destacable la faceta literaria desarrollada por Juan Gómez de Mora. Además de la citada intervención ante el fiscal, defendiendo su honorabilidad arquitectónica, aportó también una serie de crónicas en las que relató con minuciosidad ceremonias destacables, como el Bautizo del príncipe Baltasar Carlos, el Juramento del mismo príncipe heredero y el Auto de Fe, celebrado en 1623. También merece ser reseñado el texto que escribió sobre los Sitios Reales más importantes de Felipe IV, relación que fue regalada al cardenal Barberini en su visita a España en 1626 y que fue bellamente ilustrada con una serie de dibujos de plantas y alzados. Tal códice se encuentra hoy en la Biblioteca Vaticana. También se puede incluir un libro de etiquetas conservado en el Archivo Real, cuyos dibujos y textos pueden serle atribuidos. Esta faceta literaria quizá tenga su sustentación en su rica biblioteca privada, la cual era espléndida en sus contenidos; al final de su vida tenía acopiados unos cuatrocientos ejemplares, lo que demuestra su inquietud intelectual y su fe en la ciencia.

Juan Gómez de Mora desarrolló su actividad arquitectónica a la par que el pintor Diego Velázquez en su etapa madrileña. Debió de mantener con él una serena relación, especialmente en las tareas de modernización del Real Alcázar. En ocasiones pudo incluso contar con su propio asesoramiento, como puede ser el caso de la decoración de la sala ochavada en tono italianizante. También se demuestra que tuvo relación con Eugenio Cajés, hijo de Patricio Cajés, traductor del libro sobre Órdenes de Vignola.

Tras su casamiento con Inés Sarmiento de la Concha, el arquitecto vivió en una casa propiedad del Rey, en cuyo inmueble se encontraba también la célebre Casa de las Matemáticas. Vivió en ella acomodadamente y gozó también del privilegio de poder encerrar su carruaje en una cochera que pertenecía a la Real Casa del Tesoro. A la muerte del arquitecto fue prorrogada la ocupación de dicha vivienda al nieto del arquitecto, “para que la posea toda su vida sin contrato alguno”.

Posiblemente fue director de la Academia de Matemáticas, ya que el puesto había correspondido siempre al maestro mayor del Rey. La Academia, en la que aprendió en su juventud, había sido creada por Felipe II y estuvo en la primera dirección el propio Juan de Herrera. Francisco de Mora también tuvo el mismo cargo directivo. La enseñanza en ella fue fomentada por el matemático portugués, Labaña. Juan Gómez de Mora realizó diversas modificaciones en la vivienda. El Rey se la había cedido “por sus días y por los de su mujer”.

Juan Gómez de Mora falleció en el mes de febrero de 1648. La hacienda se repartió entre los hijos de su mujer. Entre los bienes figuraba su sólida biblioteca, que con el tiempo fue vendida de forma fragmentada.

El análisis de su obra civil y religiosa se podría resumir en varios apartados. Se cita con preferencia los numerosos dibujos autógrafos con destino a una arquitectura de vivienda en la capital en los que estableció los principios capitales sobre regularidad, simetría, iluminación y orden. Prevalecía en ella un sistema unitario de fachada pretendiendo seguramente corregir la desconcertante y casi caótica situación del fachadismo madrileño heredado. Son numerosos los dibujos que se han conservado de su planteamiento doméstico y todos ellos son un indicativo del deseo de unificar la casa común o señorial madrileña. Los términos de composición eran escuetos. Nada perturbaba la sucesión regular de cada fachada. Dibujaba una pared maciza y nada se oponía a la racionalidad de un sistema de composición geométrico. Examinaba las posibilidades estructurales y mostraba el edificio estabilizado evitando englobarlo en la calle como un objeto aislado: la cuadralidad delimitaba la dualidad dentro-fuera, y la casa se inscribía en el cuadrado cerrándose la construcción en sí misma. El plano de base en el que la vivienda se inscribía incitaba a la homogeneización del contexto urbano en el que se emplazaba.

En términos de arquitectura religiosa se refugió en el tardo-clasicismo-manierismo de la época. En la clerecía de Salamanca, comenzada hacia 1615, demostró su dominio de la magnitud, que resolvió sometiéndolo a su voluntad de organización geométrica. Asoció términos escurialenses a la construcción al determinar su gigantismo arquitectónico y no dudó en hacer de su discurso un derivado de la proyectiva vignoliana.

En el tempo de las bernardas de Alcalá de Henares, encargo del obispo de Toledo, abordó el tema elíptico interfiriendo los espacios alternantes ovales y rectangulares. Procedió a una redefinición de los argumentos compositivos de Vignola y de Volterra, ya que eran muy escasos los precedentes elipsoidales locales. La obra se levantó también con un propósito urbano.

En el Panteón de El Escorial, obra en la que Crescenci colaboró en su aspecto suntuoso decorativo, hizo amplio uso de su intelectualismo convirtiendo el círculo en un sistema de representación poética. Fue una arquitectura edificante, concebida para desempeñar designios religiosos y políticos.

En la Plaza Mayor de Madrid hizo un planteamiento guiado por las necesidades de la ciudadanía, donde se podía celebrar mercado y espectáculo. Se trataba también de producir un espacio urbano reglamentado, epicentro de un gran sector de la ciudad, integrando en su vacío un gran edificio para acomodo de los habitantes de la ciudad. El emplazamiento colosal cubre la forma urbana ya que la plaza, abierta, se implica en las vías del espacio circundante. La Plaza Mayor esconde el concepto de ciudad que tenía Juan Gómez de Mora. En ella se dan cita la geometría y la encrucijada de ejes barrocos jerarquizados en el balcón real donde se apunta la toma de contacto con el desarrollo político que se vive. En la Plaza se salvaguarda, también, la acepción clásica de la arquitectura de columnas al que desplaza el nivel de la mirada para mostrar sus formas depuradas.

En la capilla de San Isidro previó ya su exentitud y su estética sorpresiva emocional. En el Ayuntamiento subrayó el zócalo horizontal asociado a la masa vertical y horizontal donde encuentra su razón estética el orden dórico. Es objeto dispuesto en una plaza que borra la imagen modesta de la arquitectura madrileña, pues la intención poética del artista le acercaba al orden y a la perfección, imitando algunos componentes del alcázar. En el palacete de la Zarzuela su postura es excéntrica, pues establece una relación en su interior cuadrangular con las inmediaciones. Eligió un alzado palladiano y lo cubrió con chimeneas y mansardas de evocación nórdica. Mantuvo los tradicionales planos de ladrillo en sabia combinación con los altos vanos. El suelo fue remarcado por un zócalo de piedra y el itinerario hacia el interior destacaba por una bella portada de línea serliana a la que coronó un leve frontón.

En la Torre de la Parada, en la que operó sobre una construcción anterior, supo envolver el viejo módulo en una bella estructura de ladrillo y piedra en la que se destacaba un airoso faldón torreado piramidal, de traza escueta que perfilaba sobre el horizonte el pabellón envolvente de austera factura.

En todas estas obras trató de adaptarse al territorio que circunscribía cada obra, lo cual era fruto de su lucidez y de su saber formal con el que reveló la situación nueva de la arquitectura, cuyo estado y génesis la iba reviviendo en sus dibujos.

Frente a la técnica que se reforzaba y ejerciendo la arquitectura como arte, trazó los conventos reales de Santa Isabel y el colegio de Nuestra Señora de Loreto.

En Santa Isabel eligió una planta que trascendía a la forma clásica a través de la consideración dada a la moderna de la cúpula, donde parecía limitarse a un planteamiento puramente teórico. Con ello ha tenido presente el rigor de la contemplación del hombre planteando en la cúpula del templo la pura evocación del espacio. En Nuestra Señora de Loreto, por ser colegio, incidió en la esencia de la arquitectura como expresión funcional.

Su incidencia en el urbanismo madrileño fue noción adelantada en su responsabilidad como arquitecto municipal. Pero hay una intervención que merece ser reseñada; es el trazado del paseo de Recoletos que abrió en amplia calzada tal vez intuyendo la ampliación o nueva cara de la capital en su extensión sur y norte.

Hacia 1644, y aprovechando, ya enfermo, sus últimas fuerzas, inscribió toda su audacia en el levantamiento del Ayuntamiento de Madrid. Como maestro mayor de la institución municipal y autor en origen del proyecto, quiso dejar implantado en su diseño su más puro estilo. Sus ideas esenciales han quedado en dos dibujos en los que el rigor compositivo es la constatación de su sobrio estilo arquitectónico. Es clara evocación del Palacio Nacional, la Casa del Rey, es imagen de seguridad por ser sus cuatro caras accesibles. Lo decora sin pérdida de su simplicidad atestiguando para la posteridad la claridad como uno de los valores principales de su estilo. Lástima que el programa se interrumpiera y que un diferente juicio en el ordenamiento alterara la construcción. A pesar del nuevo espíritu de otros arquitectos que le sucedieron, los términos primordiales de su estructura no han quedado sepultados. El edificio ha conservado la adaptación de su programa y su acento compositivo es todavía una respuesta al deseo de creación de un espacio municipal con una intención no sólo práctica sino también poética.

Al morir Juan Gómez de Mora en 1648 dejaba al frente de su obra inacabada a un fiel seguidor, José de Villareal, que empleó todos los medios para que el arte de quien había sido su maestro no se perdiera.

La obra de Juan Gómez de Mora no es estándar. Abrió la arquitectura a través de la especulación intelectual en un campo que daría acceso al futuro. Su obra quedó atrapada entre el período post-clásicomanierista y el barroco. Su obra por ello se mantuvo entre dos entidades indisociables, pero fue la última metáfora del orden y el triunfo de la razón en todas sus expresiones arquitectónicas.

 

Obras de ~: Modernización del Alcázar Real, Madrid; Coro de las Descalzas Reales, Madrid; Nueva estructura del Alcázar Real, Madrid; Coro del Real Monasterio de la Encarnación, Madrid; Coro de la Iglesia de San Gil, Madrid; Clerecía, Salamanca; Traza de las Bernardas, Alcalá de Henares; Sepultura de Felipe III; Convento franciscano, Valdemoro (Madrid); Trazas para el pabellón o palacete de la Zarzuela, Madrid; Trazas para la Torre de la Parada; Proyecto de la capilla de San Isidro, Madrid; Ochava de la catedral, Toledo; Reestructuración de la vieja Cárcel de Corte, Madrid; Templo del Caballero de Gracia, Madrid; Templo de San Luis de los Franceses, Madrid; Plaza Mayor, Madrid.

 

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Virginia Tovar Martín