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Alonso de Figueroa y Córdoba

Biografía

Figueroa y Córdoba, Alonso de. Córdoba, s. xvi – Concepción (Chile), 1651. Gobernador, capitán general y presidente interino de la Real Audiencia del reino de Chile.

Nació en Córdoba (Andalucía), hijo de Alonso de Córdoba y Figueroa, vecino de la collación de Santa Marina, y nieto de Gome de Figueroa, señor de Belmonte y caballero Veinticuatro de Córdoba.

Muy joven aún, rindió información de hidalguía en Córdoba el 6 de octubre de 1604 y luego se alistó como soldado en el castillo de Lisboa integrando la compañía del capitán Bartolomé Páez, con quien pasó a Chile en la expedición de Los Mil Hombres que viajaron con Alonso de Mosquera en 1605.

En Chile ascendió a alférez y luego a capitán de Infantería.

En 1621 era capitán de caballos y castellano del fuerte de Arauco. Alaba y Norueña lo designó comisario general de la Caballería y ocupó el cargo de corregidor de Concepción. Luis Fernández de Córdoba, en 1627, lo nombró maestre de campo general del reino, puesto en que se mantuvo durante dos décadas, pues en 1642 era ratificado en él por el marqués de Baides.

De él decía el obispo de Concepción en carta al Rey que “acudió siempre a su obligación como valiente caballero, y en las consultas y consejos militares, en su parecer y voto el primero y más acertado, por la gran experiencia y buen discurso que tiene”.

Provisto en tercer lugar para suceder en la gobernación y presidencia del reino en caso de faltar el gobernador, al morir Martín de Mújica y haber fallecido los que lo antecedían, se cumplieron estas circunstancias pese a que hubo contradicción del oidor Nicolás Polanco Santillana, que pretendía el cargo.

Felipe IV, por Cédula de 7 de mayo de 1635, había conferido al virrey del Perú la facultad de proveer las vacantes de gobernador de Chile por medio de un nombramiento anticipado que guardaría la Real Audiencia en pliego cerrado y secreto. Era ésta la primera vez que se iba a usar dicho sistema. La Real Audiencia abrió el último pliego que para este efecto había recibido del Perú y halló en él una provisión de 5 de marzo de 1643, por la cual se nombraba gobernador interino de Chile al maestre de campo Alonso de Figueroa y Córdoba.

Esta provisión estaba firmada por el marqués de Mancera, que el año anterior había dejado de ser virrey del Perú, y de esta circunstancia se valió Nicolás Polanco de Santillana que sostenía que aquella provisión había caducado y reclamaba para sí el gobierno interino del reino, según las prácticas usadas antes que el Rey hubiera dado la cédula de 1635. La Audiencia, pronunciándose contra ese parecer, mandó que fuese reconocido como gobernador interino el maestre de campo Figueroa y Córdoba. El Rey, por su parte, al tener noticia de estas competencias, sancionó el acuerdo del supremo tribunal y mandó que, en adelante, se cumpliera en la misma forma su anterior resolución.

Resuelta la cuestión por la Audiencia a favor de Figueroa, éste tomó posesión del mando en Concepción, nueve días después del fallecimiento de Mújica, y envió sus poderes al mismo Polanco de Santillana para ser recibidos por él en la Audiencia.

Concentró toda su atención en los negocios militares, preparándose para continuar en la primavera siguiente los trabajos de reducción de los indios. “Habiendo llegado el tiempo para ponerse en campaña con el ejército —escribe él mismo—, queriendo ejecutar las disposiciones que había preparado, me embarazó a hacerlo el haber reconocido la mayor y más general falta de mantenimientos que de muchos años a esta parte ha experimentado este reino, originada de la esterilidad de la tierra, particularmente la de los indios amigos, con que forzosamente me hallé obligado a esperar las cortas cosechas y que se aseguren las mieses para proseguir la marcha hasta donde se pudiese, sin perdonar diligencia conveniente al servicio de Vuestra Majestad. En tanto que esto se consigue —añade—, por no tener la gente ociosa, y por hacer nuevas experiencias de los indios amigos nuevamente reducidos, empeñando su fidelidad en odio y castigo de los rebeldes, ordené se hiciese una entrada a las tierras enemigas con buen número de gente para que el destrozo junto con la necesidad que padecen, los obligase a reducirse al debido vasallaje de Vuestra Majestad y al gremio de la Iglesia”. Estas correrías, enteramente ineficaces para obtener el sometimiento de los indios, y mucho más aún su conversión al cristianismo, no daban otro resultado que la captura de algunos prisioneros que luego eran negociados como esclavos.

Pero si el gobernador interino pensó en los primeros días de mando en acometer empresas militares de alguna trascendencia, su entusiasmo debió de enfriarse antes de mucho tiempo. Su primer cuidado al recibirse del gobierno había sido comunicar su elevación al rey de España y al virrey del Perú, pidiendo a ambos que se sirvieran confirmarlo en este puesto, pero sólo cosechó una bochornosa decepción. “Representé —dice él mismo— al nuevo virrey del Perú conde de Salvatierra, cuán conveniente era el servicio de Vuestra Majestad que gobernase estas armas persona experta en ellas, que tuviese conocimiento de la forma con que se hace la guerra a este enemigo y de su naturaleza y arte, todo muy distinto a lo de Europa, y necesario para la conservación de la paz que se goza y sujetar a los rebeldes, y que por faltar este conocimiento a los gobernadores que vienen de España y querer gobernarse con las mismas disposiciones de Flandes o de Italia, aunque han sido grandes soldados y de mucho nombre en aquellas partes, no se ha dado fin a esta guerra y se ha errado la forma siempre. Y que pues en este gobierno me había cabido la suerte a mí por estar nombrado en primer lugar, y era notoria la aprobación con que he gobernado las armas en cuarenta y cinco años que ha sirvo a Vuestra Majestad en este ejército, ocupando repetidamente el puesto de maestre de campo general de más de veinticuatro años a esta parte, con aciertos tan grandes y con triunfos tan gloriosos que no los experimentó mayores este reino desde su principio hasta el tiempo presente, y que no era menos notoria la calidad de mi sangre y las obligaciones con que me hallaba de mujer y siete hijos, nietos [por su madre] de los primeros pobladores y conquistadores de este reino y del Perú, sin más caudal que mis méritos por haber servido en los puestos que he ocupado desnudo de intereses, celoso del mayor servicio de Vuestra Majestad, me confirmase el nombramiento de mi antecesor, despachándome nuevos títulos de Gobernador, Capitán General y presidente de la Real Audiencia de este reino en tanto que Vuestra Majestad se sirviese de proveerlos, y premiar con esta merced u otra de su real mano mis méritos. Y sin atender a estas conveniencias tan del servicio de Vuestra Majestad ni a mi calidad, servicios, obligaciones y pobreza, ni a que actualmente me hallaba en ejercicio de estos puestos, los ha proveído en el maestre de campo don Antonio de Acuña y Cabrera, dejándome con mayores obligaciones para mi decente lucimiento y con más imposibles y menos caudal para acudir a ellas, cuando apenas puedo sustentar moderadamente mi pobre y desamparada familia”.

El anciano militar, al recibir en octubre de 1649 la repulsa del virrey a sus pretensiones, debió de sentirse desanimado para emprender las campañas que había proyectado. Sin embargo, su sucesor tardaba en llegar y, mientras tanto, las hostilidades de los indios en la comarca de Valdivia se hacían cada vez más inquietantes.

En la noche del 24 de diciembre, conducidos por uno de los soldados españoles que habían desertado poco antes de aquella plaza, asaltaron un fuerte que sólo distaba una legua de ella, mataron a casi todos los soldados que lo defendían, apresaron a otros y prendieron fuego a las empalizadas y las habitaciones.

Más al sur todavía, tomaron como prisioneros a un padre jesuita de mucho prestigio, llamado Agustín Villaza, y a los españoles que en su séquito habían entrado confiadamente en el territorio enemigo con el propósito quimérico de convertir a los indios. Figueroa y Córdoba, en vista de estos hechos, se vio forzado a renovar en aquellos lugares las operaciones militares.

Mientras las tropas españolas que guarnecían Valdivia y Boroa hacían la guerra a los indios rebeldes de esa región, el capitán Ignacio Carrera Iturgoyen, que acababa de recibir el nombramiento de gobernador de Chiloé, desembarcaba en Carelmapu al frente de una buena columna, y a entradas del invierno de 1650 ejecutaba una penosa campaña para escarmentar a las tribus indígenas de la comarca de Osorno. Ahora, como en otras ocasiones, los expedicionarios talaron los campos de los indios, mataron a muchos de éstos y apresaron a otros; pero no obtuvieron ninguna ventaja que hiciera presentir el término más o menos remoto de aquella lucha interminable.

La llegada de su reemplazante, Antonio de Acuña y Cabrera, hizo que el gobernador Figueroa y Córdoba, ya viejo y achacoso, se retirase a su casa de Concepción dispuesto a administrar sus bienes, consistentes en una estancia en la localidad de Rere, llamada Tomeco, y otra, en Cauquenes, denominada Llollehue, que había aportado al patrimonio común su esposa, la criolla Antonia Salgado de Ribera y Barba Acuña.

Un año después, en 1651, moría en Concepción dejando una extensa sucesión.

 

Bibl.: P. Córdoba y Figueroa, “Historia de Chile”, en Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional, t. II, Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1862; M. Olivares, “Historia militar, civil y sagrada de Chile”, en Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional, t. IV, Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1864; V. Carvallo Goyeneche, “Descripción Histórico- Jeográfica del Reyno de Chile”, en Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional, ts. VIII-X, Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1875; D. Rosales, Historia General del Reino de Chile. Flandes Indiano, Valparaíso, 1877; J. T. Medina, Diccionario Biográfico Colonial, Santiago, Imprenta Elzeviriana, 1906; F. A. Encina, Historia de Chile, Santiago, Ediciones Nascimento, 1940; J. L. Espejo, Nobiliario de la Capitanía General de Chile, Santiago, Ediciones Andrés Bello, 1956; A. Ovalle, Histórica Relación del Reyno de Chile, Santiago, Studium, 1969; S. Villalobos, Historia del pueblo chileno, t. IV, Santiago, Editorial Universitaria, 2000; D. Barros Arana, Historia General de Chile, Santiago, Editorial Universitaria-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2000.

 

Julio Retamal