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Juan de Zumárraga

Biografía

Zumárraga, Juan de. Durango (Vizcaya), 1468 – Ciudad de México (México), 3.VI.1548. Misionero franciscano (OFM), primer obispo y arzobispo de México, escritor.

Nació en Durango (Vizcaya), según la opinión más probable, en 1468, fecha que resulta imposible de especificar más porque, como dice el historiador franciscano Jerónimo de Mendieta, vasco como él y admirador suyo que llegó a México a los seis años de la muerte de Zumárraga, a pesar de tratarse de una de las máximas figuras del episcopado hispanoamericano, nadie se había ocupado oportunamente de trazar su biografía. Por esta misma razón, sólo se puede hablar de fechas aproximadas y discutibles cuando se sitúa hacia 1495 su ingreso en la Orden Franciscana en el Convento guipuzcoano de Aránzazu, perteneciente a la entonces circunscripción o provincia franciscana de Burgos, y cuando se especifica que hacia 1501 se incorporó a la de la Concepción “por vivir en casas de sayal y recoletas”, es decir, más austeras.

Se ignoran asimismo las fechas concretas en las que desempeñó “muchas veces” los cargos de superior de conventos y de definidor o asesor provincial, aunque sí consta que de 1520 a 1523 fue superior de su provincia de la Concepción y que en 1527 lo era del Convento del Abrojo, en el momento en que Carlos V decidió asistir en su iglesia a los oficios de Semana Santa, concluida la cual obsequió con generosos donativos a los franciscanos para su subsistencia, los que Zumárraga distribuyó entre los pobres.

Esta comprobación personal por parte de Carlos V de las dotes de Zumárraga, más la circunstancia de que éste dominaba el euskera, su lengua materna, lo indujeron a gestionar su nombramiento como miembro de la inquisición “para que fuera a castigar y enmendar el abuso de las brujas que en Vizcaya se levantaban”, tarea que realizó, en compañía del también franciscano Andrés de Olmos, “con mucha rectitud y madureza”. Él mismo alude a este tema cuando en 1543 afirma en su Doctrina breve que en su propio pueblo natal de Durango “hubo otra herejía que llamaban de Amboto o terceras que se decían de la caridad, que un mal fraile herético de nuestra orden, por nombre fray Alonso, pervirtió y engañó ende mucha gente, en especial simples mujeres: y de las unas y de las otras se decía que andaban de noche de villa en villa haciendo convites y danzas”. Esta actuación en su tierra natal ratificó a Carlos V en la favorable impresión que le había producido en la semana santa de 1527 en el Convento del Abrojo, razón por la cual lo propuso a la Santa Sede para obispo de México ese mismo año y, una vez aceptada por Zumárraga esta distinción por mandato de su superior, sin esperar la respuesta del papa y por lo mismo sin haber sido consagrado obispo, lo destinó a México. A esta ciudad llegó en diciembre de 1528, acompañado de nuevo por Andrés de Olmos, más el también franciscano Juan de Alameda, revestido además con el nombramiento de protector de los indios y, según el historiador Jerónimo de Mendieta, “con grandes poderes del invictísimo César para ejercer esta defensa de menores”, es decir, esa protección de los indígenas.

Desde el punto de vista religioso, las perspectivas que se le ofrecían en México eran a todas luces muy favorables porque allí se encontraría con los dieciséis franciscanos que en esa fecha ya se encontraban en Nueva España, junto con la inimaginable circunstancia de que los indígenas habían comenzado a acudir al bautismo, como más tarde diría uno de ellos, “a banderas desplegadas”, hasta el punto de que se les cansaba el brazo de tanto bautizar. En contraste con ello, las circunstancias sociopolíticas eran más bien adversas porque ante la ausencia de Hernán Cortés desde 1524 hasta 1526 en México se había instalado una tal anarquía que indujo a Carlos V a designar en 1527 un gobierno, con el nombre de audiencia, integrada por cinco oidores, con el fin de encauzar la situación. Contra toda previsión, dos de estos cinco oidores no tardaron en morir, con lo que esa denominada primera audiencia quedó en manos de un presidente con fama de ser un delincuente y de dos oidores con fama de ladrones, imponiendo lo que el americanista francés Georges Baudot ha calificado de “uno de los gobiernos más despiadados y desastrosos que ha conocido el país”. Ante este estado de cosas, Zumárraga intentó recurrir a los “grandes poderes” de que disponía para encauzar la situación, iniciativa que creó grandes esperanzas entre los franciscanos, los indígenas y los españoles de buena voluntad, los cuales recurrían a él en busca de soluciones, pero que al mismo tiempo indujo a otros españoles y sobre todo a los oidores a declararle la guerra a los religiosos, contra los cuales llegaron a difundir un panfleto calumnioso. La situación llegó hasta el punto de que los descontentos quebrantaran el derecho de asilo en 1530 al sacar por la fuerza del Convento de San Francisco a dos delincuentes que se habían refugiado en él, lo que originó tal alboroto entre los franciscanos y dominicos por una parte y los oidores y sus secuaces por otra, que estos últimos amenazaron hasta con las armas. Además, se mofaban del obispo por no estar consagrado e, incluso, intentaron asesinarlo, sin que éste pudiera acudir a la Corona española en petición de auxilio porque tenía intervenida su correspondencia, hasta el punto de que los oidores le habían interceptado varias cartas en 1529. Esta situación perduró hasta que circunstancialmente logró burlarlos mediante la treta urdida con un marinero vasco que se hizo cargo de una “carta dentro de una boya bien breada y echada a la mar hasta que la pudo sacar a salvo y, llegado a España”, se la entregó a la Emperatriz, ante la ausencia del Emperador.

Tantos y tan graves desmanes obligaron a Zumárraga a excomulgar a los oidores y a decretar contra la ciudad México la gravísima censura eclesiástica del entredicho, situación que duró desde el 7 de marzo hasta el 17 de abril de 1530. La situación comenzó a encauzarse cuando a finales de este último año y comienzos de 1531 fueron llegando a México los miembros de la segunda audiencia, nombrados por Carlos V al tener noticia de lo que sucedía por la carta del marinero vasco de agosto de 1529. Quizá se deba a esta nueva situación el hecho de que Zumárraga, tal vez para defenderse de sus antiguos enemigos, al dirigirse por escrito en junio de 1531 al capítulo general de la orden franciscana, en lugar de lamentar los desastres ocurridos hasta entonces en México, opte por describir con verdadero entusiasmo la labor evangelizadora de los franciscanos, la que, en cifras evidentemente ponderativas, cifraba en un más de un millón de indígenas bautizados, quinientos templos paganos y veinte mil ídolos destruidos, más la supresión de la costumbre pagana de sólo en la ciudad de México sacrificar a los ídolos cada año más de veinte mil corazones humanos.

Los nuevos oidores informaron al Emperador a favor de Zumárraga en 1531, pero este informe no produjo de momento ningún resultado porque a estos oidores se les habían adelantado en sentido contrario sus antecesores, de manera que cuando los informes favorables de la segunda audiencia llegaron a España ya la reina gobernadora había ordenado a Zumárraga en enero de 1531 que regresara inmediatamente a la Corte para que la informara personalmente y con todo detalle de lo que estaba ocurriendo. Ante tan perentorio mandato, Zumárraga emprendió en el verano de 1532 viaje a España, donde, una vez informada de los acontecimientos, la Reina ordenó que se tramitara la bula pontificia de la consagración episcopal que estaba retenida por la Corona desde 1531 y además lo trató con tales muestras de estimación y de afecto que, según él mismo confesaría más tarde, jamás las habría imaginado. Al año y medio de su regreso, concretamente el 27 de abril de 1533 recibió la consagración episcopal en el Convento Franciscano de Valladolid. Esto no le impidió proseguir la labor socio-misional que ya para entonces había emprendido y que consistía en defenderse de las treinta y cuatro acusaciones que la primera audiencia había lanzado contra él, en informar al Consejo de Indias de lo que sucedía en México, en sugerirle medidas para normalizar la situación y en recorrer España “pobre y penitentemente” en busca de misioneros, tarea que le resultó fallida.

Lo que sí logró fue reunir y enviar a México a su costa a treinta familias de oficiales y labradores, así como a ocho maestras, punto este último en el que, según él mismo afirma en junio de 1531, ya contaba con la experiencia de las “seis mujeres honradas castellanas, avisadas y prudentes” que la Emperatriz había enviado en 1530 a México para las formación de la juventud femenina, para lo cual ordenó a la nueva audiencia que a costa de real hacienda edificaran casas aptas para recoger en ellas a las niñas hijas de los principales de la ciudad a fin de que aprendieran la doctrina cristiana, los oficios propios de las mujeres españolas y el modo de vivir “honrada y virtuosamente”. La audiencia puso en práctica el mandato inmediatamente, pero el proyecto duró pocos años a pesar de que las niñas que se habían formado en él habían prestado una ayuda inestimable a los franciscanos.

Tras su regreso a México en junio de 1534 comenzó a asistir a las ocho juntas eclesiásticas celebradas en esa ciudad durante su episcopado, es decir, desde la de 1531 (en la que reprobó la conquista organizada por Nuño de Guzmán para la anexión de Nueva Galicia) hasta la de 1544. Además, en 1532 procedió a la erección de la catedral de México. A estas tareas esencialmente episcopales adicionó en 1535 la de inquisidor apostólico, bajo cuya dirección se celebraron, además de otros varios actos de menor importancia, 152 procesos, diez declaraciones, trece informaciones, siete denuncias y una averiguación. Entre los delitos enjuiciados, cincuenta y seis lo fueron por blasfemia, trece por herejía, veinte por bigamia y diecinueve contra indios. Entre los de esta última índole ha sido y sigue siendo especialmente controvertida la condena a muerte en la hoguera, en 1539, “por hereje y dogmatizador”, del noble indígena Carlos Chichimecacutli u Omechtzin (para los cronistas de la época, don Carlos de Tezcoco), lo que le mereció la reprobación de Carlos V, quien ordenó además que, pues no se le podía devolver la vida, se entregaran los bienes a su familia y que en adelante quedaran exentos de la pena de muerte los indígenas por ser “plantas verdes” en la fe.

Se le ha acusado, asimismo, ahora en relación con los españoles, de haber enjuiciado irregularidades o delitos como el de no haber participado adecuadamente en la toma de posesión de su oficio de inquisidor, el de haber adquirido bienes y propiedades indebidamente, el de proteger a encausados por el tribunal, el de colaborar en la fuga de delincuentes, el de criticar a los jueces del tribunal y el de participar en delitos fiscales.

En 1536 intentó sustituir el sistema de beatas o mujeres piadosas sin votos llegadas de España para la educación de las niñas indígenas por beaterios de clausura en todas las ciudades importantes por la razón de que —según él— “no se puede hacer nada sin maestras convenientes y que sean monjas o beatas profesas, que de las mujeres seglares no vemos la doctrina y fruto que de los religiosos han plantado”.

En ese mismo año tuvo lugar la inauguración del que pronto se convirtió en el célebre colegio de Tlatelolco para niños de la nobleza, con categoría poco menos que universitaria y con el objetivo, según algunos, de crear un clero indígena, fundación en la que Zumárraga no participó directamente pues se trataba de una iniciativa exclusiva de la orden franciscana, pero a la que no solamente miró con simpatía y a cuya solemne inauguración asistió gustosamente, sino que incluso solicitó licencia del virrey para donar cuatro casas al colegio para que éste se beneficiara de las rentas.

En 1537 propuso la fundación de una universidad con todas las facultades, como la de Granada, para que su profesorado colaborara con los religiosos en la solución de los muchos y nuevos problemas que planteaba la evangelización.

La reina gobernadora pidió en 1538 al virrey Mendoza que la informara acerca de esta propuesta, la cual no se llevó a cabo porque se creyó que ese centro de estudios superiores se destinaba exclusivamente para indígenas.

Gracias a sus gestiones, en 1539 comenzó a funcionar en México la primera imprenta de América, la que debido a su patrocinio editó ocho obras de carácter religioso en castellano (una de ellas, en 1543, de la que él mismo fue autor además de promotor), dos en náhuatl y castellano y una exclusivamente en náhuatl Obra suya fue también la fundación en 1540 y la posterior dotación económica del hospital del Amor de Dios, cuyo principal objetivo fue atender a los enfermos de bubas, que entonces eran rechazados por la sociedad, y del que él mismo afirmó que esa fundación era lo que más descanso le daba a su alma. Tal sentimiento es muy comprensible si se tiene en cuenta que esta virtud de la misericordia la practicó también fundando el Hospital de San Cosme y San Damián para los aquejados de enfermedades contagiosas, edificando la primera enfermería que tuvo el convento de San Francisco, siempre en la ciudad de México, y proveyendo abundantemente a las necesidades de las enfermerías de los otros tres conventos existentes en la capital. Por tratarse de un proyecto misionalmente único merece reseñarse también su intento de evangelizar China concebido en 1543, renovando así el mismo que había intentado poner en práctica el también franciscano Martín de Valencia en 1533, acompañado por otros siete franciscanos. La diferencia entre ambos proyectos estribó en que mientras fray Martín aspiraba con el suyo a realizar su anhelo personal de conseguir un martirio que no lograba alcanzar en México por la rapidísima cristianización de los indios, Zumárraga y sus compañeros solamente perseguían un objetivo puramente misional. En dicha fecha, Zumárraga, los dominicos Domingo de Betanzos y Juan de la Magdalena, junto con otros religiosos no especificados, decidieron viajar a China para evangelizarla, para lo cual solicitaron la licencia de Carlos V y se dirigieron a fray Bartolomé de Las Casas para que gestionara en Roma la aceptación por el papa de la renuncia de Zumárraga. Carlos V no solo los autorizó a viajar, sino que incluso les dictó una serie de normas sobre cómo tenían que proceder y hasta les entregó una carta para “los reyes, príncipes y señores, repúblicas y comunidades de todas las provincias, tierras e islas que están al mediodía y al poniente de la Nueva España, nuevamente en nuestro tiempo descubiertas”. Ambos documentos son de una inexplicable ingenuidad al mismo tiempo que constituyen un modelo de aproximación a nuevos pueblos de la que se hubieran derivado importantes consecuencias políticas, económicas y religiosas de haber cristalizado en algo, razón por los que seguramente aparecen recogidos en 1596 en el Cedulario Indiano de Diego de Encinas. La carta comienza comunicando a sus destinatarios que todos los hombres están obligados a amar y servir al Dios verdadero por haberlos criado y porque los sustenta, deber que incumbe especialmente a los que mayores beneficios han recibido de él, es decir, los monarcas españoles, a cuyos “muchos y muy grandes” reinos heredados de sus antepasados había añadido últimamente “grandes provincias y tierras descubiertas y señoreadas hacia la parte del mediodía y del poniente”.

Para cumplir con esta obligación y por la gran compasión de los que “con tanto daño y peligro suyo no lo conocen” o “habían perdido la memoria de la predicación de su nombre y fe que en ella se hizo en tiempos pasados”, como les sucedía a los destinatarios de la misiva, había acordado enviar a que los evangelizaran a los portadores del documento Tras estas consideraciones comunica a los destinatarios de la carta los motivos de índole religiosa que lo inducían a enviarles los misioneros, cuyos nombres, apellidos y cargos especifica y a los que elogia.

A continuación, tras detallar los beneficios de orden espiritual que los religiosos les aportarían, aconseja a sus destinatarios que los recibieran y trataran “benignamente” y dieran entero crédito a cuanto les dijeran. La instrucción comienza ordenando a sus destinatarios que observaran “los asientos y capitulaciones acerca de la demarcación y repartimiento de las Indias” que se estaban negociando con Portugal, en cuyas posesiones no debían entrar. A continuación les recalca que efectuaban el viaje con el carácter de embajadores de la Corona española y que como tales, una vez en su destino, debían entregar a sus destinatarios la carta de la que eran portadores, a los que además procurarían “confederarlos en perpetua amistad” con los españoles, asentar con ellos “paces perpetuas” y garantizarles que nadie les haría ningún daño y que la Corona castigaría al que se lo hiciera. Procurarían asimismo atraerlos a la amistad y obediencia de la Corona española, cuyo deseo era que se convirtieran al cristianismo y fueran gobernados por nuestra suave y cristiana y perfecta manera de gobernar como cristianos”, tras lo cual se les garantizarían sus “privilegios, preeminencias y señoríos, libertades, leyes, y costumbres” y se establecerían con ellos “contratos, instrumentos, asientos y capitulaciones”.

Desde el punto de vista de su manera de pensar, no ha dejado de haber quien lo ha calificado de erasmista, calificación con la que no todos coinciden. La que sí está perfectamente clara es su postura en cuestiones entonces controvertidas o en conductas inadecuadas que se le han atribuido. Así, por ejemplo, se declaró contrario a la conquista americana, es decir, a la anexión política de los territorios americanos por medio de las armas, a las que calificó de “oprobiosas injurias de nuestra cristiandad y fe católica”, postura que ya había defendido en la junta eclesiástica de México de 1531, en la que reprobó la conquista de Nueva Galicia por Nuño de Guzmán en 1529.

Su oposición a este sistema la alimentaba de tal manera que, según él mismo confiesa, si abrigó el proyecto de 1544 fue precisamente para demostrar la posibilidad de la evangelización pacífica o apostólica. Mucho más sorprendente que esta oposición, compartida también por otros, fue el hecho de que en una época como la suya se declarara decidido partidario de la traducción y de la lectura de la Biblia, ya no solo por los indios sino incluso por “cualquier mujercilla”, al afirmar que rechazaba la “opinión de los que dicen que los idiotas no leyesen las divinas letras traducidas en la lengua que el vulgo usa porque Jesucristo lo que quiere es que sus secretos muy largamente se divulguen”. Merece resaltarse también su postura a favor de la validez del matrimonio contraído por los indígenas en su infidelidad, contradiciendo la tesis de muchos juristas.

En cuanto a su conducta personal, se dice que, para evitar toda sospecha, nunca permitió que entrase en su casa mujer alguna, aunque fuera necesaria para la limpieza, hasta el punto de que por esta misma razón tenía cerrados con llave todos sus aposentos. Se sabe también que, al mismo tiempo que él mismo lo hacía, exigía también a los demás religiosos que, por razón de su oficio, practicasen la virtud de la limpieza en las comidas y en el vestido, sin por ello renunciar a la pobreza. Sin que nadie lo obligara a ello, a pesar de ser obispo, seguía vistiendo el hábito franciscano y practicando actos propios de la orden, como dormir en una pobre cama, levantarse a rezar maitines en el coro de la iglesia a media noche, escuchar una lectura mientras comía, y esto último hacerlo de una manera muy frugal, por lo que era voz común que más que un obispo parecía un franciscano, a lo que él acostumbraba a responder que personalmente prefería ser lo segundo antes que lo primero.

En el ejercicio de sus deberes episcopales, además de proceder a la reforma del clero secular, “representaba bien la dignidad que tenía”, lo que no era impedimento para que cuando visitaba oficialmente la diócesis o acudía a alguna parroquia a administrar el sacramento de la confirmación llevara a muy pocos acompañantes para evitarle molestias a los indios y además compraba él mismo las candelas para que nadie prescindiese de la confirmación para no gastar el real y medio que costaba cada unidad.

En 1547 realizó la última visita pastoral a su diócesis en cuyo curso recibió la noticia de que el papa lo había ascendido a arzobispo de México. Una distinción como esta, en lugar de halagarlo, le produjo una profunda angustia porque si no se consideraba digno de ser obispo mucho menos se consideraba merecedor del arzobispado. Por ello, en un principio se negó a aceptar las presiones que le hacían para que lo aceptara los religiosos de todas las órdenes, con la única excepción de dos, a quienes él tenía especial aprecio. Para evitar esas presiones se desplazó a la aldea de Tepetlaoztoc, en la que permaneció cuatro días reflexionando, cambiando impresiones sobre este punto con su amigo el dominico Domingo de Betanzos y confirmando a catorce mil quinientos indígenas, contados por el número de vendas utilizadas en la administración del sacramento. Antes de decidirse en un sentido o en otro y presintiendo la proximidad de su muerte, se desprendió de lo poco que poseía y avisó a cuantos pudo de que se apresuraran a recibir el sacramento de la confirmación ante la posibilidad de que se retrasara la llegada de un nuevo obispo. Sin llegar a decidirse en el asunto del arzobispado, pero físicamente agotado por la labor pastoral desplegada durante la visita, plenamente consciente falleció del “mal de orina” que padecía desde hacía ya tiempo en la Ciudad de México el 3 de junio de 1548. No obstante sus ocupaciones pastorales, e incluso como parte de ellas, dejó para la posteridad obras cuyo mismo título especifica suficientemente su contenido.

Hay que reseñar que la Doctrina breve muy provechosa de las cosas que pertenecen a la fe católica y a nuestra cristiandad en estilo llano para común inteligencia, impresa en México a su costa en 1543, estuvo secuestrada desde 1559 hasta 1573 por orden del arzobispo de México, Alonso de Montúfar, porque contenía la siguiente frase, considerada por él escandalosa y herética o como mínimo malsonante para un católico: “La sangre derramada [de Jesucristo] fue recogida por la potencia divinal; a lo menos la que era necesaria para el cuerpo y fue unida a la divinidad”.

 

Obras de ~: Doctrina breve muy provechosa de las cosas que pertenecen a la fe católica y a nuestra cristiandad en estilo llano para común inteligencia, México, 1543 (ed. facs. The Doctrina Breve in fac-simile published in the City of Tenochtitlan, Mexico, by Right Rev. Juan de Zumarraga, New York, 1928); Doctrina cristiana más cierta y verdadera para gente sin erudición y letras, en que se contiene el catecismo o información para indios, con todo lo principal y necesario que el cristiano debe saber y obrar, México, 1546; Regla cristiana breve para ordenar la vida y el tiempo del cristiano que se quiere salvar y tener su alma dispuesta para que Jesucristo more en ella, México, 1547 (ed. de J. A. Almoina, México, Jus, 1951; ed. crítica y est. prelim. de I. Adeva, Pamplona, ed. Eunate, 1994); Suplemento o adiciones del catecismo que quiere decir enseñamiento del cristiano, [es la segunda parte de la Doctrina de 1546] (“Suplemento o enseñamiento del cristiano (segunda parte de la Doctrina cristiana de 1546)”, en J. G. Durán, Monumenta catechetica hispanoamericana (siglos XVI-XVIII), vol. II, Buenos Aires, Universidad Católica Argentina, 1990, págs. 17-159); Memoria y aparejo de la buena muerte con los apercibimientos y avisos muy provechosos que todo fiel cristiano debe tener consigo para cuando cayere enfermo, proveer y aparejarse para pasar de este vida con mayor seguridad a la otra, que para siempre ha de durar (“Memoria y aparejo de la buena muerte”, ed. crítica de I. Adeva Martín, en J. I. Saranyana (dir.), Evangelización y teología en América (siglo XVI), vol. II, Pamplona, Universidad de Navarra, 1990, págs. 847-886).

 

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Pedro Borges Morán