Atau Huallpa. Sapay Inca. Cuzco (Perú), c. 1500 – Cajamarca (Perú), 26.VII.1533. Sapay Inca y supremo señor del Tahuantinsuyu.
Son escasas las noticias sobre su vida, anteriores a sus últimos meses, los que pasó como prisionero de Francisco Pizarro en Cajamarca, donde murió en el patíbulo el día 26 de julio de 1533.
Los cronistas que recogieron el recuerdo del pasado histórico de los incas, siempre a partir de noticias conservadas en la tradición oral de un pueblo que no conoció la escritura, y que no siempre concuerdan en la secuencia de los hechos que consignan, proporcionan los datos que marcan los acontecimientos más relevantes de su biografía sin poder precisar sus fechas exactas.
Su nacimiento tuvo lugar en el Cuzco, la capital sagrada del Imperio, hacia el año 1500, cuando Huayna Capac recorría las tierras de Chile, apenas iniciado su reinado, para afianzar la soberanía cuzqueña sobre los señores naturales que habían sido conquistados por su padre.
La madre, Palla Coca, no fue la esposa principal del Inca, pero pertenecía, como éste, al linaje del gran conquistador Pachacuti, el forjador del pujante Tahuantinsuyu.
En el Cuzco transcurrió su infancia y allí recibió la formación y la preparación propia de un guerrero perteneciente a la estirpe real.
Cuando su padre acomete la empresa de reorganizar las instituciones de las tierras del Norte de su Imperio y de llevar sus fronteras hasta los límites más septentrionales del mismo, con un ejército numeroso y bien pertrechado, lleva con él a varios de sus hijos, entre ellos al adolescente Atau Huallpa, para que se vayan curtiendo en las artes de la guerra. Hacia 1513 y después de haber dejado organizado el gobierno de la capital en manos de dos gobernadores, y de haber proclamado como su sucesor al joven Huascar, hijo de la Coya o esposa principal, Huayna Capac se instala en la ciudad norteña de Tomebamba que amplía y ennoblece “como otro Cuzco”, y desde allí organiza su ofensiva contra los Cayambes y Caranquis, pueblos insumisos de la región de Quito. Atau Huallpa está presente en las numerosas batallas que con mayor o menor fortuna culminan con el sometimiento de los rebeldes, después de quince años de enfrentamientos.
Cuando el Inca empieza a organizar su viaje de regreso al Cuzco, desde Quito le llegan las noticias de la presencia en las costas de Tumbes de unas gentes extrañas que han entrado en ellas desde el mar. Eran Francisco Pizarro y los “trece de la fama”. Corría el mes de julio de 1528. Al mismo tiempo, y desde el Cuzco, se reciben otras nuevas, más dramáticas y alarmantes. Una terrible epidemia está causando estragos en las poblaciones serranas y han muerto los gobernadores que el Inca dejara como regentes y asesores de Huascar.
Se aceleran los preparativos de su regreso, pero éste sólo será el de la comitiva fúnebre que conduzca el cadáver del gran Huayna Capac, víctima también de esa epidemia que ha llegado a las tierras de Quito. Antes de su muerte, el Inca había dudado en mantener la designación de Huascar como heredero, y piensa en otro de sus hijos, Ninan Cuyochi, que estaba en Tomebamba, como sucesor más adecuado. Pero las noticias llegadas a Quito de que también éste ha muerto siembran la confusión entre los nobles y sacerdotes incas, que finalmente, y a pesar del cambio final de la decisión de Huayna Capac, optan por ofrecer su reconocimiento a Huascar, que se apresura en hacerse nombrar en el Cuzco como nuevo Sapay Inca (1530). Aparentemente Atau Huallpa acata esta decisión, pero no acompaña al cortejo fúnebre de Huayna Capac y decide permanecer en Quito.
A partir de este momento, los cronistas relatan una serie de acontecimientos que marcan la enemistad entre Huascar y Atau Huallpa y la abierta ruptura de hostilidades entre ambos, y una serie de batallas entre los ejércitos de uno y otro, que dieron la victoria final a Atau Huallpa en una guerra planteada en las crónicas desde la óptica de simples conflictos dinásticos entre dos pretendientes a un gran trono. Pero no se trató de un enfrentamiento de intereses encontrados entre dos contrincantes que no llegaron a verse personalmente y que apenas se conocían, porque ambos se habían separado desde su primera juventud. La crisis sucesoria tuvo sus raíces en otras causas más profundas, derivadas de la propia estructura social y política del Imperio que respondía a unas pautas culturales panandinas que sobrevivieron incluso en la organización interna de las comunidades indígenas durante el período virreinal. La organización de la sociedad y el ejercicio del poder político, expresados en complejos rituales, se sustentó en una organización dual que diferenciaba dos mitades, Hanan y Hurin. Las referencias a la existencia de dos dinastías de gobernantes cuzqueños que ostentaron esas denominaciones son unánimes en toda la información recopilada por los cronistas. La competencia de los Hanan y los Hurin había suscitado desde los primeros tiempos del surgimiento del Tahuantinsuyu, ya en el siglo xiv, conflictos y enfrentamientos a partir de los cuales los gobernantes Hanan impusieron su supremacía sobre los jefes del linaje de Hurin, que llegaron a ser relegados en el ejercicio de sus funciones por los descendientes de Pachacuti Inca, acumulando en sus personas todos los atributos de la realeza incaica. Este proceso de “unificación” había continuado con la política de Huayna Capac que asumió todas las competencias de ambos linajes. A su muerte, se reavivaron las antiguas rivalidades, por motivos rituales, y la situación desembocó en una guerra abierta entre Huascar, cuya madre procedía del linaje de Hurin, y Atau Huallpa, que lideraba las aspiraciones de los Hanan. Huascar declaró abiertamente que “quería hacer de nuevo linaje de Hurin Cuzco”. Atau Huallpa intentó mantener la política integradora de su padre asumiendo las funciones de ambas mitades, tratando de impedir que su hermano restaurara el poder perdido por los Hurin.
Atau Huallpa tenía una visión más real del Tahuantinsuyu por su estrecho contacto, en los campamentos de su padre, con soldados de todos sus pueblos, mientras Huascar vivía en el Cuzco rodeado de cortesanos aduladores que, no obstante, urdieron conspiraciones ante las dudas suscitadas por el cambio de designación de heredero hecha o al menos planteada por Huayna Capac en los momentos previos a su muerte. La desconfianza ante la lealtad de los suyos, incluso la de su propia madre y su hermana, a la que había tomado por esposa con la abierta oposición de aquélla, y la presencia en el Cuzco de los nobles que habían llegado desde Quito con el séquito del cadáver de su padre, lo empujaron a actuar con inusitada crueldad, que llegó a ser intolerable con los emisarios de una embajada enviada por Atau Huallpa poco después. La negativa de éste a la orden de que se presentara en el Cuzco supuso la ruptura abierta de las hostilidades. Huascar envió una expedición armada a Tomebamba a las órdenes de otro de sus hermanos, Atoc, que se enfrentó a las tropas de Atau Huallpa dirigidas por sus generales Quizquiz, Challcuchima y Rumiñahui en una larga batalla que duró tres días y en la que el ejército de Atoc y sus aliados Cañaris, habitantes de Tomebamba, fueron derrotados y perseguidos en su retirada hacia el Sur.
Atau Huallpa, victorioso, se dirige hacia el norte de Quito para afianzar su retaguardia y se proclama Sapay Inca en la fortaleza de Caranque, con el nombre Caccha Pachacuti Inca Yupanqui Inca: “guerrero transformador del mundo, rey del linaje de Inca Yupanqui”.
Huascar reacciona con el envío de un nuevo ejército, bien pertrechado, dirigido por otro de sus hermanos, Huanca Auqui, que se encuentra con el que conduce el propio Atau Huallpa en Cusibamba y al que persigue y hostiga hasta Cochaguaylla, cerca de Cajamarca. La derrota y la desbandada de las tropas de Huanca Auqui, que huye hacia el sur, culmina en una nueva victoria de los generales de Atau Huallpa en Bombon. Él se queda en Cajamarca para asegurar aquella región, mientras Challcuchima y Quizquiz avanzan imbatibles hacia el Cuzco, al encuentro de un nuevo ejército que en esta ocasión dirige Huascar en persona. Estos acontecimientos coinciden con la llegada de Francisco Pizarro y su hueste a las costas de Tumbez en el mes de febrero de 1532. Ambos contendientes son informados de ello y ambos se apresuran a enviar a los inesperados visitantes sendas embajadas. Pizarro opta por dirigirse al encuentro de Atau Huallpa, que recibe en Cajamarca la noticia de la victoria de sus ejércitos sobre Huascar y la captura de éste, que es conducido como prisionero humillado a aquella ciudad para comparecer ante su hermano triunfador. Pero a la llegada de esa comitiva se anticipó, el 15 de noviembre de 1532, el pequeño grupo de jinetes y peones españoles conducidos por Pizarro.
El exceso de confianza de Atau Huallpa en sus ininterrumpidas victorias sobre los nutridos ejércitos de su hermano, o la necesidad de atender con todas sus fuerzas a la marcha de la guerra que los enfrentaba, hizo que subestimase el peligro que podía representar aquella menguada hueste, de cuya marcha iba recibiendo noticias puntuales. No obstante, programó hábilmente las circunstancias en que iba a tener lugar su encuentro. No fue en el interior de la ciudad, verdadera plaza fuerte, que dejó vacía permitiendo a sus visitantes que se instalaran en ella, sino en el campamento de su ejército asentado en el valle, a escasa distancia. Quería que comprobaran su poderío militar esperando amedrentarlos.
La primera entrevista, con una pequeña embajada que llegó desde la ciudadela aquella misma tarde, fue un auténtico tanteo de fuerzas por ambas partes. Atau Huallpa se mostró displicente con la primera avanzadilla presidida por Hernando de Soto, un simple capitán, y fue más condescendiente cuando poco después llegó el hermano del jefe, Hernando Pizarro. Su actitud fue de arrogancia impasible ante la presencia de los imponentes jinetes en sus formidables animales cuya eficacia quería calibrar. Pareció aceptar las explicaciones que dio Hernando Pizarro a sus acusaciones por el comportamiento que los intrusos habían tenido con sus súbditos a lo largo del viaje desde la costa, y prometió que al día siguiente acudiría con su ejército a entrevistarse con el jefe de los españoles. Cuando éstos abandonaron el campamento empezó la movilización de sus tropas programando y calculando el tiempo que los haría esperar. “Aquella noche y otro día no hacían sino venir indios, en tanta manera que jamás se quebró el hilo de la calzada”, nos dice uno de los soldados que escribieron la relación de aquellos sucesos. Francisco Pizarro, por su parte, también organizó minuciosamente la disposición estratégica de sus hombres en la plaza de la ciudadela. Sesenta peones, cien jinetes, y ocho escopeteros con cuatro tiros de artillería. Los emisarios del Inca iban y venían. “Una vez decía que había de venir con sus armas; otra vez decía que había de venir sin ellas; el gobernador le envió a decir que viniese como quisiera, que los hombres bien parecían con sus armas.”
Cuando al fin, ya al atardecer del 16 de noviembre, entró en la ciudad rodeado de un séquito imponente, comprobó desde lo alto de su litera, que la plaza estaba vacía. Sólo vio dirigirse hacia él al dominico fray Vicente de Valverde, acompañado por un intérprete. No prestó atención al discurso incomprensible del famoso Requerimiento que el fraile leía y lo arrojó indignado de un empellón lejos de sí haciendo caer al suelo la Biblia que el dominico llevaba en sus manos. Su gesto provocó el final de la tensa expectación de los españoles, apostados en el interior de las salas que se abrían a la plaza. A una señal de Francisco Pizarro, salieron en estampida lanzándose contra la escolta real mientras se disparaban los tiros de la artillería y el gobernador se dirigía hacia la litera, valientemente defendida por sus porteadores. Fue la única resistencia heroica que se opuso al ímpetu de los españoles, que capturaron a Atau Huallpa, conduciéndolo al interior de una de las estancias. La desbandada del ejército fue general, y su única salida fue un boquete abierto en el muro por su propio empuje, al intentar huir de los caballos.
Fue el comienzo del fin de Atau Huallpa cuya prisión se prolongó por ochos meses bajo la estrecha vigilancia de sus captores que le permitieron vivir acompañado de sus gentes y en contacto permanente con el exterior. Lo trataron y consideraron como el supremo señor de aquella tierra que supo despertar en ellos el respeto y la admiración que les imprimía el sentimiento de la realeza. Pero a pesar de todo, lo consideraron como su prisionero. Y, cuando como gran señor de la tierra les hizo el ofrecimiento de cuantiosas riquezas, siguiendo las pautas del juego de relaciones regidas por el principio de la reciprocidad, ellos lo consideraron como el pago de un rescate por una libertad que nunca le devolvieron. Intentaron justificar el incumplimiento de lo que muchos consideraron como un compromiso formal establecido entre ambas partes, condenando entre otras cosas el que desde su prisión hubiera ordenado dar muerte a su hermano Huascar, que había llegado a las proximidades de Cajamarca en los primeros días de enero de 1533. Atau Huallpa no quiso arriesgarse a que los españoles confrontaran la legitimidad de su soberanía frente a los argumentos que pudiera esgrimir su hermano, cuya figura, por otra parte, fue para los españoles tan imprecisa como el nombre con el que lo mencionaban: el Cuzco Joven siempre en relación con el gran soberano anterior, Huayna Capac, al que llamaron el Cuzco Viejo, conscientes de la identificación del término Cuzco con la magnífica y lejana capital de aquel Imperio. Asociaban la referencia a ella con la categoría de soberano, aunque nunca llegaron a mencionar como Cuzco Nuevo a Atau Huallpa, que fue para ellos un personaje vivo y real con nombre propio.
La llegada de Diego de Almagro con sus refuerzos de gente, en abril de 1533, hizo cambiar el ritmo de las relaciones de Atau Huallpa con los españoles. Los nuevos no lo veían sino como a un rehén molesto, que podía poner en peligro el avance de los conquistadores hacia la capital. Ellos no se sentían comprometidos por la entrega del “rescate” en cuyo reparto no iban a participar.
No fue atendida la propuesta de Hernando Pizarro de llevar consigo a España, con la parte que correspondía al Rey de aquel botín, al prisionero que tenía derecho a negociar personalmente con el emperador Carlos los términos del reconocimiento de su vasallaje.
Atau Huallpa expresó al gobernador su deseo de acompañar a Hernando, pero éste partió sin él el día 12 de junio, y sin el apoyo de su hermano, Francisco Pizarro cedió a las presiones de los de Almagro y de los oficiales reales que impusieron su criterio de someter a juicio el comportamiento de Atau Huallpa. Fue condenado a la pena capital y la sentencia se cumplió el día 26 de julio de 1533.
Una atenta lectura de los numerosos testimonios que quedaron consignados en relaciones o procesos contemporáneos o inmediatos a los hechos permite advertir que en las circunstancias que rodearon a la muerte de Atau Huallpa, los intereses de los indígenas que lo rodeaban en su prisión, ya fueran simples servidores o grandes señores étnicos, los movieron a urdir una trama de noticias engañosas que pretendían hacer creer a los españoles que el Inca organizaba un ataque a Cajamarca. Es lógico y probablemente así fuera, que los jefes del ejército quiteño programaran ese ataque, pero es indudable que no contaron para lograr su éxito con la colaboración de los habitantes de Cajamarca y desde luego con la de los grandes señores que llegaban de la región del Cuzco, que la obstaculizaron. No fueron sólo los hombres de Almagro o los oficiales reales quienes presionaron para que se dictara la sentencia que decidió la muerte de Atau Huallpa.
Una sentencia que mereció la crítica de muchos conquistadores y que Cieza de León califica como “la más mala hazaña que los españoles han hecho en todo este Imperio de las Indias”. El mismo emperador Carlos V, cuando tuvo noticia de ella, condenó la decisión de Pizarro: “La muerte de Atabaliba, por ser señor, me ha desplazido, especialmente siendo por justicia” (cédula de 21 de marzo de 1534).
De sus varias esposas dejó una numerosa descendencia, pero dada la juventud del Inca en el momento de su muerte, apenas treinta y tres años, todos los hijos eran unos niños, que el condenado confió a la protección de Francisco Pizarro. De la suerte que corrieron varios de ellos, da cuenta la profusa documentación colonial que recoge sus probanzas de méritos, algunas presentadas en los siglos xvii y xviii, en las que constan datos de sus genealogías. Todos, tanto los varones como las mujeres, fueron bautizados y educados en la religión cristiana y llegaron a integrarse en la sociedad colonial con el reconocimiento de su estatus de miembros de la nobleza indígena que en buen número llegó a mezclar su sangre con la clase criolla.
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María Concepción Bravo Guerreira