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San Pedro de Alcántara

Biografía

Pedro de Alcántara, San. Alcántara (Cáceres), 1499 – Arenas de San Pedro (Ávila), 18.X.1562. Franciscano (OFM), naturalista, reformador e impulsor del movimiento descalzo, comisario general, santo.

San Pedro de Alcántara es una figura importante dentro de la espiritualidad española del siglo XVI.

Tiene una biografía muy característica de los ascetas y reformadores de su tiempo. Encabeza además un movimiento religioso de gran fuerza dentro de la vida religiosa moderna, que son los grupos descalzos que llegan a aclimatar en las principales familias religiosas.

Bautizado en su día como Juan de Sanabria, hijo de Alonso Garavito y de María Vilela de Sanabria, cambió su nombre por el de Pedro al profesar como religioso en la Orden Franciscana, en 1516. Por su procedencia, cabe catalogarle entre la hidalguía local cualificada, pues su padre es citado como el bachiller Garavito, letrado y regidor, circunstancia que le permite acceder a los estudios gramaticales e incluso a los estudios académicos en la Universidad de Salamanca, en los años 1511-1515. En este último año entró en la Orden Franciscana, en la que se aclimató en los años 1516-1522, testigo de los movimientos religiosos que atrajeron a los frailes de su tierra, que tenían por valedor a Francisco de los Ángeles Quiñones, futuro cardenal de Santa Cruz. Fruto de estas inquietudes fue la nueva provincia franciscana de San Gabriel de Extremadura en la que el nuevo fraile se llamó Pedro de Alcántara.

Valorado por su formación y por su mentalidad religiosa, realizó en la Orden Franciscana una carrera intensa de gobierno, que fue desde la guardianía del Convento de San Onofre de La Lapa en 1532, a los oficios de definidor (consejero provincial) en los años 1533, 1544 y 1551, a la magistratura superior de ministro provincial, en 1538. Por otro camino fueron sus opciones religiosas, radicales y novedosas, que encontraron fuerte oposición en Castilla y, en cambio, acogida fervorosa en Portugal, bajo el amparo de Juan III y de la reina Isabel. El éxito aquí conseguido se plasma en la fundación, en los años de 1540-1553, de un nuevo distrito franciscano portugués: la Custodia de Arrábida. Pero los pasos se dieron en abierta discrepancia con los superiores observantes, en especial con el ministro general, fray Andrés de Isla o da Insua (1547-1553), que no cesaba de cercar a Pedro de Alcántara y a sus seguidores, para evitar la difusión de la incipiente corriente descalza.

Pedro de Alcántara, firme en sus principios y seguro del apoyo de prelados y señores, intentó salir de este encierro pasándose a la jurisdicción de los superiores de la rama conventual de la Orden Franciscana y perfilando su movimiento religioso como nueva familia de “conventuales de vida reformada”. Los superiores conventuales aceptaron con gusto su propuesta y lo nombraron comisario, el 18 de abril de 1459, designación confirmada por el papa Pablo IV, el 8 de mayo de 1559. La decisión de Pedro de Alcántara iba en firme y cuajó de inmediato en la formación de una custodia (8 de octubre de 1559), luego provincia de San José (22 de febrero de 1559). Era el momento en que se encontró con santa Teresa (abril de 1562) y otros entusiastas de la iniciativa como el obispo Álvaro de Mendoza, el gran factor de las fundaciones teresianas.

Eran los momentos finales de su vida, que Pedro de Alcántara centró en su cenobio abulense de Arenas de San Pedro, centro de irradiación religiosa extraordinario al que llegaron muchas visitas y del que salieron muchas iniciativas. Fray Pedro lo inspiraba todo: fundaciones de conventos; procesos de conversión; discernimientos sobre situaciones difíciles. Pero sus días se acababan, porque sus achaques eran muchos y graves y no lograban conjurarlos los médicos amigos, como el doctor Vázquez, que lo vio morir en la casa de Arenas, en la madrugada del día 18 de octubre e 1562.

Vivió con gran intensidad y concitó en sus estancias extremeñas, abulenses y portuguesas turbas de devotos. Sus rasgos ascéticos y extáticos fueron la delicia de los pintores barrocos. En las poblaciones castellanas quedó por largo tiempo el eco de su taumaturgia, un bosque de prodigios del que queda memoria en las declaraciones de los procesos de beatificación, en los primeros años del siglo XVII. De hecho, su taumaturgia creció llamativamente y no tardó en ser elevado a los altares.

En su faceta de reformador e impulsor del movimiento descalzo, Pedro de Alcántara nació y vivió en un contexto social y religioso dominado por la demanda de autenticidad. Tenía un nombre y una etiqueta: Reforma en la cabeza y en los miembros. Había cristalizado en unas instituciones prestigiadas: las congregaciones de Observancia. Nacidas y afirmadas por hombres de gran carisma, se consolidaron con el apoyo del Pontificado y de las Monarquías nacionales.

Tuvieron su gran empuje en el reinado de los Reyes Católicos (1475-1517) y perduraron sin gran originalidad a lo largo del siglo XVI, a la sombra de la Monarquía de Carlos V y Felipe II.

Cuando Pedro de Alcántara se afianzó en el escenario religioso ibérico, las instituciones observantes anunciaron su crisis y se vieron abocadas a un proceso de cambio.

Este fue ahora el panorama. La uniformación de los grupos reformados en el único cuerpo de la Regular Observancia, implicó, cuando menos, una merma de los grupos espontáneos, incluso cuando se les concedieron espacios propios —las custodias— y superiores regionales. De esta reducción institucional surgieron situaciones de inquietud y disconformidad que se procuró acallar desde 1500 con la solución tradicional de una opción jerárquica: las casas de recolección.

Se acusó un fermento de disidencia dentro de la Regular Observancia franciscana. Tuvo sus expresiones más clásicas en los grupos ahora llamados recoletos y capuchos, éstos apellidados también frailes del Santo Evangelio. Los primeros centraron su demanda en un tipo de vida religiosa más retirada y penitente, en el que prevalecieron el silencio, la oración y una mayor reclusión. Los segundos aspiraban a realizar un evangelismo popular con sus viviendas campesinas, sus ermitas devocionales en las que hacían jornadas semanales de oración, su vestido de capucha puntiaguda que decían que era el mismo que usaba san Francisco y les acarreó el nombre popular de capuchos.

El futuro de ambas familias iba a ser muy diferente: los recoletos hubieron de acomodarse a ser una parcela reconocida y legal dentro de cada provincia y expansionarse por los antiguos cenobios rurales de los primeros ermitaños y cenobitas, ahora reedificados como conventos; los frailes del Santo Evangelio se abrieron camino, con la nueva designación de descalzos, en forma de congregación autónoma bajo la dependencia del ministro general de la Orden.

Los descalzos franciscanos tenían una protohistoria en los tres primeros decenios del siglo xvi. Nacieron en el preciso momento en que los Reyes Católicos y Cisneros aspiraban a conseguir una única reforma en las órdenes mendicantes: la Regular Observancia.

Lo ordenaron así a los visitadores que, con comisión pontificia y real, realizaban campañas de reforma. Lo impusieron sin excepción cuando los promotores del Santo Evangelio, Juan de Guadalupe y Pedro de Melgar, intentaron plasmar su doctrina en Extremadura y en Portugal. Después de sus días, en los primeros años del reinado de Carlos V, encontraron mejores oportunidades de llevar adelante sus proyectos. En los años 1519-1520 se creó en Extremadura la provincia de San Gabriel, con fuerte respaldo señorial. Había, por lo tanto, patronos y recursos materiales que patrocinasen la empresa y existía un plan de vida religiosa que resultaba muy atractivo. Por suerte, hay también un hombre capaz de encaminar y definir el nuevo estilo de vida que era fray Francisco de Quiñones.

La nueva forma de vida de los frailes extremeños fue establecida por Francisco de Quiñones, partiendo de la doble experiencia de los primeros frailes del Santo Evangelio y de su originaria provincia de los Ángeles, de Sierra Morena, que se había mantenido desde sus orígenes en el patrón de la Observancia italiana, más cercana a los grupos eremíticos. En su guión de ideas y preceptos están los siguientes puntos: la práctica eremítica se considera una parcela importante de la vida comunitaria, por lo que deberían seguirla al menos temporalmente todos los frailes; cada casa dispondrá de alguna ermita a la que puedan retirarse los frailes por turnos, sin perder la conexión con las celebraciones litúrgicas conventuales; se establecen turnos semanales de ermitaños que tienen por centro la misa conventual de los domingos, durante la cual se establecen los relevos con ritos y oraciones apropiadas; la experiencia eremítica semanal consiste en diversas prácticas litúrgicas, devocionales y ascéticas que se improvisan generalmente y pone el acento en las lecturas espirituales y en la dieta alimenticia que es vegetariana, a base de pan, verduras y frutas con aceite y vinagre: las llamadas comidas inocenciales, “muy conformes a lo que nuestros padres comían en el estado inocencia”; se admite el trato espiritual con los visitantes que se acercan a estos cenobios, que pueden ser admitidos a conversaciones edificantes no sólo en las porterías sino también en las ermitas y en el templo; el exponente más completo de esta espiritualidad es la vocación misionera, concebida como suprema obediencia personal y comunitaria a Dios y a los superiores jerárquicos; comunidad móvil que alimenta su solidaridad, no en observancias sino en el encuentro periódico amistoso y fiel del grupo; que crea sobre la marcha su culto religioso, sin ataduras de ceremonias y ritualismo; que asume como nueva patria la tierra que va a misionar. Con este bagaje de ideas y propósitos llegan a las nuevas tierras de México los llamados Doce Apóstoles de Nueva España, en junio de 1524.

Esta constelación de ideales no cuajó fácilmente en Extremadura. Hubo incertidumbre en el rumbo e inconstancia en proseguir los esfuerzos iniciales. En este horizonte incierto aparece la figura de Pedro de Alcántara.

Por su extracción hidalga y por sus estudios salmantinos, realizados alrededor del año 1511, en un momento de agitación y reforma, y sobre todo por su carácter firme en sus propósitos, destacó a partir de la década de 1530, cuando Francisco de Quiñones, tras su ministerio de ministro general de la Orden (1523- 1527), ascendió al cardenalato y tuvo un protagonismo religioso notable de tinte erasmiano. Ensayó dentro de la institución de la Observancia sus proyectos de Felipe II, como definidor y ministro provincial de la provincia de San Gabriel (1538- 1541) y fue autor de las Ordenaciones provinciales de 1540. Acaso creía por entonces que este camino institucional era viable, porque en Portugal encontró acogida y favor y consiguió fundar una nueva provincia franciscana de estilo extremeño: la Custodia, luego provincia (1542) de la Arrábida.

El camino que trazaba Pedro de Alcántara se distanciaba sensiblemente del previsto por Francisco de Quiñones. En éste prevalecía la creatividad y la espontaneidad.

En san Pedro de Alcántara crecía cada vez más el sentido ascético de una pobreza radical que debía expresar muy claramente dos direcciones: la de la pobreza real del mundo rural castellano y la cristológica del desprendimiento total de los bienes por el seguimiento libre de Jesús Fue en 1557 cuando el nuevo reformador franciscano decidió marcar su nueva andadura.

El nuevo itinerario fue visto como una disidencia dentro de la regular Observancia, justamente en los momentos en que el príncipe Felipe II comenzaba a blandir sus propósitos de reforma definitiva de las órdenes religiosas. Sonó a desafío a la autoridad jerárquica de la Orden, su decisión de 1559, por la que pasaba con su nueva familia a la jurisdicción del ministro general de los frailes franciscanos conventuales.

Pedro de Alcántara se mantuvo firme en su propósito. En pocos meses dio vida a un nuevo distrito franciscano que llevaba su impronta descalza: la Custodia de San José, de Castilla la Nueva, constituida en el mismo año de 1559, y elevada a provincia con nuevas ordenanzas en 1561. Nadie consiguió doblegar a fray Pedro en su marcha, incluso cuando la mayor parte de sus seguidores suscribieron el 25 de febrero de 1562 una concordia por la cual se integraban en la Observancia. En el pináculo de la fama, como maestro espiritual y consejero de personalidades como santa Teresa de Jesús y amigo de próceres como el obispo de Ávila, Álvaro de Mendoza, sabía que no estaba sólo en el desafío. Su último refugio fue el minúsculo Convento de Hontiveros, donde le acosaban los superiores observantes, en septiembre de 1562, que, por su portavoz en la Corte de Felipe II, lo acusaban de “inventar [...] nueva Orden e manera de religion no aprobada”.

Pedro de Alcántara murió en Arenas de San Pedro, en casa de su amigo el médico doctor Vázquez, el 18 de octubre de 1562. Dejaba escritos ascéticos, normativa de reforma y sobre todo el testimonio de una vida extremosa en la ascesis religiosa y en el radicalismo reformista. San Pedro de Alcántara es un notable escritor espiritual, meritorio como testigo de las corrientes y motivaciones religiosas de su tiempo.

Su claro parentesco con algunos de estos escritores sigue creando interrogantes. La obra más original es el Tratado de oración y meditación, que fue editado en los años 1556- 1557, por el impresor Juan Blavio de Colonia. A su lado figuran: Soliloquios de San Buenaventura y Comentario sobre el salmo “Miserere”.

Dejaba claro su ideario que había formulado sucesivamente en textos legislativos de los años 1540 y en los proyectos de 1562. Los ejes de su propósito eran una liturgia silenciosa, acompasada y meditativa; una oración mental prolongada, de dos horas diarias, separadas por el trabajo corporal; la mendicación como forma de sustento; vestido religioso y ajuar litúrgico concordante con la pobreza ambiental; vivienda similar a la de los campesinos extremeños.

Desaparecido Pedro de Alcántara quedaba su aliento institucional. La provincia de San José que buscaba afanosamente su prolongación en nuevos parajes de escasa presencia franciscana: la montaña valenciana y murciana, donde surgió la custodia de San Juan Bautista; las tierras tudenses de Galicia, en las que había comenzado sus fundaciones fray Juan Pascual por los años de 1517. Parecía un árbol muy pobre y desolado en 1562. Pronto demostró que tenía hondas las raíces.

La nueva familia descalza se vio conminada a desaparecer en la década de 1560. Le venían las amenazas desde las instancias oficiales: en el cuadro de la Regular Observancia franciscana esta nueva familia religiosa de “pascualistas” (seguidores de fray Juan Pascual) y “alcantarinistas” (compañeros de Pedro de Alcántara) que se presentaban en público como Observancia estrictísima eran los mismos “deviantes” censurados en su día por los Reyes Católicos y el cardenal Cisneros, que habían dejado de lado el idealismo comunitario y misional del cardenal Francisco de Quiñones; aparecían en público con una imagen extravagante, en unas moradas que eran más tugurios o cuevas que conventos; se instalaban abusivamente en los distritos territoriales de las provincias observantes; captaban el favor de prelados y caballeros con ardides religiosos; en los proyectos de reforma que estaba realizando la Corte de Felipe II, sancionados por Pío V por los breves Maxime cuperemus (2 de diciembre de 1566) y Superioribus mensibus (16 de abril de 1567), el objetivo primario era la extinción del conventualismo y la promoción de los grupos reformados, sobre todo de las observancias, cuando éstas existían. En principio la existencia de grupos especiales dentro de cada familia observante no estaba contemplada. Se consideraba amenaza de anarquía y división de fuerzas. Por norma no eran aceptables “los diferentes modos de vivir bajo un habito y religion”. En concreto, expresaba Felipe su opinión oficial, el 12 de diciembre de 1567, que los alcantarinos, “aunque hayan dado la obediencia a la Observançia, son y quedaron conventuales [...] y así pueden ser enteramente reformados y reducidos a la Observancia y repartidos por los monasterios della”.

Un mes más tarde llegaba la sentencia definitiva por la bula Beatus Christi salvatoris, dada por Pío V; el 23 de enero de 1568, en la que de nuevo se abolían las congregaciones y reformas existentes en el seno de la Observancia franciscana y sus miembros serían incorporados a las respectivas provincias observantes.

Sin embargo no llegó la previsible desaparición más que en los reductos más lejanos y débiles como la Custodia de San Simón de Galicia, cuyos Conventos de Redondela, Vigo y Bayona se integraron en la provincia de Santiago. Los superiores franciscanos no propusieron la desaparición de la nueva familia descalza sino su integración en el cuadro de la Orden, en forma de provincias autónomas que siguiesen su estilo de vida bajo la jurisdicción del ministro general de la Orden. Así lo propuso el comisario general y portavoz de la Observancia en la Corte, fray Francisco Guzmán, en 1562, censurando sobre el particular algunas prácticas religiosas del grupo que consideraba negativas como eran las singularidades en viviendas, vestidos y austeridades. Con esta tesis venía a reforzar los argumentos de los propios descalzos ante el Rey, que demostraban que realmente militaban en la Observancia y que su vinculación a la familia conventual era una anécdota del pasado.

Mientras estas dudas sobre la naturaleza de los Descalzos se barajaban en las altas esferas madrileñas, los seguidores de Pedro de Alcántara se adelantaron a la situación buscando amparo en personajes eclesiásticos y en cortesanos romanos y madrileños. Sus agentes conquistaron la benevolencia de Pío V y recibieron de él declaraciones verbales en su favor, oportunamente testimoniadas con documentos notariales. En Madrid supieron atraer a su causa a los nuncios Alessandro Crivelli (1561-1565) y Felipe Sega (1577-1581) y al antiguo obispo abulense, ahora titular de Palencia, Álvaro de Mendoza, el secretario Antonio Pérez, los condes de Priego y Melito y el contador Francisco de Garnica. Con este valimiento en Madrid y en Roma, encontraron todas las puertas abiertas. Los mismos generales de la Orden, Luis de Púteo y Cristóbal Capitefontium, no tuvieron ya el valor de oponerse a sus demandas y aprobaron sus nuevas fundaciones, mientras que los superiores españoles seguían contradiciéndolas sin éxito. En la década de 1570, bajo estas condiciones (1572) se plasmaba la instalación que el grupo consideraba emblemática: San Bernardino de Madrid, fruto del apoyo de un grupo de cortesanos entre los que destaca el contador Francisco de Garnica.

Una nueva empresa descalza, en marcha desde 1576, les aseguraba el salto definitivo al aprecio personal de Felipe II: la misión de las islas Filipinas. Se presentó con urgencia la demanda de misioneros para las nuevas islas hispanas, con irradiación en todo el Lejano Oriente. Se sugirió que a los pioneros agustinos se sumasen de inmediato grupos de jesuitas y de frailes descalzos. Recibida la invitación, los frailes de San José o josefinos, como ahora se decían los descalzos franciscanos, organizaron una expedición de dos docenas que capitaneó fray Pedro de A1faro. La empresa tuvo gran éxito y se convirtió muy pronto en una bandera de triunfo para los descalzos. En 1579 pusieron en limpio sus planes: querían levas regulares de misioneros descalzos; pretendían una instalación en Nueva España que sirviera de puente para el periplo asiático; preconizaron un gran futuro para la Iglesia y para la Monarquía de Felipe II no sólo en las islas Filipinas sino también en tierras chinas y japonesas.

Casi de repente se habían constituido en un baluarte misionero con el que tendría que contar la Monarquía de Felipe II. El Rey Prudente y los Descalzos franciscanos cambiaron de discurso: Felipe II los miraba ahora como apóstoles; los misioneros llamaron a su Rey padre, patrón y defensor.

En realidad no había cambiado sólo el talante de las relaciones sino sobre todo la condición institucional de los Descalzos franciscanos. En los años 1578-1579 recibieron los documentos pontificios que les acreditaban como familia religiosa reformada dentro del cuadro de la Regular Observancia Franciscana. Desde el 12 de noviembre de 1578 tenían en su poder la nueva bula de Gregorio XIII Ad hoc nos Deus, por la que se sancionaba que las constituciones de los Descalzos no podrían ser alteradas ni siquiera por el ministro general de la Orden Franciscana; que los frailes observantes podían pasar libremente a la familia de los Descalzos; que los moradores de los conventos descalzos no podían ser transferidos por los superiores observantes; que sólo bajo estas condiciones se ejercería la jurisdicción del ministro general de la Orden sobre la familia descalza. El 3 de junio de 1579 emanaba en Roma la bula Cum illius vicem que remachaba este estatuto de autonomía. Corrían tiempos de bonanza para los nuevos grupos reformados, descalzos y recoletos, que merecían ahora cálidas recomendaciones de los nuncios pontificios, a los que la Corona iba dejando margen de intervención, incluso cuando sus gestos no se adecuaban a los proyectos oficiales.

En las décadas de 1580 y 1590 los Descalzos Franciscanos estaban en pleno despliegue en España y en las Indias. En algo más de dos decenios supieron afirmar su presencia en todo el ámbito de la Monarquía Católica con casas, provincias y misiones.

En la Península prosperaron sus fundaciones urbanas, las más objetadas por sus compañeros de la Observancia.

Con cierta facilidad se encontraba quien ofreciera solares y dotación en ciudades significativas como Madrid, Cuenca, Salamanca y, sobre todo, Valladolid y Sevilla. Tenían muy clara su estrategia de asentamientos urbanos: los necesitaban en Alcalá y Salamanca para educar a sus candidatos; en Sevilla y México, como refugios y puentes para sus expediciones misioneras; en Valladolid y Ciudad Rodrigo, por ser cabezas de comarcas a las que había que recurrir por necesidad, sobre todo para problemas administrativos y asistencia sanitaria; en Zamora, Medina, Segovia, Guadalajara, Cuenca y Toledo, ya saturadas de conventos, por condescender con la piedad de sus bienhechores devotos. Habían de superar las objeciones jurídicas: las normas sobre las distancias entre las casas religiosas urbanas, que agravó Clemente VIII en su Constitución de 1593 y la disposición del capítulo general de la Orden de Valladolid que exigía la aprobación para las nuevas fundaciones. Las vencían con gracias pontificias, como la otorgada por Gregorio XIII a la provincia de San José en 1594 por la que se constituyó la provincia de San Pablo en Castilla la Vieja, mientras que la valenciana de San Juan Bautista no sólo se consolidó sino que se dilató por las tierras murcianas; en Andalucía, se puso en marcha otra nueva provincia, que se llamó de San Diego, si bien su aprobación sólo se consiguió en 1619; en Indias había dado el paso en 1586 la nueva provincia de San Gregorio Magno y en la década de 1590 se configuraba la de San Diego de Nueva España.

En Indias los Descalzos hacían ostentación de cierto vanguardismo religioso, aprovechando el adormecimiento de los observantes, enzarzados en sus disputas internas y externas. Se presentaron como los misioneros de frontera, ajenos a las disputas jurisdiccionales, dispuestos a recibir en sus filas a los frailes descontentos de su instalación no hispana que clamaban por casas de recolección. Ofrecieron a la Monarquía la solución para los urgentes alistamientos misioneros: fue su instalación completa en los virreinatos indianos en los que reclutarían sus candidatos e instalarían sus casas de formación. Así se resolvería el difícil problema de las expediciones misioneras “sin que sea menester traellos todos de España, porque [...] no se pueden traer todos los que son menester, y se traen con mucho mas trabajo”. Sin duda, esta solución utópica halagó a Felipe II. En el mismo año 1586 hacía un reconocimiento público de estos misioneros: “se han señalado mucho los descalzos de la Orden de San Françisco”, escribía, refiriéndose a los primeros misioneros de Filipinas, y los recomendaba con predilección al papa Sixto V.

 

Obras de ~: Tratado de oración y meditación y soliloquios de San Buenaventura y Comentario sobre el salmo “Miserere”, Juan Blavio de Colonia, 1556-1557.

 

Bibl.: A. Recio Veganzones, “Ensayo bibliográfico sobre San Pedro de Alcántara”, en Archivo Ibero-Americano (AIA), 22 (1962), págs. 223-290; A. Barrado Manzano, San Pedro de Alcántara. Estudio documentado y crítico de su vida, Madrid, Editorial Cisneros, 1965; S. Andrés Ordax, La verdadera efigie de San Pedro de Alcántara, Cáceres, 1980; “Iconografía teresiano-alcantarina”, en Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología (Valladolid), 48 (1982), págs. 301-326; M. de Castro, Bibliografía hispano franciscana, Santiago de Compostela, 1994, págs. 353-358; J. García Oro y M. J. Portela Silva, “Felipe II y la nueva reforma de los religiosos descalzos”, en AIA, 58 (1998), págs. 217-310.

 

José García Oro, OFM