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Sancho I Garcés

Biografía

Sancho I Garcés. ?, c. 887 – 11.XII.925. Rey de Pamplona.

El primer Rey de Pamplona en sentido estricto, es decir, una vez liberadas definitivamente las poblaciones cristianas de esta región de los compromisos de dependencia tributaria al Islam suscritos dos siglos atrás por las autoridades locales a raíz de la temprana llegada de los invasores musulmanes de la Península hispánica a las tierras actualmente navarras.

Suplantó a Fortún Garcés, último representante del linaje de los llamados reyes “Íñigos” de la historiografía moderna (los Banu Enneco de los textos árabes), es decir, los tres “señores” o “príncipes” de nombre conocido que durante el siglo anterior se habían sucedido por vía paterno-filial de primogenitura en el gobierno de la zona cristiana propiamente pamplonesa o “Navarra primordial”, es decir los valles y cuencas comprendidos entre el eje del Pirineo occidental y los contrafuertes exteriores de las sierras prepirenaicas de Urbasa, Andía, El Perdón, Alaiz, Izco, Peña y Santo Domingo. Desde un principio zanjó radicalmente cualquier vestigio de la anterior subordinación formal al emirato cordobés y en incesantes campañas militares le fue sustrayendo importantes poblaciones y territorios hasta ampliar notablemente los dominios pamploneses más allá del curso del Ebro. La legitimidad de ejercicio y el prestigio ganados por la fuerza de las armas le permitieron la instauración de una verdadera dinastía de reyes, la de los “Sanchos” (los Banu Sanyo de los citados textos árabes), a los que la historiografía ha venido denominando sin mayor fundamento de los “Jimenos”.

Gracias a las abundantes noticias concretas y veraces reseñadas en el copioso elenco genealógico inserto hacia el año 990 en el llamado Códice Rotente (Biblioteca de la Real Academia de la Historia, cód. 78), se sabe que había nacido de las segundas nupcias contraídas por un García Jiménez con Dadildi, hermana de Raimundo, primer conde de Ribagorza y Pallars. Aunque el padre era sin duda miembro descollante de la aristocracia militar pamplonesa, no hay más datos seguros sobre su ascendencia directa salvo el nombre del abuelo paterno, un hipotético Jimeno, implícito en el patronímico del progenitor. Parece que el solar originario del linaje se situaba en torno a la estratégica encrucijada fluvial de Sangüesa, una de las principales vías de penetración de los ejércitos musulmanes en sus expediciones de castigo e intimidación contra los reductos cristianos de Pirineo Occidental. Precisamente en las continuas refriegas de aquel delicado sector fronterizo debió de adiestrarse tempranamente Sancho en el oficio de las armas.

Estigmatizado probablemente Fortún Garcés por su prolongado cautiverio en Córdoba y desacreditado incluso entre su propia familia por sus veleidades políticas e inoperancia bélica ante el régimen cordobés, la aristocracia militar pamplonesa halló en Sancho un nuevo y joven caudillo (905), capaz de enfrentarse sin concesiones con el Islam y ensanchar así los horizontes programáticos del anterior “principado”. Estos se habían basado hasta entonces en una taimada política de mera supervivencia, condicionada además por sus parientes los Banu Qasi, los ya lejanos descendientes del converso conde hispano-godo Casio, ahora gendarmes arteros y en ocasiones volubles del emirato cordobés en su “Frontera Superior”, la gran circunscripción que, con centro en Zaragoza, incluía las tierras alto y bajoribereñas de la actual Navarra. Por el contrario, en adelante iba prevalecer una actitud del rey pamplonés de permanente ofensiva y hostilidad incluso más allá del curso del Ebro hasta lograr reunir las bases territoriales dignas de un reino en aquella época.

Se ha supuesto que después de tan decisivo giro político el mencionado Fortún Garcés aún vivió algunos años, retirado quizás en el Monasterio de San Salvador de Leire y presumiblemente en buena relación con el joven rey Sancho I Garcés, que tomó significativamente como esposa a una nieta del anciano “príncipe”, la futura reina Toda. Se añadieron el matrimonio de un hijo del propio Fortún con una hermanastra del nuevo Monarca y los de otras dos de sus nietas con un hermanastro y un hermano respectivamente del mismo Monarca cuya figura ensombreció, por lo demás, políticamente a su hermanastro mayor, Enneco, nacido del primer matrimonio de su padre García Jiménez con Onneca Rebele de Sangüesa. Este complicado anillo de nexos y circunstancias familiares trasluce tanto la clarividencia política del Monarca alzado como Rey de Pamplona (surrexit in Pampilona rex nomine Sancio Garseanis) como el reconocimiento unánime de sus cualidades guerreras por parte de las minorías rectoras de la sociedad pamplonesa. Sancho contaría sin duda desde un principio con el apoyo moral exterior tanto de su tío materno el aludido conde Raimundo de Ribagorza y Pallars como, en particular, del monarca ovetense Alfonso III Magno, entregado con todo entusiasmo y pujante eficacia a la conquista y repoblación de los dilatados espacios extendidos desde la cordillera cantábrica hasta el curso del Duero. Intuyó probablemente las ventajas que para su Reino podía representar la consolidación y ensanchamiento de una formación política cristiana también de máximo rango que garantizara sus confines riojanos por donde los musulmanes, que habían acertado a defender con éxito su plaza avanzada de Grañón (904), solían encarrilar buena parte de las devastadoras expediciones a través de la Meseta Superior. Su hijo y principal sucesor Ordoño II iba a desarrollar a fondo las ventajas de un estrechamiento de los lazos de solidaridad religiosa y colaboración político-militar con el naciente Reino pamplonés.

En los textos cronísticos, tan escuetos como fiables, elaborados tres generaciones después, se iba a glorificar justamente la figura de Sancho como caudillo excepcional, optime imperator, debelador infatigable de los infieles, además de monarca temeroso de Dios y magnánimo benefactor del pueblo cristiano. Nada más comenzar su reinado se había enfrentado en efecto a los Banu Qasi con todo empeño y la evidente intención de acabar definitivamente con sus dominios y hegemonía en las vecinas tierras ribereñas. Venció enseguida y dejó tendido sobre el campo de batalla (septiembre de 907) al último gran representante de aquel linaje converso, Lope b. Muűammad, que había llegado a señorear casi toda la cuenca central del Ebro, desde Grañón, Nájera, Tudela y Borja hasta un amplio enclave en tierras leridanas. Esto iba a permitir a Sancho consolidar primero su control de la “tierra de Deyo” —los valles norteños de la comarca estellesa— y su atalaya de San Esteban (Monjardín) que, como jalón señero y simbólico de sus inmediatas gestas, se convertiría en sagrado panteón de sus restos morales y los de los tres siguientes reyes pamploneses.

Había reforzado previamente la cobertura fronteriza que protegía Sangüesa (“la Vieja”, actual Rocaforte), Sos y Valdonsella mediante una hilera de puestos fortificados a lo largo de los rebordes meridionales de la sierra de Santo Domingo, como Uncastillo, Luesia, Sibrana y Biel. Contra ellos se estrellaron (911) los ataques combinados del régulo oscense Muűammad al-Tawil y uno de los hermanos del mencionado Lope b. Muűammad. Asegurado este flanco oriental de sus dominios, desplegó una serie de profundas incursiones a través de las Bárdenas y de las aguas del Ebro. Penetró así hasta Calahorra, Arnedo y el valle del Alhama (913-914). Como resultado indirecto de la siguiente cabalgada por la ribera tudelana, la fortificación de los lugares de Cárcar y Resa y la ocupación de las plazas de Falces y Catarroso (915) le depararon el control del curso inferior de los ríos Ega, Arga y Aragón respectivamente.

Las discordias entre los mediocres epígonos de los Banu Qasi le invitaron a centrar sus objetivos sobre el eje de Nájera y Calahorra y esta zona iba a ser el plano de encuentro y coincidencia político-militar con el mencionado rey Ordoño II de León. En una correría conjunta esquilmaron las cercanías de Nájera, Valtierra, Tudela y Tarazona (918) y, finalmente, mientras Sancho obtenía la rendición de Viguera (mayo de 922), su aliado leonés se apoderaba de Nájera y su comarca. Las grandes expediciones que acabó dirigiendo personalmente el propio emir cordobés ‘Abd al-Raűmān III con los dominios pamploneses no conseguirían evitar la consolidación de semejantes avances en tierras riojanas. En la primera (julio de 920) el ejército musulmán recuperó Calahorra, remontó el curso del Ega y en camino ya de Pamplona aniquiló a las huestes pamplonesas y leonesas que se le enfrentaron en campo abierto en Valdejunquera, entre Muez y Salinas de Oro y cerca también de Irujo y Viguria (Guesálaz).

Resultó, sin embargo, una victoria pírrica, pues los cordobeses no siguieron en marcha hasta el corazón del reino, la ciudad de Pamplona. Ésta iba a ser el objetivo principal de la nueva correría (julio de 924) en la que el Emir, después de alcanzar Cárcar, Peralta y Tafalla, prefirió un movimiento envolvente remontando desde Carcastillo el curso del Aragón hasta Sangüesa. Girando a continuación hacia poniente, ganó Lumbier y la fortaleza de Leguín y finalmente Pamplona. Arrasó aquí la ciudad con su iglesia catedral y esquilmó toda la comarca hasta su salida hacia el corredor del Araquil. Había sido, en suma, un aparatoso alarde de poderío durante pocas semanas que, salvo los daños causados en su itinerario lineal reparables sin mayores dificultades, no produjo ningún detrimento sustancial en el proceso de consolidación del Reino. Por lo demás, las ágiles unidades pamplonesas de caballería no habían dejado de vigilar desde las alturas a las huestes enemigas en todo su recorrido hasta su regreso por el curso del Ega y en los momentos oportunos tendieron emboscadas para atacar por sorpresa y batir a los destacamentos que habían osado desviarse del grueso del ejército.

Según se ha reseñado, había contado Sancho con la solidaridad y eficaz colaboración del rey leonés Ordoño II como demuestran además los estrechos lazos de parentesco anudados entre sus respectivas familias, muestra significativa de la plena coincidencia de sus respectivos proyectos políticos de mayor alcance, basados fundamentalmente en una sistemática e implacable recuperación de las tierras hispanas secuestradas por el imperio del Islam. Sorprende, sin embargo, que Calahorra, Nájera y sus respectivos distritos no se distribuyesen entre los dos príncipes que lo habían ganado de forma conjunta, reservándose el pamplonés los valles del Iregua hasta el del Cidacos, y el leonés desde el del Tirón hasta el del Najerilla. Tal vez hubo un convenio que los adjudicó íntegramente a Sancho I Garcés, quien a su vez casaría con este motivo a su hija Sancha con Ordoño. En este punto, sin embargo, es más probable que el fallecimiento de Ordoño en la primavera del año 924, es decir poco antes de la campaña cordobesa hasta Pamplona, y seguido por las sucesivas dificultades sucesorias planteadas en León, facilitara a Sancho Garcés I la apropiación de todas las ganancias riojanas.

En todo caso, se había duplicado más o menos el marco político pamplonés que, a través de la tierra de Deyo y la estratégica fortaleza de Cantabria frente a Logroño, había llegado a englobar la región que tomó el nombre de Nájera (terra Nagerensis). Ésta, sin embargo, no constituyó una circunscripción mayor bajo el gobierno de un conde, sino que se consideró una prolongación del mosaico de distritos menores u “honores” controlados directamente por el Soberano y distribuídos en beneficio temporal entre los magnates de la aristocracia mililitar, los seniores y milites Pampilonenses, colaboradores del príncipe en las conquistas y beneficiarios de algunas de las heredades abandonadas por sus anteriores propietarios musulmanes e incorporadas en gran parte al patrimonio directo del Monarca. Por lo demás, la comunidad cristiana o mozárabe que había subsistido bajo dominio musulmán debió de contribuir a la inmediata floración de establecimientos monásticos.

Sin dejar de tutelar a los acreditados cenobios pirenaicos, como San Salvador de Leire y San Pedro de Sirena, es muy probable que el Monarca promoviera la refundación del Monasterio riojano de San Martín de Albelda y contribuyera a la reconversión de la vida eremítica en San Millán de la Cogolla. Estos dos polos monacales iban a definir el nuevo eje cultural de la Monarquía pamplonesa que, por lo demás, disponía de la “tierra najerense” como el principal escudo defensivo del reino, así como plataforma avanzada para sus ulteriores despliegues territoriales a costa del Islam. Venía a formar además un profundo antemural o baluarte en los confines orientales de la Monarquía leonesa que bloquearía en adelante la ruta frecuentada por las expediciones musulmanas que remontaban anteriormente el curso del Ebro para atacar directamente y devastar las poblaciones y ubérrimos sembrados de la Meseta superior.

La articulación socio-política del Reino cambiaba totalmente de dirección, centrada ahora de norte a sur, sobre el eje Pamplona-Nájera. A esta mutación harían referencia desde su propia perspectiva temporal posteriores textos cronísticos al referirse a un rey Sancho que, al arrebatar a los sarracenos toda la tierra situada desde los pasos pirenaicos hasta el distrito najerense habría dejado expedita la ruta de los peregrinos de Santiago, que antes había debido encarrilarse a través de Álava por temor de los “bárbaros”. Habría, pues, que retrotraer a los años de Sancho Garcés I la desviación del camino compostelano atribuida tradicionalmente a Sancho Garcés III el Mayor.

A la ampliación del espacio político acompañó la correspondiente reordenación eclesiástica. A punto de consolidarse la conquista de la región najerense, el mismo año 922, se procedió a consagrar obispos para la antigua sede Calahorra y para la nueva y transitoria de Tobía, trasladada luego a Nájera. En la misma ceremonia, oficiada significativamente por el prelado pamplonés Galindo, se instituyó otro obispado para el territorium Aragonense, con sede simbólica en el Monasterio de Sasabe. Una combinación matrimonial, proyectada sin duda por Sancho I Garcés y su esposa Toda, depararía la incorporación a la Monarquía pamplonesa del anterior condado alto-pirenaico de Aragón que había agrupado a las poblaciones cristianas de la cabecera de los ríos Aragón y Gállego, resguardadas por la barrera prepirenaica de las sierras de Loarre, Gabardiella y Guara.

La redistribución pluridiocesana de los dominios pamploneses, tal como entonces acababan de ampliarse constituye, como en casos análogos, otro síntoma claro de que estaba plasmando el proyecto de institución formal de un verdadero reino. En el plano conjunto del pensamiento político y sus expresiones religiosas propio de la época, se habían asentado las bases para las profundas reflexiones desarrolladas dos generaciones después. Los perfiles historiográficos, rituales, jurídicos y figurativos diseñados entonces por voluntad de Sancho II Garcés, vendrían a representar, en efecto, una espléndida eclosión teórica de la convergencia política de su abuelo Sancho I Garcés con Ordoño II como reflejo siquiera latente de la idea que atribuiría a la Monarquía pamplonesa un fundamento imaginario análogo al referido un siglo atrás al Reino ovetense como una esperanzada restauración del “orden gótico, tanto en la Iglesia como en el palacio”.

Además de su único hijo varón y sucesor en el Reino, el futuro García I Sánchez, del matrimonio de Sancho con la aludida reina Toda habían nacido cinco hijas: Sancha, casada primero con Ordoño II de León y, luego, esposa sucesivamente del conde Álvaro Herramelliz de Álava y del conde Fernán González de Castilla; Onneca y Urraca contrajeron sendos matrimonios con los sucesivos monarcas leoneses Alfonso IV y Ramiro II respectivamente; Belasquita celebró también reiteradas nupcias, primero con el conde Momo de Vizcaya, luego con Galindo, hijo del conde Bernardo de Ribagorza, y, por tercera vez, con el magnate pamplonés Fortún Galíndez; finalmente, de la quinta hija, Orbita, sólo se conoce su nombre, por lo que cabría suponer que permaneció célibe abrazando quizá la vida monacal.

 

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Ángel Martín Duque