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Ramón Cabrera Griñó

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Biografía

Cabrera Griñó, Ramón. Conde de Morella (I), Marqués del Ter. Tortosa (Tarragona), 27.XII.1806 – Virginia Waters (Gran Bretaña), 24.V.1877. Caudillo militar y político carlista.

Nació en el barrio de pescadores de Tortosa, en el seno de una familia trabajadora de situación económica desahogada. Su padre, José Cabrera, era un honrado y laborioso patrón de barco dedicado a las faenas de cabotaje. Su madre, Ana María Griñó, tenía a la sazón veintiséis años y era conocida en el barrio por su bondad y sus piadosas costumbres. La entrada de los franceses en Tortosa obligó a la familia a emigrar a Vinaroz, donde poco después —en 1814—, falleció el padre, dejando a Ramón huérfano con sólo seis años. Regresada la familia a Tortosa, Ramón desarrolló su infancia en un régimen de libertad en la que se pusieron de manifiesto su fogosa imaginación y su tendencia a la actividad constante. Preocupada por la educación de sus hijos y por la economía familiar, en 1816

María Griñó contrajo segundas nupcias con Felipe Calderó, otro honrado patrón de la misma matrícula de Tortosa. El nuevo padrastro se hizo cargo de los hijos de su esposa, y en particular de Ramón, al que pronto trató como padre, disponiendo que fuera al colegio de Santo Domingo a recibir la primera instrucción.

La poca afición, sin embargo, del niño a permanecer encerrado en el aula y su poca inclinación al estudio, llevaron a los padres a que probara fortuna primero en el comercio y después en la profesión familiar de marino. Fue entonces cuando se presentó la ocasión de optar a un beneficio eclesiástico, sobre el que unos tíos suyos tenían derecho de patronazgo. Viendo en ello la oportunidad de dotar al joven de una forma de vida —como era frecuente entonces—, y a pesar de la nula vocación eclesiástica del interesado, la familia reclamó el beneficio, en pugna con otros dos aspirantes que creían también tener derechos. Tras tres años de espera, finalmente se resolvió el pleito a favor de Ramón Cabrera, que empezó entonces sus estudios en el recién erigido seminario diocesano.

El carácter vitalista e indómito de Ramón, unido a su falta de aplicación escolar y evidente falta de vocación, no pasaron inadvertidos al docto y experimentado obispo de la diócesis, Víctor Sáez, que no quiso, llegado el momento, conferirle el subdiaconado, por considerar que su personalidad y aficiones eran más apropiados para la milicia que para una carrera eclesiástica. En un intento de salvaguardar su beneficio y de que se centrara en el estudio, el joven seminarista fue internado en el convento de San Blas de los padres mercedarios. Pero de poco sirvió la medida, porque aprovechando la laxitud de la clausura, Ramón siguió frecuentando sus aficiones e ingeniando novatadas, destacando entre los jóvenes de la ciudad por su liderazgo. En sus salidas, Cabrera empezó a frecuentar las tertulias que se celebraban en distintos puntos de la ciudad, en las que se jugaba a las cartas y otros juegos de mesa y se comentaba la actualidad.

En los últimos meses del reinado de Fernando VII, el país vivía sumido en una gran agitación, con la sombra de la guerra civil proyectándose sobre los pueblos. La cuestión de la sucesión al trono puso de manifiesto el profundo enfrentamiento entre liberales, amigos de las novedades traídas por la Revolución, y partidarios del Antiguo Régimen. También en Tortosa se sintió la influencia de los acontecimientos. Cabrera asistía a tertulias cuyo contenido estaba cada vez más politizado, en las que empezaron a manifestarse sus simpatías por la causa realista, predominante entonces en los ambientes populares. En estas tertulias se comentaban los progresos realizados por los primeros que en el país se habían levantado proclamando a Carlos (V), y poco a poco se fue pasando de la mera opinión a la conspiración activa, participando en las reuniones personas abiertamente comprometidas con los insurgentes, que buscaban de esta forma voluntarios y recursos para sus planes.

Cuando las primeras partidas carlistas se alzaron en el Maestrazgo y empezaron a recorrer el corregimiento de Tortosa, el gobernador militar Bretón temió que la llama pudiera prender en el vecindario de la ciudad, y decidió desterrar a una lista de personas, conocidas por sus simpatías carlistas o por la influencia que en un momento dado pudieran tener sobre sus convecinos. Entre ellos estaba Cabrera, que recibió pasaporte para marchar camino de Barcelona. Sin embargo, Cabrera tenía otras ideas, y al salir de su ciudad decidió variar de rumbo y dirigirse a Morella, donde poco antes el barón de Hervés y el gobernador Victoria habían proclamado a Carlos (V), y que había sido fijada como punto de reunión para los voluntarios realistas de la zona.

La reacción de las autoridades militares del distrito obligó a los sublevados a abandonar la capital de los Puertos, y les condujo a su posterior derrota y total dispersión en Calanda. Cabrera quedó aislado en las sierras del Maestrazgo, unido a un puñado de hombres comandados por el jefe Marcoval. La superior educación del tortosino, sus dotes naturales y el descabezamiento sufrido por los partidarios del infante Carlos en Aragón y Valencia hicieron a Cabrera ganarse pronto la consideración de sus superiores y a él mismo tomar conciencia del papel que podría desempeñar en los acontecimientos.

Las distintas partidas carlistas fueron reuniéndose bajo el mando de Manuel Carnicer, antiguo oficial del ejército en situación de licencia ilimitada y que había sido pionero en proclamar a Carlos (V) en Aragón. Durante 1834, las partidas recorrieron el Maestrazgo y la comarca del Matarraña, reclutando hombres y procurando abastecerse de armas y recursos para su subsistencia. Cabrera, que había logrado reunir unas pocas decenas de hombres que le siguieran, fue uno de los cabecillas que figuran en algunos de los partes liberales, que se refieren a él como “el seminarista” o “el cura Cabrera”.

Continuamente perseguidos por las columnas cristinas, sin medios ni apoyos externos, la causa carlista en Aragón y Valencia parecía a finales de 1834 tener los días contados. Cabrera decidió entonces atravesar territorio enemigo y presentarse en el cuartel real, localizado entonces en Zúniga (Navarra), para poner al corriente al pretendiente en persona de la situación de sus voluntarios levantinos. A su regreso, llevó consigo la orden de que Carnicer se presentara de inmediato en ese mismo cuartel para recibir instrucciones. El viaje costó la vida al jefe carlista, al ser reconocido en Miranda de Ebro. Cabrera, al que había confiado en su ausencia el mando interino, quedó al frente de las fuerzas carlistas del Bajo Aragón y el Maestrazgo.

La oleada revolucionaria de julio de 1835 favoreció el renacer de las partidas carlistas, que obtuvieron sus primeros triunfos y vieron incorporárseles un gran número de voluntarios. El 11 de noviembre, Cabrera recibió el nombramiento de comandante general interino del Bajo Aragón. Fue a partir de entonces cuando su talento organizador y su intuición militar dejaron su impronta sobre el curso de la guerra. Cabrera empezó a dotar a sus fuerzas de una rudimentaria organización militar, hasta entonces totalmente inexistente, de forma que sus operaciones pudieran responder a un mínimo plan de acción, en lugar de estar dictadas, como venía sucediendo, por la simple necesidad.

Cabrera quiso que sus tropas fueran reconocidas como un verdadero ejército, que luchaba por la causa de un rey legítimo. Se sintió, por tanto, investido de todo el derecho para aplicar la autoridad que emanaba de su rey y para hacerla cumplir en lo que dependiera de él. Así lo prueba el que mandara fusilar a los alcaldes de Torrecilla y Valdealgorfa por prestar ayuda al enemigo y desobedecer sus disposiciones.

En represalia por este acto, el brigadier liberal Nogueras, con la aprobación del capitán general de Cataluña, mandó fusilar el 16 de febrero de 1836 a la inocente madre del jefe carlista, retenida como rehén en Tortosa desde meses antes. La furia de Cabrera al conocer la noticia del asesinato de su adorada madre desató una terrible espiral de violencia. La guerra entró en una nueva fase, implacable y cruel, en la que ninguna consideración cabía con el enemigo, siendo ésta la tónica por ambos bandos.

Durante el invierno y la primavera de 1836, la actividad carlista no dejó de crecer, impulsada por el genio militar de Cabrera, que poco a poco se fue haciendo dueño del territorio comprendido entre el mar y los cauces del Ebro, el Guadalope y el Mijares. En el mes de abril, considerando que había llegado el momento de fijar una base de operaciones que diera otra escala a las mismas, Cabrera se adueñó de Cantavieja, fortificándola y convirtiéndola en capital de su ejército y de una incipiente administración civil del territorio bajo su control.

En el verano de 1836, la marea revolucionaria que siguió al pronunciamiento de los sargentos de La Granja engrosó las filas carlistas con nuevas oleadas de voluntarios. Poco después, al comienzo del otoño, Cabrera recibió la orden de incorporarse a la expedición del general Gómez, que había salido del Norte con objeto de propagar la guerra a otras regiones peninsulares.

La expedición penetró en tierras andaluzas y continuó por Extremadura, obteniendo algunas importantes conquistas. Cuando estaba en Cáceres, Cabrera recibió la noticia de la pérdida de Cantavieja a manos de las fuerzas del general San Miguel, por lo que decidió separarse de la expedición y volver al Maestrazgo. En el viaje de regreso, fue sorprendido en Rincón de Soto (Soria), donde resultó gravemente herido. Salvado de milagro, permaneció escondido durante varias semanas por el cura de Almazán, cuando los suyos le daban por muerto.

La reincorporación de Cabrera al Maestrazgo tras su restablecimiento, volvió a poner de manifiesto hasta qué punto la prosperidad de la causa del pretendiente en el Levante dependía de él. Elevó la decaída moral de los voluntarios, organizó incursiones de abastecimiento por la rica huerta valenciana, obtuvo resonantes triunfos en Buñol, Pla del Pou, San Mateo y otros puntos y, finalmente, a través de su lugarteniente Cabañero, reconquistó Cantavieja (27 de abril). Cabrera recuperó el poder de los carlistas perdido en su ausencia, al tiempo que afianzaba su liderazgo indiscutible.

En la primavera de 1837, salió de Estella la Expedición Real, con intención de dar el golpe de gracia al régimen revolucionario y sentar en el trono a don Carlos. A finales de junio el ejército expedicionario logró cruzar el Ebro a la altura de Cherta. El concurso de Cabrera fue determinante, al obtener una brillante victoria —ante los mismos ojos de su Rey— sobre las fuerzas liberales que trataban de impedirlo. El tortosino fue recompensado con la Gran Cruz de San Fernando y el nombramiento como comandante general de Aragón, Valencia y Murcia el 3 de julio de 1837.

Cabrera se incorporó con sus batallones a la Expedición, que enfiló su marcha en dirección a la capital del reino. Tras un avance parsimonioso, el ejército carlista se presentó ante los muros de Madrid. Cabrera creía llegado el momento de proceder al asalto de la capital —relativamente indefensa—, pero misteriosas razones hicieron a don Carlos abandonar la oportunidad y retroceder sobre sus pasos. Probablemente confiaba en que la Reina Regente le hubiera entregado el trono, conforme a las negociaciones desarrolladas en secreto para ese fin, o se temía el acercamiento del ejército de Espartero, que avanzaba a paso ligero en socorro de la capital.

El fracaso de la Expedición Real, que regresó al lugar de partida con las manos vacías mientras Cabrera volvía con sus tropas al Maestrazgo, marcó el punto de inflexión para las posibilidades de triunfo de la causa carlista, cuyo declinar fue ya continuo hasta el final de la guerra. Diferente situación, sin embargo, vivió el carlismo en Aragón y Valencia, donde la estrella del general Cabrera se encaminaba hacia sus mayores días de gloria.

En efecto, en enero de 1838, los carlistas tomaron Morella, en un golpe de audacia que produjo el asombro del mundo y el estupor de sus enemigos, al mismo tiempo que Cabrera se apoderaba de la importante villa costera de Benicarló. Cabrera convirtió Morella en la capital de su pequeño estado, desde donde adoptó medidas, tanto para la organización e intendencia de su cada día más numeroso ejército, como para la hacienda y el gobierno de los pueblos, a través de la Junta Superior gubernativa.

Calanda, Alcorisa, Amposta, Caspe, Lucena, Falset, Gandesa, e incluso Zaragoza (5 de marzo de 1838) fueron cayendo en poder de los carlistas o tuvieron que sufrir sus asaltos, lo que llevó a que el Gobierno empezara a ver a Cabrera como su mayor amenaza.

En el verano de 1838, un formidable ejército al mando del general Oráa se puso en marcha para reconquistar Morella, penetrando en el corazón del territorio dominado por los carlistas. El 14 de agosto, el fuego artillero empezó a batir los muros de la plaza. Sin embargo, las previsoras disposiciones adoptadas por Cabrera y la resistencia encarnecida de los defensores, obligaron al jefe del ejército liberal del Centro a levantar pocos días después el sitio y reconocer su fracaso ante el Gobierno y la opinión pública. La victoria ante un enemigo tan desproporcionadamente superior rodeó el nombre de Cabrera de una aureola de prestigio y leyenda, que cruzó las fronteras de toda Europa y le valió de su rey el título de conde de Morella. Esta vitola creció aún más cuando poco tiempo después, el 1 de octubre de ese mismo año, el caudillo carlista derrotó en Maella a la división del general Pardiñas —la elite del ejército cristino—, quien perdió la vida en el campo de batalla.

La guerra discurrió por cauces de extremada violencia y crueldad, en una espiral de represalias por ambos bandos que ensangrentó el país y escandalizó a los gobiernos extranjeros. Las autoridades liberales no tuvieron más remedio que reconocer el poder alcanzado por el enemigo, al que ya no podía seguir despreciando, y pactar el Tratado de Lecera/Segura para la humanización de la guerra, a imagen de lo que tiempo antes había supuesto el Tratado de Elliot en el frente vasconavarro.

En el verano de 1839 tuvo lugar la traición de Maroto y la firma del Convenio de Vergara, llevado a cabo a espaldas del rey carlista, y que obligó a éste a traspasar la frontera francesa con los batallones que le permanecieron leales. Cabrera recibió la noticia con indignación y se dispuso a proseguir la lucha. Sin embargo, el fin de la guerra en el Norte dejó libre al formidable ejército del duque de la Victoria, que se aprestó a caer sobre el Maestrazgo, combinando sus operaciones con el ejército del Centro. Cabrera no cedió en su voluntad de resistir, pero un contagio de fiebres tifoideas le llevó a las puertas de la muerte y dejó a su ejército privado de su idolatrado caudillo, llegando a extenderse entre los voluntarios y los pueblos la noticia de su fallecimiento.

En febrero de 1840, el imponente ejército de Espartero abandonó sus cuarteles de invierno e inició sus operaciones contra la línea fortificada dispuesta por Cabrera para defender su territorio. Uno a uno fueron cayendo los fuertes, no sin una resistencia a veces sobrehumana, como en el caso de Castellote.

Cabrera, gravemente enfermo, se vio obligado a atravesar el Ebro, viendo impotente cómo Morella caía en manos de sus enemigos. El asesinato semanas antes del conde de España había hecho que don Carlos le encomendara el mando del Ejército Real de Cataluña y la aclaración de las circunstancias que habían conducido al asesinato de su anterior jefe.

Cuando Cabrera llegó a Berga, capital carlista del principado, los acontecimientos rodaban ya imparablemente hacia el inevitable final de la guerra. Rindiéndose a la falta de recursos y considerando ya inútil la resistencia, Cabrera decidió pasar con su ejército la frontera y entregarse a las autoridades francesas, con lo que ponía fin a siete años de lucha. El Gobierno francés recluyó al caudillo carlista primero en Ham y en la ciudadela de Lille, al noroeste del país, y después en Hyères, en la costa mediterránea, cuyo clima era más favorable para la mermada salud del refugiado. Posteriormente, en 1841, obtuvo permiso para trasladarse a Lyon, donde fijó su residencia y gozó de la acogida de los legitimistas franceses.

En 1845, don Carlos abdicó en su hijo Carlos Luis, conde de Montemolín y Carlos (VI) en la nomenclatura carlista, tratando de dejar expedita la vía para el matrimonio de su primogénito con la princesa Isabel, que hubiera supuesto el final a la escisión dinástica. Pero la injerencia de Francia e Inglaterra, y la propia oposición de los liberales, abortaron la pretensión, que tuvo en el publicista Jaime Balmes a su máximo valedor.

El tono moderado exhibido hasta ese momento por Montemolín se tornó en un nuevo llamamiento a sus partidarios para que cogieran las armas, precedido de su fuga y la de otras figuras carlistas, entre las que estaba Cabrera, que se reunieron en Inglaterra.

En septiembre y octubre de 1846, diversas partidas se levantaron en varios puntos de España, pero fueron en todas partes dispersadas, arraigando el alzamiento en Cataluña, dando lugar al comienzo de la llamada guerra de los “matiners”.

El 23 de junio de 1848, siguiendo las instrucciones de su Rey, Cabrera atravesó la frontera para unirse a los insurgentes. Su nombre y prestigio atrajeron nuevos voluntarios, y llegó a reunir un ejército de diez mil hombres, a los que dotó de una organización de la que habían carecido hasta su llegada. Sin embargo, la absoluta falta de los recursos que se habían prometido y los estragos causados entre las filas montemolinistas por las defecciones y sobornos promovidos por las autoridades liberales llevaron a Cabrera a cruzar la frontera el 23 de abril de 1849, con objeto de entrevistarse con el Rey y discutir el curso que debía seguir el alzamiento. La ausencia del generalísimo carlista, que fue detenido en la frontera por los gendarmes franceses, hizo cundir la desmoralización entre los partidarios de Montemolín, que se internaron en Francia poniendo fin a la guerra.

Liberado por las autoridades francesas que le habían retenido, Cabrera marchó a Londres, acogiéndose como refugiado político a la hospitalidad inglesa, cuyas relaciones con el Gobierno español se habían deteriorado. Allí frecuentó los salones de la aristocracia conservadora, que tenía curiosidad por conocer al famoso guerrero. En casa de la duquesa de Inverness, conoció a Marianne Catherine Richards, una rica heredera de religión protestante —pero que había prestado entusiasta apoyo a la causa carlista—, con la que contrajo matrimonio el 29 de mayo de 1850.

Cabrera vivió esos años dedicado a la vida familiar y al cuidado de sus primeros hijos, pero mantuvo frecuente contacto epistolar y a través de sus viajes al continente con la familia real carlista y los exilados, así como con los círculos legitimistas europeos. Gran aficionado a la ciencia militar y privilegiado testigo de su tiempo, el conde de Morella siguió con gran interés el conflicto ruso-turco de 1854 y los sucesos de ese mismo año en España, la llamada Guerra de los Cipayos de 1857 librada por los ingleses y, especialmente, la guerra de Austria y el Piamonte, que costó a la primera el Milanesado.

El 2 de abril de 1860, mientras el ejército español combatía en Marruecos, tuvo lugar la intentona de San Carlos de la Rápita (Tarragona), protagonizada por el general Ortega, capitán general de Baleares, con el propósito de poner en el trono al conde de Montemolín, que marchaba en la expedición que desembarcó en la costa tarraconense. En la conspiración estaban implicadas numerosas personas, incluso del interior de la misma Corte —se decía—, partidarias de la fusión dinástica a través de la renuncia de doña Isabel. Cabrera, que estaba de vuelta de aventuras y de supuestos apoyos que luego nunca aparecían, y que tenía ya para entonces mucho que perder —acababa de nacer su tercer hijo—, se resistió a participar en el movimiento, de cuyo éxito dudaba y cuya oportunidad no veía clara. No obstante, ante las presiones y por fidelidad a quien consideraba su Rey, aceptó apoyarlo financieramente y comprometer su espada en el caso de que se dieran determinadas condiciones.

El fracaso rotundo de la intentona dio la razón a las reticencias del general, y le acabó de vacunar ya para el futuro contra ciertos planteamientos, que consideraba ilusorios y alejados de la realidad de los tiempos. Ortega fue fusilado y Montemolín y el infante Fernando detenidos, abdicando en la prisión de Tortosa de sus derechos a cambio de salvar la vida. Un indulto general inusualmente rápido (1 de mayo de 1860), zanjó para el Gobierno el incómodo asunto del intento de golpe, y de quien hubiera podido estar detrás de él, y resolvió la espinosa situación de la prisión de los primos de la Reina, que fueron trasladados a Francia y puestos en libertad. La vergonzosa abdicación del pretendiente legitimista puso en muy difícil situación al partido carlista.

Don Juan, hermano de Montemolín, consideró que recaían en él los derechos al trono, y así lo hizo saber públicamente. Sin embargo, sus pronunciamientos de tono liberal contrariaban a los guardianes de las esencias carlistas, que presionaban para que Montemolín se retractara de su abdicación. Entre unos y otros se situaba el conde de Morella, que consideraba que la abdicación debía ser irreversible, por un elemental sentido del honor, pero que don Juan debía mantener su fidelidad a los principios que constituían la razón de ser de la bandera carlista.

Comprendiendo que nada podía esperar de su hermano, el 1 de diciembre, Montemolín publicó en Trieste un manifiesto retractándose de su abdicación y reafirmando sus derechos al trono. Pero el destino quiso que pocas semanas después, el 13 de enero, falleciera, igual que su esposa y su hermano Fernando, víctimas del cólera morbo.

Entre 1861 y 1868, el carlismo atravesó unos años oscuros en los que parecía condenado a la desaparición. Su trémula llama fue mantenida por la princesa de Beira, viuda de Carlos (V), que desde Trieste defendió los derechos de su familia y los principios a los que éstos se asocian. Doña María Teresa escribió frecuentemente al conde de Morella, con distintos motivos, sondeando siempre la disposición de su ánimo y haciéndole ver la inminencia de acontecimientos para los que consideraba necesario estar preparados. Sin embargo, el conde de Morella había visto enfriarse su entusiasmo y daba muestras de sus deseos de permanecer retirado de la actividad política, dedicado a sus ocupaciones domésticas en su finca de Wentworth, a las afueras de Londres.

Anualmente, realizó viajes por el continente y, fiel a su vocación y afición al estudio de la ciencia militar, asistió como observador a la guerra austro-prusiana, volcando sus simpatías por la causa imperial, pero admirando la pujanza militar de Prusia. En sus viajes, mantuvo contacto con numerosas personalidades militares y de la aristocracia europea, y visitó a la princesa de Beira y otros miembros de la Familia Real carlista.

En 1866, el conde de Morella visitó al primogénito de don Juan —Carlos Luis había fallecido sin descendencia— al que ya la princesa de Beira había presentado al partido como Carlos (VII) dos años antes en una trascendental Carta a los españoles. El adolescente sentía inmensa admiración por quien consideraba encarnación de las mejores hazañas de su abuelo, y quería ver en él al guerrero invencible que le llevara a hacer realidad su sueño de emularlas con nuevas glorias. Pero el conde de Morella era un hombre que había cumplido ya los sesenta, y al que preocupaba la educación que pudiera estar recibiendo el príncipe, lejana a la preparación que a su criterio requería un rey de su tiempo.

En julio de 1868, al precipitarse los acontecimientos en España, el joven don Carlos convocó en Londres un consejo de personalidades que respaldaban su causa, y fue aclamado oficiosamente como rey con el título de Carlos (VII), tomándose medidas para la reorganización del partido en toda España. Cabrera, convaleciente de una operación de sus heridas de la última guerra, no asistió a la reunión, pero manifestó abiertamente al príncipe su disconformidad con el proceder que se había seguido, pues entre otras cosas su padre, don Juan, no había abdicado, y era a él a quien formalmente seguían perteneciendo los derechos dinásticos.

La Revolución de 1868 y el acercamiento al duque de Madrid de los sectores más confesionales del moderantismo, los llamados neo-católicos, revitalizaron la causa carlista, que multiplicó su influencia y actividad política. El trono vacante daba oportunidades al pretendiente carlista, que unía a sus reclamados derechos históricos una atractiva semblanza, realzada por multitud de folletos redactados por Aparisi, Manterola, Navarro Villoslada y otros publicistas cercanos a sus filas. El carlismo volvió a estar de actualidad y a ver crecer día a día el número de sus simpatizantes.

El conde de Morella era un referente obligado para los veteranos carlistas y para cuantos estaban dispuestos a apoyar la causa católico-monárquica. Especialmente los medios financieros y diplomáticos del extranjero pusieron abiertamente como condición que se contara con el exilado de Wentworth, por la respetabilidad de su posición social y por el prestigio de su nombre. Por ello, don Carlos necesitaba a Cabrera, pero el conde de Morella no compartía la manera como se hacían las cosas, que atribuía a la influencia de una camarilla nefasta en torno al pretendiente. Aunque quisiera y lo intentara, don Carlos no podía prescindir de quien poco a poco se le fue convirtiendo, sin embargo, en un estorbo para sus planes. En la primavera de 1869, se resignó y, a regañadientes, le encomendó la dirección del movimiento. Cabrera puso entonces como condición que don Carlos no actuara por su cuenta, condición que el duque de Madrid incumplió al acercarse a la frontera, donde las impaciencias de los más lanzados querían ya pasar a la acción. El conde de Morella, contrariado por lo que juzgó como precipitación, informalidad e improvisación, presentó como excusa su estado de salud para comunicar su dimisión.

El ciclo se repitió. De nuevo don Carlos tuvo que recurrir a su pesar al conde de Morella, esta vez prometiéndole plenos poderes. Cabrera aceptó de nuevo en octubre la dirección del carlismo y trató desde entonces de relanzar el partido Asociación Católico- Monárquica, apostando por la vía política y electoral y preparando, simultáneamente, apoyos militares que permitieran un golpe de mano, en el caso de que la revolución no dejara otra alternativa. Pero las desconfianzas mutuas persistieron, y el conde de Morella presentó su dimisión irrevocable en marzo de 1870.

Esta vez la ruptura fue definitiva, y don Carlos quiso hacerla además irreversible. Para ello convocó en abril una magna asamblea en la localidad de Vevey, en la que formalmente se dejó constancia del apartamiento de Cabrera, y donde el propio don Carlos asumió entonces la dirección del partido. Una campaña consentida, cuando no directamente promovida, trató de presentar a Cabrera como desafecto y liberal, y erosionar su prestigio entre las bases carlistas. El conde de Morella conoció la campaña y su procedencia, y como consecuencia su distanciamiento del representante de la legitimidad carlista se hizo aún mayor. Sin desdecirse de sus principios de siempre —aunque suavizados por su experiencia cosmopolita y por el pragmatismo que siempre le caracterizó—, consideró que el duque de Madrid no era el rey que convenía a España.

En 1872 se inició la Tercera Guerra Carlista, y don Carlos atravesó la frontera para convertirse en el Carlos (VII) que aclamaban miles de voluntarios en las provincias vascongadas, Navarra, Cataluña y El Maestrazgo. Cabrera se mantuvo al margen, pero la situación del veterano caudillo no pasó inadvertida para los agentes que trabajaban para la Restauración, que ya desde 1873 se mostraron interesados en conocer su postura.

En el otoño de 1874, el príncipe Alfonso de Borbón llegó a la academia militar de Sandhurst, situada a poca distancia de la finca de Wentworth, en donde residía el conde de Morella, y tuvieron lugar algunas visitas de cortesía. El hijo de Isabel II produjo por su seriedad y preparación una impresión muy favorable en el antiguo soldado de Carlos (V).

Tras el golpe de Sagunto y el triunfo de la Restauración, Cánovas retomó las conversaciones mantenidas meses antes por don Alfonso y sus ayudantes con el conde de Morella. Trató con ello de atraer hacia su política a quien, si bien no formaba parte oficialmente del ejército combatiente carlista, conservaba un gran prestigio entre sus miembros. Sus intenciones fueron la pacificación o, si ésta no resultara posible, dividir al carlismo, y hacer más fácil su derrota. Cabrera ansiaba sinceramente la paz. Demasiadas guerras vividas, demasiada sangre derramada, habían producido en él el convencimiento de que el bienestar de la nación requería la paz como primera condición, y que la tarea de modernización y el progreso de España —para hacerla partícipe de los formidables adelantos del siglo— era imposible mientras perdurara la guerra que devastaba el norte peninsular. Llevado por este propósito de hacer un último sacrificio por su patria, y sobrevalorando quizás también su ascendiente sobre un partido que, sin saberlo él, había ya pasado la página, Cabrera aceptó reconocer a Alfonso XII, a cambio de la conservación de los grados del ejército carlista y del mantenimiento de los fueros. La firma del acuerdo fue conocida por Carlos (VII), quien declaró al conde de Morella traidor y le desposeyó de sus grados, títulos y condecoraciones ganados en el campo carlista, que le serían, no obstante, en respuesta, restituidos por Alfonso XII.

La astucia política de Cánovas pudo más que la ingenuidad de quien en su vida había sido sobre todo un militar y, al final, el sacrificio del hombre que lo perdió todo —nombre, pasado y fama— a cambio de servir a su patria, no sirvió para nada, o para menos de lo que su protagonista había supuesto. Tras unos meses en la frontera tratando de ganar adeptos para su acuerdo pacificador, y de obtener pocos resultados, el conde de Morella se retiró a su finca de Wentworth, consciente de la esterilidad de su sacrificio.

El 24 de mayo de 1877 el general Cabrera, el héroe de la primera y de la segunda guerra, que no quiso participar en la tercera y que hizo lo que creyó estar en su mano para ponerla fin, murió solo y desengañado, con tiempo suficiente para alegrarse de la pacificación traída por la Restauración, y con la conciencia tranquila de que la historia le haría justicia.

 

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Javier Urcelay Alonso

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