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Gil [Álvarez] de Albornoz

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Biografía

Albornoz, Gil [Álvarez] de. Cuenca, s. m. 1302-p. m. 1303 – Viterbo (Italia), 23.VIII.1367. Cardenal, estadista, legislador y estratega.

Perteneciente a la nobleza guerrera castellana como hijo del señor de Albornoz, Garcí Álvarez de Cuenca, y entroncado por su madre, Teresa de Luna, con una estirpe aragonesa de ricoshombres presentes en las más altas jerarquías eclesiásticas (verbi gratia, el posterior papa Luna), Gil [Álvarez] de Albornoz —erróneamente llamado ‘Carrillo de Albornoz’ por muchos— reúne y desarrolla ambas tradiciones familiares.

Vástago de Castilla y Aragón, prócer de la Iglesia y la milicia, según Baltasar Porreño, ya en la niñez fue destinado al altar y no a las armas en virtud de un suceso que se tuvo por milagro: jugaba con otros niños a espaldas de su casa, contigua a la catedral y la hoz del Huécar, cuando un golpe de viento lo arrojó al precipicio, percance del que salió ileso.

Pasó así a formarse con el hermano de su madre, Jimeno de Luna, obispo de Zaragoza entonces y arzobispo de Tarragona desde 1317. Doctor en Derecho canónico —quizá por Montpellier, pues saca en 1322 dos caballos por la frontera de Besalú como familiar del infante de Aragón don Juan, arzobispo de Toledo—, a fines de 1324 el primogénito de la Corona aragonesa don Alfonso lo propone como obispo de Tarazona. Juan XXII lo rechaza, y aún anula en 1326 la elección del cabildo conquense que lo designa su prelado; en cambio, el 2 de julio le otorga la primera dignidad disponible en Toledo, donde es canónigo, aunque sólo cuenta veintitrés años (dato útil para fechar su nacimiento). En 1327, el obispado de Cuenca vuelve a quedar vacante y el cabildo elige de nuevo a don Gil, ahora su arcediano, que acude a Aviñón y, por tercera vez, se tropieza con la negativa del pontífice. Quizá para alivio de tensiones, se trasladara a Toledo en busca del docto arzobispo infante, pero en 1328 Jaime II de Aragón logra que su hijo permute la sede con la de Tarragona: don Jimeno, tío y mentor de don Gil, pasa a ser arzobispo primado. Albornoz visita la corte papal como arcediano de Calatrava (1330) y como embajador de Alfonso XI en la coronación de Benedicto XII (8 de enero de 1335), a quien pide ayuda económica para la reconquista. El Papa la concede por bula de 12 de abril calificándolo de doctor en Decretos y capellanus noster. El éxito de la embajada y la vieja lealtad de los Albornoz al rey durante su azarosa minoría explican que el monarca castellano le confiara nuevos cometidos, como el de firmar la tregua con Navarra en 1336.

Dos años más tarde, al conocer Alfonso XI en Sevilla la muerte del arzobispo don Jimeno, “andaba en casa del Rey Gil Álvarez de Cuenca Arcediano de Calatrava, et era del Consejo del Rey; et por servicios que le avia fecho, el Rey envió mandar et rogar al Cabildo de la Iglesia de Toledo que le esleyesen por Arzobispo” (Gran Crónica de Alfonso XI). Los capitulares se plegaron a la apremiante voluntad regia y don Gil obtuvo la confirmación de Benedicto XII el 13 de mayo de 1338. Ya arzobispo Primado de las Españas y canciller de Castilla, el rey lo llamó a las Cortes de Madrid, dispuso que permaneciera en su Consejo y marchó con él a la guerra contra el ingente ejército africano que asediaba Tarifa tras destruir la flota castellana. Allí iba a decidirse el destino de Iberia y aun de la cristiandad frente a la ÿihad promovida por Abū l-űasan de Marruecos a instancias del califa granadino Yūsuf.

Las fuerzas cristianas partieron de Sevilla (15 de octubre de 1340) tras el estandarte del rey castellano, el de su suegro Alfonso IV de Portugal, que había acudido con mil jinetes, y el pendón de la Cruzada enviado por Benedicto XII con poderes de legacía al arzobispo para conceder perdones en su nombre. La noche del 29 una patrulla burló la guardia del río Salado y se introdujo en Tarifa, revés que los vigilantes disimularon al temible sultán. Al alba del lunes día 30 Alfonso XI, aún en vela por la suerte de sus vasallos, quiso comulgar de manos de don Gil; “et todos los mas de aquella hueste fecieron aquello mismo”. Bendijo el arzobispo las armas y predicó a los cruzados —unos ochenta mil— que iban a enfrentare a la más cuantiosa invasión de la Península (más de cuarenta mil jinetes y cuatrocientos mil peones según el testimonio de Albornoz). Don Juan, hijo del infante don Manuel, se había comprometido a franquearles el paso del Salado con sus tropas en vanguardia; pero, a la hora de la verdad, el inveterado conspirador ni quiso hacerlo ni permitió que lo intentara otro con más honra. Al fin se cruzó el río a fuerza de heroicas iniciativas personales que descabalaron el plan bélico. El portador del estandarte real siguió indebidamente a un destacamento que no se dirigía al campo de batalla, sino a incendiar en la colina las tiendas reales moras para mero desánimo del enemigo: como tras él fueron las más de las compañías, el rey se halló solo con don Gil y un puñado de jinetes frente al formidable ejército benimerín desplegado en el valle por tribus y estirpes. Don Alfonso, decidido a morir sin ver el estrago de su pueblo, apellidó a los suyos y espoleó el caballo. “Et Don Gil Arzobispo de Toledo, que se non partio aquel dia todo de cabo del Rey, trabole la rienda et dixo: señor, estad quedo, et non pongades en aventura a Castiella et Leon; ca los moros son vençidos, et fio en Dios que vos sodes hoy vençedor.” Intervención tan perentoria como decisiva: al poco la guardia de las tiendas del sultán invadía el valle huyendo en desorden de tal muchedumbre, los de Tarifa rechazaban por sorpresa a sus sitiadores con ayuda de los refuerzos infiltrados la noche anterior y el rey portugués ponía en fuga a los granadinos. El grueso del ejército africano lo atacó Alfonso XI en persona —“e a la su mano derecha estava don Gil”—, pero ya seguido de algunas compañías antes rezagadas o dispersas. Pronto las tres avalanchas de fugitivos, atropellándose entre sí, arrollaron las tropas benimerines en el campo de combate. Los cristianos pudieron perseguir y aniquilar a poca costa la turbamulta que escapaba sin concierto.

Don Gil silencia todo mérito propio en sus cartas al Papa y al cardenal Gaetani Ceccano escritas aquella misma noche: cambió la suerte del combate “hacia la hora tercia [...] al derramar el Señor de los ejércitos el rocío de su bendición”, dice en la segunda, y concluye lamentando que por falta de víveres no pudieran proseguir la campaña otro mes hasta la toma de Algeciras.

En 1342 vuelve al cerco de aquella ciudad, donde los cristianos sufren por primera vez los tiros de las armas de fuego. Alfonso, agotados sus recursos, lo envía en octubre a pedir un préstamo al rey de Francia, que responde con largueza. También pide auxilio al nuevo pontífice en la inminencia de una invasión africana por Algeciras, “postrimera ciubdat de la parte de Europa”.

Clemente VI no iba a demostrarse generoso, pero sí atento a las aptitudes diplomáticas de Albornoz. Pronto le encomendaría dar consorte francesa al príncipe castellano.

Cuando cayó Algeciras (1344) pudo don Gil dedicarse a la reforma de las costumbres del clero que retrata el Libro del Buen Amor. Eran sus objetivos cerrarle el paso a la simonía y al “detestabili et horrendo libidinis morbo” así como elevar la cultura de los eclesiásticos y la formación de los fieles, para los cuales escribió el Catecismo en lengua castellana. A esos y otros fines convocó sínodos (en 1338, 1342, 1343, 1345 y 1347) y dictó relevantes constituciones. También se le atribuye la inspiración del Ordenamiento de Alcalá, fruto de las Cortes reunidas en 1348 en su palacio arzobispal junto al Henares, que instaura un claro orden de fuentes y sanciona la vigencia de las Siete Partidas como derecho supletorio.

Sus empresas españolas tienen fin con el sitio de Gibraltar. Allí llevaba meses cuando Alfonso XI falleció (29 de marzo de 1350) víctima de la peste negra que azotaba Europa. Tras un retiro en el monasterio de San Blas de Villaviciosa, fundación suya con mísero tugurio para sí, don Gil se fue a Aviñón en junio. Tal ausencia —antes de que don Pedro mostrase crueldad alguna— la hizo definitiva su elevación a presbítero de San Clemente como primero de los doce cardenales creados para cubrir las bajas de la epidemia (17 de diciembre de 1350) y su consiguiente renuncia a la mitra toledana.

Único español en un colegio cardenalicio con veinticinco franceses y un par de italianos, Albornoz al pronto sólo parece útil, cual diplomático y jurista prestigioso, para mediar en Inglaterra por la paz con Francia o regir la Penitenciaría. Será Inocencio VI quien en atención a otras virtudes suyas (“poder de obra y palabra [...] experiencia en arduas cosas grandes [...] honradez y fidelidad [...] gracia de Dios, amplitud de ciencia, claridad de ingenio, madurez de consejo, elegancia de costumbres”) le encomiende nada menos que la reconquista de los Estados Pontificios. Misión política y bélica tan grandiosa como rayana en lo imposible. La corte de Aviñón echaba en falta los tributos de los antiguos vicarios (gobernadores por cuenta del Papa ausente) a los que la Iglesia confiara sus territorios; pero ya los vicariatos, objeto de compra, herencia o conquista, se habían traducido en tiranías y en sufrimiento de la Italia abandonada a ellas por dejación papal. Fue para Albornoz dura obediencia enfrentarse a aquel mundo tempestuoso y complejísimo.

El 30 de junio de 1353 pasó a ser legado y vicario para Italia con una concentración de poderes espirituales y temporales nunca vista; pero diríase que en Aviñón se esperaban de él milagros, pues no le concedieron fondos para tropas. Partió dos meses después con un puñado de intrépidos incondicionales como su tío el arzobispo de Zaragoza, Lope de Luna, el de Badajoz, Alfonso de Vargas, el capitán Blasco F. de Belvís o los jóvenes Gome, Fernando y Garcí de Albornoz, sobrinos suyos. Frente a un sinfín de poderosos enemigos llegaba un legado —según el agudo cronista florentino M. Villani— “con el ánimo grande y la bolsa vacía”.

Recibido con fasto por el cardenal Visconti en Milán, donde departió con Petrarca, Albornoz fue hacia Viterbo, capital del Patrimonio de San Pedro que usurpaba el “vicario” Juan de Vico. De paso, obtuvo el favor de Florencia, un préstamo en Perusa... El propio Vico salió de su ciudad de Orvieto para mostrarle acatamiento reverente, pero vista la escolta irrisoria del legado (“50 tra compagni e cappellani”) se dispuso a insolencias mayores: “bastan mis mozos para afrontar sus curas.” Con ellos se apoderó de otros dos castillos pontificios: fueron inevitables las excomuniones y la guerra. Albornoz, refugiado en la insalubre fortaleza de Montefiascone a cuyas puertas llegaban las tropas de Vico en sus correrías, pronto se vio desasistido de alianzas, sin víveres para los hombres, pienso para las cabalgaduras ni ánimo para leer. Entre tanto, Vico aumentaba sus huestes a costa de los ciudadanos de Orvieto depredándolos con crueldad tan sanguinaria que los redujo a una tercera parte. Don Gil reclutó secretamente ochenta de sus soldados descontentos; Pisa le envió otros sesenta, y al fin salieron las tropas de Montefiascone para enfrentarse al tirano. La iniciativa les permitió recuperar por sorpresa el monasterio de las Viñas; hacia allí fue Vico con sus jinetes y quinientos infantes, pero al ver guarnecido el lugar pasó de largo y fue a toparse con banderas de don Gil que traían provisiones. Cuando quiso retroceder, la guarnición del monasterio (y aquí viene a la memoria Tarifa) salió a atacarlo con furia. A duras penas pudo Vico refugiarse en Orvieto tan medroso que no volvió a salir. Desde ese punto, las campañas de Albornoz fueron triunfales. Su ejército crecía a cada victoria, las más de ellas sin lucha: unas plazas del Patrimonio —como Narni y Rieti— se daban a la Iglesia por librarse del dominio tiránico, otras por fermento de conjuras güelfas a impulsos de don Gil, cuyos agentes en otros lugares estorbaban toda ayuda a Vico. Éste pagaba ahora con soledad y terror sus crueldades: visto que en Orvieto no pocos querrían matarlo, se cobijó furtivo en Viterbo para enseguida advertir que allí no era más popular ni estaba más seguro. Le fue forzoso rendirse. Don Gil lo tuvo un rato de rodillas implorando perdón al pie de Orvieto; después le hizo cabalgar y entraron juntos en la ciudad ya libre de excomuniones. Orvieto no era ni había sido nunca del pontífice, pero a propuesta espontánea de un consejero y aclamación de todos hizo gobernadores suyos de por vida a Inocencio y Albornoz (24 de junio de 1353). Éste asumió la señoría perpetua como “Liberador del Municipio (Communis) y Pueblo orvetano y Señor General”. Entusiasmos y títulos no menores le esperaban en Viterbo, donde construiría el primero de sus muchos castillos.

En cambio, las reacciones en Aviñón le fueron hostiles. Allí no podían entender que tras tal victoria no aniquilara a Vico. Le había salvado hasta la honra haciéndolo vicario a sus órdenes en Corneto, plaza menor del Patrimonio, y se había comprometido a indemnizarle por la toma del castillo de Vetralla, que no era de la Iglesia, sino suyo. Anulando esas capitulaciones, el Papa creó un cáncer perdurable en sus Estados al tiempo que ponía en entredicho la autoridad y honra de don Gil. Por si la reconquista fuera fácil, los palaciegos de Aviñón acababan de abrirle un segundo frente. Sólo en él conocería la derrota.

Sus empresas sucesivas repiten los factores ya vistos: búsqueda de alianzas, oferta de paz, excomuniones, captación de soldados hostiles, estímulo de la disidencia interna, ataque fulminante, perdón, capitulaciones generosas y extremada bondad con el vencido —algunos de los mayores adversarios de Albornoz fueron después sus incondicionales— para al punto restituir la paz libre y justa al jubiloso pueblo. También se caracteriza su estrategia por el recurso, en la debilidad, a operaciones de teatro. Así, cuando la Gran Compañía contratada por Vico y ya sin empleo le exigió las sumas de costumbre por no mantenerse saqueando el Patrimonio, don Gil dispuso la recluta de dos mil soldados para combatirla. Pura ficción —no habría tenido con qué pagarles—, pero tan convincente que los forajidos se dieron a la fuga. Atacaron entonces Spello en la Umbría, sin éxito ni advertencia del favor que le hacían al legado con el desgaste de una plaza pontificia rebelde: tras ellos, la tomaron en seis días las banderas de don Gil.

Siguió la caída sin combate de Gubbio, cuyo tirano Gabrielli, aborrecido por todos y ya sin ayudas externas, optó por rendirse; también allí dieron a Albornoz la señoría perpetua como restaurador de las libertades democráticas. Cuando se rindieron Terni y Rieti, envió por fin a Roma al viejo tribuno popular Cola di Rienzo como le tenía ordenado el Papa. El demagogo obtuvo un préstamo que no pudo devolver al bandido frey Morial, jefe de la Gran Compañía, y liquidó la deuda matándolo; al poco (8 de octubre de 1354) un tumulto en Roma le procuró a él la misma suerte. Las órdenes de Aviñón volvían a demostrarse infelices.

En diciembre, el Papa excomulgó a los Malatesta, usurpadores de las Marcas. Su gran enemigo, el también excomulgado Gentil de Mogliano, tirano de Fermo, hizo las paces con don Gil, quien, tras levantarle la excomunión y nombrarlo abanderado (gonfalloniere) de la Iglesia, tomó Fermo y sus tropas con el acostumbrado regocijo popular. Tuvo cola de señores para jurarle obediencia: también optaron por dársela Espoleto, Espelo, Norcia, Betona, Gualdo... Puso él los caudales que Aviñón no enviaba, y Blasco de Belvis partió con un ejército ya muy considerable a guerrear en la Marca contra los Malatesta.

Si Recanati se les rebeló para acoger a Blasco, los Malatesta se fortalecieron aliándose con dos tiranos viles como pocos: su antiguo enemigo Mogliano, ya traidor al generoso cardenal, y Francisco Ordelaffi, reo de crímenes como el martirio en Forlì de los catorce curas fieles a la Iglesia. Con mil quinientos jinetes de la Gran Compañía fueron al asalto y saqueo de Recanati; pero ya Albornoz —desoyendo al pontífice— la tenía fortificada. En el despecho de los agresores, Galeoto Malatesta, célebre por su valentía, lo retó a singular combate. Don Gil repuso: “Pues heme aquí, justo en el campo; aquí lo quiero a él, de hombre a hombre [...]”. Extrañamente, Galeoto se arredró con súbita flaqueza que los del cardenal tuvieron por presagio de derrota. Y así fue, aunque no porque el coraje le faltara: cuando cayó herido y preso en la batalla de Paderno (29 de abril de 1355), el poderío de los Malatesta tuvo fin. Vieron rebelárseles Áscoli, Macerata, Savignano, Verucchio... Abandonados de todos, expuestos a venganzas de antiguos adversarios, acudieron a reconciliarse con la Iglesia. Pésaro, Fano, Ancona... Toda la Marca volvió al gobierno pontificio con conmovedores testimonios de gratitud al legado y su capitán Blasco de Belvis. De nuevo Albornoz supo mostrarse generoso, y esta vez con más acierto que nunca. Los Malatesta iban a jugarse la vida por él en incontables ocasiones.

Otro tirano convertido en fiel suyo fue el de Bolonia, Juan de Oleggio. Sobrino espurio del cardenal Visconti, por cuya cuenta gobernaba la ciudad, a la muerte del purpurado milanés se rebeló a los sobrinos legítimos que pretendían heredarla. Cuando éstos le hicieron guerra, aprovechó don Gil para ofrecerle amparo y obtuvo su renuncia a Bolonia. Pero así se enfrentaba a Bernabé Visconti, aliado del emperador, deudo del rey francés, dueño por compra de muchas voluntades en el entorno del pontífice. Y el astuto tirano de Milán supo cómo poner fin a los poderes del legado: la curia de Aviñón le era obedientísima, si no barata.

Por breve de 28 de febrero de 1357, el Papa anuncia al cardenal obispo de Santa Sabina (título de Albornoz desde mediados de diciembre de 1355) que el abad cluniacense Androin de la Roche va a su encuentro como Nuncio Apostólico con graves instrucciones. Más bien empieza el nuncio por presentarse en Milán al señor artífice de su encumbramiento; de allí va a Bolonia, donde no consigue que Oleggio la entregue a Visconti en vez de al legado, por lo que lo excomulga y pone la ciudad en entredicho; al fin ve a Albornoz en Faenza para dictarle otra política según los designios visconteos. Como era previsible, el cardenal renuncia: el Papa otorgará la legacía al monje cluniacense, Bolonia a Bernabé. Pero en vísperas de la sustitución, don Gil convoca en Fano un urgente Parlamento General de todas las provincias de la Iglesia y dicta los seis libros conocidos después por su nombre (latín Aegidius, italiano Egidio) como Constituciones Egidianas, cuya vigencia durante casi medio milenio no tiene igual en la historia del constitucionalismo. Inicialmente concebidas para Las Marcas, a toda prisa se mudan en escudo jurídico común contra el inminente retorno de los tiranos socios de Visconti: nulidad de tributos no autorizados por dos tercios del Parlamento, prohibición de detenciones extrajudiciales, procesamiento de oficio del poderoso que dañe al humilde (no a la inversa), excomunión de inquisidores prevaricadores, etc. El día 30 de abril, tercero y en principio último del Parlamento, lo suspenden los gritos de Cesena que pide socorro.

Quizá a ese efecto había enviado Bernabé Visconti la Gran Compañía en ayuda del sacrílego Ordelaffi, usurpador de aquella ciudad que se le amotinaba al grito de “¡Viva la Iglesia!”. Nadie podía liberarla sino el legado renunciante. Pero Albornoz envió socorros urgentes y concluyó a tiempo las Constituciones (3 de mayo de 1357: fue depuesto el 6); después con tropas y bombardas liberó Cesena y aún Bertinoro. Postrer triunfo épico que fue su despedida. Hasta Aviñón (22 de octubre) lo escoltaron el Malatesta príncipe y otros grandes señores.

En cuatro años, Gil de Albornoz había puesto en paz y en poder de la Iglesia, salvo Forlí y Forlimpópoli, todos los Estados Pontificios. Androin de la Roche iba a desbaratar su obra en meses para caos de Italia. Allí seguiría malversando caudales hasta que la denuncia del tesorero general le obligara a rendir dudosas cuentas. En su justificación achaca el desastre político notorio a ser él mero “fraile y abad [...] de escaso entendimiento” y propone por las buenas que lo arregle Albornoz, “a quien Dios reservó el mérito de remediarlo para más alabanza y mayor cúmulo de su gloria”. Porque el Papa ha decidido (bula de 18 de septiembre de 1358) que don Gil deje la Penitenciaría y reconquiste de nuevo sus Estados. Y él obedece como ya hizo cinco años antes.

Esta vez la legacía lo llevó directamente a Florencia y sus banqueros. En junio ya estaba en Bertinoro para dirigir la toma simultánea de Forlí y Forlimpópoli. Pronto Francisco Ordelaffi se puso de rodillas en la plaza de Faenza pidiéndole perdón de sus innumerables crímenes. Don Gil tuvo a bien absolverlos, levantarle la excomunión, restituirle los honores de la caballería y concederle una renta anual que le permitiera residir dignamente en Forlimpópoli (17 de julio de 1359); eso sí, a los curas fautores del tirano los mandó a la cárcel. Después hubo investidura de caballeros y gran fiesta popular. Diríase reconciliación plena gracias a la desmedida generosidad del legado que perdonara a aquella gente dos décadas de delitos atroces. Más tarde, al pasar don Gil junto a los muros de Forlimpópoli con su escolta, desde dentro les arrojaron “scopas [¿bombas?] sive bombardas”. El castigo se redujo a quitarles la sede episcopal y demoler su palacio: advertencia dolorosa para los lugareños pero no instructiva, como pronto se vio.

Al parecer, la traición era obra de Ordelaffi y su pervertido pueblo a impulsos de Visconti, siempre codicioso de Bolonia. Oleggio, lejos de cedérsela, seguía conservándola para Albornoz pese a todo. Visconti recurrió de nuevo a la curia aviñonense, y el asediado pontífice llegó a escribir en un día tres cartas contradictorias a don Gil —prohíbe la primera la ayuda militar a Oleggio que secretamente permite la segunda y casi aplaude la última...— para desdecirse de las tres con el envío de un nuncio (Grimoard, luego papa Urbano V) que llegó tarde: las tropas de la Iglesia ya habían entrado en la ciudad (15 de marzo de 1360). Se hizo cargo de ella Blasco de Belvis; Oleggio había sido nombrado marqués vitalicio de Fermo por Albornoz. No quiso éste entrar mientras Bolonia no aceptara libremente el dominio de la Iglesia. Dictaminaron a favor los grandes jurisconsultos bononienses, lo propuso el Consejo de Ancianos y Cónsules y lo aprobó entusiasta el Consejo General del Pueblo. La furia de Visconti no tuvo límite. Aún seguían en Aviñón los embajadores de Bolonia que fueron a llevarle al Papa las llaves de la ciudad —y la curia tanteaba cuánto estaría dispuesto a pagar por ella el milanés— cuando atacó Forlí: cómplices internos dieron entrada a sus tropas, pero el pueblo las puso en fuga y ahorcó a los traidores. De allí pasaron al sanguinario saqueo general de la Romaña; en las Marcas conquistaron varios castillos. Don Gil envió a Galeoto Malatesta —el del reto— con cuantas huestes pudo reunir a propia costa. Proclamó el pontífice la Cruzada de la Cristiandad contra Bernabé, lo que da idea de su poderío: del emperador abajo se desentendieron todos salvo Luis de Hungría, que ordenó a sus súbditos abandonar las filas de Visconti y acudir a la defensa de Bolonia, ya sitiada por él. Entonces, para indescriptible júbilo de los boloñeses, hizo solemne ingreso en la ciudad Gil de Albornoz con sus heroicos capitanes y grandes provisiones el 28 de octubre.

De inmediato instruyó milicias, revisó las armas y asumió el mando de la defensa. Si la superioridad del ejército visconteo era abrumadora, aún empeoraron las perspectivas de los sitiados. Florencia, Siena, Perusa y Arezzo desoyeron sus patéticas peticiones de socorro; fallido el intento de contar con el de Austria y rotos los tratos con Luis de Hungría por orden de Aviñón, se supo que Ordelaffi, aliado a Bernabé, atacaba Rímini para agravar el asedio ya insufrible de Bolonia. Albornoz hizo un viaje a Hungría del que nada se sabe, pero que animó a sus enemigos. Puede imaginarse la desolación de la ciudad cuando también Galeoto Malatesta la abandonó con ochocientos jinetes (10 de junio de 1361) tras entenderse con Bizzozero, capitán de las tropas enemigas, haciéndole ver que su patria era justamente Rímini, no la indefendible Bolonia condenada a rendirse si Albornoz perdía aquella otra batalla. Bizzozero lo dejó partir sin hostigarlo, pero secretamente envió mil quinientos jinetes en ayuda de Ordelaffi. En el Consejo boloñés la denuncia exasperada de la traición tuvo por respuesta del podestà Fernando González de Tamayo la cárcel para todos, sin más explicaciones. Los liberó la noche en que el secreto ya no fue útil ni posible: al amparo de la oscuridad, con sigilo sumo, Galeoto Malatesta estaba entrando con dobladas tropas, y la ciudad debía disponerse al punto en orden de combate. Al amanecer atacó con denuedo a sus confiados sitiadores en San Rufilo (20 de junio). Aunque la batalla fue durísima —allí cayó muerto el burgalés González de Tamayo, heridos los Malatesta, Gome de Albornoz, Pedro Farnesio...—, Bolonia obtuvo una victoria tan completa como inimaginable sin la dramaturgia bélica de Albornoz.

Siguieron grandes labores pacificadoras y constructivas como el castillo de Espoleto o el de Forlimpópoli, ciudad degradada a villa cuyos naturales, reos de nuevas traiciones en daño de las aldeas indefensas del entorno, se dispersaron tras la demolición de su muralla. Albornoz se aplicaba a promover una gran federación de estados italianos garante de la paz frente a las compañías de ventura y las agresiones visconteas. El nuevo papa Urbano V le dio inicial impulso condenando a Bernabé como hereje, cismático y maldito (3 de marzo de 1363). Don Gil juntó un ejército de nobles italianos dispuestos a luchar no por soldadas, sino por ideales. Entre sus muchas victorias, prima la de Solara contra los mercenarios tudescos de Bernabé, donde Garcí de Albornoz (6 de abril), muy joven y querido sobrino del cardenal, perdió la vida. Pero el derrotado Visconti, gracias al apoyo del rey francés, logró seducir al pontífice con la quimera de una cruzada contra el turco... previa paz entre los príncipes cristianos: único estorbo de tal empresa sería el belicoso Albornoz. Fue depuesto en la legacía de los Estados que codiciaba el milanés y sustituido por su servil Androin de La Roche (13 de diciembre). A éste, ahora cardenal, le faltó tiempo para adjudicarle Bolonia, que con tanto sacrificio lo había derrotado en aras de la Iglesia, y ceder Forlí al sacrílego Ordelaffi. Quiso Albornoz no asistir a las represalias, pero no obtuvo licencia para irse. Incansablemente abogó ante el Papa por sus leales en peligro y las sedes italianas convertidas en botín de rapaces clérigos franceses.

Por testamento dictado en Ancona (29 de septiembre de 1364) don Gil instituye el Colegio de España, su heredero universal, cuya construcción en Bolonia comienza de inmediato. El cardenal dejó establecido que la adquisición de propiedades y rentas para el futuro colegio y la supervisión de las obras corriesen a cargo de su sobrino Fernando Álvarez de Albornoz y de Alfonso Fernández, tesorero del cabildo catedralicio de Toledo. El proyecto del colegio estaba ya elaborado el 5 de abril de 1365, cuando se firmó el contrato para el inicio de las obras con los maestros constructores, que debían sujetarse a una traza y estructura establecidas por el propio cardenal, y a las instrucciones de éste, de sus representantes –Fernando Álvarez y Alfonso Fernández– y del ingegnerius o arquitecto principal Matteo Gattapone da Gubbio. De este modo a fines de 1367 las obras del edificio colegial se encontraban ya muy avanzadas, lo que permitió que en 1368 llegase el primer grupo de colegiales hispanos, siendo Álvaro Martínez su primer rector. Fernando Álvarez permaneció en Italia hasta septiembre de 1372, como ejecutor testamentario de su tío el cardenal, entregado a la puesta en marcha del Colegio. Vivo y prestigioso hasta hoy, es la más antigua institución propiamente hispánica y el único supérstite en toda la Europa continental de los colegios universitarios medievales.La importancia artística y cultural de Gil de Albornoz se materializó también en la construcción o restauración de numerosos palacios y fortalezas –por ejemplo Spoleto, Ancona, Orvieto, Asís o Viterbo– en los territorios de los Estados pontificios durante sus dos legaciones en Italia. A ello hay que sumar el acondicionamiento y la decoración pictórica, a cargo de Andrea de Bartoli, de su provisional capilla funeraria de Santa Catalina en la basílica inferior de San Francisco, en Asís, y, finalmente, la capilla de San Ildefonso en la catedral de Toledo, iniciada durante su etapa de arzobispo en la sede primada y donde descansarían definitivamente sus restos.

En 1366 se halla en Nápoles realizando para la reina Juana muy trascendentes tareas diplomáticas, jurídicas y económicas cuando estremece a Italia entera la Compañía de San Jorge, monstruo recién compuesto con italianos, ingleses y alemanes por Bernabé Visconti que extorsiona a Siena, aniquila pueblos del Patrimonio sin excluir de la matanza a mujeres ni a niños y se dirige a Roma. Don Gil deja apresuradamente Nápoles mientras Urbano V fulmina la más terrible excomunión y maldición de los asesinos y sus cómplices. También solicita de los Estados italianos que se confederen contra el enemigo, aunque uno de sus dos legados se oponga.

En efecto, el aludido de La Roche se opuso y negó la ayuda de sus milicias pese a las órdenes y amenazas del pontífice; pero algunas tropas tenía Albornoz, aunque no comparables, y fue a la guerra. Si no pudo reconstruir la Italia confederada por la paz que promoviera antaño, sí logró romper la Compañía en fragmentos vencibles o comprables. Asegurado el territorio, Urbano V hizo suyo el gran sueño de don Gil —para alentarlo estaba en Aviñón su sobrino Gome— y anunció solemnemente el 20 de julio el retorno del Papado a Roma.

El 4 de junio de 1367 desembarcaba el pontífice en Corneto y retrocedía el gentío para que ante él pudiera arrodillarse a solas Gil [Álvarez] de Albornoz. Hasta aquella nave era obra suya, como el palacio papal de Viterbo al que condujo a Urbano V. Allí le entregó en un carro repleto las llaves de las ciudades y fortalezas liberadas. Tras las negociaciones de la gran liga italiana por la paz y su firma por los príncipes presentes (31 de julio), se dispuso el orden del cortejo hacia Roma: el 23 de agosto, don Gil —tarea cumplida— murió junto a Viterbo en su residencia de Belriposo. Una escolta de príncipes llevó el féretro a la basílica de Asís según su voluntad; como también dejó dicho que querría yacer en la sede toledana cuando dejase de serle hostil la Corona de Castilla, a la muerte de Pedro I el Cruel partió de Asís el cortejo fúnebre quizá más largo de la historia llevándolo siempre a hombros, sin apoyarlo en tierra hasta la catedral de Toledo. “El más genial estadista que tuvo nunca asiento en el colegio cardenalicio” (Gregorovius) está allí enterrado en la capilla que él mismo erigiera a san Ildefonso.

Al pie de su sepultura tiene ahora la muy humilde del cardenal Marcelo González, a más de las flores siempre frescas de su Colegio de España.

 

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José Guillermo García Valdecasas y Andrada-Vanderwilde

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