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Beato Anselmo Polanco y Fontecha

Biografía

Polanco y Fontecha, Anselmo. Buenavista de Valdavia (Palencia), 16.IV.1881 – Pont de Molíns (Gerona), 7.II.1939. Agustino (OSA), teólogo, prior, obispo de Teruel, beato.

Nació de Basilio Polanco y Ángela Fontecha, labradores, y cinco días más tarde fue bautizado en la parroquia de los Santos Justo y Pastor. A los tres años dieron comienzo sus andanzas escolares en su localidad natal, que se prolongarían en 1892 en la Preceptoría del vecino pueblo de Barriosuso bajo la tutela del dómine, distinguiéndose por su aplicación y aptitudes.

Se incorporó a la Orden Agustiniana el 1 de agosto de 1896 al recibir de su tío fray Sabas Fontecha la cogulla en Valladolid. Transcurrido el año y un día preceptuados del noviciado profesó de votos simples, e inmediatamente comenzó los estudios de Filosofía, que hubo de interrumpir un año por motivos de salud.

Pasada una temporada en Medina del Campo y en Buenavista, se reincorporó en Valladolid, donde prosiguió la carrera eclesiástica e hizo la profesión solemne el 3 de agosto de 1900 ante el prior fray Martín Hernández. Trasladado al Monasterio de La Vid (Burgos) en septiembre de 1902 para el estudio de la Teología, recibió el presbiterado el 17 de diciembre de 1904. Concluida la carrera eclesiástica en 1905, fue destinado a Alemania para que aprendiera el idioma y se graduara, pero al cabo de un año los superiores lo llamaron para que se dedicara a las ciencias sagradas en España. Lo hizo primero en Valladolid en materias humanísticas (1906-1913) y después en La Vid en las teológicas (1913-1923), y en esta escalonada docencia fue ganando los títulos de pasante (1907), lector (1909), regente (1916) y maestro en Teología (1921), que conjugó con otras responsabilidades, como pedagogo de estudiantes y maestro de novicios.

En el capítulo provincial de 1922 fue nombrado rector de Valladolid, cargo para el que fue reelegido en 1926. De estos siete años hay que subrayar su colaboración en la exposición misionera que la Santa Sede organizó el año 1925 en Roma, mostrando al Convento vallisoletano como un centro de irradiación misionera y poseedor de un patrimonio étnico-cultural muy importante.

Pero sobre todo hay que señalar que no sólo tuvo que ocuparse de la observancia religiosa de la numerosa comunidad y de los estudios que se realizaban en el Real Colegio, sino que hubo de encargarse de la terminación de las obras de la iglesia, siguiendo los planos de Ventura Rodríguez, hecho que tuvo lugar el 12 de junio de 1930, asistiendo a la inauguración de dicho templo como consejero provincial (1929-1932).

Fue en Manila, en julio de 1932, donde se celebraron los comicios en los que salió elegido prior provincial (1932-1935), que abrió con una circular en la que invitaba al exacto cumplimiento de la legislación canónica y constitucional para afrontar aquellos tiempos difíciles, en los que debía velar por más de seiscientos religiosos presentes en Asia, Hispanoamérica y Europa.

Una de sus primeras decisiones fue trasladar la residencia de Manila a Madrid porque así lo exigían los intereses generales de la provincia y también la mayor facilidad de comunicación y de gobierno. Y un buen ejercicio del ministerio de la autoridad pasaba por visitar a sus frailes y conocer sus necesidades y problemas para darles solución. Por eso pronto giró la visita regular. Así, los misioneros que atendían el vicariato apostólico de Changteh y las prefecturas apostólicas de Lichow y Yochow pudieron recibir de él ánimos y consuelos para seguir evangelizando en China. De allí pasó a Filipinas y luego a Estados Unidos. En el otoño de 1933 hizo la primera ronda por los conventos de España, que repitió en 1935. Entre una y otra intercaló su visita a Colombia, Perú y al vicariato apostólico de Iquitos, en la selva peruana. Fueron estas misiones amazónicas, que la Santa Sede había encomendado a la provincia agustiniana de Filipinas en 1901, las que le procuraron mayor preocupación por la falta de personal y la imposibilidad de atender debidamente tan extenso territorio, complicándose aún más todo ello tras la muerte del vicario apostólico y la nómina de su sucesor. Así pues, la mitad del trienio de su mandato lo dedicó a cumplir con una de las obligaciones más serias que gravan sobre el buen ejercicio del ministerio de la autoridad: escuchar, alentar y urgir. Y se puede concluir que estas visitas le sirvieron para ejercitarse en deberes y responsabilidades que, sin buscarlos, le iban a salir al encuentro en un futuro próximo.

Otras cualidades como la piedad y la prudencia no pasaron desapercibidas a los ojos de personas que buscaban pastores que se pusieran al frente de los fieles de la agitada cristiandad española. Y fue el nuncio monseñor Tedeschini quien personalmente le comunicó su nombramiento como obispo de Teruel y administrador apostólico de Albarracín. De nada sirvieron reparos, como insinúa en su primera carta pastoral, y hubo de aceptar el peso de la mitra. A la Cartuja de Aula Dei de Zaragoza se retiró los días inmediatos a su consagración para entrever el modo de cumplir la voluntad divina en la responsabilidad que se le avecinaba y repasar las obligaciones de un obispo a la luz de las normas de la Santa Sede y de la lectura de la Biblia. De allí salió templado para iniciar el camino que le había de llevar a la plenitud del sacerdocio y de la vida. Fue consagrado en la iglesia agustiniana de Valladolid el 24 de agosto de 1935. El 7 de octubre se puso en camino hacia Teruel y al día siguiente tuvo lugar la entrada oficial en la ciudad.

El lema de su escudo episcopal fue el texto de san Pablo: “Impendam et superimpendam ipse pro animabus vestris” (“Me gastaré y desgastaré por vuestras almas”). Palabras proféticas que empezó a poner en práctica por su entera disponibilidad e interés por las necesidades de las parroquias, lo que le otorgó el aprecio de sus párrocos y feligreses. Pero no se limitó a escuchar. Fue también un hombre activo: fiel a sus premisas de gobierno, visitó la diócesis para conocer mejor la situación de su grey y luego, como recoge el investigador Carlos Alonso (1996), “creó organismos diocesanos que ayudaron a un mejor funcionamiento de la vida pastoral. De haber gobernado la diócesis en otras circunstancias hubiera celebrado un sínodo, que empezó a preparar antes de que sobreviniera la tempestad.

Favoreció mucho la obra de la enseñanza de la catequesis, así como también la Acción Católica, una institución en pleno auge por aquellas décadas. Favoreció la propaganda misional, él que era un religioso de una provincia misionera y como provincial había visitado las misiones de la misma en China y en Iquitos”.

Su apostolado social se revistió de las características de la época, haciéndose popular por su liberalidad limosnera, repartiendo más de lo que tenía para dar, pues se privaba de lo estrictamente personal para dar a todos, imitando así a su hermano de episcopado y de hábito santo Tomás de Villanueva.

Y estalló la guerra. Teruel se adhirió al nuevo movimiento.

Núcleo provinciano, pero estratégico por ser nudo de comunicaciones entre Aragón, Valencia y La Mancha, pronto se convirtió en plaza a ganar por los republicanos. El 1 de octubre fue bombardeada la ciudad, quedando afectado el palacio episcopal, por lo que tuvo que pasar a vivir al seminario, refugio de soldados, enfermos y familias enteras, siendo el obispo un huésped más en la convivencia cotidiana llena de estrecheces e incomodidades, a pesar de que desde el inicio de las hostilidades se le ofreció la posibilidad de abandonar Teruel y trasladarse a otra ciudad más segura.

El 14 de marzo de 1937, ya en pleno fragor bélico, publicó una vigorosa exhortación pastoral, siendo uno de los primeros prelados que tuvo el coraje de dar a la luz un documento de este género, que fue preludio de la conocida Carta pastoral del episcopado español, fechada el 1 de julio de 1937, en la que se apoya el levantamiento militar y se da razón de las causas que justificaban tal decisión. Por esto se le ha calificado como “Mártir de la Carta colectiva, pues por haberla firmado y no haberse retractado, nunca fue liberado y por ella murió”, tal como se deduce de los diversos interrogatorios y declaraciones que hizo en la cárcel ante los jueces. En el mes de diciembre del mismo año viajó a Burgos para asistir a la Junta de Consejeros Nacionales, y allí se encontró con Franco y con el nuncio Hildebrando Antoniutti. Al primero le saludó y pidió que no se olvidara de Teruel. Al segundo le reiteró su decisión de que, a pesar del riesgo que corría, no podía dejar Teruel, porque “mientras haya un alma en ella, tiene grey el obispo”.

A partir del 15 de diciembre comenzó el asedio turolense, que finalizó con la rendición del 7 de enero de 1938. El prelado no estuvo presente en las deliberaciones para la rendición y, cuando supo la decisión final, se limitó a decir que él sería el último en salir. Su captura era uno de los objetivos prioritarios de los milicianos, pero no hasta el punto del linchamiento, como anunció Indalecio Prieto en un discurso en el Estadio Nacional de Chile. Aunque se hicieron gestiones para que fuese escoltado hasta la frontera y liberado, el Consejo de Ministros no aceptó esta propuesta humanitaria, y finalmente fue encarcelado.

Conoció las ergástulas de San Miguel de los Reyes de Valencia, Pi y Margall y 19 de Julio de Barcelona, siempre junto a su viario, el beato Felipe Ripoll y el coronel-gobernador de Teruel Domingo Rey d’Harcourt.

La Orden Agustiniana fue la primera en mover los resortes a su alcance para procurar la liberación de su hermano de hábito. Contactaron con el conde de Rodezno, ministro de Educación y Justicia, el nuncio monseñor Antoniutti, el primado español monseñor Goma, el cardenal parisino Verdier y con J.

Azcárate, hermano del embajador de la autoridad republicana en Londres. Incluso se trató con Indalecio Prieto, que deseaba su liberación, pero al ser exonerado del cargo de ministro de Defensa en abril de 1938, nada pudo hacer. Y lo mismo ocurrió con el ministro Manuel Irujo. En opinión del agustino Carlos Alonso, “la clave de la liberación no estaba en las manos de ellos, sino en las de las autoridades de la otra parte, las cuales debieron de abrigar hasta el último momento la idea de que un rehén como el prelado de Teruel era una baza demasiado importante como para soltarla fácilmente”. Aunque se ofertaron intentos de canje, nunca entró en el Negociado de Evadidos y Prisioneros su nombre como candidato a un canje.

Las batallas del Ebro y del Segre apuntaban hacia Barcelona, por lo que el 24 de enero de 1939 se prepara el éxodo desde la cárcel hacia la frontera francesa.

El 3 de febrero llegaron a Pont de Molíns, a 18 kilómetros de Francia. Tres días más tarde se recibía en el Negociado de Refugiados y Evadidos una orden de “entregar a las Fuerzas Aéreas, para ser llevados a la Zona Central en calidad de rehenes, las personalidades de relieve, así como el obispo de Teruel y los italianos.

Según la narración de alguien que lo vivió, hubo desinterés en hacerse cargo de estos prisioneros tanto por parte de la Marina como de la Aviación, porque sus jefes pensaban más en escapar que en ocuparse de trasladar a los prisioneros al puerto de Rosas y de allí a Valencia”.

A las diez de la mañana del 7 de febrero de 1939 se entregaba los prisioneros al comandante Pedro Díaz y a un pelotón de la famosa brigada Líster. Todos sus biógrafos coinciden en afirmar que fue hacia las dos de la tarde en el barranco de Can Tretze, un paraje silvestre, a izquierda de la carretera, que desde Pont de Molíns conduce al pueblo de Las Escaulas. Diez días más tarde un pastor encontró la fosa: la cabeza del obispo había sido atravesada por una bala y su cuerpo apareció algo quemado —pues se les roció de gasolina y se les prendió fuego—, pero íntegro. Sus restos fueron trasladados a la Catedral de Teruel el 5 de marzo y depositados en la capilla de Santa Emerenciana, patrona de la ciudad.

El proceso de beatificación, el primero instruido en la diócesis de Teruel desde su fundación, se incoó en 1950. Su culminación fue la ceremonia celebrada por el papa Juan Pablo II en la plaza de San Pedro el 1 de octubre de 1995, en la que junto a su vicario general el sacerdote Felipe Ripoll, se les declaraba beatos y se asignaba el 7 de febrero, fecha de su muerte, como el día para su conmemoración litúrgica.

Su producción literaria se limita a dos breves escritos en la revista agustiniana España y América y a sus exhortaciones y cartas pastorales publicadas en el Boletín Oficial Eclesiástico de las Diócesis de Teruel y Albarracín.

 

Bibl.: E. Jorde, Catálogo bio-bibliográfico de los religiosos agustinos de la Provincia del Santísimo Nombre de Jesús de las Islas Filipinas desde su fundación hasta nuestros días, Manila, 1901, pág. 762; G. de Santiago Vela, Ensayo de una biblioteca Ibero-Americana de la Orden de San Agustín, vol. VI, Madrid, Imprenta Asilo de Huérfanos, 1922, págs. 334-335; E. Ferreres, Fiel hasta la muerte. Breve biografía del obispo de Teruel, Barcelona, F. Granada y Cía, 1941 (col. España mártir. Siglo xx); A. del Fueyo, Héroes de la epopeya. El obispo de Teruel, Barcelona, Amaltea, 1941; L. Camblor, El obispo mártir de Teruel. Reseña biográfica del Excmo. y Revmo. padre Anselmo Polanco, OSA, Madrid, Religión y Cultura, 1952; T. Aparicio López, “Anselmo Polanco, al servicio de Dios y de la Iglesia”, en Historia y Vida. Revista Agustiniana (Madrid), 1955; A. Montero, Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1961; M. Merino, Agustinos evangelizadores de Filipinas (1565-1965), Madrid, Archivo Agustiniano, 1965, págs. 59- 60; E. Fuembuena Comín, “Por qué cayó Teruel”, en Diario Aragón Express (Zaragoza), n.º 1254 (8 de febrero de 1972); A. Espada, “Polanco Fontecha, Anselmo”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, III, Madrid, Instituto Enrique Flórez, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1973, pág. 1989; J. M. Martínez Bande, La batalla de Teruel, Madrid, Servicio Histórico Militar, 1974; B. Rano, “Polanco Fontecha, Anselmo”, en Bibliotheca Sanctorum. Apendice, t. I, Roma, Città Nuova, 1987, págs. 1067- 1069; J. Beltrán, Tras las huellas del Padre Polanco, Teruel, Comisión pro Beatificación del Obispo Polanco, 1989; I. Rodríguez y J. Álvarez, Labor científico-literaria de los agustinos españoles (1913-1990), vol. I, Valladolid, Estudio Agustiniano, 1992, pág. 435; E. Fernández Clemente, El Coronel Rey d’Harcourt y la rendición de Teruel. Historia y fin de una leyenda negra, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 1992; T. Aparicio, Anselmo Polanco, al servicio de Dios y de la Iglesia, Madrid, Revista Agustiniana, 1995; J. Martín Abad, Dar la vida por amor. Anselmo Polanco, OSA (1881-1939), obispo de Teruel. Felipe Ripoll (1878-1939), presbítero de Teruel, Roma, Postulación General Agustiniana, 1995; C. Alonso, El Beato Anselmo Polanco. Obispo y mártir (1881-1939), Valladolid, Estudio Agustiniano, 1996; I. Rodríguez y J. Álvarez, Al servicio del evangelio. Provincia Agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de Filipinas, Valladolid, Estudio Agustiniano, 1996, pág. 294.

 

Isacio Rodríguez Rodríguez, OSA

 

 

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