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Juan Francisco Fernández de la Cueva y de la Cueva

Biografía

Fernández de la Cueva y de la Cueva, Juan Francisco. Duque de Alburquerque (X), marqués de Cuéllar (VIII), conde de Ledesma (X) y de Huelma (X). Génova (Italia), m. s. XVII – Madrid, 23.X.1733. Virrey de Nueva España, capitán general del Reino de Granada, de las costas de Andalucía y del mar Océano.

Vinculado a grandes familias de la nobleza europea, fueron sus progenitores Melchor de la Cueva Enríquez, IX duque de Alburquerque, y Ana Rosalía Fernández de la Cueva, marquesa de Cadereyta. Su abuelo y a la vez tío, homónimo (octavo poseedor del ducado), también había sido virrey de Nueva España al igual que otro de sus parientes por línea materna, Lope Díez de Armendariz, marqués de Cadereyta.

Gozó de otros títulos: conde de la Torre, etc., señor de las villas de Mombeltrán, La Codocera, Mijares, Aldea Dávila, etc., y era Grande de España. Fue gentilhombre de la cámara del Rey, comendador de la encomienda de Guadalcanal (Orden de Santiago) y de la de Benfayán (Orden de Alcántara).

Se casó en Madrid (6 de febrero de 1684) con Juana de la Cerda y Aragón, hija del duque de Medinaceli, Juan Francisco Tomás Lorenzo de la Cerda y Enríquez de Ribera. Su cuñado, poderoso aristócrata, que fue conocido como el gran duque de Medinaceli, ocupó la presidencia del Consejo de Indias (1701). Por la vía reservada (Nápoles, 10 de mayo de 1702) se le otorgó a Alburquerque el cargo de virrey de Nueva España por tres años y prórroga por otros tres, que le fue confirmada en 1707. Obtuvo licencia para poder llevar a su nueva dirección a su esposa, a su hija Ana Catalina de la Cueva Enríquez de la Cerda —ésta llegó a contraer matrimonio con el marqués de los Balbases—, a su secretario Juan de Estacosolo y Otalora y demás parientes y servidores hasta un total de cien personas.

El viaje desde La Coruña hasta Veracruz lo hizo en uno de los navíos de una escuadra de Luis XIV, abuelo del recién entronizado Felipe V, prueba del pacto hispanofrancés, pero también del frágil estado de la Marina española. La escuadra, dirigida por el almirante Jean Ducasse, tenía la misión de cooperar en la defensa de aquellas costas que, como secuela del conflicto sucesorio que se debatía en España, estaban amenazadas por los ingleses, holandeses y otros aliados de la Casa de Austria. El casi permanente estado de alerta a que estuvo sometido el territorio y la gestión de Alburquerque durante los ocho años que duró su gobierno no impidieron que se llevaran a cabo otros asuntos ordinarios de la administración del virreinato; tampoco que se organizaran fiestas en el real palacio y se introdujera en la sociedad mexicana el gusto por la moda y las costumbres francesas —los soldados de la guardia llevaba uniformes de estilo francés por vez primera en la festividad de la Epifanía de 1703—, algo que contrastaba con la condición de pobreza de la mayor parte de los habitantes.

Alburquerque tomó posesión del gobierno el 27 de noviembre de 1702 y enseguida se informó del estado general de Nueva España para ponerlo en conocimiento del Monarca. La situación del Fisco no era tranquilizadora. En las Cajas de México había sólo 41.043 pesos, parte de los cuales procedían del donativo recogido antes de su llegada para sufragar los gastos de la defensa de Ceuta y otras necesidades de la Monarquía y, el resto, del producto de diferentes ramos de la Hacienda, mientras que las deudas contraídas por su antecesor ascendían a 257.000 pesos.

A lo largo de su mandato se buscaron nuevos arbitrios que incrementaran el erario, pero los recursos propuestos por el comisionado Andrés Antonio de la Peña, ministro del Tribunal de Cuentas, fueron insustanciales e inadecuadas para ponerlos en práctica en Nueva España.

Asunto prioritario fue la defensa del territorio en diversos frentes, llegándose a confiscar en esta etapa los bienes de los ingleses, portugueses y holandeses que tenían allí su residencia. Una de las áreas de atención era Florida a la que el virrey auxilió con tropas, armas y caudales en diversos lances, pero ante las reiteradas invasiones de los ingleses de Carolina e indios rebeldes, el Monarca encomendó a Alburquerque (1705) el envío de la Armada de Barlovento con un refuerzo de unos doscientos hombres y 50.000 pesos extras para que se efectuara una expedición de desalojo y luego se poblara a fin de dominar la zona. Estos mandatos no eran fáciles de cumplir por ser una empresa costosa y arriesgada. En Junta de guerra se vieron unos informes facilitados por el sargento general de batalla Andrés de Arriola acerca del modo y la mejor época para realizar la entrada. La Junta desaconsejó la expedición hasta conocer el parecer de los gobernadores de La Habana y Florida. Entretanto, desde La Habana se remitieron navíos franceses para dicho desalojo, que no se consiguió. El virrey envió otros socorros a Florida, entre ellos, cincuenta quintales de pólvora, cincuenta de cuerda, treinta de balas y soldados en dos balandras al mando del almirante Antonio Landeche.

Éste tenía, además, el encargo de explorar la provincia de Apalache, cuya guarnición se había refugiado en el presidio de Santa María de Galve debido a la cruel agresión conjunta de los naturales y los ingleses de Nueva Inglaterra y Virginia. El Consejo de Indias fue partidario de que este lugar se poblara con indios y colonos canarios.

Al llegarle a Alburquerque la noticia de que en el mar del Sur se hallaban dos navíos ingleses, uno de veintiocho cañones y otro de dieciséis con ciento cincuenta hombres dispuestos a agredir, dio toda clase de providencias para el resguardo de la costa y del galeón de Manila que estaba al llegar. Facilitó cuantos medios tuvo a su alcance para evitar las pretensiones de los escoceses (1706) de volver a poblar la Calidonia (Darien) con el apoyo de los ingleses de Jamaica. Para esta emergencia, el papa Inocencio XII había concedido un millón de pesos de las décimas eclesiásticas a los dos grandes virreinatos (México y Perú). En 1708 sólo se habían recaudado 60.648 pesos. En estas luchas, las capturas de embarcaciones por ambas partes (una de ellas fue un aviso salido en 1707 de San Sebastián) fueron frecuentes, por lo que el tráfico salió perjudicado.

Su firmeza en mantener a Nueva España bajo el dominio de Felipe V impulsó a Alburquerque a bajar a Veracruz por dos veces cuando se temía el ataque enemigo.

Suspendió la salida de la flota al cargo del general Diego Fernández de Santillán y puso a salvo los caudales dispuestos para su embarque; inspeccionó las fortificaciones, entre ellas, el nuevo Fuerte Real de San Felipe de Alburquerque; formó otras compañías y dio todas aquellas disposiciones para la más eficaz defensa de la plaza. Más tarde, venciendo dificultades y rechazando los argumentos que en contrario le expuso el almirante Ducasse, hizo otro servicio al Rey ordenando la partida de la flota de Fernández de Santillán detenida en Veracruz desde hacía dos años por las vicisitudes de la guerra; la flota consiguió llegar al puerto de Pasajes (agosto de 1708).

Puso gran empeño en atender las continuas y urgentes peticiones pecuniarias de Felipe V para el sostenimiento de la guerra con Inglaterra y Holanda.

Para 1704 sólo se habían recaudado 39.528 pesos del donativo voluntario que el Soberano solicitó en 1701 al arzobispo-virrey Juan Ortega y Montañés, y ello gracias a las aportaciones de los capitulares del Ayuntamiento, los comerciantes, la Audiencia y otros tribunales de la capital y a la del propio Alburquerque.

La donación personal del virrey (4.000 pesos) fue considerada por el Consejo de Indias como escasa, teniendo en cuenta su rango, y de poco estímulo para que otros, a su ejemplo, hubieran aumentado las cantidades.

En 1705 envió un millón de pesos en la flota al cargo de Andrés de Arriola y estuvo atento, aunque encontró la resistencia de algunos prelados, a que del producto de las tercias vacantes de obispados se remitieran anualmente 40.000 pesos consignados por mitad al Hospital de la Armada de Cádiz y al Real de Santiago de Compostela.

Respondiendo a una nueva y perentoria llamada del Rey de que se le mandara un millón de pesos de cualquier procedencia, incluidos los destinados a obras pías, tuvo el acierto de reunirlos y despacharlos (1707) en una coyuntura muy crítica para el primer Borbón —el revés del sitio de Barcelona y la entrada de sus adversarios en Madrid—. Los caudales se condujeron en la capitana de la Armada de Barlovento dirigida por Andrés de Pez y fueron anticipados, en su mayor parte, por el consulado de México sin carga alguna. Los del comercio de España no respondieron debidamente a la solicitud de virrey, a pesar de que éste había ofrecido sus joyas como aval de que se les iba a devolver lo fiado y a su propia hija como garante de su palabra. Para la restitución del préstamo se autorizó a Alburquerque a valerse de las alcabalas, del 5 por ciento de los salarios de los ministros por un año y de todos aquellos derechos que por cualquier razón hubieran sido enajenados de la Corona.

Esta vez recibió el reconocimiento del Monarca y el del Consejo de Indias y se pidió para él a Su Majestad Cristianísima el Toisón de Oro, insignia que le fue impuesta por el inquisidor decano Francisco Deza (1708). El virrey repartió seis mercedes de hábito entre aquellos ministros de la Audiencia y comerciantes que más se destacaron en la obtención del préstamo.

Fiel al gobierno de Felipe V y siempre atento a sus instrucciones para evitar los intentos de los adeptos del archiduque Carlos de atraerse a la población del territorio, logró desarticular una red carlista (1706) que, coincidiendo con un momento adverso para el francés, se estaba fraguando en México. Sin embargo, las indagaciones del oidor Baltasar de Tovar no confirmaron que se tratara de una conspiración como la ocurrida en Caracas, sólo pudo probarse que, en ciertos círculos (funcionarios, eclesiásticos, comerciantes) y, especialmente, durante un banquete (“episodio de la servilleta”) se hicieron comentarios en contra de la subida al trono español de Felipe V y a favor de don Carlos. Se detuvo a algunos individuos, llegando Alburquerque a recelar del arzobispo Juan Ortega y Montañés. Al principal activista, el aventurero gaditano Salvador Mañer, se le envió preso a España. De gran consuelo sirvió al virrey la noticia de la victoria de las fuerzas francoespañolas en Almansa (25 de abril de 1707) y las demostraciones de fidelidad del pueblo mexicano al anunciarse el alumbramiento de la Reina.

Otros frentes de atención fueron el puerto y la plaza de Campeche y la Laguna de Términos. El virrey apoyó varias campañas que hicieron sus gobernadores para la expulsión de los ingleses que practicaban el corso y el contrabando de palo de tinte en la zona.

En 1704 envió una armada de refuerzo a la Laguna de Términos, pero pronto dispuso su retirada por ser más precisa su presencia en otros puntos del golfo de México y por el gasto que suponía para el erario. No obstante, consiguió mantener libre de piratas la costa de Yucatán por algún tiempo con la fabricación de dos galeotas. Posteriormente, la vigilancia de la Armada de Barlovento, la acción conjunta de las fuerzas de mar y tierra de Campeche con las de Tabasco (1709) y las obras de fortificación contribuyeron a proteger esa área siempre tan amenazada.

Los apremios de la guerra y la escasez de medios para acudir a tan diferentes intereses hicieron que el virrey tuviera, ocasionalmente, que pedir prestado para poder pagar el salario de la tropa de los presidios.

Por otro lado, las pocas embarcaciones que componían la Armada de Barlovento en ese tiempo, algunas de las cuales estaban en carena y otras habían naufragado, como el navío Nuestra Señora del Rosario, le movieron a valerse de un barco francés para tal menester pagándole los costos de la conducción. También tuvo dificultad para asistir a tiempo a los misioneros con las limosnas que tenían asignadas por el Rey.

No faltaron en su época las insurrecciones indígenas como las de Sierra Gorda, que logró sofocar. Se continuó la acción evangelizadora en la Pimería, California, Nuevo México, etc., fundando nuevas misiones.

Durante su gobierno se combatió el bandolerismo, pero Alburquerque no logró obtener del Rey, como pretendía, medidas extraordinarias contra los delincuentes.

Tampoco prosperó su idea de establecer con la compañía de alabarderos del Palacio compuesta por veinticuatro soldados para guarda del virrey —que consideraba inútil—, una de caballería con ochenta hombres para contener el desenfreno del pueblo, asegurar el tránsito de los pasajeros, del comercio, de las recuas que conducían los caudales reales, etc. La formación de esta compañía la evaluaba Alburquerque en 6.381 pesos y el costo anual en sueldos en 25.840. Desde Madrid se le dijo que el erario no podía soportar tanto gasto.

Se continuaron las obras de restauración del real palacio empleando para ello lo que rindiese en seis años la tasa de veinticinco pesos en cada pipa de aguardiente y un porcentaje de la de vinagre que entrara en el puerto de Veracruz. Se repararon arquerías para conducir el agua; acequias y calzadas como las de Guadalupe, Chapultepec, El Calvario, San Antonio Abad, etc. Fueron construidos algunos puentes, entre ellos el de la Mariscala. Mantuvo el virrey surtida la ciudad de granos, harina, carne y otros géneros.

Para evitar el monopolio que mantenían algunos comerciantes con ciertos productos, mandó publicar un bando (1703) en el que se fijaba la tarifa de la canela, el hierro, el azafrán y el papel (en 1706 lo hizo con el aceite) casi a la mitad del precio que tenían antes, so pena de severas sanciones. Esto ocasionó el malestar del consulado de México que se sintió perjudicado por las rebajas. También estuvo atento a que no se contraviniera la prohibición del comercio ilícito, incluido el que se ejercía entre Nueva España y el Perú, confiscándose algunos de los barcos que se aprehendieron, entre ellos, el San Jacinto.

En materia eclesiástica consiguió Alburquerque facilitar medios económicos a fray Diego Gorospe Irala, electo obispo de Nueva Segovia (Filipinas), a fin de que no se resistiera a trasladarse a su diócesis y sugirió a la Corona que se le pidiera al Papa un breve para obligar a los elegidos a ocupar sus respectivas sedes.

En una etapa en que era esencial mantener la quietud interna, fue decisiva su mediación en los conflictos surgidos entre el obispo de Yucatán, su gobernador Martín de Ursúa y el pesquisidor Francisco Gómez de la Madrid. Puso remedio a las discordias planteadas entre los religiosos criollos y los españoles de algunas órdenes (agustinos de México, 1705; dominicos de Puebla de los Ángeles, 1707) durante los Capítulos celebrados para la elección de sus provinciales al no respetarse la alternancia establecida. No era el virrey partidario de que los religiosos fueran criollos, sino de España por su mayor virtud y disciplina. En su tiempo se consagró solemnemente la colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe (1709).

De carácter enérgico, tuvo roces, sobre todo por problemas de jurisdicción, con ministros de la Audiencia y del Tribunal de Cuentas y controversias por el reparto de mercurio con el administrador general de azogues, Juan José de Veitia. Desde el Consejo de Indias se le reprochó su actuación partidista en la asonada ocurrida como consecuencia del enfrentamiento entre dos poderosas familias: los Cruzat y los Tagle, y se le ordenó levantar las condenas a los segundos y restituirles el importe de las multas que les había impuesto.

Superada la prórroga que se le concedió, pidió en noviembre de 1709 un sucesor, que fue el duque de Linares, a quien hizo entrega de una Memoria acerca del estado general del virreinato y sus problemas. No se libró Alburquerque del juicio de residencia al dejar el cargo, pese a que consideraba que este procedimiento era humillante. El juez de la misma, el oidor decano Juan de Valdés, hizo a su término grandes elogios de su actuación como virrey destacando su talento, “limpieza y desinterés de su obrar”. No obstante, y a raíz de las acusaciones de dos sujetos (uno de ellos anónimo) sobre haber tolerado durante su gobierno el contrabando en Veracruz a unos ochenta barcos franceses y de Canarias y otros manejos en beneficio propio y detrimento del erario y del comercio, se le hizo una pesquisa a cargo del oidor Félix González de Agüero. De vuelta a España (1713), cuando estaba en el puerto de Cádiz, y sin saberse aún el resultado de la pesquisa, el Monarca ordenó el embargo de su equipaje (103.696 pesos escudos, de los que el Rey fue disponiendo secretamente) y después el destierro de la Corte y su confinamiento en Segovia, donde estuvo varios años separado de su esposa y sus hijos.

Sin que existiera cuerpo fijo de delito, sino sólo sospechas, y a título de indulto, tuvo que pagar Alburquerque 700.000 pesos, que en realidad parece que fue un préstamo a la Corona, para que este asunto quedara zanjado (17 de noviembre de 1716).

 

Fuentes y bibl.: Archivo Histórico Nacional de Madrid, Estado, 2687; Archivo General de Indias de Sevilla, México, 381, 472, 485, 522, 610, 642, 657-660; Filipinas 332, L10, fols. 294-294v.

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Ascensión Baeza Martín

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