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Juan Alfonso de Alburquerque

Biografía

Alburquerque, Juan Alfonso de. El del Ataúd. ?, c.1305 – Medina del Campo (Valladolid), 28.IX.1354. Valido y canciller de Pedro I.

Nieto del rey Dionís de Portugal y heredero del señorío de Alburquerque en Castilla, fue uno de los personajes más destacados del siglo xiv, llegando a ejercer tal influencia, sobre todo durante los primeros años del reinado de Pedro I, que muchos historiadores le equiparan a los validos del siglo xvii.

Alfonso Sanches, su padre, había sido hijo ilegítimo y predilecto del monarca portugués, lo que le causó no pocos problemas con su homónimo hermanastro, el futuro Alfonso IV. Se casó con una de las hijas de Juan Alfonso de Alburquerque, poderoso noble apresado en numerosas ocasiones por el rey Sancho IV de Castilla y protegido por María de Molina, que finalmente pasó a vivir en Portugal, convirtiéndose en el principal privado del rey don Dionís, quien le nombró conde de Barcelos. El matrimonio entre Alfonso Sanches y Teresa Martínez, que así se llamaba su esposa, debió de tener lugar hacia 1304, año de la muerte del padre de la novia, y no mucho después nacería Juan Alfonso. Tuvo dos hermanos, fallecidos prematuramente, lo que unido a la escasa descendencia de su abuelo materno —la otra hija, Violante, contrajo matrimonio con Martín Gil de Sousa, pero no tuvieron hijos— le convirtió en el único heredero del señorío. Su infancia y adolescencia transcurrieron en Lisboa, teniendo como ayo al merino mayor de don Dionís de Portugal, que le legaría a su muerte diversos bienes, entre ellos unas casas en la parroquia de San Bartolomé, donde Juan Alfonso, una vez casado, fijaría su residencia. El enlace, con su prima Isabel de Meneses, parece haber tenido lugar cuando aún residía en Portugal, lo que lleva a pensar que se casó muy joven, pues en 1324 don Dionís firmó un convenio con el infante Alfonso que le comprometía a confiscar todos los bienes que donara a Alfonso Sanches, destituirle del cargo de mayordomo mayor y expulsarle del reino, con lo que la familia hubo de trasladarse al otro lado de la frontera. El favorito de don Dionís moriría tres años más tarde en el cerco de Escalona. En este breve intervalo de tiempo Alfonso IV había subido al trono, se había enfrentado a su hermanastro, habían hecho las paces, y le había devuelto lo que antes le arrebatara. El joven Juan Alfonso quedó al frente de un enorme señorío que extendía sus dominios por los dos reinos, encabezado por los solares de Alburquerque, Medellín y Alconchel, y muy acrecentado tras su matrimonio con Isabel de Meneses, heredera de numerosos castillos y de múltiples lugares en régimen de behetría en Tierra de Campos.

Muerto su padre, Juan Alfonso se enemista de nuevo con Alfonso IV, quien había vuelto a confiscar las propiedades, y regresa en 1330 a la Corte portuguesa, acompañado de su madre, para presentar reclamaciones y defender sus intereses. Pero sus miras estaban puestas en Castilla, a cuya Corte real llega ese mismo año, para pasar a convertirse en uno de sus miembros más influyentes. Su principal vínculo fue a partir de entonces la reina doña María, hija de Alfonso IV de Portugal y casada desde 1328 con Alfonso XI de Castilla. Rechazada por el Rey y suplantada en su posición y sus funciones por la amante del monarca, Leonor de Guzmán, doña María necesitaba aliados cercanos. Aunque fue mejor considerada a raíz del nacimiento del heredero, el infante don Pedro, en 1334, ello no bastó para que se hiciese con el lugar que le correspondía en la Corte. La poderosa Guzmán gobernaba, conseguía que sus hijos fuesen ricamente heredados, y acompañaba al Rey en todo momento, quedando doña María desplazada a un segundo plano, pese a las protestas de los principales nobles.

Paralelamente, Juan Alfonso de Alburquerque iba subiendo posiciones en la Corte. La crónica de Alfonso XI narra en detalle el solemne acto de coronación del monarca; y el nombre de Juan Alfonso de Alburquerque aparece, junto al de otros ricoshombres, cuando el Rey acto seguido les arma caballeros. Poseía linaje, señorío y cualidades guerreras, los tres principales valores para un noble de su tiempo. En los veinte años que median entre su llegada a la Corte y la muerte de Alfonso XI estuvo cercano a la privanza, obtuvo gracias y mercedes, y se mantuvo contrario a las rebeliones que otros poderosos, como Juan Núñez de Lara o don Juan Manuel, protagonizaron. No siempre fue fácil, pues seguía siendo súbdito del Rey portugués.

Cuando los dos monarcas se enfrentaron, al impedir Alfonso XI que Constanza Manuel cruzase la frontera para casarse con el infante don Pedro de Portugal, se vio incapaz de tomar partido. El de Lara, señor de Vizcaya, se alió enseguida al padre agraviado, don Juan Manuel, y acabó sitiado en la fortaleza de Lerma. Pedro Fernández de Castro, muy apegado al rey luso, no pasó al bando del castellano hasta que éste le prometió casar a su hija Juana con Enrique, el primogénito de Leonor de Guzmán. Alburquerque prefería las intrigas cortesanas a los conflictos abiertos. Finalmente, se decantó por seguir la misma opción que el de Castro, y apareció en Lerma con sus huestes para reforzar el cerco. Como recompensa, Alfonso XI le nombró alférez mayor del Rey y le concedió los bienes que la Orden del Temple tuviera en Villalba de Alcor. A partir de ahí tenía prácticamente garantizada la privanza.

En el entorno de Alfonso XI las luchas por el poder generaban constantes alianzas y enfrentamientos.

Como aliado de doña María, Alburquerque era contrario al partido más poderoso, el de Leonor de Guzmán y sus parientes. Intereses relacionados con las behetrías le enemistaron con el señor de Vizcaya, Juan Núñez de Lara, que poseía derechos en las mismas tierras que los Meneses. Estando así las cosas, don Juan Alfonso se mantenía próximo a la reina y al infante, de quien era mayordomo y cuyas tropas capitaneaba. En Portugal mantenía la misma política de acercamiento al heredero: el infante don Pedro, casado ya con Constanza Manuel, estaba enamorado.

La elegida, Inés de Castro, era hija ilegítima de Pedro Fernández y se había criado en la casa solariega de los Alburquerque, junto a la madre de Juan Alfonso. La amistad con los Castro, los señores más poderosos de la frontera gallega, y la influencia directa que a través de Inés podía ejercer sobre don Pedro, le servían para mantener una posición destacada en la política del reino vecino. A sabiendas de esto, Alfonso XI le envió en 1345 como mensajero para estorbar el matrimonio de la infanta Leonor de Portugal con el rey aragonés, que no interesaba al castellano. Misión sin éxito, pero que dio prueba de su fidelidad. Leal vasallo y valiente compañero en las hazañas militares, el monarca le mantuvo a su lado. En 1350 un dramático e inesperado suceso hizo que todo cambiase: Alfonso XI de Castilla murió, víctima de la peste, en el cerco de Algeciras. Inmediatamente los nobles aclamaron al heredero, de tan sólo quince años, que se encontraba en Sevilla junto a su madre.

Hubo general acuerdo en el primer paso a seguir: dejar la plaza y tomar rumbo al norte acompañando el cadáver, para ponerse a las órdenes del nuevo monarca.

Ya en el transcurso del viaje se hizo patente que, con este giro en los acontecimientos, Juan Alfonso de Alburquerque pasaba a ser el hombre más influyente del reino. La primera parada de la comitiva fúnebre fue Medina Sidonia, villa que Alfonso XI había entregado a Leonor de Guzmán, y que en su lugar guardaba un antiguo privado del monarca, Alfonso Fernández Coronel. A sabiendas de los intereses que éste tenía en la villa de Aguilar, también en posesión de la antigua amante, Alburquerque le prometió conseguir que el joven don Pedro se la concediese, junto con la ricahombría, si renunciaba a la tenencia de Medina. Así restaba apoyos a la Guzmán, y a cambio de la gestión ganaba otra villa, la de Burguillos.

El episodio fue dramático y provocó que los hijos y parientes de doña Leonor huyeran; pero ella siguió viaje a Sevilla, asegurada por Juan Núñez de Lara. Cuando el cortejo llegó a la ciudad fue retenida, y permaneció prisionera hasta que meses más tarde se ordenó su muerte. Aunque el mandato se atribuyó a la reina doña María, se consideró siempre que su verdadero artífice fue Juan Alfonso de Alburquerque.

Los primeros meses de reinado de Pedro I estuvieron protagonizados por la lucha entre las distintas facciones cortesanas por hacerse con la privanza.

Pronto se ordenaron los oficios de la casa del Rey, manteniéndose una aparente continuidad respecto al reinado anterior, pero también dando entrada a nuevos nombres que buscaban destacar en los años venideros.

Poco después el monarca cayó enfermo, temiéndose por su vida. El suceso no pasó de ahí, pues don Pedro pronto se repuso, pero sirvió para plantear el que sería el principal problema del reinado: la ausencia de un heredero directo. Entre las dos principales opciones de sucesión que surgieron durante la enfermedad del monarca, Alburquerque defendía la de Fernando, marqués de Tortosa, frente a la de Juan Núñez de Lara, apoyada por el grueso de la gran nobleza.

Descontento con el ambiente que se respiraba, el de Lara dejó la Corte y se retiró a Burgos, donde moriría ese mismo año. Tras él se había formado un partido, al que ya se sumaban los Guzmanes, que se oponía de lleno a la privanza de don Juan Alfonso.

Mientras tanto, el Rey se mantenía alejado del gobierno, entretenido en cazar y dejando todo en manos de la reina madre y el mayordomo. Se decidió comenzar por convocar unas cortes, las primeras del reinado, que tendrían lugar en Valladolid el año siguiente.

El principal tema a tratar sería la espinosa cuestión de las behetrías, sobre las que Alburquerque tenía directos intereses. Aunque no llegó a solucionarse, de allí surgió el famoso Libro Becerro, que recoge al pormenor los nombres de los lugares bajo este régimen. En las cortes se confirmarían, además, los privilegios, leyes y demás documentos concedidos por el monarca anterior, rasgo que solía caracterizar todo inicio de reinado.

Cuando el Rey viaja hacia el norte para asistir a las cortes se desvía en su camino a Valladolid dirigiéndose a Burgos, donde se encontraba Garcí Laso de la Vega, uno de los nobles que mantenía el antiguo partido de Juan Núñez de Lara. Alburquerque sabía que, a fin de que no peligrase su posición, y para hacer respetar al nuevo monarca, debía eliminar drásticamente toda amenaza de rebeldía. Garcí Laso fue ejecutado de manera ejemplar, y tras ello Alfonso Fernández Coronel, que tras conseguir Aguilar se había unido al bando contrario, huyó a su fortaleza y se atrincheró en ella, junto a otros nobles. El cerco de Aguilar se prolongó hasta principios de 1353, cuando finalmente la villa se entrega y Fernández Coronel muere acusado de traición. Mientras tanto, el monarca había sofocado otra revuelta, la de su hermanastro Enrique en Asturias, y había conocido al que sería el gran amor de su vida, María de Padilla. Se criaba esta doncella en las casas de Isabel de Meneses, la esposa de Alburquerque, y se convirtió tan pronto en amante de don Pedro que un año más tarde ya tenía una hija, a la que llamaron Beatriz. A primera vista el episodio parece demasiado similar al que en el reino vecino tenía lugar con Inés de Castro: dos jóvenes pertenecientes a la nobleza pero sin grandes dotes, criadas ambas en el entorno de Alburquerque, y convirtiéndose en poderosas piezas para controlar al rey don Pedro en el caso castellano, y al todavía infante, aunque de mayor edad, en el portugués. Sin embargo, María de Padilla acabó siendo la principal causa de la caída del privado.

Actuando como responsable del gobierno de Castilla, Juan Alfonso de Alburquerque se ocupó, entre los años 1350 y 1353, no sólo de sofocar revueltas y eliminar enemigos, sino de establecer las líneas maestras de la política exterior del reino. Para ello pacificó la frontera musulmana, hizo que el Rey firmase pactos con los monarcas vecinos, y viajó a Portugal para entrevistarse con su tío Alfonso IV. Pero la más sobresaliente de sus maniobras políticas fue la alianza de Castilla con Francia y el Papado, que pretendía sellar con el matrimonio entre don Pedro y una sobrina del monarca francés, Blanca de Borbón. Se vivía entonces la Guerra de los Cien Años, que enfrentaba a Francia con Inglaterra. Hasta entonces el reino castellano había mantenido una relativa neutralidad, aun a sabiendas de que los galos necesitaban el apoyo de la marina del Cantábrico para combatir a los ingleses, de poderío naval superior. Con la nueva alianza, Castilla se posicionaba en el conflicto. Don Pedro, en principio, no se opuso a esta unión, pero a medida que las bodas se acercaban parecía comenzar a desoír los consejos de Alburquerque. Se reconcilió con sus hermanastros y empezó a rodearse de nuevos privados, familiares cercanos de María de Padilla. El enlace tuvo lugar el 3 de junio de 1353 en Valladolid, y unos días más tarde el Rey salió de la ciudad, abandonando a su esposa, para reunirse con su amante.

Se desconocen las razones que llevaron a don Pedro a repudiar a doña Blanca. Inmediatamente después del abandono, Alburquerque se unió a las tres reinas —la esposa abandonada, doña María y doña Leonor de Aragón, tía del Rey— y juntos decidieron que don Juan Alfonso intentaría entrevistarse con él y hacerle entrar en razón. Con estas intenciones se dirige a Toledo, pero diferentes indicios le hacen sospechar que el monarca pretende darle muerte, por lo que se retira a sus fortalezas fronterizas. Pasado un tiempo, y viendo que las cosas no mejoran, decide refugiarse en Portugal. Durante meses el Rey combate y toma los lugares que Alburquerque poseía en Castilla, y finalmente envía dos embajadores al rey de Portugal para que le traigan de vuelta al reino, pues se le exigía que respondiese por su gestión a lo largo de los años en que había estado al frente del gobierno. Llegó el día en que se celebraban las bodas entre la nieta de Alfonso IV y el marqués de Tortosa. Alburquerque se defendió con energía de las acusaciones y consiguió permanecer en Portugal, aun a sabiendas de que tarde o temprano debía regresar a Castilla, donde se encontraban su esposa e hijo. La solución fue tan extraña como inesperada: los hijos de Leonor de Guzmán, descontentos con la privanza de los Padilla, buscaron su apoyo para enfrentar a don Pedro. Comenzó así la gran rebelión de la nobleza, que durante meses sumió Castilla en una nueva guerra civil. Los sublevados, confiando en la poderosa influencia de los Castro, ofrecieron al infante portugués don Pedro el trono castellano, pero éste lo rechazó. El Rey se negaba a aceptar la principal demanda de los nobles: que se alejase definitivamente de María de Padilla y regresase al lado de doña Blanca. En medio del conflicto, Juan Alfonso de Alburquerque enfermó y murió. Por deseo expreso del finado, su cadáver acompañó todas las batallas que siguieron hasta que el Rey fue reducido en Toro; de ahí que se le conozca con el sobrenombre de el del Ataúd. Sus restos fueron finalmente sepultados en el monasterio de San Pedro de la Espina. Había tenido un hijo, llamado también Juan Alfonso, que murió joven; y otro de nombre Martín Gil, que moriría en 1365. Le sobrevivieron varios ilegítimos, tanto en Castilla como en Portugal, de los que se conservan pocos datos. Tras su muerte, su enorme señorío quedó en manos de la Corona.

 

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Covadonga Valdaliso Casanova