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Juan de Cereceda y Carrascosa

Biografía

Cereceda y Carrascosa, Juan de. El de los rebatos, el Centauro de la Mancha, el Macabeo español. Villares del Saz (Cuenca), 14.III.1665 – 2.XI.1743. Caballero de Calatrava, militar, teniente general, gobernador.

Único hijo varón de Juan de Cereceda (fallecido en 1684), natural de Villares del Saz (Cuenca), y de Agustina Carrascosa (fallecida en 1687), natural de Zafra de Záncara, ambos hidalgos pero sin ascendientes militares en sus respectivas familias. Su infancia transcurrió en su villa natal, entonces llamada Villar del Saz de Don Guillén, en una casa que todavía se conserva, hasta que sus padres le enviaron a estudiar al colegio que la Compañía de Jesús tenía en la no distante villa de Huete. El 2 de julio de 1682, cuando contaba poco más de diecisiete años y sin que se conozcan las circunstancias, abandonó el colegio y sentó plaza de soldado en la compañía de caballos de Manuel de Pueyo y Garcés, comisario general del trozo de Caballería de Rosellón, acuartelado a la sazón en dicha villa, la víspera de su marcha hacia el Principado de Cataluña. Puede que el joven Cereceda se sintiera más atraído por la azarosa vida militar que por los libros, pero quizá sentara plaza de soldado para evadirse de alguna responsabilidad.

En todo caso, el disgusto que su proceder causó a sus padres puede guardar relación con la prematura y casi consecutiva muerte de ambos; recíprocamente, su posible sentimiento de culpabilidad pudo haber inducido su comportamiento arrojado, casi de desprecio a la propia vida que favoreció su carrera militar, labrada a golpes de arrojo.

Juan de Cereceda ha sido unánimemente reconocido como uno de los más brillantes soldados de la caballería española de su tiempo (marqueses de San Felipe, de Santa Cruz de Marcenado y de la Mina, conde Clonard, Gómez de Arteche, etc.), como sin duda acreditan sus acciones, pero jamás solicitó la menor gracia real, como evidencia la consulta de los índices de registro de mercedes que conserva el Archivo Histórico Nacional; tampoco se le conoce ningún memorial, ni consta que solicitara fe de servicios ni copias de patentes. En tales condiciones, resulta complicadísimo reconstruir los jalones de su carrera militar, al menos por los grados inferiores de la milicia, ya que también carece de expediente en el Archivo General Militar de Segovia. Al menos, se conocen los orígenes de dicha carrera merced a la revista de su compañía, fechada el 2 de julio de 1682, la víspera de su marcha desde Huete hacia Cataluña; pero desde ese momento se abre un paréntesis de doce años de duración, durante los cuales lo único que se sabe es que continuó sirviendo en la misma unidad.

En 1694 aparece como capitán de caballos, un lapso muy breve para quien no pertenecía a una familia de lustre ni tampoco podía cimentar su carrera sobre los servicios de sus antepasados, que en aquellos tiempos se heredaban y hacían tanta o mayor fuerza que los propios en materia de ascensos y recompensas. Aquel año protagonizó la primera gesta que se le conoce.

Fue en la batalla del Ter, el 27 de mayo, cuando su escuadrón cargó sobre la infantería francesa victoriosa, que ya había vadeado el río, posibilitando con su sacrificio que la bisoña y vencida infantería española pudiera retirarse hacia Llabia. Su escuadrón fue prácticamente aniquilado, aunque él supo salvar la vida una vez cumplido su deber. Luego volvería a señalarse en Riudarenes (1695), Sant Celoní (1696) y en la defensa de Barcelona (1697); la rareza de las fuentes no ha permitido reconocer la parte que Cereceda tuvo en ellas, aunque destacan unánimemente el papel relevante que el Trozo de Rosellón jugó en todas ellas.

El 6 de abril de 1701, su trozo abandonó Cataluña, donde había servido ininterrumpidamente desde julio de 1682, para acuartelarse en Vicálvaro, junto a la Corte. Allí permaneció quince meses, hasta que en septiembre de 1702, su compañía fue destacada a Galicia con otras cinco más, todas al mando del capitán Rafael Díaz de Mendívil, para socorrer la plaza de Vigo, amenazada por una flota anglo-holandesa.

El 1 de junio de 1703 asentó con el mismo grado de capitán en el trozo llamado “Rosellón Nuevo”, que se formó en Santiago de Compostela sobre la base de las seis compañías arriba mencionadas y otras dos gallegas que se le agregaron. Dada la nueva orgánica militar promulgada por Felipe V, aquel trozo pasó a constituirse en Regimiento de Caballería el 20 de diciembre del mismo año. Con dicha fecha, Juan de Cereceda fue promovido a teniente coronel de la unidad merced al precedente nombramiento de Vicente Raja, su sargento mayor y futuro capitán general de Cuba, para servir el mismo puesto en el Regimiento de Villavicencio.

A principios del año siguiente, el regimiento pasó a servir en Badajoz, tomando parte en la invasión de Portugal (junio-septiembre de 1704) y, después, en el asedio de Gibraltar (octubre de 1704-marzo de 1705), ya a las órdenes de Juan Isidoro de Paz y Castilla, que el 8 de abril de 1704 había sucedido al primer coronel, el citado Díaz de Mendívil. Tras el penoso e inútil asedio del Peñón, el regimiento pasó a rehacerse en La Mancha, hallándose en abril en San Clemente, donde reclutó dieciocho hombres. Cereceda debió de pasarse por Villar del Saz, de donde faltaba hacía más de veinticinco años, para ver a sus hermanas y parientes y visitar la tumba de sus padres, lo que precedentemente sólo pudo haber hecho en el invierno de 1702, aprovechando su acuartelamiento junto a la Corte. (Téngase en cuenta que, a la sazón, los permisos —llamados licencias— eran una gracia discrecional, obligatoriamente expedida por los capitanes generales de los diferentes repartimientos militares, que debían constar en los registros de mercedes.) En septiembre el regimiento estaba ya en Alcántara, donde incrementó su fuerza hasta doce compañías mediante la incorporación de una compañía de Caballería de aquella plaza, otra del Regimiento de Asturias y dos del de Santiago.

En mayo de 1706, ante la invasión de Castilla por el ejército anglo-portugués del marqués de las Minas, el Regimiento Nuevo de las Órdenes regresó a la Corte, aunque llegó sólo a tiempo de asistir a su evacuación, retirándose con el ejército de campaña, al mando personal de Felipe V, hacia Torrejón de Ardoz, Meco, Azuqueca, Marchamalo, Torija y Jadraque, donde habría de reunirse con las tropas que Berwick pudiera distraer de Badajoz. Pero el regimiento de Cereceda solamente siguió aquella marcha hasta el puente sobre el Jarama, cerca de San Fernando de Henares. Allí recibió la orden de dirigirse hacia el Puerto de Navacerrada para intentar cortar la ruta de suministros del enemigo, misión que le fue confiada a Cereceda con la mitad de sus efectivos; es decir, dos escuadrones. No se conoce ni el camino que siguió, ni sus disposiciones, ni siquiera se han logrado datar los hechos, que acontecieron a finales de junio; es decir, casi solapándose con la entrada de los portugueses en Madrid (27 de junio). Sólo se sabe que, cerca de Labajos (Segovia), logró sorprender y deshacer un convoy portugués, fuertemente escoltado, que desde Ciudad Rodrigo se dirigía a El Escorial, ambas en poder del enemigo. Como no podían embarazar su marcha, sus hombres incendiaron cincuenta y cuatro galeras y tomaron el camino de regreso, reuniéndose después con el ejército en Sopetrán.

Aquella gesta tuvo una gran trascendencia, no sólo por el golpe moral y la pérdida material que supuso para los invasores, sino porque abrió los ojos al conde de Aguilar sobre la estrategia a seguir en la conducción de las próximas operaciones, en las que Cereceda jugaría un papel estelar. Aunque débilmente documentada, aluden a ella algunas relaciones de servicios de soldados intervinientes y una de las cartas recopiladas por su sobrino y heredero, Juan de Cabrera y Cereceda, que encargaría y publicaría su Oración fúnebre, una importante fuente de información sobre las virtudes, costumbres y religiosidad de nuestro personaje, pero mucho menos relevante para profundizar el conocimiento de sus acciones bélicas.

A mediados de julio de 1706, la herencia de Felipe V parecía más asentada en las sienes del pretendiente archiducal, ya reconocido como Carlos III de España en Cataluña, Aragón y Valencia, cuyas tropas también ocupaban Salamanca, Ávila, Madrid, Toledo y otras plazas y villas menores de Castilla. Muchos aconsejaban al Borbón retirarse a Navarra, bajo la protectora seguridad de Francia, lo que habría podido dilapidar sus apoyos en la semiocupada Castilla.

Reforzado el ejército con regimientos franceses que entraron por Navarra, el 16 de julio se restableció la paridad de fuerzas con el enemigo. El Consejo quería forzar una batalla para expulsarles de Castilla, a lo que lúcidamente se opuso el conde de Aguilar sopesando los riesgos de empeñar en combate a la única fuerza capaz de sostener al Rey en su trono. Arguyó que, privándose a los confederados de sus reservas de provisiones, se les obligaría a levantarse de Castilla sin necesidad de afrontar los riesgos de una batalla y se ofreció para llevar tal plan a cabo. El 31 de julio, al frente de dos mil jinetes, sorprendió y capturó en Marchamalo, cerca de Guadalajara, gran parte del bagaje de los austrinos, que hubieron de abandonar primero Guadalajara y después Alcalá de Henares, recobrada por las tropas borbónicas el 2 de agosto. Dicho día volvió a tomar el bagaje del enemigo en su retirada de Alcalá de Henares, del cual se apoderó completamente, hecho que les obligó a retirarse al valle del Tajuña por la falta de subsistencias. Merced a dicha retirada, un destacamento al mando del marqués de Mejorada recobraría Madrid el día 4 de agosto.

La historia reserva al conde de Aguilar el protagonismo en las operaciones de Marchamalo y Alcalá, aunque se sabe que, al menos esta última, la ejecutó personalmente Cereceda sin que el conde se hubiera movido de Guadalajara. Era especialmente complicada porque, desde el monte que hoy se llama Gurugú, los archiducales controlaban visualmente las vegas del Henares y del Jarama, como también la llanada que discurre entre ellas. El testimonio del capitán Andrés Cantudo permite conocer que el regimiento de Cereceda, tras una marcha nocturna hasta Torrejón de Ardoz, fue quien sorprendió el convoy enemigo en Torres de la Alameda, que atacó por unos marjales al oeste de la villa, al borde del camino de Alcalá a Chinchón, no lejos de Loeches. El convoy enemigo, cargado del pan que se había cocido en Alcalá para el ejército principal, el bagaje de la guarnición y el producto de sus rapiñas, no podía hallarse muy lejos de los altos que, nada más salir de Alcalá hacia Loeches, se yerguen formidables en la ribera izquierda del Henares.

Esa misma dirección había tomado la guarnición portuguesa que abandonó Alcalá tan pronto vio venir la columna borbónica enviada a recobrarla, tratando de conectar con su ejército por Anchuelo y Los Santos. Pero el convoy tomó una marcha separada, fuertemente escoltado, por un camino más fácil, el de Villalvilla y Torres de la Alameda, hacia donde descienden las alturas en suaves pendientes. Cereceda, que tenía una rara habilidad para explotar al máximo cualquier ventaja del terrero, como demostraría cuatro años después en el valle del Tajuña, supo resolver el momento y la forma de capturarlo.

El capitán Cantudo solamente involucró en la acción al regimiento de Cereceda, siendo incluso probable que no estuviera al completo porque en aquellos “rebatos” el número no hacía sino embarazar. Ni siquiera menciona la fecha del hecho, que se conoce por otras fuentes, y pasa de puntillas sobre cómo y cuándo —si de noche o de día— los hombres de Cereceda, burlando la vigilancia enemiga, entraron en su campamento, acuchillaron a la guardia y se llevaron doscientos carros repletos —aunque posiblemente fueran bastantes menos— en plenas barbas del enemigo, al que burlaron en su retirada bloqueando el único camino que cruzaba entre los lavajos. Al menos, se sabe que esto se logró atravesando unos carros a los que se prendió fuego, habilitando la pira el tiempo suficiente para retirarse indemnes con el botín.

El coronel del regimiento, Juan Isidoro de Paz, se había quedado a retaguardia, en Torrejón de Ardoz.

Sin embargo, cuando Felipe V hizo el 22 de septiembre de 1706 su entrada solemne en Madrid —liberada desde el 4 de agosto—, fueron precisamente el conde de Aguilar, a su derecha, y el coronel Paz, a su izquierda, quienes le escoltaron en la ocasión y se empaparon del fervor popular madrileño. Cereceda, que había sido la causa eficiente del rápido restablecimiento borbónico en la Corte, ni siquiera estaba allí.

Andaba ya por tierras conquenses, provocando y fatigando con incesantes escaramuzas a la Caballería portuguesa, a la cual, según el coetáneo marqués de San Felipe “no la dejaba reposar un momento” (Bacallar, 1949: 120).

Desde su retirada de Alcalá de Henares, el ejército archiducal había acampado entre Chinchón y Colmenar de Oreja, vigilados por el borbónico desde Ciempozuelos, a donde Berwick y el Rey llegaron el 15 de agosto desde las inmediaciones de Guadalajara.

Cereceda había partido antes, desde Alcalá, buscando la espalda del enemigo por Tendilla y Buendía para evitar su detección por los batidores. El día 13, entre Huete y Tarancón, tomó el gran equipaje de milord Peterborough, que precedía al conde en su regreso a Valencia. Francisco de Castellví, comprometido partidario del archiduque, apunta en sus voluminosas memorias que “valía 200.000 pesos porque debía servirle en la pompa de embajador británico en Madrid”.

Según el mismo autor, “Milord hizo quemar a Huete y declaró a cinco pueblos comarcanos que si en el término de veinticuatro horas no se le reparaba el daño les reduciría a cenizas”. Aunque, desde su exilio vienés, Castellví creía que la amenaza se había cumplido, lo cierto es que Huete se salvó y tampoco llegó a darse tea a ninguno de los demás lugares, salvo a La Olmeda, más tardíamente y ya en plena retirada del ejército confederado. Pero la represalia prevista no se evitó ni por azar, ni muchos menos por repugnancia moral. Si Huete y los demás lugares amenazados, cuyo castigo dio por hecho Castellví, se libraron de la terrible venganza de Peterborough fue, en todo caso, por la casualidad de que Cereceda se hallase por allí.

De la Guardia narró cómo salvó a Huete, jugándose la vida al cargar sobre un artillero a punto de disparar una pieza que bien pudo habérselo llevado por delante. Se sabe que fue el 17 de agosto, aunque aún permanecería en sus alrededores una semana. Su presencia en la retaguardia enemiga impidió actuar a los piquetes incendiarios, y no regresó al ejército hasta el 27. Dicho día, desde Ciempozuelos, Berwick dio cuenta a Chamillart, ministro de la Guerra francés, de la captura del convoy en Huete. Lo hizo en un sobrio parte militar que no aporta el menor detalle sobre las demás operaciones y movimientos del “Centauro” y elude cualquier atisbo de gratitud hacia quien se había convertido en el despensero de su ejército. Peor aún, ni siquiera le menciona por su nombre: “Una de nuestras partidas ha batido en Goëte (Huete) a un convoy que venía de Valencia escoltado por 150 infantes y 20 jinetes; se les mataron casi 80 hombres en el sitio y se apresó al resto con 24 galeras y 2 piezas de cañón, que han traído a este campamento”.

Si Cereceda llegó a cometer en Huete algún desafuero juvenil que justificara su precipitado enganche, no cabe duda de que saldó con creces aquella deuda.

Antes de que concluyera la campaña volvió a combatir contra el enemigo en otras tres ocasiones, siempre aislado pero vencedor y “poniendo en huída a mayor número de aliados” (Castellví, 1997-1999, vol. II: 169); una de ellas sobre el puente de Vadocañas, junto al río Cabriel. Reincorporado al ejército, se halló con él en las reconquistas de Elche (21 de octubre de 1706) y Cartagena (18 de noviembre de 1706).

Tales servicios fueron recompensados, el 6 de enero de 1707, con su ascenso a coronel del regimiento donde servía, vacante por la promoción de su antiguo coronel, Juan de Paz, al gobierno de Badajoz (28 de diciembre de 1706).

El 21 de marzo de aquel mismo año, con tan sólo dos compañías de su regimiento (ochenta jinetes), capturó en San Vicente de Raspeig (cerca de Alicante), a un regimiento completo de Infantería inglesa, el del marqués de Montendre, en marcha hacia la Hoya de Castalla, donde se concentraban las tropas enemigas a las que vencería el mariscal Berwick en la batalla de Almansa (25 de abril de 1707). En esta memorable jornada, de nuevo su regimiento tendría un protagonismo estelar, cortando el avance de la Infantería holandesa que había logrado sobrepasar a la primera y segunda líneas de Infantería española y deshaciendo completamente al Regimiento de Infantería del famoso Jean Cavalier, otrora héroe de la rebelión de Cevennes y entonces coronel de un regimiento de hugonotes al servicio de Holanda. Por ambas acciones fue recompensado con el hábito de Calatrava, cuyo título le fue despachado en abril de 1708, tras la rápida aprobación de sus pruebas.

Se dice que el mariscal duque Berwick, inglés a la postre, se negó a creer que Cereceda hubiera podido vencer, con un puñado de hombres, a un Regimiento inglés al completo. Sin embargo, la carta que escribió a Chamillart, el 24 de marzo desde Yecla, revela una indisimulada admiración que cuadra difícilmente con su contrastada flema y la distancia que destilan sus escritos. Esta vez sí le menciona, excepción por la que no sobra, ni mucho menos, traerla aquí, tomada de la que reprodujo Dangeau en su Diario: “El señor Cereceda, coronel de caballería español y muy buen partisano, se emboscó anteayer con 80 jinetes de su regimiento a media legua de Alicante. Un batallón inglés de 500 hombres, habiendo salido de la plaza para reunirse con el cuerpo que está en el valle de Castalla, pasó a 500 pasos de la emboscada del coronel Cereceda, el cual, habiéndose dividido en dos trozos, cargó al galope sobre el batallón, al que rompió. Ha matado alrededor de 100 y ha capturado al resto, tanto oficiales como soldados, banderas y bagajes. Esta acción, que es de las más atrevidas que yo he oído, no le ha costado más que 4 jinetes, tanto muertos como heridos, y 15 caballos”.

Tras la batalla de Almansa, las tropas hispano-francesas recobraron en breve tiempo los reinos de Valencia y Aragón, poniendo cerco a Lérida el 29 de septiembre.

Durante el sitio de aquella plaza, Cereceda volvió a desplegar su talento, arrojo y sangre fría en una acción que narró el Mercure de France, en el número correspondiente al mes de enero de 1708, como sigue: “El duque de Orleans, que sitiaba a Lérida, supo por varios desertores que los enemigos habían venido a campar en Las Borjas, a 3 leguas de la plaza.

El 31 de octubre envió al señor Cereceda, coronel del Regimiento Nuevo de Rosellón, recomendable por varias acciones heroicas, con 300 caballos para reconocer la marcha de los enemigos, que se decía querían ganar el bajo Segre. A la mañana siguiente, descubrió 15 escuadrones enemigos que le persiguieron. Al retirarse, los enemigos destacaron a 3 de sus escuadrones del resto para estrecharle más de cerca. Les esperó detrás de un arroyo, donde se puso en batalla, y a su llegada les cargó tan vigorosamente, espada en mano, que les derrotó completamente. Mató a casi de 100 sobre el campo y se llevó a muchos prisioneros, no habiendo perdido más que unos pocos jinetes”.

Lérida cayó finalmente, como Tortosa el año siguiente (1708), donde de nuevo Cereceda llamó la atención de otro testigo de aquel conflicto, el marqués de San Felipe. A principios de junio, recibió la orden de socorrer a Francisco de Areciaga, que se hallaba aislado en un pueblo, con sólo treinta hombres y rodeado por más de quinientos miqueletes. Cereceda le socorrió a tiempo, aunque el historiador no aporta detalles sobre su fuerza ni las circunstancias. Pero el que pudiera evitar lo que a todas luces parecía inevitable, en lucha tan desigual, explica elocuentemente la meteórica celeridad de sus movimientos, muy por encima de los estándares de su tiempo, ya que se hallaba a más de cien kilómetros del punto amenazado.

Ciertamente no era hombre que descuidara nada.

La Guerra de Sucesión en España cambiaría otra vez de signo en 1709, cuando las tropas imperiales que habían permanecido inactivas en Italia desestabilizaron la balanza de fuerzas en la Península. Peor aún, el propio Luis XIV ahondó aquella crisis al privar a su nieto del apoyo de las tropas francesas destacadas en España, a finales de dicho año, tratando de conseguir una paz separada con las potencias aliadas. Madrid volvió a caer en manos de los archiducales en 1710, pero el grueso del ejército coaligado quiso retirarse a invernar en Aragón, en tres columnas, a las que el rey de España atacó y venció separadamente en Brihuega (9 de diciembre) y Villaviciosa (10 de diciembre de 1710). Cereceda, con tan sólo dos regimientos de Caballería, fue el responsable de que la columna británica que sería capturada en Brihuega no pudiera abandonar la ratonera del valle del Tajuña, a pesar de que superaba los cinco mil hombres y que lo intentaron en en tres ocasiones, cada una por puntos diferentes.

Como hábil pastor, evitó la dispersión de aquel rebaño y supo llevarlo mansamente hacia su matadero, la trampa mortal de Brihuega. Vencidos y cautivos los ingleses, fue más sencillo derrotar a Stahrenberg en Villaviciosa, el día siguiente. Allí Bracamonte y Vallejo tuvieron papeles más rutilantes porque Cereceda y su regimiento estaban completamente agotados tras dos semanas de arduo e incesante trabajo.

Claro es que, para entonces, ya habían cumplido, y de sobra, con su parte, como reconoció el mismo rey Felipe V cuando, en la madrugada del 10 de diciembre, tan pronto como la columna de prisioneros ingleses rendida en Brihuega partió hacia Burgos, le ascendió a brigadier de sus ejércitos sobre el propio campo de batalla y le prometió la primera encomienda que vacara en su orden, como cumpliría en 1712 al darle la de Abanilla (Murcia).

Aquellas victorias, pero también la entronización del archiduque en el solio imperial (1711), favorecieron el camino hacia la paz mucho más que la retirada de Luis XIV. El primero hubo de renunciar a sus pretensiones en España, abandonando a una Cataluña empeñada desde entonces en una resistencia tan solitaria como imposible. A partir de 1712 y hasta la caída de Barcelona (11 de septiembre de 1714), la guerra, lo que quedaba de ella, se convirtió en una encarnizada lucha de guerrillas donde la Caballería se empeñaba sin brillo, pero con eficacia. Por ello reclamaba el marqués de Marcenado, en sus Reflexiones Militares, el empleo de dicha Arma contra los paisanos, aunque el terreno no fuera a propósito para ella, porque “fiados de que la infantería no les daba alcance cuando tomaban la fuga, solamente de la caballería huían en todos los parajes”. Tampoco escatimó sus elogios hacia el regimiento de Cereceda, sobre todo en los combates que libraron cuerpo a cuerpo contra los migueletes, “a quienes han derrotado cuerpos que tenían 6 hombres para cada uno de nuestros soldados y en parajes donde seis de éstos no deberían bastar contra dos miqueletes que se mantuvieran firmes” (1984: 203).

Tras la conclusión de la guerra, el regimiento de Cereceda quedó acuartelado en Cataluña. En 1718 su nombre se abrevió, perdiendo el adjetivo Nuevo y quedándose simplemente con el de Rosellón. Cereceda siguió mandándolo hasta junio de 1720, en que fue promovido al empleo de mariscal de campo y destinado a servir en la expedición que se prevenía para el socorro de Ceuta, que debía embarcar en Cádiz, hacia donde partió por mar. Las tropas, a las órdenes del marqués de Lède, zarparon el 31 de octubre, comenzando a desembarcar ante su objetivo el 2 de noviembre. La plaza llevaba sometida a un asedio ininterrumpido por los marroquíes desde 1694; es decir, hacía más de veintiséis años. El 15 de noviembre, los expedicionarios asaltaron las trincheras enemigas, que les obligaron a desalojar, persiguiéndoles hacia Tetuán y capturando treinta y tres cañones. No obstante, el 20 de diciembre se produjo una contraofensiva marroquí y Cereceda recibió el mando de una columna de caballería organizada para proteger la retirada a la plaza de las tropas y piquetes de zapadores sorprendidos extramuros. A la cabeza del Regimiento Lusitania, escribió la última página de su brillante historial militar, cargando sobre un enemigo cuatro veces superior en número y cubriendo la feliz retirada de los que debía proteger. Al mismo tiempo, propinó tan duro escarmiento al enemigo, que ya no volvió a intentar obstaculizar la destrucción de sus precedentes obras de asedio y los reparos de la plaza, trabajos en que continuaron empeñadas las tropas expedicionarias hasta su regreso a la Península, el 5 de febrero de 1721, no sin dejar a Ceuta libre de asedio, guarnecida y abastecida.

El 19 de abril de 1722 asumió interinamente el gobierno de Alicante, para cubrir la vacante del mariscal José de Chaves, promovido a la capitanía general de Baleares. Sin embargo, el 3 de mayo siguiente declinó continuar en el cargo, escribiendo al marqués de Grimaldo, secretario de la Guerra (Archivo General de Simancas, Guerra Moderna, 1857): “Aseguro a V.E.

que no es para mi genio cosa de gobierno en parte alguna y que me considero incapaz de mandar otra cosa que soldados en campaña. Por ello, y después de hacer el debido aprecio de tan singular honra, teniendo por muy cierto que don José de Chaves no volverá a este gobierno, no excuso suplicar a V.E. se sirva mandar venga aquí persona que gobierne esto, que cualquiera lo hará mejor que yo”.

A finales de mayo, el marqués de Castelar, ministro de la Guerra, le requirió para que ratificara si deseaba renunciar al corregimiento de Alicante, a lo que Cereceda contestó, el 8 de junio, tan cristalina como escuetamente: “Mas bien apetezco mandar a cuatro soldados con desconveniencia (lisiados) que a millares de paisanos en el mejor gobierno”.

Liberado de responsabilidades, se retiró a la villa que le vio nacer, a la casa paterna de la que faltaba desde los quince años y en la que viviría hasta su muerte.

Disponía de la mitad de su sueldo y también de las cuantiosas rentas de la encomienda de Abanilla, que su austeridad le permitió destinar a obras pías (como la construcción de la ermita de Jesús Nazareno) y caritativas, de las que fueron principales recipiendarios los necesitados de su pueblo, a los que alimentaba, vestía e incluso festejaba una vez al año, precisamente el aniversario de la batalla de Almansa. En cambio, el día de san Benito Abad (que entonces se celebraba el 21 de marzo), aniversario de su célebre victoria sobre el Regimiento inglés de Montendre, lo dedicaba al ayuno, no tomando más que pan y agua, sentado sobre el suelo. Gozó de gran carisma popular y vivió rodeado de una aureola de santidad, que Alonso de la Guardia redujo de tenor para evitarse problemas censoriales, ya que el pequeño tomo de su Oración fúnebre hubo de pasar, antes de su publicación, por la criba de cuatro censores eclesiásticos, dos de ellos teólogos, más las aprobación de la orden a que pertenecía el autor y la licencia del Consejo de Castilla. Por ello, se lee: “Confieso y declaro que los elogios que sonaren a santidad no los aplico al difunto, sino a las virtudes de que hablo y se le conocen. Asimismo declaro que a los casos que refiero, al parecer maravillosos, de santidad, virtud e hilaciones de salvación, no les doy ni quiero dar por este escrito más crédito que a una relación puramente humana y sujeta a engaño. En este sentido, no en otro, lo entiendo y quiero que sea entendido”. Claro que, descendiendo a lo profano, no escatimó sus elogios al soldado ni a sus virtudes castrenses, reputándole como “el más sublime cedro que nació en su patria”, “el rayo más ardiente de la nación española”, o “el Macabeo español, que preparado con la oración nunca temió entrarse en los peligros”. En otro párrafo, discurría como sigue la clave de sus proezas: “Siendo coronel de caballería es indecible el empeño que ponía sobre el santo temor de Dios y buenas costumbres de sus soldados, a los cuales decía que estas eran las mas fuertes y poderosas armas para triunfar de los enemigos. Tan arreglados y disciplinados los tenía en estas cristianas máximas que, entre toda la tropa, era señalado su Regimiento no menos por su esfuerzo y valor que por su santo temor. Le miraban todos, no con los rigores de jefe, sino con los cariños de amoroso padre y, como por este medio les tenia a todos ganada la voluntad, les podía decir y decía a sus soldados lo que Gedeón dijo a los suyos”.

Conforme a sus deseos, no se le volvió a proponer mando político alguno y, debido a su edad, tampoco se le admitió tomar parte en la empresa de Orán (1732), pese a lo cual, en 1734, con sesenta y nueve años cumplidos, fue promovido al grado de teniente general de los Reales Ejércitos, que gozaba cuando murió. Fue inhumado en el presbiterio de la iglesia parroquial de Villares del Saz, donde aún se conserva su tumba, que fue profanada durante la Guerra Civil, en 1936. No tomó estado y dejó por heredero a su sobrino Juan de Cabrera y Cereceda, hijo de su hermana mayor, que honró su memoria con la publicación, a sus expensas, de su “Oración fúnebre”.

En el Boletín de la Real Academia de la Historia del año 1877, el académico Jacobo de la Pezuela lamentaba que Noticias Conquenses, recientemente publicada a la sazón por Torres de Mena, “no se extienda más sobre la vida del heroico D. Juan de Cereceda, ‘el de los rebatos’, de cuyas hazañas Berwick, Peterborough y muchos escritores extranjeros se han ocupado más que los mismos españoles”.

 

Fuentes y bibl.: Archivo Histórico Nacional, Secc. Órdenes Militares, Calatrava, exp. 585, Pruebas para la concesión del Título de Caballero de la Orden de Calatrava de Juan de Cereceda y Carrascosa García y Melero, natural de Villar del Saz, 1708; Secc. Estado, leg. 1299, apd. 2, Relación de servicios del maestre de campo Alonso Fierro Castañón, 1691; Secc. Estado, leg. 704, Relación de Servicios del Tcol. Pedro Alfonso Alvarez de Matachana, 1704; Secc. Estado, leg. 658, Relación de Servicios del Tcol Andrés Cantudo, 1711; Archivo General de Simancas, Guerra Moderna, 1857.

Mercure de France, enero de 1708; [J. Friend], Relation de ce qui s’est passé en Espagne, sous la counduite de Mylord conde de Peterborough, avec la campagne de Valence, Amsterdam, L. Renard, 1708; [M. Rubin de Noriega], Resúmen de los sacrilegios, profanaciones y excesos cometidos por los soldados del Archiduque en Castilla en los años de 1706 y 1710, Madrid, Mateo Blanco, c. 1712; A. de Navia Osorio, marqués de Marcenado, Reflexiones Militares, Turín, 1724 (Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1984); V. Bacallar, marqués de San Felipe, Comentarios de la Guerra de España, Génova, 1726 (edic. de C. Seco, BAE, n.º 99, Madrid, 1949, pág. 610); A. de la Guardia, Oracion funebre panegyrica en las exequias que se celebraron en la iglesia parroquial de la villa de Villar de Saz, el dia seis de noviembre de mil setecientos quarenta y tres por el alma de D. Juan de Cereceda. Dixola Alonso de la Guardia, predicador de Descalzos, de la mas estrecha observancia de N.S. S.Francisco, y sácala a luz Don Juan de Cabrera y Cereceda, Madrid, Manuel Fernández, 1744; F. Courcillon, marqués de Dangeau, Journal, 1684-1715, ts. XI, XII y XIII, Paris, Soulié, Dussieu & cie, 1854-1858; J. Torres Mena, Noticias Conquenses, Madrid, Imprenta de la Revista de Legislación, 1878; E. Giménez López, Militares en Valencia, 1707-1808, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1990; J. L. Sánchez Martín, “La batalla de Almansa: Hombres, unidades y orden de combate”, en Dragona, año III, n.º 6 (1995), págs. 25-44; F. de Castellví, Narraciones históricas, Madrid, Fundación Francisco Elías de Tejada, 1997-1999, 3 vols.; “Almansa, 1707. Las lises de la Corona”, en Researching y Dragona, n.º 5, 84, pt. I (1998), págs. 66; n.º 7, pt. II (1999), págs. 58-103; n.º 8, pt. III (1999), págs. 67-91; n.º 12, pt. IV (2000), págs. 108- 113; n.º 14, pt. V (2001), págs. 29-41 y n.º 17, pt. VI (2002), págs. 28-53; H. Priego y J. A. Silva, Diccionario de personajes conquenses nacidos antes del año 1900, Cuenca, Diputación Provincial, 2002, pág. 99.

 

Juan Luis Sánchez Martín