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Carlos II

Biografía

Carlos IIEl MaloConde de Evreux, de Mortain, de Beaumont-le-Roger y de Longueville, señor de Montpellier. Evreux (Francia), 10.VIII.1332 – Pamplona (Navarra), 1.I.1387. Rey de Navarra.

Hijo de Felipe III y de Juana II de Navarra, fue criado y educado en Francia siguiendo el ideal caba­lleresco al que tanto se adecuaba la figura paterna; modelo, no obstante, matizado por las dificultades de una Francia convulsionada por los estragos de la peste negra y la contestación del poder real por parte de la dividida nobleza. Un monje de Saint-Denis coetáneo lo describe como “statura pusillus, sed vivacis ingenii, habensque oculum perspicacem; gratum et sponte fluens ei non deerat eloquium. Inaudite quoque exis­tens astucie, et affabilitate singulari, qua ceteros prin­cipes superabat, multorum animos eciam circumspec­torum allexit, ut partem suam foverent et a fidelitate promissa regi Francie resillirent”.

Al morir Juana II (6 de octubre de 1349) le suce­dió en el Trono de Navarra y pasó a ocupar un lugar relevante en Francia como conde de Evreux y par del reino. Su posición estaba respaldada por señoríos te­rritoriales de gran valor estratégico: por herencia paterna, las tierras condales de Evreux y diversas pla­zas en la cuenca del Sena, así como el condado de Longueville, regido por su hermano Felipe; como legado materno, además del reino, el gobierno efec­tivo de algunas zonas bajonormandas en torno al condado de Mortain y el derecho nominal a otras, territorios todos ellos prometidos por Capetos y Va­lois a Juana II al renunciar a sus derechos sobre Brie y Champaña. Tales compensaciones estaban en su mayoría aún pendientes de ejecución, lo que gene­raba un profundo malestar en la familia real nava­rra. Decidido a desempeñar un papel notable en la política francesa, tal y como le correspondía por su linaje como descendiente directo por línea femenina de los últimos Capetos, el reinado de Carlos II es­tuvo condicionado desde el primer momento por sus intereses norpirenaicos. No obstante, en su labor de gobierno es posible diferenciar tres períodos en los que se testimonia un progresivo distanciamiento del ámbito galo.

Nada más conocerse la muerte de Juana II, fue re­querido desde Navarra por los estamentos del reino, recelosos del gobierno habitualmente distante de mo­narcas ajenos y ejercido a través de oficiales foráneos. Las primeras medidas, tomadas desde Francia, procu­raron el mantenimiento del orden en el reino, confir­mando al mariscal de Champaña como gobernador y prohibiendo la salida de cualquier oficial antes de ren­dir cuentas de su gestión. Una vez en Navarra y ante unos representantes que habían hecho del pactismo su seña de identidad, Carlos II fue proclamado Rey en Pamplona (27 de junio de 1350) incorporando al ceremonial tradicional el rito de la unción y solemne coronación. Comenzó a proyectar así una nueva ima­gen de la Monarquía, ya perfilada por sus padres, sa­cralizada y taumatúrgica, que subrayaba sus lazos de parentesco con los Capeto y manifestaba la voluntad de consolidar el proceso de fortalecimiento de la au­toridad regia en Navarra. La aplicación de este ideario fue ligada desde el comienzo a un importante desa­rrollo administrativo que procuraría a la Corona nue­vas fidelidades gracias a la progresiva integración de las elites burguesas y nobiliarias del reino en el apa­rato burocrático. Recaudado el monedaje (imposición para nueva moneda), con no pocas dificultades por la carestía general debida a las hambrunas y la epide­mia de peste de 1348-1349, comenzaron a acuñarse los “carlines”, que resolvieron el déficit de numerario en el reino y remplazaron gradualmente, pese a sus fluctuaciones, a la moneda tradicional del reino, los “sanchetes”.

La primacía de los compromisos como par de Fran­cia que marcó la etapa inicial (1349-1364) quedó ma­nifiesta al morir Felipe VI de Valois (1350). Decidido a regresar a Francia para aprovechar la coyuntura, Carlos II buscó estabilizar la situación en Navarra, donde, pese a la política de renovación de cargos pú­blicos y revisiones judiciales, la nueva recaudación y la baja ley de la moneda habían colmado el descontento popular. Juntas y hermandades, integradas especial­mente por labradores y algunos infanzones, no tar­daron en dar muestras de resistencia en torno a Pam­plona. Procurando su aislamiento, el Monarca buscó el apoyo de las clases privilegiadas con la concesión de donaciones, nombramientos y confirmaciones de privilegios. Además, dispuesto a frenar el movimiento y castigar el desafío a la majestad regia, mandó ejecutar a los principales cabecillas en la llamada justicia de Miluce (1351) y renovó la prohibición de que las juntas tuvieran otros fines que los asistenciales. Res­pecto a los reinos vecinos, decidió proseguir con la neutralidad que había caracterizado el reinado de sus padres, ya que la situación no permitía arriesgarse a tomar partido en la pugna por la hegemonía peninsular. Carlos II mantuvo buenas relaciones con am­bos sin comprometerse: renovó con Aragón los pactos firmados por Juana II (1350) e idéntica actitud tuvo respecto a Pedro I de Castilla, con quien se entrevistó en Burgos en junio de 1351.

Tras dejar a su hermano Luis a cargo del reino, mar­chó a Francia para ejercer como lugarteniente regio en Languedoc alrededor de agosto de 1351, nombra­miento con el que Juan II esperaba atraerse a su opo­sitor; para Carlos II fue la oportunidad de afianzar posiciones en la Corte. Con el apoyo de su cuñado, el conde de Foix, logró hacer frente con éxito a los ingleses durante el otoño de 1351, ganándose inme­diatamente el favor de los nobles y del rey de Francia, que le entregó a su hija Juana en matrimonio el 12 de febrero de 1352, celebrado en Vivier-en-Brie.

Las expectativas del Rey de Navarra pronto se vie­ron defraudadas: el impago de la dote se sumó a la entrega pendiente de ciertas tierras acordadas con Juana II en 1349 y que Juan II acabó entregando a su favorito Carlos de España (o de la Cerda), condestable de Francia. Aglutinando a buena parte de la nobleza francesa en el llamado partido navarro y con el apoyo de figuras como Guillaume de Machaut, Carlos II pasó a encabezar el descontento generali­zado ante el desgobierno y arbitrariedad del Valois. Contaba además con el apoyo en la Corte de las rei­nas viudas de Francia, su tía Juana de Evreux y su hermana Blanca de Navarra, junto al de su propia esposa.

La rivalidad familiar con Carlos de España y el dis­tanciamiento con Juan II crecieron paralelamente. En 1353 Carlos II inició la militarización progresiva de sus posesiones normandas con efectivos recluta­dos en Navarra, para lo que recurrió a movilizaciones masivas que al repetirse en años posteriores (1354-1358, 1364) crearían importantes oportunidades de medro para la nobleza media navarra, especialmente la procedente de Ultrapuertos. Finalmente, un grupo de nobles liderado por el infante Felipe de Navarra acabó con la vida del condestable el 8 de enero de 1354 y el Rey de Francia, profundamente afectado, planeó como venganza sendas campañas militares contra Navarra y Normandía. Pero Carlos II buscó el acercamiento a Inglaterra y el apoyo de nobles y ciudades francesas, del Papa y de las Cortes europeas para frenar la ofensiva y Juan II, bloqueado por la presión y la amenaza de una potencial alianza anglo-navarra, tuvo que buscar la reconciliación. Tras la mediación del Romano Pontífice y de las reinas viudas, el Rey de Francia accedió a firmar el tratado de Mantes (22 de febrero de 1354), claramente fa­vorable al navarro al concederle una amnistía general para sus partidarios y nuevas tierras en Nor­mandía (Cotentin, Pont-Audemer y el condado de Beaumont-le-Roger). Pero el cumplimiento de este acuerdo forzado quedó pronto bloqueado. De he­cho, Juan II dirigió una malograda campaña contra las posesiones normandas aprovechando la ausencia de Carlos II que, conocedor de las negociaciones en­tre Francia e Inglaterra, había viajado secretamente a Avignon en noviembre de 1354. Allí, a comienzos de año, acordó con el duque de Lancaster los dominios de los que disfrutaría si Eduardo III se hacía con el Trono de Francia, lo que suponía un reparto teórico del reino, y se comprometieron a una ofensiva mi­litar conjunta, cuyos preparativos le obligaron a re­gresar a Navarra. En agosto de 1355 desembarcó en Cherburgo con nuevos efectivos e inició la ofensiva, tomando Conches. Juan II, incapaz de reaccionar, se vio obligado a renovar las promesas incumplidas en un nuevo pacto sellado en Valognes el 10 de sep­tiembre de 1355.

Consciente de que Juan II carecía de la autoridad, poder y recursos para cumplir lo acordado y de que la solución pasaba por resolver de algún modo la cri­sis de la Corona francesa, Carlos II acercó posiciones al joven delfín Carlos. A comienzos de 1356 planea­ron un viaje secreto a la Corte del Emperador, que no hizo sino acrecentar la humillación y el odio de Juan II hacia el rey de Navarra. Cansado de maquina­ciones, el Monarca francés arrestó por sorpresa a Car­los II en Rouen mientras disfrutaba de un banquete ofrecido por el Delfín el 5 de abril de 1356 y, después de ordenar la ejecución de algunos nobles normandos que lo apoyaban, inició una nueva ofensiva militar sobre sus tierras. Conducido a París, fue encarcelado en el Louvre, antes de ser interrogado en el Chatê­llet y confinado sucesivamente en Château-Gaillard, Crèvecoeur y Arleux.

Sus hermanos se encargaron entonces del gobierno y de encabezar los esfuerzos para liberar al Monarca. Mientras Luis obtenía nuevos recursos en Navarra, Felipe desafió en Francia a Juan II haciendo causa co­mún con los ingleses. Además, la prisión del Monarca no hizo sino incrementar sus apoyos, reforzados por la ofensiva diplomática de los infantes y el rechazo popular a los Valois provocado por la derrota francesa de Poitiers (1356), en la que Juan II cayó prisionero. Mientras tanto, en París, el Delfín no lograba frenar las exigencias de reformas de unos Estados Genera­les dominados por la alianza del partido navarro y la burguesía liderada por Etienne Marcel. Cuando en un golpe de efecto un grupo de nobles franceses y na­varros liberó a Carlos II el 9 de noviembre de 1357, éste se mostró dispuesto a aglutinar descontentos y liderar la oposición a los Valois esperando sacar pro­vecho. Rehabilitado, atravesó triunfalmente Picardía y se dirigió a la capital. Allí, tras ganarse el favor de la población, los dos cuñados se reunieron y llegaron a un acuerdo el 12 de diciembre de 1357 por el que Carlos II obtuvo el perdón y sus demandas se some­tieron al arbitrio de los Estados Generales.

El pacto no frenó la escalada de tensión y la revuelta no tardó en estallar en París. Mientras Carlos II re­gresaba a Normandía para rearmar sus posiciones, el Delfín concentró tropas preparando el asalto final de la capital. Marcel buscó entonces el apoyo del nava­rro, que volvió como mediador y alcanzó un nuevo acuerdo con el Delfín (8-10 de marzo de 1358), quien estaba dispuesto a otorgarle un lugar preferente en la Corte y nuevas rentas (Bigorra) siempre que se some­tiese a su autoridad como regente. Escéptico y reti­cente a prestar homenaje, se retiró a Normandía es­perando el desenlace; pero al ser requerido por ambos bandos, regresó en mayo a Saint-Denis ofreciendo su mediación y excusando así su ausencia de los Estados que otorgaron plenos poderes al Delfín.

Pocos días después, el estallido de la Jacquerie pa­ralizó la ofensiva. Afectado directamente en sus do­minios y encabezando un grupo de nobles, Carlos II capturó al cabecilla y derrotó al movimiento antise­ñorial en Mello el 10 de junio de 1358. Seguro de su prestigio y requerido por Marcel, que lo nombró capitán general de París, entró días después en la ca­pital con tropas inglesas. Pero aglutinada la nobleza en torno al regente por la radicalización del conflicto y con un Marcel cada vez más aislado, fue perdiendo apoyos y procuró un nuevo acercamiento al Delfín. El declinar de su fortuna quedó patente cuando a fi­nales de julio Marcel murió asesinado al disponerse a entregarle la ciudad y ésta volvió a la obediencia al regente.

Carlos II buscó entonces el apoyo de Eduardo III proyectando una alianza basada en el reparto de Fran­cia (1 de agosto de 1358). Durante un año, el rey de Navarra y su hermano Felipe saquearon el país y blo­quearon el avituallamiento de París. El regente, cons­ciente de que la situación sólo favorecía al Monarca inglés, no tardó en gestionar una paz con Carlos II en Pontoise (22 de agosto de 1359) por la que se le de­volverían bienes y rentas si colaboraba con la Corona; pero, a finales de año, tropas anglonavarras tomaron Clermont y se descubrió una conspiración para en­tregarle la capital.

El tratado de Brétigny (8 de mayo de 1360) puso fin temporalmente a la lucha entre Inglaterra y Francia. Por iniciativa inglesa, el acuerdo incluyó a Carlos II, que renunció a los derechos maternos para recuperar sus plazas normandas y contar con la mediación de Eduardo III en su reconciliación con Juan II, libe­rado. Poco después, el 22 de julio de 1361, nació en Mantes su primogénito varón Carlos, que confió a su hermana Blanca, y regresó a Navarra el 18 de oc­tubre de 1361 quedando su hermano Felipe al frente del gobierno en Normandía. No obstante, los asuntos franceses mantuvieron su carácter prioritario; máxime cuando sus derechos dinásticos fueron de nuevo con­culcados antes de acabar el año, al incorporar Juan II el ducado de Borgoña al patrimonio regio ignorando sus pretensiones como nieto de Margarita de Bor­goña.

Carlos II recorrió Navarra contactando con la reali­dad de un reino exhausto y dando muestras de mag­nanimidad regia ante la penosa situación del campe­sinado. Dispuesto, a pesar de todo, a obtener nuevos recursos, acudió a devaluaciones, préstamos y tributos habituales. Pero, sobre todo, puso en marcha nue­vos tipos de ingresos, como la alcabala o imposición sobre las mercancías (1361), pronto sistematizada y arrendada para agilizar su cobro; o las contribuciones extraordinarias, recaudadas desde 1359 pero sumamente frecuentes a partir de 1361, que costearon todos los estamentos. Necesitados además de apro­bación, su desarrollo contribuyó a la configuración funcional de las Cortes generales como órgano repre­sentativo del reino, mientras por su parte el Consejo Real recibió su definitiva estructuración y operativi­dad. Potenció además la actividad artesanal y mercan­til, así como la producción metalúrgica (1362).

Desde comienzos de 1362 trató de reclutar con­tingentes para una nueva campaña en Francia, fi­nalmente abortada por un rebrote de peste. Entre tanto, intentaba mantener la neutralidad de Nava­rra en la guerra de los dos Pedros, aunque Pedro I de Castilla, aprovechando su desconocimiento y menosprecio de la realidad hispana, logró vincularlo a su ofensiva contra Aragón (acuerdo de Es­tella, 22 de mayo de 1362). Obligado a intervenir pero buscando recuperar la neutralidad, atacó testi­monialmente la frontera aragonesa en julio de 1362 y contribuyó con tropas navarras a la expedición castellana sobre Valencia (1363), mientras advertía a Pedro IV de Aragón. Con la firma de la paz de Murviedro el 2 de julio de 1363 Navarra recuperó su papel mediador, si bien, buscando apoyos para intervenir en Francia, acabó vinculándose a Aragón (pactos secretos de Uncastillo, 25-26 de agosto de 1363) y a Enrique de Trastámara (tratado de Almu­dévar, 20-22 de marzo de 1364), alianza que trató de ocultar a Castilla simulando la captura del in­fante Luis.

La muerte de Felipe el 29 de agosto de 1363 agravó la situación en Normandía, amenazada por la presencia de Du Guesclin. En Navarra, lo recau­dado con el pretexto de pagar a Aragón el rescate de Luis sirvió para movilizar y desplazar un nuevo contingente a Francia, pero el regente se adelantó a la ofensiva tomando Mantes y Meulan. La derrota del ejército anglo-navarro en Cocherel el 16 de mayo de 1364 y la posterior ocupación de las posesiones normandas marcaron un punto de inflexión en el reinado de Carlos II, al acabar drásticamente con su apogeo en Francia. Tratando de reparar el desastre, logró movilizar con grandes esfuerzos nue­vos contingentes en Navarra que fueron enviados en otoño a Borgoña y Normandía al mando del alfé­rez del reino y del infante Luis, investido conde de Beaumont-le-Roger. Sólo de este modo pudo recu­perar el control de la mayor parte de sus territorios en Francia.

Inició así una nueva etapa (1364-1379) marcada por el mantenimiento de dos frentes simultáneos, el francés y el hispano. Éste, abierto repentinamente, acabó convirtiéndose por sus implicaciones interna­cionales en nuevo escenario de la contienda anglo-francesa y fue centrando progresivamente la atención del Monarca ante la pérdida creciente de peso, terri­torios y fidelidades en Francia, a la que, no obstante, continuó dedicando importantes esfuerzos.

Comprobada la inoperancia de la alianza con Ara­gón, Carlos II acercó posiciones a Pedro I (tratado de Castelfabib, 19 de octubre de 1364), buscando el disfrute de los puertos guipuzcoanos para mejorar la comunicación con Normandía y potenciar el tráfico mercantil navarro. Pero ante la reacción de Aragón y Francia, que reactivaron su alianza planeando la ocu­pación de Navarra, y la penosa situación del reino, envió a su esposa a la Corte francesa para procurar el entendimiento con su cuñado. Por el tratado de Avignon, sellado realmente en París el 6 de marzo de 1365, Carlos V consiguió liberar la capital de la presión del Rey de Navarra al intercambiar Mantes, Meulan y Longueville por la baronía de Montpellier, y someter la cuestión de Borgoña al arbitraje pontifi­cio. Estabilizada la situación, Carlos II intentó paliar la escasez de recursos en Navarra con la optimización de los existentes, a través de actividades pesquisidoras y de la institucionalización definitiva de la Cámara de Comptos (1365).

Al estallar la guerra civil en Castilla, no pudo per­manecer al margen, sabedor de que Navarra sería lugar de paso de los contendientes. Antes de acabar 1365 y después de haber buscado en secreto la re­conciliación con Aragón, tomó diversas precauciones para cuya financiación debió proceder a la venta de un buen número de propiedades regias (1365-1368). Con todo, no pudo evitarse el saqueo de la Ribera al paso del Trastámara y de las compañías enviadas desde Francia en su apoyo. Cercado por Francia y sus aliados tras la victoria y proclamación de Enrique II de Castilla, Carlos II se alió con Inglaterra buscando restablecer en el trono a Pedro I a cambio de importantes concesiones territoriales (tratado de Libourne, 23 de septiembre de 1366), aunque sin renunciar a una salida de emergencia al prometer su ayuda tam­bién al nuevo Monarca castellano (entrevista de Santa Cruz de Campezo, enero de 1367). Mientras tanto, la situación empeoró notablemente en Francia con la marcha del infante Luis a Albania (1366) y la ocu­pación de Montpellier por el duque de Anjou, her­mano de Carlos V y aliado de Enrique II y de Aragón (1367). Comprometido con ambos contendientes, cuando las compañías inglesas iniciaron su avance desde Aquitania, Carlos II se dirigió a su encuentro, guiándolas hasta Pamplona en los primeros meses de 1367, aunque evitó participar en el enfrentamiento simulando su captura en Borja por uno de los com­pañeros de Du Guesclin (1-16 de marzo de 1367). Sin embargo, Pedro I, una vez repuesto en el Trono, incumplió los compromisos adquiridos con Carlos II y el Príncipe de Gales, y éstos decidieron acercar pos­turas con Pedro IV.

El regreso de Enrique II desde Francia y la reaper­tura del conflicto rompieron la alianza con el Mo­narca aragonés, si bien Carlos II aprovechó la si­tuación para atacar la frontera y apoderarse en la primavera de 1368 de Logroño, Vitoria y parte de Álava. Pero tras la definitiva victoria del Trastámara en Montiel hubo de retomar los contactos con Pe­dro IV (Tortosa, abril de 1369) y juntos buscaron la colaboración de Inglaterra y Portugal para bloquear cualquier represalia castellana.

Garantizado el respaldo de Aragón y dejando como gobernadora en Navarra a su esposa, regresó a Nor­mandía en el verano de 1369, dispuesto a aprovechar la reactivación de las hostilidades entre Francia e In­glaterra para mejorar su situación. Condicionado por la presión de las compañías inglesas en sus posesiones, Carlos II inició en paralelo una doble ofensiva diplo­mática: con la mediación del duque de Bretaña se re­tomaron en París los contactos con Carlos V, blo­queados de nuevo en la primavera de 1370. Mientras tanto, se despacharon desde Normandía legaciones a Inglaterra, donde viajó secretamente el Monarca en agosto de 1370, acelerando la conclusión de un tra­tado con Eduardo III por el que acordaron defensa mutua junto al tradicional y teórico reparto de Fran­cia (Clarendon, diciembre de 1370). Paralizado su cumplimiento por la desaprobación del Príncipe de Gales, tuvo que reanudar las negociaciones con Car­los V hasta alcanzar un acuerdo en Vernon en marzo de 1371, en virtud del cual prestó homenaje al Sobe­rano galo y le fue devuelta Montpellier. Entre tanto, Navarra, pese a ratificar los acuerdos con Aragón (febrero de 1370), no pudo evitar un ataque caste­llano que recuperó parte de las tierras alavesas y sólo pudo frenarse con una propuesta de mediación papal (1371). Deseando participar en las negociaciones en la Corte pontificia, Carlos II regresó a Navarra atrave­sando Montpellier, Avignon y Aragón (1372).

Los recursos de Navarra se encontraban esquilma­dos como demostró la oposición del obispo de Pam­plona y del deán de Tudela a recaudar nuevas impo­siciones, desafío castigado duramente por el Monarca (1373). Para evitar el enfrentamiento armado con Castilla, Carlos II solicitó la mediación del cardenal de Boulogne que a través de una sentencia arbitral acabó con los conflictos fronterizos al asignar Fitero y Tudején a Navarra, devolver a Castilla lo conquistado en 1368 e imponer una alianza común (4 de agosto-3 de octubre de 1373). Como garantía, el infante Pe­dro, hijo de Carlos II, fue enviado a Castilla a la es­pera de celebrar la boda entre el primogénito navarro y una infanta castellana. Navarra quedó así supedi­tada a los intereses de Enrique II mientras que, con la muerte de la Reina en Evreux (3 de noviembre de 1373), Carlos II perdía a su principal aliado en Fran­cia debiendo confiar el gobierno de sus posesiones a su primo Luis, conde de Etampes (1374). Bloqueado por la presión de Enrique II e inmovilizados sus alia­dos tras el fracaso de la expedición del duque de Lan­caster a Castilla y las paces selladas por el Trastámara con Aragón y Portugal, Carlos II hubo de consolidar la alianza con Enrique II, dando por zanjados todos los conflictos después de celebrar el matrimonio entre el heredero Carlos y la infanta Leonor (27 de mayo de 1375). Entre tanto se habían retomado también las negociaciones con Francia y, deseoso de potenciar el acuerdo, envió allí al infante Pedro, intitulado conde de Mortain (1376), sin obtener resultados.

A pesar de las apariencias, el paulatino distancia­miento de Castilla quedó patente al descubrirse la traición de Rodrigo de Úriz, merino de la Ribera, para entregar Tudela al Trastámara en marzo de 1377. Carlos II, dispuesto a salir de una situación que frenaba cualquier aspiración, retomó desde co­mienzos de 1377 los contactos con Inglaterra con el fin de obtener ayuda militar a cambio del arrenda­miento de los puertos normandos. En respuesta, Car­los V y Enrique II acordaron en otoño dirigir contra Carlos II la ofensiva que preparaban contra Inglate­rra. A comienzos de 1378, buscando una salida mien­tras proseguían en Bayona los contactos con los in­gleses, envió a su primogénito a Francia como conde de Beaumont-le-Roger y señor de Montpellier con el fin de reactivar las negociaciones con Carlos V; una labor imposible después de la detención del canciller Jacques de Rue, que había confesado a los oficiales franceses las maquinaciones del Rey de Navarra. In­mediatamente, tropas francesas dirigidas por el duque de Borgoña ocuparon las posesiones normandas y en­contraron nuevas pruebas contra el navarro tras arres­tar en Bernay a su secretario Pierre du Tertre, mien­tras el duque de Anjou hacía lo propio en Montpellier en abril de 1378. Los infantes Pedro y Bona fueron también capturados y retenidos como rehenes en la Corte francesa junto a su hermano Carlos. Desacredi­tado por la revelación de sus intrigas y confiscados sus dominios franceses, excepto el puerto de Cherburgo, desapareció para Carlos II cualquier posibilidad de actuar en Francia, aunque su pugna con los Valois permanecería grabada en la memoria colectiva fran­cesa; allí encontraría gran aceptación el sobrenombre de “el Malo” acuñado en el siglo XVI por un cronista descendiente de uno de los linajes represaliados por Carlos II.

Informado de los sucesos franceses y revelados por el adelantado mayor de Castilla sus tratos con Carlos II para entregarle Logroño, Enrique II inició también su ofensiva contra Navarra en julio. Pese al refuerzo preventivo, el reino no pudo contener el ataque y du­rante el verano de 1378 los castellanos sitiaron Pam­plona mientras Carlos II intentaba enrolar tropas gas­conas desde Ultrapuertos. Sólo el temor a la llegada de refuerzos ingleses, prometidos en junio a cambio del arriendo de Cherburgo pero hechos efectivos en noviembre, pudo contener el avance castellano. Las consecuencias fueron nefastas: con un reino agotado y ocupado parcialmente, Carlos II hubo de paralizar proyectos anhelados como el de instalar un Estudio General en Ujué, fruto de la misma inquietud por la que había protegido a numerosos universitarios; unos ajustes que no evitaron sucesivas devaluaciones mo­netarias, con la consiguiente fluctuación de precios, a partir de 1378. Tuvo que hacer frente además a im­portantes desacuerdos en el reino, manifestados a tra­vés de motines contra las tropas inglesas (Puente la Reina) y de la pérdida paulatina de fidelidad por parte de algunos linajes transfronterizos que, como había mostrado la traición del merino de Tudela, acabaron vinculándose a Castilla.

Tras intentar sin éxito el apoyo de Aragón, derro­tado, aislado y desacreditado firmó la humillante paz de Briones el 31 de marzo de 1379. Quedó así to­talmente sometido a Castilla al imponer ésta sus di­rectrices francófilas, renunciando a cualquier aproximación a Inglaterra o Aragón; además se impuso el perdón y restitución de los perseguidos en el reino por su vinculación castellana. Como garantía, las tro­pas de Enrique II retuvieron una veintena de fortale­zas y plazas navarras, pero al menos la integridad del reino quedó garantizada.

La última etapa del reinado de Carlos II (1379-1387) estuvo caracterizada por el desánimo político en el plano internacional, motivado por el fatal desenlace de los proyectos del Monarca, su aislamiento y el progresivo deterioro de salud, evidente a partir de 1381. Con todo, la apertura del Cisma de Occi­dente le procuró un nuevo escenario en el que hacer valer sus pretensiones frente a Francia. Inicialmente partidario del romano Urbano VI, en oposición a un clero navarro abiertamente aviñonés, evolucionó rá­pidamente hacia la neutralidad por convicción y por las consecuencias de la guerra con Castilla, sin alejarse del Pontífice romano en tanto que los ingleses no devolvieran Cherburgo. Su interés prioritario, no obs­tante, fue Navarra, debilitada tras años de esfuerzos constantes y en estado de postración; centrado en el gobierno del reino, el Monarca se mostró espléndido al recompensar a aquellos que le guardaron lealtad, premiándolos con donaciones y nombramientos que aceleraron el proceso de “navarrización” progresiva del aparato institucional y administrativo.

En contrapartida, fue creciente el protagonismo del infante Carlos, acorde con el relevo generacional ocasionado por la muerte de Enrique II de Castilla (1379) y Carlos V de Francia (1380). Prisionero pri­vilegiado en Francia como sobrino del Rey, su abierta francofilia y desconocimiento de las maquinaciones paternas le permitieron recuperar el disfrute de las posesiones confiscadas a su padre (6-21 de febrero de 1381), por las que prestó homenaje a Carlos VI. Algunos meses después, gracias a la mediación de su cuñado Juan I de Castilla, recuperó la libertad para regresar a Navarra.

Carlos II mantuvo su ambigüedad en la cuestión del Cisma, recibiendo en Pamplona a los legados de Clemente VII y Urbano VI en abril y junio de 1382. Suscitó así nuevamente los recelos de Francia que, so pretexto de abusos por parte de los oficiales del in­fante Carlos, procedió a la confiscación definitiva de Montpellier en octubre de 1382. Mejor balance tu­vieron las relaciones con Castilla a causa de la mediación del cardenal Pedro de Luna, del posiciona­miento aviñonés del infante y del trato inmejorable de éste con Juan I, a quien ayudó desinteresadamente a combatir la sublevación del conde de Nájera (julio de 1383). Pudo así firmarse el tratado de El Espinar (19 de octubre de 1383), que suavizó notablemente las condiciones impuestas en Briones al proyectar la devolución al infante de la mayor parte de las plazas ocupadas, supeditando su cumplimiento a la vincu­lación pública de Carlos II al Papa de Avignon. Pen­diente aún la devolución de Cherburgo, teóricamente arrendado por tres años, y habiendo planificando en esas fechas un nuevo viaje del Monarca a Inglaterra, no realizado, Carlos II se negó a ratificar el tratado, mientras continuó las negociaciones con Ricardo II. Pese a los esfuerzos conciliadores de Clemente VII y del Monarca aragonés, esta actitud empeoró notable­mente la relación con el rey de Francia, que se ha­bía distanciado de Castilla (1384-1385). Cansado de ambigüedades y pretextando haber descubierto una nueva conspiración del Monarca navarro para enve­nenar a los duques de Berry y Borgoña, procedió a la anulación de los derechos del infante y a la definitiva anexión de las posesiones francesas del Rey de Nava­rra (20 de marzo de 1385).

Sin embargo, el bloqueo del acuerdo no dañó las re­laciones del infante primogénito con Juan I de Casti­lla, cuya Corte visitó con asiduidad y con quien cola­boró activamente en la guerra contra Portugal durante las campañas de 1384 y 1385. Gracias a este entendi­miento y a la mediación del cardenal Pedro de Luna, que permaneció en Pamplona junto al Monarca entre abril y junio de 1385 con poderes de Juan I, Carlos II consiguió el más alto grado alcanzado por el reino en la adecuación de la geografía eclesiástica a su realidad política al obtener la exención de la diócesis de Pam­plona (23 de septiembre de 1385), y poco después llegó a un nuevo acuerdo con Castilla. Con las capi­tulaciones de Estella (16 de enero de 1386) se puso fin a las duras condiciones impuestas en Briones, al devolver al Rey de Navarra las plazas retenidas por los castellanos, excepto algunos lugares estratégicos que fueron entregados al infante, y resolver los pagos pen­dientes de la dote de Leonor, exigiendo a cambio la declaración del reino a favor del Papa de Avignon. No obstante, el puntual cumplimiento de todos los puntos a lo largo de 1386, salvo la definitiva vincu­lación a Clemente VII, no palió las crisis de subsis­tencia en el reino ni mitigó el descontento popular, manifiesto en algunos tumultos que Carlos II ordenó reprimir con dureza (Pamplona). Falleció pocos me­ses después en el Palacio Real de Pamplona, sucedién­dole en el Trono su hijo Carlos (III) y facilitando con su desaparición el cumplimiento total de lo pactado con Castilla.

Del matrimonio con Juana de Francia nacieron siete hijos: Carlos (1361), primogénito y heredero del Trono; Felipe, nacido en diciembre de 1363 y fa­llecido prematuramente con apenas un mes de edad; María (c. 1365), casada con Alfonso de Aragón el jo­ven (1397), luego conde de Denia y duque de Gan­día; Pedro (1366), que permaneció en la Corte de Carlos VI de Francia como conde de Mortain, donde casó con Catalina de Alençon (1411); Blanca (ant. 1369), muerta en la adolescencia; Juana (c. 1370), casada con el duque de Bretaña (1386) y posterior­mente con Enrique IV de Inglaterra (1402); y Bona (c. 1372), fallecida en 1383. La Reina, por otra parte, murió estando encinta (1373). Tuvo además descen­dencia ilegítima, origen de algunos ilustres linajes no­biliarios navarros: Leonel, nacido de la relación con Catalina de Lizaso (1377), señor de Cortes y vizconde de Muruzábal, casado con Epifanía de Luna; también una niña, Juana, fruto de la unión con Catalina de Esparza (c. 1379), que casó en 1397 con Juan de Bearn, barón de Behorleguy.

 

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Roberto Ciganda Elizondo