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Francisco de Rivera y Medina

Biografía

Rivera y Medina, Francisco de. Toledo, c. 1582 – ¿Nápoles (Italia)?, c. 1646. Marino en la marina del duque de Osuna y general de las galeras de Nápoles.

Fueron sus padres Pedro Fernández de Rivera, hidalgo, natural de León, mayordomo del obispo de Lugo, e Isabel de Medina, natural de Mascaraque (Toledo). Fue bautizado en la parroquia de San Antolín.

Quedó huérfano de padre a los cuatro años de edad. Por los pocos recursos de la familia, su madre no pudo darle la educación necesaria y las perspectivas no eran halagüeñas a no ser que se dedicase a la carrera de las armas, a lo que no puso ningún obstáculo pues era costumbre de los hijosdalgo venidos a menos, aunque a lo que se dedicó de pleno fue a las pendencias y galanteos. Así se fue forjando en los conocimientos de la vida, que buena falta le harían después. De uno de estos lances, tuvo que huir de la justicia, pues había matado a un hombre y materialmente cosido a cuchilladas a los cinco restantes que pretendieron prenderle, y fue a parar a Cádiz, donde sentó plaza de soldado de la armada de Luis Fajardo, general de la Armada Real. Partió dicha armada en busca del turco y, en la primera ocasión en que se capturaron algunos navíos al enemigo, destacó Rivera capturando uno de los navíos otomanos a la deriva, pero con parte de su dotación aún a bordo, a la que dio muerte. Fajardo le honró con una bandera y dispuso llevarlo siempre a su lado mientras estuviesen en guerra. Pero tuvo otro tropiezo en Cádiz, entre otros infortunios: una noche tras un pequeño disgusto, le desmintió un capitán, y sin pensarlo dos veces entabló duelo de puñales matándolo, siendo él ya alférez, lo que le obligó a buscar nuevo destino donde se le diese impunidad. Conocía la fama de las empresas del duque de Osuna, así que decidió embarcarse para Sicilia.

Se presentó al virrey solicitándole amparo y el duque, nada escrupuloso con gente decidida, conservándole el empleo de alférez, le confió el mando de un galeón de treinta y seis cañones, con el que más tarde se distinguió en Berbería, acabando por entrar osadamente en la Goleta al finalizar el año 1615, acción que elogió mucho Osuna, proponiéndolo para el empleo de capitán. Estando la escuadra de Sicilia con cinco navíos frente a Túnez, salen del puerto diez naves berberiscas, pero son rechazadas y se refugian en el puerto, pero Rivera entra detrás de ellas, prendiendo fuego a cinco; tres se van al fondo y dos las saca a remolque.

Tres mil turcos murieron en el combate y ochocientos fueron hechos prisioneros. Trasladado el duque de Osuna al virreinato de Nápoles, llevó consigo a Rivera entre su comitiva.

En julio de 1616, sale al mando de una escuadra constituida por el galeón Concepción de cincuenta y dos cañones, como su capitana; las naos Almiranta de treinta y cuatro, mandada por el alférez Serrano; Buenaventura de veintisiete, por el alférez Íñigo de Urquiza; Carretina de treinta y cuatro, por Valmaseda, y San Juan Bautista, de treinta, por Juan de Cereceda, y el pataché Santiago de catorce, por Gazarra. Además llevaba una guarnición constituida por mil mosqueteros españoles. Dispuesto a llevar la guerra a aguas turcas, recaló en Chipre y, después de reconocer Famagusta y otros puertos de la isla, se puso de crucero de vigilancia en el cabo de Celidonia esperando al enemigo, éste se dejaría ver confiado en el pequeño número de los buques españoles y no tardarían en ser atacados. Efectivamente, no tardaron demasiado, una fuerte flota de cincuenta y cinco galeras, se supone no dudaría en aplastar a media docena de buques cristianos, se presentó. Aunque las galeras eran inferiores a los galeones, la flota turca reunía no menos de doscientos setenta y cinco cañones, mientras la española no alcanzaba los noventa y cinco por banda; los turcos disponían de unos doce mil hombres (remeros aparte) por los mil seiscientos españoles. La victoria no parecía dudosa. Cuando Rivera divisó al enemigo ordenó a sus buques ceñir el viento con trinquete y gavia y formar, a cuatro de ellos, en línea de popa con proa; eran los Concepción, Carretina y Almiranta, siguiéndoles el pataché Santiago, mientras dejaba en la reserva a su retaguardia a los otros dos. Los turcos adoptaron inmediatamente su clásica formación en media luna, pretendiendo envolver a los temerarios cristianos. Sobre las nueve de la mañana del 14 de julio de 1616 se rompió el fuego, terminando el combate a la puesta del sol, momento en que los turcos se retiraron con ocho galeras escoradas por los efectos de la artillería española y sin que hubieran podido llegar a ser abordados, ya que no les dejaron acercarse y pasándolo muy mal por la efectividad de los cañones enemigos. La noche transcurrió para los turcos entre recriminaciones, arengas y nuevos planes y al día siguiente, renovada su moral, se acercaron más y se pusieron a tiro de mosquete, lo que agravó la situación, pues todos los buques españoles les dispararon, retirándose al anochecer con diez galeras escoradas.

En este día (15 de julio) destacó especialmente en la acción la Carretina, que batió a los turcos de enfilada (pasando por la popa de la formación) con un eficaz y contundente fuego; los otomanos se habían dividido en dos grupos, que atacaron a la capitana y almiranta españolas desdeñando a las más pequeñas.

Al amanecer del 16 de julio de 1616, preparados y reforzados de moral, arremetieron con tanta fuerza que lograron meterse debajo de la capitana cristiana, para aprovechar su ángulo muerto, pero Rivera que había previsto tal posibilidad, colocó al patache Santiago en la proa de la capitana, con lo que al llegar las galeras otomanas comenzó a dispararles de flanco, provocando la huida a eso de las tres de la tarde, después de haber perdido a una de sus galeras, hundida, más dos totalmente desarboladas y otras diecisiete gravemente dañadas, escoradas o dando a la banda. La escuadra turca quedó deshecha con una estimación de bajas de mil jenízaros y otros dos mil entre marineros y remeros, pero lo peor fue verse vencidos por un enemigo inferior en buques y en sus propias aguas. Los españoles sufrieron treinta y cuatro muertos y noventa y tres heridos graves siendo muchos más los leves por astillazos y contusiones; la artillería enemiga había causado grandes destrozos en aparejos, especialmente en la capitana Concepción y en el patache Santiago, que fueron remolcados a puerto. En todo caso fue un coste mínimo comparado con la importante victoria alcanzada, la mayor de las armas cristianas desde Lepanto sobre las de la Sublime Puerta. Fue recibido el capitán en Nápoles con salvas y agasajos, ensalzado en toda España y premiado por el Rey con el título de Almirante y la venera de la orden de Santiago. Tal fue el clamor de la victoria de Celidonia, que el autor teatral y poeta, Vélez de Guevara, escribió la obra titulada El asombro de Turquía, en la que, si bien, fue respetuoso con los hechos, desvirtuó un tanto la personalidad del héroe haciéndolo aparecer como un ser arrogante y jactancioso, que aunque lo había sido en su juventud no era así en ese momento.

Una vez reparados sus barcos, Rivera realizó diversas operaciones con la Escuadra de Nápoles, lo que le permitió obtener el dominio del Adriático. En este contexto, salió de Mesina con la escuadra (9 de noviembre de 1617) constituida por quince galeones, dejando retrasadas las galeras, debido a lo agitado de la mar, que las hacia peligrar; después de una escala en Brindisi, penetró en el Adriático, aunque las órdenes recibidas eran de hacer cruceros de vigilancia en el estrecho de Otranto, pero las corrientes y los vientos le llevaron hasta Ragusa, hoy día Dubrovnik (Croacia), donde entró el 19; allí fueron descubiertos por los venecianos, sempiternos enemigos de España, mientras tuviera estas posesiones en la península itálica, que contaban con una escuadra formada por dieciocho galeones, seis galeazas y treinta y cuatro galeras; como es de imaginar dieron la batalla por ganada; además llevaban por almirante a un Veniero. El día 21 los venecianos se desplegaron en media luna, estando cerca de los españoles al anochecer; la oscuridad impidió el combate, pero no se perdieron las caras, pues permanecieron al pairo con los fanales encendidos. Los españoles no estaban en la mejor de las situaciones, ya que al caer el viento por completo se fueron distanciando, quedando muy separados y sin poderse prestar ayuda mutua; en cambio las galeras venecianas, sí podían remolcar a sus galeones y rodear a los buques españoles. Tres horas antes de amanecer, con las primeras luces del día, los venecianos comenzaron a moverse, pero un ligero viento de Levante, que saltó casi al amanecer, salvó a los españoles, y aunque favorecía a los enemigos, les permitió reagruparse y por orden de Rivera ciñeron al máximo y formaron la línea.

Como siempre nuestro almirante quiso pasar al ataque, en la misma posición en que se encontraban, ciñendo todo lo que podía con la capitana, un soberbio galeón de sesenta y ocho cañones, lanzándose contra el enemigo, que todavía tenía formada la media luna y con las galeras en vanguardia remolcando a sus galeones.

Por unos instantes pareció que la capitana iba a ser envuelta, pero el resto de la línea le seguía en apoyo inmediato, rompiéndose el fuego con efectividad y rapidez, lo que desconcertó a los venecianos, cuyas galeras se pusieron a ciar, dejando en banda los remolques de los galeones y produciendo tal apelotonamiento y confusión, que los hizo retroceder y, aunque superiores en número, huyeron para no sufrir una derrota completa. Las galeras no se decidieron a abordar a los galeones españoles, los galeones enemigos habían quedado dispersos, frente a la bien formada línea de los españoles y todos se acordaban de lo mortales que eran las guarniciones españolas, cuando alguien se atrevía a ponerse a tiro (además hubo un tiempo en que eran aliados y nadie mejor que ellos los conocían, porque los demás los sufrían). Los españoles tampoco intentaron abordar a los venecianos, pues siendo muchos menos una victoria podía convertirse en derrota. A pesar de todo, el combate duró catorce horas, retirándose los venecianos al anochecer completamente derrotados; habían perdido cuatro galeras y muchas más averiadas; de sus galeones, el San Marcos, que era su capitana, quedó desarbolado y acribillado a balazos, teniendo que ser remolcado, al igual que algunos otros de su escuadra; en total, tuvieron cuatro mil bajas, entre heridos, muertos y ahogados, por unos trescientos de los españoles. Pasada la noche, Rivera persiguió a los enemigos, pretendiendo obtener una más completa victoria, pero los venecianos prefirieron la huida abiertamente. Ya separadas las escuadras, una violenta tempestad obligó a los españoles a dirigirse de arribada a Brindisi y las contrarias a Manfredonia; pero los daños sufridos en el combate por las naves enemigas, hizo que lo pasaran muy mal, tanto que perdieron trece de sus galeras y una galeaza, en su intento de alcanzar el puerto y otros dos mil hombres.

El duque de Osuna fue relevado y con ello se inició el desbaratamiento de su obra, la escuadra siguió al mando del almirante; obtuvo aún algunos triunfos, mas no de los relevantes. En 1621 transportó, con tres galeras, a Génova tropas de Milán y atacó por sorpresa la Goleta, incendiando los buques corsarios que allí se guarecían. Se le encomendó la vigilancia de las costas de Sicilia, cruzando sus aguas hasta que recibió la orden de incorporarse con sus buques a la Península.

Esto ocurría en el año 1623.

Por entonces se preparaba con gran afán la expedición al Brasil, destinada a desalojar a los holandeses.

Se pusieron al mando de Fadrique de Toledo, todas las unidades de mar y tierra, que se estimaban como necesarias para recuperar la bahía de San Salvador.

Una de las primeras en ser llamadas por Fabrique fue la Escuadra de Nápoles (aún llamada así) al mando de Francisco Rivera, ya con el título de general de esta escuadra, título que conservó hasta su muerte, y compuesta por: la capitana, galeón de sesenta cañones de nombre Concepción y la Anunciación, de cincuenta y cuatro cañones, más los pataches Carmen, de catorce, y el San Jorge, de dieciséis. Al llegar a Gibraltar escribió una carta al Rey, lamentándose de que transcurridos algunos años desde que se le otorgara el hábito de Santiago, no se le había dado todavía la cédula de posesión. Parece que cayó en desgracia, pues los caballeros encargados de hacer las pruebas de nobleza mostraron una meticulosidad poco normal. Realizaron comprobaciones en León, Toledo, Mayorga, es “Villamañán”, Madrid, Valladolid y Nápoles, fueron interrogados más de cien testigos, además de consultar los protocolos y archivos, informando al final que no reunía las condiciones necesarias para ingresar en la Orden de Caballería, porque, si bien su padre y su abuelo habían sido notorios hijosdalgos, una tatarabuela, casada con un tal Diego de Ordás, era de sangre judía; que en Mayorga vivía Rodrigo Rivera, de oficio boticario, tío del general, y que su madre Isabel de Medina, estaba asentada entre los pecheros (obligados a tributar) de Mascaraque. El Consejo de las Órdenes, basándose en esta investigación, negó la concesión y retuvo el expediente como medida menos mortificante. Pero no se dio por terminado, por el empeño puesto por el general en la jornada de Brasil, donde otras altas instancias decidieron apoyar a Rivera. Por ellas llegó un escrito de mediación del papa Urbano VIII, dispensando con indulto cualquiera de las anomalías que se alegaban, y a su vista, por Decreto de 2 de febrero de 1624, ordenó el Rey al Consejo que se paralizasen todas las diligencias, concediéndole el hábito, lisa y llanamente.

En compensación, el Rey le otorgó a Rivera la encomienda de Castilleja de la Cuesta en la misma Orden de Santiago, justa recompensa a las amarguras que había sufrido y premio por los servicios que siguió prestando. Habiendo sido vencidos los holandeses en las costas de Brasil, la armada sufrió al regreso un fuerte temporal, que obligó a Fadrique de Toledo a embocar el Estrecho y fondear en Málaga.

Rivera apenas consiguió entrar en el puerto de Cádiz, con los dos galeones y un patache; el otro, el San Jorge, había naufragado a la altura de las islas Azores, ahogándose toda su gente, esto sucedía en 1626. Al poco de su llegada, se presentó en la bahía gaditana una escuadra inglesa, que fue combatida y rechazada, contribuyendo con su valor acostumbrado Rivera a la victoria de las armas españolas. Se le encomendó ir a Lisboa y al cabo de San Vicente, para proteger a las flotas de Indias.

En marzo de 1631, Felipe IV le encomendó el mando supremo de una gran expedición de transporte de tropas y de más de 200.000 ducados en plata desde La Coruña a Flandes con la división del almirante Michel Jacobsen, compuesta de nueve galeones, como escolta.

Los holandeses, muy disgustados por la racha de éxitos en la mar de los españoles, extremaron su vigilancia en el canal de la Mancha, situando poderosas fuerzas entre Calais y Dover. Se concentró en La Coruña una respetable escuadra de veinticuatro unidades, pero no pudo salir hasta el 13 de octubre debido a la lentitud del reclutamiento por el sistema de levas. La navegación duró dieciséis días, por culpa según Jacobsen, de los galeones españoles, demasiado grandes y poco veleros.

Los hombres, que debían de ir verdaderamente hacinados con la infantería embarcada de transporte, comenzaron a enfermar. Como supuso el conde-duque de Olivares, se logró esquivar a las formaciones holandesas, y el 29 de octubre entraba la escuadra en Mardick, con el dinero y cuatro mil soldados españoles. La “Pequeña Invencible” de Ribera había hecho honor a la confianza que depositara en ella el Gobierno de Felipe IV. A continuación se asignó a Ribera la protección del Atlántico y el socorro a Pernambuco.

Un memorial escrito por su hijo Pedro en 1646, solicita la citada encomienda de Castilleja de la Cuesta por haber quedado, debido a la muerte de su padre, con poca hacienda y acredita que el general había casado con Olimpia Campilongo, natural de Nochera de Pulla, en el Reino de Nápoles.

 

Bibl.: C. Fernández Duro, El gran duque de Osuna y su Marina, Madrid, Est. Tipográfico Sucesores de Rivadeneyra, 1885, págs. 54-229 y 304-371; Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón, ts. III y IV, Madrid, Est. Tipográfico Sucesores de Rivadeneyra, 1903, págs. 342-349 y 15- 49 respect.; C. Martínez-Valverde, “Biografía de Francisco de Rivera”, en Enciclopedia general del mar, t. VII, Barcelona, Ediciones Garriga, 1957, págs. 897-898; J. Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, España, Flandes y el Mar del Norte (1618- 1639), la última ofensiva europea de los austrias madrileños, págs. 331-333, Barcelona, Editorial Planeta, 1975.

 

José María Madueño Galán