Ramiro I de Asturias. ?, f. s. VIII – Oviedo (Asturias), 1.II.850. Rey de Asturias.
Accede al Trono en una fecha imprecisa, que quizá hay que situar a fines del año 842 o principios de 843, tras vencer a Nepociano, sucesor de Alfonso II el Casto.
La transición de la jefatura del Reino de Asturias de Alfonso II a Ramiro I está marcada por una serie de interrogantes de no fácil respuesta y una secuencia de hechos cuya interpretación y cronología tampoco es fácil de establecer. Ello es debido a la interesada parcialidad que en la narración de esos hechos ofrecen sus dos principales fuentes de conocimiento: la Crónica Albeldense y muy especialmente la Crónica de Alfonso III en sus dos redacciones. A pesar de su proximidad —unos cuarenta años— a los sucesos o acaso por eso mismo, la credibilidad de esos textos elaborados en tiempo de Alfonso III está lastrada por su intención de ofrecer una historia oficial del Reino que deje a salvo la legitimidad de Ramiro, abuelo del Rey Magno, y de preservar la buena imagen del más grande de los monarcas precedentes —Alfonso II—. Y lo hacen dando la impresión de una normal transición en la jefatura del Reino turbada sólo por la ilegítima intromisión de Nepociano, de quien se ocultan sus relaciones de parentesco con el Rey Casto y a quien se presenta como un verdadero “usurpador”, siguiendo la fórmula que aplica ese mismo tratamiento a otros pretendientes al trono, cuyas aspiraciones se impondrían en algún caso, como ocurrió con Mauregato, o se verían frustradas, como sucedió con el innominado oponente de Alfonso II, que lo desplaza por breve tiempo de la Corte ovetense, en el 801 u 802, o con el rebelde Fruela, al comienzo del reinado de Alfonso III.
Los documentos de archivo, que por su propio carácter de fuentes preterintencionales y por tanto, en principio, independientes, podrían contribuir a clarificar las evidentes e interesadas manipulaciones de los textos cronísticos, en especial la crónica regia, no sólo no ayudan a fijar los perfiles de la conflictiva transición sino que plantean nuevos problemas sobre la forma y el tiempo en que esa transición se produce.
Efectivamente, si se acepta como fecha de la muerte de Alfonso II la del 20 de marzo de 842 que fijan los obituarios ovetenses, cuya fiabilidad debe prevalecer sobre cualquier otro tipo de propuesta, y se admite que esa muerte coincide con el final del reinado efectivo del Rey Casto, hay que retrasar inevitablemente el comienzo del de Ramiro I, a tenor de los cómputos que proporcionan los textos cronísticos y una breve e interesante pieza analística próxima en el tiempo a ellos, la Nómina leonesa.
Ésta atribuye al reinado del nuevo Monarca una duración de siete años, ocho meses y diecinueve días; la Albeldense siete años, dando la data exacta y fiable de la muerte de Ramiro en el 1 de febrero de 850, el mismo tiempo que le atribuyen las dos versiones de la Crónica de Alfonso III. La interposición del reinado de Nepociano salva el desfase cronológico entre la fecha de la muerte de Alfonso y el comienzo del reinado de Ramiro. Sin embargo, ya resulta mucho más problemático el hecho de que varios documentos anteriores a la muerte de Alfonso II (20 de marzo de 842) nos presentan a Ramiro bajo fórmulas diplomáticas expresivas del ejercicio de un poder regio, hecho difícilmente conciliable con el final del reinado efectivo del Rey Casto, que se viene haciendo coincidir generalmente con el de la fecha de su fallecimiento.
Varias explicaciones se han propuesto para interpretar esas llamativas referencias documentales: desde las formuladas desde el campo de la crítica diplomática, poniendo en tela de juicio la autenticidad de tales documentos o considerándolos antedatados, hasta las que ven en ese “reinado” de Ramiro una manifestación de la práctica de la asociación al ejercicio de la potestad regia para la que se invocan algunos precedentes en la historia de la monarquía asturiana de los que dan cuenta los textos cronísticos.
Así, la colaboración de Pelayo con su yerno Alfonso I, la de éste con su hermano Fruela o la incorporación de Alfonso II a las tareas de gobierno en época de Silo. Pero ni estas explicaciones ni otras más aventuradas resultan plenamente convincentes, al menos para todo el relativamente amplio conjunto de diplomas —cinco en total— de los que parece desprenderse la existencia de un reinado de Ramiro anterior a la muerte de Alfonso, permaneciendo las dudas sobre la imagen de las buenas relaciones entre el Rey Casto y aquel Monarca que trata de transmitir el interesado testimonio de los textos cronísticos redactados seguramente en los círculos cortesanos de Alfonso III el Magno.
Supuesto lo que antecede, la reconstrucción del breve reinado de Ramiro I, hecha a partir de las informaciones de la Crónica Albeldense, muy lacónicas pero en general fiables, y las más extensas pero también más manipuladas de la crónica regia, contrastadas con otras fuentes de diversa procedencia y menos expresivas, tiene que resultar por fuerza y al menos para la fase inicial de ese reinado, provisional y con interrogantes de difícil respuesta.
La imagen de una larga época de estabilidad y reorganización interior que parece desprenderse de la historia del dilatado reinado de Alfonso II (791-842) deja paso a su muerte a otra muy distinta en la que se suceden unos años de perturbaciones y conflictos internos que configuran una situación de verdadera guerra civil por el control del poder y que aparece como consecuencia directa de la crisis sucesoria abierta por el fallecimiento del longevo Monarca.
Los textos cronísticos, a pesar de su habitual laconismo, permiten medir la gravedad de la situación; y tras la evidente parcialidad de sus redactores se perciben en la lucha entre los dos pretendientes a la sucesión en el solio regio ovetense factores que van mucho más allá de un simple conflicto dinástico y que pueden ser interpretados, en definitiva, como el último episodio en un largo enfrentamiento entre concepciones y tendencias contrapuestas que, descansando en particularismos regionales de base y de forma más o menos larvada, habían venido marcando casi desde sus orígenes la trayectoria histórica de la joven Monarquía cristiana.
Mientras la Albeldense, después de dar cuenta de la muerte del Rey Casto se limita a consignar la duración del reinado de Ramiro, que fija en siete años, y los hechos centrales del breve y agitado período de caudillaje de este monarca, la Crónica de Alfonso III se muestra mucho más explícita en relación con las circunstancias que rodearon la sucesión de Alfonso.
Las dos versiones de este texto narrativo coinciden en señalar la elección de Ramiro, hijo de Bermudo I y primo, por tanto, de Alfonso II, tras la muerte de éste y en ausencia del propio elegido que, siempre según la misma crónica, se encontraría entonces en Vardulia (Castilla) para tomar nueva esposa. Conocemos su nombre, Paterna, porque figura junto al del Monarca en la inscripción de la famosa ara del altar de Santa María del Naranco, fechada el 23 de junio de 848.
Aprovechando esa ausencia, Nepociano, conde de Palacio (comes Palatii), ocuparía ilegítimamente el Trono, abriéndose así un período de lucha sucesoria que se cancelaría finalmente con la victoria de Ramiro contra quien, no se sabe por cuánto tiempo pero acaso durante varios meses desde la muerte de Alfonso II, actúa como un rey al que los cronistas áulicos de Alfonso III darán varios decenios después el tratamiento de usurpador.
La pretendida “usurpación” de Nepociano y el conflicto que siguió en la lucha por la ocupación del Trono y del que dan noticia puntual los lacónicos relatos cronísticos, especialmente la crónica regia, plantean una serie de interrogantes a los que, al menos para algunos de ellos, pueden encontrarse respuestas esclarecedoras, sugeridas por los propios textos narrativos y por otras fuentes coetáneas o algo posteriores pero, en todo caso, dignas del mayor crédito.
La primera de estas cuestiones se refiere a la forma misma en que se produce la sucesión del Rey Casto.
No deja de resultar extraño el hecho de que cuando ocurre la muerte, presumiblemente esperada, del Monarca, a la sazón seguramente ya octogenario o, por lo menos, muy próximo a los ochenta años de edad, Ramiro se encontrase ausente de la Corte si, como pretende hacer creer la Crónica de Alfonso III, era el llamado a suceder naturalmente a su primo Alfonso.
Nepociano sí se encontraba entonces en Oviedo y ocupando además un cargo palatino que suponía en su portador unas preeminencias, una influencia en el círculo cortesano y unas fundadas expectativas sucesorias del anciano monarca muerto sin herederos directos que encuentran, por otra parte, una clarificadora interpretación a la luz de un hecho que silencian sospechosamente las dos versiones de la Crónica de Alfonso III y la siempre más objetiva Crónica Albeldense: los lazos de parentesco entre Nepociano y Alfonso, relación que se nos revela en la fiable Nómina Leonesa, que hace a aquél cognatus de éste, intercalándolo en el orden sucesorio entre Alfonso II y Ramiro y reconociéndole un tiempo, que no concreta, de reinado efectivo.
A partir de esa noticia se ha venido interpretando comúnmente la relación familiar entre Alfonso y Nepociano como derivada del matrimonio de éste con una innominada hermana del Monarca, dando al término cognatus el significado restringido derivado de su traducción literal: cuñado. Si así fuera y habida cuenta de que Fruela I, padre de Alfonso y de la desconocida mujer de Nepociano, había muerto en el año 768, ésta contaría en el momento de morir su hermano (842), y en el supuesto de que aún viviese, una edad muy avanzada, no inferior en ningún caso a los setenta y cuatro años, a la que hay que suponer que estaría muy próxima la de su marido.
No resulta fácil imaginar a un Nepociano, presumiblemente septuagenario, empeñado por mantener sus derechos al trono frente al pretendiente Ramiro. Tal dificultad se salvaría, sin embargo, si alejándonos de la tradicional condición de cuñado de Alfonso que se da a Nepociano, se interpretase el término cognatus en un sentido más lato, que es, por otra parte, el más frecuente en las fuentes de la época, de pariente del Rey Casto por vía cognaticia o femenina, pero en grado distinto al de cuñado en su acepción restringida. Tal interpretación, que parece la más razonable, allanaría las dificultades expuestas y se avendría mejor, además, con el hecho probado de los apoyos populares con que cuenta Nepociano en su defensa del trono —astures y vascones— y con la zona donde parece encontrarse más seguro, cuando el conflicto se muestra favorable a su oponente Ramiro.
Todo parece indicar que lo que se plantea a la muerte de Alfonso II es algo más que un mero conflicto palatino por la sucesión. Acaso se ventila aquí el enfrentamiento entre dos concepciones divergentes en la forma de entender el caudillaje del Reino y en las pautas vitales de los pueblos a los que tales concepciones parecen asociarse: los gallegos, en un estadio mucho más evolucionado que los vascones e incluso los astures, constituyen el respaldo de Ramiro, mientras que Nepociano —y el relato cronístico lo explícita claramente— estará apoyado por estos pueblos orientales del complejo y diversificado tablero étnico del Reino ovetense y, obviamente, por una importante facción nobiliaria, si no por toda la nobleza, de la propia corte regia, algunos de cuyos más cualificados representantes persistirían en una mantenida actitud de rebeldía abierta contra Ramiro después de su acceso efectivo al Trono.
Cuando las dos versiones de la crónica regia dicen que “el príncipe Ramiro se vio acosado muchas veces por guerras civiles”, parecen estar reflejando una endémica situación de conflicto interno en el breve reinado —no llega a los ocho años— del Monarca.
Y parece lógico suponer en las insumisiones que protagonizan los vascones contra la autoridad de su hijo Ordoño y de su nieto Alfonso III, en los primeros años de los reinados de ambos, una cierta relación con los apoyos recibidos por Nepociano años antes de esos mismos vascos en los que se implantaba el círculo de parientes de Munia, al que sin duda pertenecía el propio Nepociano.
Parece pues claro que Nepociano reinó efectivamente en Oviedo por espacio de varios meses, y con su persona debe identificarse el “domnus Nepotianus” al que se alude retrospectivamente en un documento fiable del año 863.
Tanto la Albeldense como las dos versiones de la Crónica de Alfonso III, éstas con mucho más detalle, nos informan del enfrentamiento entre Nepociano y Ramiro.
Apoyado por los gallegos lucenses, Ramiro vence al sucesor de Alfonso II, al que la crónica regia presenta al frente de un ejército de astures y vascones, en un puente sobre el Narcea, divisoria natural entre las Asturias centrales y las occidentales, pudiendo identificarse el lugar del choque en las proximidades de Cornellana y sobre la tradicional vía de comunicación con Galicia.
Abandonado por los suyos, según la siempre parcial información de la crónica regia, el Monarca depuesto se acogería al territorio de Primorias, en el espacio oriental de la región, al este del Sella, escenario de los hechos germinales del Reino de Asturias, siendo allí apresado por los condes Escipión y Sonna, castigado con la pena de ceguera y encerrado en un monasterio.
Pero no acabarían aquí los conflictos internos a los que tuvo que hacer frente el nuevo Monarca, destacándose expresamente en los textos cronísticos la rebelión de los condes palatinos Aldroito y Piniolo, duramente sofocados por el Rey: al primero “ordenó que le sacaran los ojos” y al segundo “lo mató por la espada con sus siete hijos”, según refiere la crónica regia. También aluden esos textos a la represión del bandidaje —referencia que acaso no deba ser ajena a la fuerte actitud de contestación a su autoridad— y de ciertas prácticas mágicas —“terminó con los magos por medio del fuego”, dirá la Albeldense—, pervivencia, quizá, de antiguos ritos paganos.
De la actividad bélica con los musulmanes la Crónica de Alfonso III se limita a consignar la vaga noticia de que hizo con ellos la guerra victoriosamente en dos ocasiones.
Aparte de los graves y parece que endémicos conflictos internos y esas ocasionales campañas contra los musulmanes, Ramiro I, al que la Crónica Albeldense califica con clara intención apologética de “Vara de la justicia”, tuvo que hacer frente a nuevas y serias amenazas contra su Reino, a cuyas costas llegarían por vez primera los temidos normandos en el verano del año 844. Una vez más, el laconismo de la Albeldense, que se limita a consignar que “en este tiempo vinieron a Asturias los primeros normandos”, contrasta con la información mucho más detallada que de esas devastadoras incursiones marítimas de las gentes del Norte ofrecen las dos redacciones de la crónica regia. Parece que primero llegaron a la costa de la ciudad de Gijón y desde allí continuaron hasta el lugar de Faro de Brigancio, identificable con La Coruña actual, donde, siempre según el relato cronístico, el ejército regio les hizo frente, dando muerte a gran número de piratas e incendiando sus naves. Pero los normandos continuarían después sus expediciones depredatorias hasta al- Andalus, saqueando la ciudad de Sevilla y retornando al cabo de un año a sus bases norteñas.
Pero quizá el aspecto más sobresaliente del breve y agitado reinado de Ramiro I y sin duda el más perdurable, es el que, en el marco del renacimiento cultural que desde los días de su antecesor Alfonso II tiene como centro la sede regia ovetense, se expresa en el arte palatino que alcanza sus más altas manifestaciones en esos años medios del siglo ix a través de las espléndidas construcciones levantadas por aquel Monarca en la ladera del monte Naranco, a las afueras de la ciudad, en el lugar de Lillo o Liño: un magnífico edificio palaciego consagrado después como iglesia bajo la advocación de Santa María, y el cercano templo vinculado seguramente a su servicio religioso, dedicado a San Miguel. No existen referencias documentales próximas a otro edificio religioso, Santa Cristina de Lena, que se levanta en este concejo, distante unos 30 kilómetros de Oviedo y que guarda estrechas relaciones con las construcciones del Naranco.
Las primeras y más encendidas descripciones de estos edificios áulicos ramirenses, alternativa de paz a la agitada actividad bélica del monarca, nos la brindan los textos cronísticos del ciclo de Alfonso III, tan próximos en el tiempo a su construcción. El autor de la Albeldense refiere cómo el rey Ramiro “en el lugar de Liño construyó una iglesia y palacios, con admirable obra de bóveda”. La versión Rotense de la Crónica de Alfonso III señala también el hecho de la construcción por el Monarca de “muchos edificios de piedra y mármol, sin vigas, con obra de abovedado, en la falda del monte Naranco, a sólo dos millas de Oviedo”. La referencia a las construcciones ramirenses se amplía considerablemente en la versión erudita o “a Sebastián” de la crónica regia, en la que se dice que el Monarca “Fundó una iglesia en memoria de Santa María, en la falda del monte Naranco, distante de Oviedo dos millas, de admirable belleza y hermosura perfecta y —puntualiza el cronista— para no referirme a otras de sus hermosuras, tiene una bóveda apoyada en varios arcos, y está construida solamente con cal y piedra; si alguien quisiera ver un edificio similar a ese no lo hallará en España”, añadiendo a continuación que “además edificó no lejos de la dicha iglesia palacios y baños bellos y hermosos”.
Poco más de dos siglos después, la Historia Silense puntualizará las descripciones que las crónicas alfonsinas hacen de las construcciones del Naranco, precisando incluso la distancia existente —sesenta pasos— entre el originario palacio regio, convertido después en iglesia de Santa María y la de San Miguel.
Y allí en Liño, fuera de la ciudad levantada por Alfonso II y seguramente escenario de algunas de las revueltas palatinas que cuestionaron su autoridad, a la que había llegado por caminos tortuosos y desplazando del solio regio a quien, por breve tiempo, fue rey legítimo de Asturias —el antiguo conde de palacio Nepociano— Ramiro I fallecía el 1 de febrero del año 850. Sus restos recibirían sepultura en el panteón regio de la iglesia de Santa María, levantada por el Rey Casto.
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Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar