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García II Sánchez

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Biografía

García II Sánchez. El Trémulo. ?, 965 – 999. Rey de Pamplona, cuarto de la dinastía de los llamados “Jimenos” o, más propiamente “Sanchos”.

La historiografía moderna le ha aplicado sin mayor fundamento el sobrenombre de “El Tremuloso”, “Trémulo” o “Temblón”, tomado de la cronística medieval que lo identificaba con su padre del mismo nombre. Fue el primogénito y sucesor de Sancho II Garcés y su esposa Urraca Fernández, hija del conde Fernán González de Castilla y viuda antes sucesivamente de dos reyes leoneses Ordoño III y Ordoño IV. Aparece documentado por primera vez a los siete años de edad como confirmante de una donación de sus padres al monasterio de San Millán de la Cogolla (14 de julio de 972). Se hizo cargo de la corona y la potestad regia (potestas regia) en los primeros meses de 994 cuando estaba próximo a cumplir su tercera década de vida, es decir, en la plena madurez isidoriana del hombre de aquella época. La monarquía pamplonesa y sus gentes como el resto de la España cristiana padecieron durante su vida un cúmulo creciente de inquietudes, sobresaltos y auténticos desastres que, sin embargo, no parece que se percibieran en las altas esferas eclesiásticas en clave escatológica como una “obsesión por el fin del mundo” a pesar de las copias del tratado escatológico de Beato de Liébana, el “Comentario del Apocalipsis”, existentes entonces en el tesoro librario de San Millán de la Cogolla. Con todo, para los dominios del Reino de Pamplona el período que tuvo como bisagra el cambio de milenio constituye asimismo un paréntesis de silencio cronístico, como si sus gentes estuviesen atravesando en aquellos años de pesadilla una especie de “túnel del tiempo histórico”, una penuria de informaciones autóctonas prolongada durante más de dos siglos. Ni siquiera se conocen, por ejemplo, las circunstancias ni el momento preciso del fallecimiento de Sancho II Garcés y mucho menos del de su hijo y sucesor, García II Sánchez, cuya figura se desvanece de la memoria histórica a partir del 999, como también, por ejemplo, las de su hermano Gonzalo y el obispo pamplonés Sisebuto, tan distinguido en la actualización escrita del acervo historiográfico y cultural pamplonés.

Después de más tres décadas de pugnas fratricidas y cruentas por la realeza incluso con injerencias musulmanas en ellas, se había reafirmado sobre el trono leonés Vermudo II (985). Había soportado este monarca las más profundas y asoladoras embestidas de las huestes del “mayordomo de palacio” o ḥāŷib cordobés Almanzor que desfilaron victoriosas por los núcleos de población más representativos del reino, como León, Astorga e incluso Compostela y su santuario del apóstol Santiago. De poco sirvió entre tanto la gallarda defensa de la frontera leonesa del curso superior del Duero protagonizada por el mencionado conde García Fernández de Castilla, vencido y muerto finalmente a manos de lo sarracenos (995). Y todavía en el mismo torbellino de calamidades falleció el propio Vermudo II (999) dejando un heredero menor de edad, Alfonso V, en el mismo año precisamente en que desaparecía sin dejar rastro su primo materno García II Sánchez, sucedido también por un hijo menor de edad, Sancho III Garcés el Mayor. Cuando García II Sánchez comenzó su breve reinado de apenas un lustro, la prórroga de la última tregua con los musulmanes había requerido poco antes la presencia en Córdoba (993) de un miembro de la familia regia, en este caso de su segundo hermano Gonzalo Sánchez, encargado de conquistar “el cariño” de Almanzor y dar pruebas cumplidas de obediencia. Se trataba de otro compromiso aparentemente amigable con Córdoba realizado por mera conveniencia y en circunstancias de evidente inferioridad militar. Resultaba una pausa más de humillación sin duda necesaria dentro de la línea política de oposición radical entre los dos irreconciliables espacios de civilización y cultura, cristiandad e islam. Y por esto tanto para la sociedad pamplonesa como para la leonesa no suponían tales negociaciones y acuerdos un repudio efectivo del programa de “liberación” cristiana de la Hispania irredenta. Desde sus altivas muestras de hegemonía, el todopoderoso ḥāŷib cordobés trataba por su lado de evitar las eventuales conjunciones de de sus enemigos natos basadas en los permanentes lazos de solidaridad religiosa y familiar. Con la desaparición de Sancho II Garcés la corte cordobesa debió de considerar cancelada la citada tregua renovada el año anterior tan precariamente como las anteriores. En todo caso, hacia principios del verano del propio año 994 la furia musulmana se desató redoblada por las riberas del Ebro y, desviándose hacia el norte, el ejército de Almanzor avanzó profundamente hasta los muros de la vieja ciudad de Pamplona, cuna simbólica y corazón del reino de su nombre, rendida al cabo solamente de cinco días de asedio. Las acostumbradas promesas de sumisión y lealtad política por parte de nuevo monarca lograron una vez más un breve alivio en los fragores bélicos. Cuando estaba a punto concluir el trienio habitual de la tregua (997) y al tener noticia del ataque contra Calatayud y la muerte de un prócer del linaje tuyibí que regía la gran región de Zaragoza por una partida de caballeros salida de los dominios pamploneses, respondió Almanzor con la matanza de medio centenar de cautivos del reino pirenaico retenidos en Córdoba como rehenes, uno de ellos hecho sacrificar a manos del niño de doce años ‘Abd al-Raḥmān “Sanchuelo”, el sobrino carnal por vía materna de García II Sánchez. Éste tuvo que avenirse a solicitar una nueva tregua y liberar a los presos musulmanes que se hallaban en su poder. En esta ocasión la paz solamente duró dos años y a continuación se sucedieron tres o, probablemente, cuatro campañas más. En una profunda embestida las huestes sarracenas remontaron el curso de los ríos Aragón o el Ega para volver a alcanzar sobre Pamplona, que en esta ocasión fue completamente arrasada (999) y no debió de quedar piedra sobre piedra de la iglesia catedralicia de Santa María, que sin duda había sido reconstruida después de las ruinas sembradas tres cuartos de siglo atrás por la famosa campaña de ‘Abd al-Raḥmān III. Al cabo de casi cien años más tarde todavía se iba a evocar patéticamente la desolación de la sede episcopal cuyo propio nombre había estado a punto de ser borrado de las páginas de la historia. De la siguiente campaña se sabe que discurrió por las “colinas de Pamplona”, es decir, de la región pamplonesa, y en ella entregada a las llamas cierta iglesia de Santa Cruz de ubicación actualmente desconocida. Las tropas musulmanas provenían de tierra castellana, en Cervera, cerca y al norte de Clunia (Coroña del Conde, Burgos), donde habían arrollado (1000, julio 29) a las fuerzas cristianas reunidas “desde Pamplona hasta Astorga” bajo el mando del nuevo conde castellano Sancho García, lo que permite pensar que los dos reyes cristianos, caudillos natos en semejantes tesituras, ya habían fallecido dejando además herederos menores de edad como se ha indicado. Los estragos se habían sucedido de tal forma que incluso se borró cualquier memoria sobre el momento y las circunstancias de la desaparición de García II Sánchez, prácticamente desconocido en las crónicas medievales. Como una probable muestra del desconcierto y hasta pánico general causado por semejante situación entre ciertas minorías del país, podría situarse en los dominios pamploneses el lugar de procedencia al menos de una buena parte de los monjes exiliados por aquellos años que, refugiados en la gran abadía borgoñona de Cluny, habían pedido al abad Odilón seguir en la comunidad anfitriona sus pautas litúrgicas de origen hispano-godo según noticia de un cronista borgoñón coetáneo. No debieron de ser, sin embargo, considerables las bajas sufridas por los miembros de la nobleza consagrados al oficio de las armas, pues su entrenamiento permanente y sus ágiles monturas les permitían escapar con relativa facilidad de las arremetidas del enemigo para refugiarse en las montañas cercanas. Cabe, por otro lado, suponer siquiera muy vagamente las angustias y pérdidas materiales de las poblaciones campesinas que, asentadas en núcleos próximos a las vías de comunicación preferidas en sus desplazamientos por el ejército enemigo, huirían despavoridas con sus mínimos ajuares y algunas cabezas de ganado hacia los montes más próximos, mientras las tropas cordobesas vaciaban los graneros, arrasaban las pobres viviendas e incendiaban los sembrados. Es muy probable, por lo demás, que el cuerpo del difunto monarca fuera inhumado en San Esteban de Deyo (Monjardín) donde con toda certeza descansaban los restos mortales de sus tres antecesores en la cúspide de la realeza pamplonesa. Habían ido desapareciendo sucesivamente también sus más próximos parientes varones, sus hermanos Ramiro y Gonzalo y, como su primogénito y sucesor Sancho III el Mayor sólo contaba con diez años de edad, debieron de encomendarse las funciones o potestad regia a su tíos segundos Sancho y García Ramírez, los más cercanos parientes masculinos que le quedaban. Pero en aquellos años de severa forja de su personalidad entre tantos aprietos y aflicciones, debieron de tenerlo continuamente a su lado, en mayor grado que nadie, las dos reinas viudas, su madre Jimena y, en especial, su abuela Urraca Fernández, tan baqueteada ésta en su larga y movida existencia y cuyo nombre de Urraca se había asignado a la única hermana, pues no es seguro que fuese también hermana suya la domna Sancha Sánchez que figura como confirmante detrás de sus tíos Sancho y García Ramírez en un diploma de 991.

 

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Ángel Martín Duque

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