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José Antolínez

Biografía

Antolínez, José. Madrid, XI.1635 – 30.V.1675. Pintor.

José Antolínez fue, junto con Mateo Cerezo, Juan Martín Cabezalero y Juan Antonio Escalante, uno de los principales representantes de la generación de pintores activos en Madrid inmediatamente posterior a la de Carreño, Francisco Rizzi y Herrera el Mozo. Los cuatro tienen también en común su muerte prematura, sus notables dotes para la práctica de su arte y el cultivo de un estilo en el que fusionaron las influencias de la pintura veneciana del siglo xvi con las procedentes de los pintores barrocos flamencos, especialmente Rubens y Van Dyck. De todos ellos, Antolínez es aquel cuyo catálogo incluye una mayor variedad temática, y cuya biografía contiene un mayor número de episodios singulares.

Como ocurre con la mayor parte de los pintores españoles contemporáneos, las fuentes biográficas que nos ha dejado Antolínez son principalmente de dos tipos: por un lado, las noticias que han ido apareciendo en diferentes archivos y que en general tienen un carácter económico-administrativo, o se relacionan con nacimientos, muertes o matrimonios de él mismo o de las personas de su entorno; por otro, se cuenta con El parnaso español pintoresco y laureado (1724) del también pintor Antonio Palomino, en donde se incluye una biografía de este artista. Ambas fuentes se complementan, pues Palomino se refiere a una serie de datos que difícilmente se hacen explícitos o se infieren de la documentación de archivo, como son los que tienen que ver con su carácter, su formación o su fama. Pero no hay que olvidar que el concepto de “historia” a principios del siglo xviii era distinto al actual en lo que se refiere a la necesidad de veracidad y de comprobación de los datos; y que las biografías de artistas de este escritor cordobés no se justificaban por sí mismas, sino que formaban parte de un extensísimo tratado pictórico en tres tomos a través del cual se trata de demostrar la nobleza, las posibilidades, la utilidad social y el valor intelectual de este arte. Por eso, el escritor no dudaba en “adornar” algunas de sus biografías con objeto de acomodarlas a los intereses del tratado. Era especialmente amigo de exagerar aquellos rasgos que demostraban que los pintores eran seres dotados a veces de un carácter y una psicología especiales, lo que los diferenciaba de otros colectivos profesionales.

Éstas son consideraciones que es imprescindible tener en cuenta a la hora de manejar la biografía de Palomino, pues abunda en datos que muestran las peculiaridades de su carácter. Asegura que era “muy altivo y vano”, y para demostrarlo narra varias anécdotas en las que sacó a la luz su genio despectivo. En algunas de ellas su orgullo quedaba herido, como la que le enfrentó con Francisco Rizzi con motivo de su desprecio hacia quienes trabajaban en la ejecución de escenografías para el teatro del Buen Retiro, lo que acabó con la demostración de su impericia para este tipo de obras supuestamente sencillas. Palomino también relaciona la propia muerte del pintor con un acto de vanidad. Siendo aficionado a la esgrima, se batió con otro por una cuestión de competencia y rivalidad, y salió mal parado. Las heridas o el orgullo herido le produjeron una calentura que acabó con su vida.

Estas anécdotas probablemente esconden la realidad de un artista autoconsciente y pagado de sí mismo, y definen no sólo la personalidad de un pintor concreto, sino también un momento de la historia de la pintura en España en el que los artistas empezaban a alcanzar cierto reconocimiento social e intelectual.

Ese clima propiciaba el desarrollo de formas de comportamiento singulares y, en algún aspecto, comparables a las que se asociaban con la nobleza.

Palomino no sólo ofrece datos que permiten trazar un perfil psicológico del pintor, sino que también aporta noticias sobre su actividad profesional. Lo hace discípulo de Francisco Rizzi, asegura que “frecuentó las academias”, lo que implica ambiciones artísticas e intelectuales, y lo considera uno de los pintores más importantes que trabajaban en Madrid en ese tiempo.

De él elogia su “tinta aticianada”, sus paisajes, “que los hizo con extremado primor, y capricho”, y sus retratos, “muy parecidos”. Como muestra de la posición que alcanzó, asegura que el almirante de Castilla había colocado una obra suya en la sala dedicada a “los eminentes españoles” en su palacio madrileño.

Las noticias de archivo y el estudio de sus obras sirven para completar este panorama. Así, las relaciones de sus primeras pinturas con obras de Alonso Cano o Herrera Barnuevo muestran que el horizonte de su formación juvenil excede al magisterio de Francisco Rizzi. También se sabe que su padre era cofrero, que se casó con la hija de Julián González, un pintor apenas conocido, y que a lo largo de su corta vida desarrolló suficientes ambiciones sociales como para que uno de sus hijos acabara nombrado, con el tiempo, caballero de Calatrava. En este sentido, su carrera constituye un claro ejemplo del proceso de ascenso social que siguió un número cada vez mayor de artistas en España. Los archivos también demuestran que, como era habitual entre sus colegas, Antolínez compaginó la práctica de la pintura con otras tareas profesionales relacionadas con ella, como la tasación de pinturas, actividad de la que nos quedan noticias fechadas entre principios de los sesenta y los años inmediatamente anteriores a su muerte.

Dentro del panorama pictórico madrileño de su tiempo, Antolínez se distingue de la mayor parte de sus colegas por la amplitud temática de su catálogo.

Aunque, como era normal, cultivó sobre todo la pintura religiosa, también se acercó a otros géneros, y siempre con originalidad. Como retratista, es el probable autor de sendos retratos de niñas (Museo del Prado) que durante el siglo xix estuvieron atribuidos a Velázquez, y en los que muestra una libertad y una seguridad de pincelada notables. En este campo es muy reseñable el grupo que representa al embajador danés Lerche y sus amigos (Museo de Copenhague), uno de los pocos retratos de grupo que nos ha dejado la pintura madrileña de la época. Está firmado en 1662, y su tema y composición lo relaciona con obras flamencas y holandesas. Muestra hasta qué punto Antolínez era un pintor valiente que no dudaba en enfrentarse a temas y composiciones inusuales. Ha sabido individualizar cada rostro, y añadir movimiento y variedad a la escena a través del niño que, en primer plano, juega con el perro. Se ha pensado que el personaje sentado en el extremo izquierdo de la mesa, que viste de oscuro y mira directamente al espectador, sea un autorretrato del pintor.

Antolínez fue autor también de varios cuadros que tienen difícil acogida dentro de las habituales clasificaciones temáticas. Es el caso del Perro que fue de la Colección Stirling (Reino Unido). Es un animal vistoso, vivaracho y de pequeño tamaño, que tiene tras él una mesa sobre la que aparece un magnífico fragmento de naturaleza muerta. También difícilmente clasificable es el a veces llamado Pintor pobre o Corredor de cuadros (Alte Pinakothek, Múnich), una pintura de tema completamente inusual dentro del panorama artístico de su tiempo. Muestra una habitación en cuyas paredes cuelgan estampas o dibujos y una paleta. Se ve también una mesa con útiles de pintor y, en primer término, un cajón en el suelo con pinceles y recipientes para pintar. Es un interior de una modestia comparable a la del personaje que aparece en él: un hombre que muestra un cuadro que representa a la Virgen con el Niño, y que viste ropas desastradas y harapientas. Junto a la puerta asoma un joven, y tras él se suceden varios ámbitos que convierten al cuadro en un ejercicio muy interesante de construcción espacial. Se trata de una obra firmada, que en cuanto a su tema puede relacionarse lejanamente con los “bodegones con figuras” y otras pinturas de género, y cuyo significado da lugar a muchas dudas.

Sobre todo extraña que en una época en la que había una obsesión por parte de los pintores de demostrar la dignidad y nobleza de la pintura, uno de los pocos cuadros que tienen como tema esta disciplina artística nos la presente en un contexto casi mísero.

En el catálogo de Antolínez también se incluyen varios cuadros de temas relacionados con la mitología, la historia antigua y la alegoría. Se trata de asuntos que abundaban en las colecciones reales y nobiliarias españolas, pero que apenas cultivaron los pintores locales.

En una colección particular madrileña se conservan Suicidio de Cleopatra y Muerte de Lucrecia, que tienen el interés añadido de representar dos semidesnudos femeninos, un tema poco habitual en la pintura española.

Los niños son protagonistas de otras escenas mitológicas o alegóricas, como La educación de Baco (colección particular), firmada en 1667, Bacanal con niños (colección particular) o Alegoría del alma entre el amor divino y el amor profano (Museo de Bellas Artes de Murcia).

Como autor de escenas religiosas fue un artista pródigo, y bien dotado para la narración sagrada. Sus dotes para representar la belleza femenina, su interés por el paisaje y su excelente formación como colorista propiciaron su especialización en varios temas.

El principal fue la Inmaculada Concepción, que a lo largo de su corta carrera representó en cerca de una veintena de ocasiones. Esa cifra da fe de lo bien acogidas que fueron en el mercado local, y convierten a Antolínez en el equivalente madrileño de Murillo.

Aunque algunas son repeticiones, supo variar el modelo, manteniendo siempre características comunes, como los rasgos generales de la Virgen o una composición dinamizada por el amplio vuelo del manto.

Su primera obra fechada es una Inmaculada que fue realizada en 1658 (colección March), y a partir de ella se suceden los ejemplares también datados, lo que permite seguir mediante este tema la evolución de su estilo, que se inicia con obras en las que el dibujo y el volumen adquieren gran importancia, y va derivando hacia fórmulas en las que el color tiene un extraordinario protagonismo. Entre los ejemplares más importantes figuran los del Museo del Prado (1665), Museo Lázaro Galdiano de Madrid (1666), Museo de Múnich (1668) o el del Museo Bowes.

Otro personaje recurrente en su pintura es la Magdalena, a la que representa en tierra, como penitente (Colegio de Santamarca, Madrid; Museo de Sevilla); o en el aire, en plena ascensión mística (Palacio de Peles, Rumanía; Museo del Prado). Tanto una escena como la otra le dan ocasión para construir cuadros emotivos en los que la belleza femenina convive con la penitencia y con la intensidad del sentimiento religioso. En el caso de la del Prado, es una de las obras maestras de la pintura madrileña de su tiempo, y nos muestra a un magnífico colorista que ha sabido interpretar y renovar las lecciones de Tiziano y Rubens. El color (azules intensos y delicados rosas) se une a las formas y a la gestualidad de los personajes para construir una escena en la que belleza y emoción se dan la mano. Se trata de uno de los cuadros en los que mejor se advierte la fuerte personalidad y la calidad que alcanzó la pintura madrileña de las décadas centrales del siglo xvii, así como sus principales señas de identidad.

Antolínez fue autor, también, de numerosas pinturas que narran temas evangélicos o hagiográficos.

En todos los casos se mostró como un artista seguro, que supo encontrar fórmulas originales para la representación de las escenas tradicionales, y que cuando tuvo que enfrentarse a escenas complejas supo hacerlo de manera eficaz y solvente, demostrando una gran disposición para la narración clásica. Así ocurre, por ejemplo, en temas como la Crucifixión de San Pedro (Dulwich College, Londres), que muestra una distribución sabia y equilibrada de las masas y una gran predisposición para el paisaje.

 

Obras de ~: Retratos de niñas; El embajador danés Lerche y sus amigos, 1662; Perro; Corredor de cuadros; Suicidio de Cleopatra; Muerte de Lucrecia; La educación de Baco, 1667; Bacanal con niños; Alegoría del alma entre el amor divino y el amor profano; Inmaculada de la colección March, 1658, Inmaculada del Prado, 1665; Inmaculada del Museo Lázaro Galdiano, 1666; Inmaculada del Museo de Múnich, 1668; Magdalena del Colegio de Santamarca; Magdalena del Museo de Sevilla; Crucifixión de San Pedro.

 

Bibl.: J. Allende-Salazar, “José Antolínez, pintor madrileño (1635-1675)”, en Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, XXIII (1915), págs. 22-32 y 178-186; y XXVI (1918), págs. 31-36; M. S. Soria, “José Antolínez. Retratos y otras obras”, en Archivo Español de Arte, n.º 113 (1956), págs. 1-8; D. Angulo Íñiguez, José Antolínez, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1957; “Herrera Barnuevo y Antolínez”, en Archivo Español de Arte, XXXII (1959), págs. 331-332; A. E. Pérez Sánchez, “Dos breves novedades en torno a Antolínez”, en Archivo Español de Arte, XXXIV (1961), págs. 276-277; J. R. Buendía, “José Antolínez, pintor de ‘mitologías’”, en Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, I (1980), págs. 45-57; M. Agulló, Más noticias sobre pintores madrileños de los siglos xvi al xviii, Madrid, Ayuntamiento, 1981; Documentos para la historia de la pintura española I, Madrid, Museo Nacional del Prado, 1994; I. Gutiérrez Pastor, “Novedades de pintura madrileña del siglo xvii: Obras de José Antolínez y de Francisco Solís”, en Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte, XII (2000), págs. 75-92; M. Agulló, Documentos para la historia de la pintura española III, Madrid, Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 2006.

 

Javier Portús

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