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Gabriel Álvarez de Toledo y Pellicer de Tovar

Biografía

Álvarez de Toledo y Pellicer de Tovar, Gabriel. Sevilla, 15.III.1662 – Madrid, 17.I.1714. Poeta, filósofo y bibliotecario.

Fueron sus padres Francisco Álvarez de Toledo, caballero de la Orden de Alcántara y consejero de Hacienda, natural de Braganza (Portugal) y vecino de Sevilla, y al decir de Torres Villarroel, amante de la justicia, el silencio, el retiro y el estudio, y de Luisa María Pellicer de Tovar, natural de Madrid, hija a su vez del célebre erudito José Pellicer de Ossau y Tovar, cronista mayor de Aragón y natural de Zaragoza. Hay divergencia entre los autores sobre la fecha de nacimiento de Gabriel, pero el marqués de Valmar encontró su partida de bautismo en la parroquia de San Andrés de Sevilla (de la que se conserva copia en la Biblioteca de Menéndez y Pelayo de Santander), por lo que se puede dar como seguro que nació el 15 de marzo, y fue bautizado el 26 de abril de 1662.

Según algún autor, debió de realizar sus primeros estudios en el Colegio de los Jesuitas de San Hermenegildo de Sevilla, y mostró inclinación a los estudios de Gramática Latina, que se vieron truncados por el prematuro fallecimiento de sus padres. Abandonados, pues, los estudios, se dedicó intensamente a la lectura de obras profanas, tanto de prosa como de poesía, y al cultivo de ésta, para la que mostró considerable ingenio y facilidad, lo que le proporcionó la celebridad entre sus paisanos. Según su primer biógrafo, Diego de Torres Villarroel, editor de sus Obras póstumas en 1744, “presentábase con libertad civil y poco segura en los estrados, los concursos y las justas, donde sólo se trataba de la diversión, el gracejo y las urbanidades esparcidas”, y como consecuencia de ello “empezaron a ser bien vistos sus versos, y las damas de Sevilla a dar en celebrar sus aires, su ingenio y sus modestas cortesanías [...] Platónicamente enamorado, pasó algunos años oyendo sus aplausos y regodeándose con las alabanzas”.

Pero “a los treinta años de su edad se aprovechó tan de veras de los tremendos avisos de unas Misiones que oyó en Sevilla, que desde aquel punto empezó a tratar de su muerte y su salvación con increíble perseverancia”. Huyendo del ambiente sevillano, se trasladó a la corte, donde permanecía vivo el recuerdo de su erudito abuelo, y se estableció bajo la protección del duque de Montellano, presidente del Consejo de Castilla, actuando como su secretario y residiendo en su propia vivienda. Allí tuvo oportunidad de entregarse intensamente, “sin maestro, sin consultor y sin más conferencias que las que a sus solas se tenía”, al estudio de la Filosofía antigua y moderna, especialmente la cartesiana, de la Teología, de la Historia eclesiástica y profana, y especialmente de las Lenguas, para las que mostró gran facilidad, llegando a dominar el latín, el griego, el hebreo, el árabe, el francés, el italiano y el alemán, “con singular admiración y espanto de los hombres sabios de aquel tiempo”. En su copiosa biblioteca, abundaban los libros en las citadas lenguas, sobre las materias referidas.

Según el mismo Torres, no salía a la calle si no era para cumplir sus obligaciones religiosas, y al campo salió rara vez; “su esparcimiento, su exercicio y sus diversiones las reducía a su quarto y a sus libros”; sistema de vida sin duda poco saludable, y que quizá influyó en su muerte prematura (como sugiere, en la misma época, el poeta José de Villarroel en el Epitafio en décimas que le dedicó). Sin embargo, los importantes cargos públicos que desempeñó debieron hacerle abandonar su encierro en no pocas ocasiones.

Fue secretario de la Presidencia de Castilla siendo presidente del Consejo el duque de Montellano; además fue oficial de la Secretaría de Estado, secretario del Rey y su primer bibliotecario mayor, como se verá más adelante. También formó parte del grupo fundador de la Real Academia Española, y fue uno de los primeros académicos electos. Obtuvo el hábito de la Orden de Santiago, que se le conmutó por el de Alcántara en 1703, a instancias del duque de Osuna.

Murió en Madrid, en la casa del duque de Montellano, el 17 de enero de 1714, “como un pobre de solemnidad”, según Torres, a causa de su desprendimiento y del ejercicio de la caridad.

Álvarez de Toledo abrazó fervientemente la causa de Felipe V al comienzo de la Guerra de Sucesión, lo que le valió el favor real en varias ocasiones; al decir de Torres, “tuvo mucha parte su dictamen en las máximas y resoluciones de la monarquía en los iniciales años del reinado de Su Majestad el señor Felipe”. Consecuencia de ello fue, probablemente, el nombramiento, el 1 de marzo de 1712, de bibliotecario mayor de la recién fundada Real Librería. Mientras el jesuita confesor del Rey (el padre Pedro Robinet) desempeñaba el puesto de director de la biblioteca, cargo de carácter ideológico y político, el bibliotecario mayor venía a ser como el director técnico, lo que correspondía perfectamente a la amplia erudición y experiencia en el conocimiento de los libros de Álvarez de Toledo; hay que resaltar el hecho de que se trata del único seglar en la primera plantilla de la biblioteca, pues el resto de los bibliotecarios eran religiosos. En el corto período, de menos de dos años, en que Álvarez de Toledo fue bibliotecario mayor de la Real Librería, entre el 1 de marzo de 1712 y el 17 de enero de 1714, fecha de su muerte, apenas pudo llevar a cabo otra labor que la de supervisión de las obras de adaptación del pasadizo que unía el Alcázar con el Convento de la Encarnación, y la de poner orden en el aluvión de bibliotecas que se iban incorporando, bien por traslado de otras dependencias, bien por incautación a los nobles que se habían pasado al bando del archiduque Carlos en la Guerra de Sucesión, como las del duque de Uceda, el marqués de Mondéjar, o la del arzobispo de Valencia, Antonio Folch de Cardona, incorporada el mismo día en que abrió sus puertas la biblioteca, más los seis mil volúmenes traídos de Francia por Felipe V. En una institución todavía sin presupuesto fijo, dependiente de las entregas que iba haciendo el Rey para el pago de las obras, dominada por el director-confesor real, padre Robinet, Álvarez de Toledo y sus tres compañeros bibliotecarios se encargarían de la ordenación de los libros y de la apertura al público sin recibir por ello ninguna compensación económica, ya que los bibliotecarios no recibieron ningún dinero hasta mayo de 1714, en que, del producto de la venta de ejemplares duplicados, el director separó la cantidad suficiente para pagar 30 pesos mensuales a cada uno de ellos. Los bibliotecarios no disfrutaron de sueldo oficial hasta la aprobación de las primeras Constituciones en 1716. Se responsabilizó a Álvarez de Toledo directamente de los manuscritos, que desde el primer momento formaron una sección aparte, mandando el Rey “que solo tuviese la llave de los manuscritos el expresado bibliotecario mayor, que no la diese a nadie, aunque fuese a los mismos bibliotecarios, y que tampoco permitiese la lectura de ellos a cualquiera, ni menos el registrarlos, y que se tuviese el mayor cuidado en que no se sacase de la librería manuscrito alguno bajo cualquier pretexto [...]” (Noticias pertenecientes a la Biblioteca Real de S.M., mss. 18843-18846 de la Biblioteca Nacional).

La labor de catalogación parece ser, sin embargo, que no se inició hasta el período de su sucesor interino, el sacerdote aragonés Juan Francisco de Roda, en 1715.

Otro de los aspectos destacables de la actividad de Álvarez de Toledo es el de haber figurado en el grupo de fundadores de la Real Academia Española, como asiduo a la tertulia de su primer director, Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga, marqués de Villena, a cuyo grupo pertenecieron también Juan de Ferreras, Andrés González Barcia, Juan Interián de Ayala y otros. Su paso por la Academia fue también breve, pues habiendo sido nombrado, entre los primeros académicos, para ocupar el Sillón C, el 6 de julio de 1713, permaneció en él poco más de seis meses, hasta su muerte al año siguiente (fue el primer académico fallecido); pronunció su elogio académico Manuel Villegas Piñateli. Inició su colaboración en el Diccionario, para lo que se ocupó en revisar las Crónicas de los Reyes de Castilla, y parece ser que tuvo intervención decisiva en la redacción de sus Estatutos, que, sin embargo, no se publicaron hasta 1715. Su actuación como académico debió reavivar el resentimiento que, al ser nombrado bibliotecario mayor, albergó contra él el célebre historiador Luis de Salazar, origen de la curiosa controversia que más adelante se refiere.

La estimación entre los contemporáneos de Álvarez de Toledo fue grande, pese a que, como ocurrió en otras ocasiones, apenas publicó algunos folletos, y una única obra de envergadura pocos meses antes de su muerte, la Historia de la Iglesia y del mundo. De nuevo ha de oírse a su contemporáneo Torres Villarroel, quien refiriéndose al conocimiento que había alcanzado de la Teología, dice que “los theólogos de las Universidades se pasmaban y avergonzaban de ver y tratar un hombre puro de el siglo, rodeado de negocios de gravíssima entidad, tan methaphísicamente instruido en una ciencia que aprehenden pocos y con suma fatiga y dificultad”, y para corroborarlo se remite al testimonio de los reverendísimos Navarro, benedictino, Pérez, Ayala, ambos de la Universidad de Salamanca, y a otros que le habían conocido y todavía vivían de las universidades de Alcalá, Valladolid y otras extranjeras.

Quizá el aspecto más conocido de Álvarez de Toledo sea el de poeta y literato, aunque su obra poética no fue dada a la imprenta hasta bastantes años después de su muerte, en 1744, por uno de los ingenios más originales del siglo XVIII, Diego de Torres Villarroel, quien encontró sus papeles inéditos en las bibliotecas del duque de Montellano y del duque de Soto-Mayor. Luego gozó de una generosa inclusión, que inicia el volumen antológico de los poetas de su siglo, en la Biblioteca de Autores Españoles, debida a Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar, quien aportó algunos datos importantes para su biografía.

Posteriormente, sus obras no han vuelto a editarse, salvo algún soneto incluido en compilaciones antológicas. En la Biblioteca Nacional (ms. 1581) se encuentra un volumen manuscrito de Poesías varias, copiado en 1741 por Miguel Josef Vanhufel, secretario del duque de Alburquerque.

Algunos le han incluido entre los seguidores andaluces de Góngora, lo que en principio no resultaría extraño, no sólo por el ambiente sevillano en que inició su actividad, sino por el antecedente familiar de su abuelo, primer biógrafo y gran comentarista del autor de las Soledades. Pero esta asignación ya fue discutida en el siglo XVIII, y hoy día resulta en general rechazable; y en cualquier caso sólo sería aplicable a su poema extenso (e incompleto) La Burrumaquia, en el que el estilo gongorino se emplea con evidente intención burlesca, y a determinadas composiciones breves escritas con esa misma intención. En general, hay conformidad en que Álvarez de Toledo fue un poeta bien dotado al que las circunstancias de su tiempo no permitieron desarrollar un aliento creador de mayor originalidad; en su obra se puede apreciar fácilmente, dentro de su carácter eminentemente culto, una intención de claridad y un deseo de profundidad íntima que le aproximaría más a Quevedo, a quien sin duda imita en varias ocasiones, pero también es fácilmente apreciable un deseo renovador, más en el contenido que en la forma, que le aproxima a las corrientes del pensamiento de la nueva época que se inicia con el advenimiento de los Borbones. Su contemporáneo, el carmelita descalzo fray Juan de la Concepción, en la censura preliminar a la edición de Torres Villarroel, supo apreciar perfectamente, y por primera vez, estas características de su poesía: “El estilo de Gabriel es casi preciso parezca mal en una era de todo estilo es estremado, o por lo neciamente culto, que a hurtos del día quiere volver a introducirle, o por lo villanamente baxo, que intenta se celebren por claridades las groserías [...]. El estilo de nuestro autor es verdaderamente poético [...]. Los tres solos Romances Heroicos [...] bastan para mostrar cuanto posseía su entendimiento el enthusiasmo que tantas veces llamaron divino [...] Los Romances devotos se conoce deben más al influxo de las lágrimas que al de las musas”. Apreciaciones que si no siempre pueden compartirse hoy en día, en que el lenguaje resulta más conceptual de lo fácilmente soportable, sí suponen una valoración justa y precisa dentro de la poesía de la época.

La compilación de Torres Villarroel incluye más de una veintena de sonetos (entre los que hay algunos de sus más conocidos y valorados, como el titulado La muerte es vida, o el espléndido y quevedesco A Roma destruida, y uno en francés); ocho romances heroicos (como el endecasílabo Al martirio de San Lorenzo, casi neoclásico, el dedicado A la Madre sor Juana Inés de la Cruz, por la que sentía indudable admiración, etc.); La Burrumaquia, poema satírico en octavas reales, cuyo punto de partida se ha de buscar en La Gatomaquia de Lope y en La Mosquea de Villaviciosa; y varias composiciones místicas y profanas, como las endechas reales (cuartetas arromanzadas de tres versos heptasílabos y uno endecasílabo, estrofa muy utilizada por su casi contemporánea [1651-1695] sor Juana Inés de la Cruz) tituladas A mi pensamiento, otra de sus composiciones más sentidas y profundas.

En un luminoso estudio sobre el soneto A Roma destruida, cuyo punto de partida es el soneto francés de Joachim Du Bellay, que había sido ya glosado por Quevedo, Russell P. Sebold reivindicó el carácter de auténtico poeta de Álvarez de Toledo, al ser capaz de dotar a esta composición de un dinamismo único y resumir en su último terceto el sentimiento de pervivencia en la memoria, por encima del carácter moral de la composición en que se inspiraba, que casi le acerca al Romanticismo.

Dejando de lado el capítulo de la poesía religiosa y filosófico-moral, el más apreciado de su obra, se encuentran también algunas curiosas composiciones que se podrían calificar de burlesco-cinegéticas (testimonio quizá de una afición no desarrollada), que sin duda serían muy celebradas en el ambiente en que se movía, como las quintillas A cinco cazadores que salieron a un soto y se volvieron sin hacer caza, anduvieron diez leguas, reventaron cuatro mulas que llevaron el coche, y el señor Marqués de Castilnovo (uno de los cazadores) mató de tres tiros un cabrito. También debió cultivar bastante las dedicatorias ocasionales, como varias poesías a la muerte de la reina María Luisa de Borbón (en romance, en décimas), el romance dedicado A los años del Duque de Montellano, etc. O los varios sonetos que glosan hechos sobresalientes de la época, con intencionalidad política, como A la acción de la República de Génova, yendo su Dux y dos senadores a pedir perdón de su resistencia al rey Luis XIV; A la feliz victoria que tuvieron las armas del rey nuestro señor en Italia, con muerte de seis mil alemanes; A la quema de Xátiva, etc. Mención aparte merecería su poema La Burrumaquia, hoy difícil de leer y de apreciar, pero de gran efecto en la época, ya que sin duda se trata de una sátira burlesca del estilo culterano, que entonces había alcanzado su máxima deformación, en el que los hechos de los personajes asnales se poetizan en octavas reales con voluntario abuso de retorcido hipérbaton y utilización ingeniosa de metáforas mitológicas, como cuando para situar el lugar en que transcurre la acción expresa: “Donde oprime Sandalia victoriosa / del lívico Neptuno el espinazo / para ser de su esfera procelosa / de vagas quillas útil embarazo, / isla yace del Austro venturosa / del gran coturno mínimo retazo, / que ya del asno a la memoria clara / debió el ínclito nombre de Asinara”.

Sin embargo, la creación más ambiciosa de Álvarez de Toledo, y la que más celebridad le dio en la época, es una obra en prosa, la Historia de la Iglesia y del mundo, que contiene los sucesos desde su creación hasta el diluvio, impresa en un volumen en folio de 382 páginas (más las preliminares y finales), en Madrid, “en la Librería del Rey” (es decir, bajo el patrocinio de la Real Librería, de la que él era bibliotecario mayor), por la imprenta de Joseph Rodríguez y Escobar, en 1713, unos meses antes de su muerte. Está dividida en dos libros, el primero desde la creación del mundo hasta la caída de Adán, y el segundo desde la caída de Adán hasta el diluvio. Al final figuran cinco disertaciones que hoy no pueden menos que resultar pintorescas, quizá lo más personal de una obra que, sobre todo, glosa los textos de los santos padres como san Basilio, san Ambrosio o san Agustín: La primera disertación sobre el sitio del Paraíso y si existe hoy, la segunda sobre la lengua primitiva (que para él, fundado en razones y autoridades, era la hebrea), la tercera sobre la estación en que fue creado el mundo, la cuarta de la variedad del cómputo de la Vulgata y de los Setenta, y la quinta de los escritos de Enoch.

Como se puede imaginar, no se trata de un tratado de historia, sino de un ensayo filosófico-religioso escrito en buen estilo y con amenidad, en el que trata de divulgar en castellano cuestiones sobre el origen del mundo tratadas en latín por los teólogos y no asequibles a la mayoría de la gente, siguiendo la tradición del Barroco de la fijación de un marco universal, desde la creación del mundo, en el que se inscribirían las historias particulares, en las que él no entra.

En las censuras preliminares figuran sendos trabajos de dos de sus amigos y compañeros que por entonces estaban implicados en los primeros pasos de la Real Academia Española: Juan de Ferreras, cura de San Andrés de Madrid, autor de una extensa Historia de España y de varias obras teológicas, y fray Juan Interián de Ayala, mercedario y catedrático en Salamanca, autor del muy difundido Catecismo histórico y del Pictor christianus et eruditus, quienes hicieron una breve y justa valoración de la obra. Según el primero de ellos, “hállase en esta obra la verdad de la Creación del mundo en tiempo, y los delirios que las gentes y los philosophos imaginaron de su ser: quanto escribieron de la obra de los seis días de la Creación San Basilio, San Ambrosio y los demás Padres y intérpretes sobre los primeros capítulos del Génesis [...]”. Y el segundo de los citados precisa: “El asunto es sublime, pero tratado con singular destreza y magisterio, deleita y enseña en sumo grado a un tiempo mismo, y dando singular luz a materias recónditas y de no vulgar conocimiento, ilustra las verdades sin tropezar en el espinoso embarazo de las opiniones ni hazer empleo suyo el adornar especialmente las de alguno”. El autor trata de seguir los pasos de San Agustín, según confiesa, e interpretar los hechos a la luz de la moral: “La historia que te ofrezco, prudente lector, no es una estéril narración de los sucessos, sino una observación provechosa de los sucessos”, indica en el prólogo; y continúa: “Con esta advertencia podrás disculpar las frequentes reflexiones morales de que va texido este libro, las quales fueran impertinentes en una relación puramente histórica, y son útiles y proprias de mi designio, en el qual he procurado seguir a lo largo los passos del gigante de la sabiduría san Agustín”. Álvarez de Toledo, tomando como punto de partida a Bacon, trata de reconciliar el origen del mundo narrado por el Génesis con la física cartesiana, siguiendo de cerca los pasos de Geraud de Cordemoy, autor de fines del siglo xvii, a quien cita con frecuencia, según la interpretación de R. Hill en su reciente estudio, quien se refiere a las frecuentes observaciones sobre los límites de la razón y su sometimiento a la fe en nuestro autor, que así se aparta de la filosofía tomista tradicional y se aproxima a la llamada nueva filosofía. 

Resulta interesante la polémica desatada tras la publicación de la Historia de la Iglesia y del mundo, muy poco antes de la muerte de su autor y quizá estando ya en su última enfermedad, por el sabio erudito Luis de Salazar y Castro, quien quizá arrastraba el resquemor de no haber alcanzado el puesto de bibliotecario mayor de la Real Librería, y entonces, en 1713, había quedado fuera del grupo de académicos de la Real Española recién fundada; polémica que, fallecido al poco tiempo el autor de la obra impugnada, iba dirigida más contra la Real Academia que contra éste.

El folleto titulado Carta del Maestro de Niños a Gabriel Álvarez de Toledo (Zaragoza, 1713), redactado deprisa y de forma descuidada, ataca más al académico que al autor, y de rechazo a la institución que representaba; pues estando el contenido basado en la autoridad de los Padres de la Iglesia, criticaba principalmente los aspectos gramaticales, o bien el lenguaje figurado y poético, siendo de su preferencia otro más llano. Contestóle, ya fallecido Gabriel, Encio Anastasio Heliopolitano (en realidad Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe), con el volumen titulado Palacio de Momo, apologia yocoseria por la Historia de la iglesia y del mundo y por su autor D. Gabriel Alvarez de Toledo y Pellicer, defendiendole de una carta anonima [...] con el nombre de Maestro de Niños, supuestamente impreso en León de Francia (pero en Madrid), en 1714, en el que rebatía sus críticas y descubría sus intenciones: “Ella [la Academia] te dará reglas a su tiempo, aunque hagas mal gesto, e imites al perro, que aúlla y ladra mordiendo las puertas de la casa donde no puede entrar”. Otro autor más, en este caso desconocido, se sumó a la polémica en defensa de Gabriel, en las Apuntaciones a la Carta del Maestro de Niños. A ambas contestó Salazar, y aquí ya se dirigía abiertamente contra la Real Academia, en el grueso volumen, en este caso de contenido ya más meditado, titulado Jornada de los coches de Madrid a Alcala o Satisfaccion al Palacio de Momo y a las apuntaciones a la carta del Maestro de Niños (Zaragoza, 1714), donde ataca a los académicos (a Juan de Ferreras y a Andrés González Barcia) y a los fines de la institución en sí, criticando la intención de corregir el idioma y el que formaran parte de la corporación individuos no castellanos (como Bacallar, que era de Cerdeña).

A veces se ha confundido a Gabriel con su hermano, Ignacio Álvarez de Toledo y Pellicer (1661-?), a quien se ha identificado, se ignora con qué razones, con el marqués de Salmerón y de Sanfelices, señor de Saldañuela y Sandiás, caballero de la Orden de Santiago, tesorero general y del Consejo Supremo que fue de la Guerra (títulos que se pone en uno de sus folletos impresos).

A Ignacio Álvarez Pellicer se refieren G. Ticknor (Historia de la literatura española, III, Madrid, 1851, pág. 101, nota), C. A. de la Barrera (Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español, Madrid, 1860), y el marqués de Valmar, como autor de unos Ocios en los que se incluiría la zarzuela La venganza de Diana, más una loa, dos bailes, y varias poesías líricas, de los que hoy no se conoce ejemplar. El marqués de Valmar le llama Ignacio Álvarez de Toledo, y le tiene por caballero de la Orden de Santiago y hermano mayor de Gabriel; hace referencia a algunas circunstancias de su vida reflejadas en sus versos, como la tormenta que sufrió en el Canal de la Mancha, en un viaje hecho a Flandes con objeto de servir al Rey.

A nombre del marqués de Salmerón y de Sanfelices existen varios folletos publicados en 1701-1702, alguno en prosa, la mayor parte con poesías (sonetos y romances) dedicados a la venida de Felipe V.

 

Obras de ~: A la tan feliz como deseada noticia de la llegada de la reyna nuestra señora [...] Mariana de Neubourg al puerto del Ferrol, s. l., [c. 1690]. Afectos de un moribundo hablando con Christo crucificado, Madrid, 1701; Exórtase a España a que dexe el llanto de la muerte del rey nuestro señor D. Carlos Segundo (que goze de Dios) y celébrase la venida de su sucesor el rey nuestro señor D. Felipe Quinto, Madrid, 1701; Breves reglas para gobernar, Madrid, ¿1702?; Historia de la Iglesia y del mundo, que contiene los sucesos desde su creación hasta el diluvio, Madrid, 1713; Paráphrasis del Psalmo Miserere, s. f.; Obras póstumas poéticas, con la Burrumaquia, Sácalas a luz el Doctor Diego de Torres Villarroel, Madrid, 1744.

 

Bibl.: D. de Torres Villarroel, “Prólogo”, en G. Álvarez de Toledo, Obras póstumas poéticas, con la Burrumaquia, op. cit.; A. Ferrer del Río, “Apuntes para la historia de la literatura en el siglo pasado: D. Gabriel Álvarez de Toledo”, en Revista española, n.º 4, 18 de mayo de 1862, pág. 241; L. A. de Cueto, “D. Gabriel Álvarez de Toledo: Noticias biográficas y juicios críticos”, en Poetas líricos del siglo XVIII, Madrid, Rivadeneyra, 1869 (Biblioteca de Autores Españoles, vol. 61); J. Simón Díaz, “Diccionario general de bibliografía española: Gabriel Álvarez de Toledo”, en Bibliografía hispánica, VI (1947), págs. 715-717; J. García Morales, “Los empleados de la Biblioteca Real (1712-1836)”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, LXXIII (1966), págs. 27-89; R. P. Sebold, “Un ‘padrón inmortal’ de la grandeza romana: en torno a un soneto de Gabriel Álvarez de Toledo”, en Studia Hispanica in honorem R. Lapesa, vol. I, Madrid, Cátedra-Seminario Menéndez Pidal, 1972, págs. 151-165; J. García Morales, “Gabriel Álvarez de Toledo, primer bibliotecario mayor de la Librería Real”, en Homenaje a Guillermo Guastavino, Madrid, Asociación Nacional de Bibliotecarios, Archiveros y Arqueólogos, 1974, págs. 55-76; L. García Ejarque, “La Real Librería Pública de Madrid bajo la breve gestión de su primer bibliotecario mayor, el sevillano Gabriel Álvarez de Toledo y Pellicer de Tovar”, en De libros y bibliotecas: Homenaje a Rocío Caracuel, Sevilla, Universidad de Sevilla, Secretariado de Publicaciones, 1994, págs. 139-150; La Real Biblioteca de S. M. y su personal (1712-1836), Madrid, Asociación de Amigos de la Biblioteca de Alejandría, 1997; A. Zamora Vicente, La Real Academia Española, Madrid, Espasa Calpe, 1999; R. Hill, Sceptres and sciences in the Spains: Four humanists and the new philosophy (c. 1680-1740), Liverpool, Liverpool University Press, 2000, págs. 95-145.

 

Manuel Sánchez Mariana

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