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Juan de Silva

Biografía

Silva, Juan. Toledo, c. 1547 – Madrid, c. 1634. Franciscano (OFM), misionero, escritor.

Entre 1567-1607, desde Perú, salieron tres expediciones al Mar del Sur. En la primera, Álvaro de Mendaña (1567) cruzó el Pacífico y descubrió las islas Salomón.

Iban cuatro franciscanos. En la segunda, de carácter colonizador, Mendaña, adelantado, y P. Fernández de Quirós, piloto mayor, llegaron a la isla de Santa Cruz y descubrieron las islas Marquesas. Santa Cruz fue una tragedia: se perdió una nave, cundió la peste y murió el adelantado (18 de octubre de 1595).

Quirós volvió a España y obtuvo el placet regio para un nuevo viaje explorador. Salió de Perú (1605) con tres navíos (iban seis franciscanos) a buscar tierra firme que imaginaban al sur de las islas Marquesas; no la encontró, pero descubrió veintitrés islas. Pensaron que la última era tierra firme, y la llamaron la “Austrialia del Espíritu Santo”. Un error más, aunque era la más extensa del grupo de las Nuevas Hebridas.

Quirós regresó a España por la ruta de México. El 9 de octubre de 1607 estaba en Madrid. No fue bien acogido en la Corte, pues los informes no eran precisamente favorables. Murió en 1615. Descubridor y misionero, fue ejemplo para que otros impulsaran los proyectos más ambiciosos de la historia misional. Entre éstos Silva que, en efecto, inspirado en Quirós, dedicó parte de su vida a promover la evangelización de las tierras australes; sintiéndose su heredero de planes misioneros: “ya que en su lugar he sucedido, por averlo así Dios ordenado”.

De la vida del P. Silva se sabe muy poco; debió de nacer hacia 1547; tal vez en Toledo; es cierto que en 1634 tenía ochenta y siete años, y debió de morir poco después de esa fecha. Es, pues, una vida larga, dedicada por mitad a la milicia y a los franciscanos.

Como soldado luchó en el cerco de Malta (1565); con García de Toledo persiguió a la armada turca; estuvo en el triunfo del duque de Alba en Flandes, y con el duque de Medina Sidonia en la jornada de Inglaterra.

Luego profesó franciscano y trabajó en Nueva España como misionero durante más de veinte años; en 1595 llegaba a Florida —“con título de perlado”— al frente de una expedición de doce religiosos. La última parte de su vida la pasó en España; se titula predicador de la Orden, morador del Convento de San Francisco el Grande, de Madrid, y confesor del Palacio Real.

El 13 de junio de 1613 firmó en Madrid un volumen con dos memoriales: uno sobre métodos de evangelización, y otro sobre servicios personales y repartimientos.

No tiene título, y comienza así: “Señor este tratado contiene dos memoriales...”. Pero surgieron dudas y argumentos en contra. Y para responder, escribió un tercer memorial entre los años 1617- 1618. Los tres fueron presentados a Felipe III, quien “con particular cuidado los vio todos y los leyó con deseo de acudir al remedio”. El Consejo, una vez examinados, ordenó darlos a la imprenta (2 de septiembre de 1620). Se publicaron en 1621 en un tomo titulado Advertencias importantes acerca del buen gobierno y administración de las Indias. El primero trata “del modo y forma de predicar el evangelio a los indios”.

Los usados hasta entonces, dice, “adolecen de grandes inconvenientes”. Y constructivo él, presenta un sistema “apacible y suave, más conforme a la ley evangélica”. Advierte que el fin principal de los reyes ha de ser la conversión de los indios y la conservación de los ya convertidos, y que los misterios de nuestra fe “sobrepujan” la luz del entendimiento, y para creerlos ha de ser ayudado del “imperio y pía afección de la voluntad”, de modo que mueva al entendimiento a tener por verdaderas cosas tan apartadas de la luz natural. De donde, concluye, que los medios “propios y acomodados” para atraer a los infieles han de ser “amorosos, suaves y blandos”, que muevan sus voluntades y las inclinen y aficionen “a querer creer tan soberanos misterios”. Para él no vale ni la conquista previa de Sepúlveda, ni la vía media, que defiende que los predicadores vayan acompañados de soldados para su seguridad. Silva se apoya en Soto, “que fue el que mejor escribió de esta materia”. Pide que la empresa se encomiende a las órdenes y no a los seculares; y dentro de las órdenes, “particularmente, a la de Nuestro Padre San Francisco”.

El segundo, sobre repartimientos, lo divide en tres partes. En la primera, describe el modo de hacer los repartimientos y las calamidades subsecuentes, concluyendo que la ley del repartimiento es contraria a la ley natural y a la caridad cristiana; por tanto, el Rey está obligado, en conciencia, a quitarlos. En la segunda, niega que esta ley tenga categoría de ley, que necesariamente ha de ser justa y ordenada al bien común, que no es el caso; ésta es “premática u ordenación de algún virrey o gobernador que, con la larga costumbre, la quieren hacer ley”. En la tercera parte responde a cada objeción, y al final ofrece una solución general que vale para todas: “Non sunt facienda mala ut eveniant bona”.

Los memoriales no dieron los frutos deseados, y publica el tercero con una finalidad bien concreta: insistir, ante el Rey y su Consejo, en la necesidad de la empresa, resolver las dificultades y ofrecer medios asequibles y cristianos. Recuerda que la causa final que tuvo el Papa al conceder el principado supremo y la superioridad imperial de los Indias a los Reyes Católicos, fue la predicación del evangelio; aunque “secundariamente” se siga de ello “el hacerlos mayores señores, más ricos y poderosos”. De ahí la obligación grave que tiene el Rey de evangelizar “esta quinta parte del mundo, que es la parte Austral”. Sale al paso de las dificultades, y da soluciones concretas; si el Rey no puede, por falta de medios, debe acudir al Papa, y suplicar que encomiende la empresa a otro príncipe cristiano.

A la duda de sí habrá religiosos que quieran ir, da una respuesta curiosa: si fuera para México o Lima, “que es empeño seguro y regalado”, dice, sería difícil encontrar religiosos graves y doctos; pero al tratarse de conquistar nuevas almas, con trabajos enormes, y riesgo de perder la vida, se ofrecerán muchos más de los que haya menester. Y en cuanto a empeños y gastos, aclara que no se trata de una conquista evangélica “al modo y forma como hasta aquí se ha hecho”: con solados, navíos, armadas... con gastos infinitos, sino especial; tan sólo exige el gasto que los religiosos puedan hacer, que calcula en 50.000 ducados. Y la cosecha será enorme en lo temporal y en lo espiritual.

Y si tampoco esto fuera posible, pide que los misioneros dispuestos a ir, “vayan enviados por V. M.

que para este fin tiene las veces del Sumo Pontífice, y es su delegado a latere y Patrón de todas las Indias”; a quien conviene esta misión. Para sufragarla sugiere el producto de las vacantes; y la ayuda económica del capitán Tomás de Cardona, muy rico, y dispuesto a gastar lo que haga falta. Los posibles remedios para cortar los abusos en los repartimientos ya los ha dicho: elección de buenos ministros para Indias; supresión paulatina del servicio personal (aunque en esto se muestra sorprendentemente moderado), y formación de juntas de gobernantes de Indias con prelados y letrados; para que ante el expreso mandato, que S. M.

debe firmar, aboliendo el servicio, arbitren el modo de quitarlos y poner en su lugar lo que fuese más a propósito.

La muerte de Felipe III (1621) fue un duro golpe para el P. Silva. Felipe IV —un adolescente— se dejó guiar por el Consejo de Indias que no veía la posibilidad de realizar el plan. Presentaba objeciones a cada memorial, motivando otro memorial nuevo. En 1620 Silva se muestra dolido por la falta de decisión; había dado respuesta a todas las objeciones, pero el Consejo había contestado “con un decreto en que da a entender que se exime y aparta de la dicha espiritual conquista”, y que por parte de V. M. no se puede acudir a ella, y así, “lo remite en todo y por todo a nuestra Seráfica Religión”. Silva agradece la confianza del Consejo en su Orden, pero le recuerda al Rey que la conquista espiritual era la obligación más grave que pesaba sobre él, en virtud de lo dispuesto por los papas. Por eso, rechazado el plan por el Consejo de Indias, puso sus esperanzas en el Consejo de Estado (como había hecho Quirós), y solicitó se sometiera el plan a examen de este Consejo. No se sabe lo que pasó, pero sí que algo parecido había pedido Quirós, y el Consejo de Indias puso el veto.

Silva presentó a Felipe IV otros cinco memoriales.

El primero, sin fecha, presentado con los anteriores; probablemente sea el resumen que entregó el Rey al Consejo de Indias, y que no hemos encontrado; solo la carpeta, con la dirección del Rey, en el Archivo de Indias. Pero, evidentemente, existió. El segundo, también sin fecha, fue presentado a Felipe IV en 1622, quien lo entregó al Consejo de Indias. Le dice al Rey que tiene entregados ciertos memoriales, pidiendo “que las nuevas conversiones y descubrimientos se hagan evangélica y apostólicamente, y que los ya convertidos sean tratados conforme a las justas leyes divinas y humanas, que en lo uno y lo otro se ha degenerado”; pide, “con particular instancia”, que la conversión de los amplísimos reinos australes se dé a los franciscanos, y las Californias, las Provincias de la Florida, islas adyacentes y reinos comarcanos, para que “apostólicamente sean atraídos a la Iglesia y a la obediencia de V. M.” En el tercero pide que se resuelvan las dificultades y se realice sin demora el plan franciscano. Felipe IV lo entregó al Consejo de Indias en 1623; Silva sugiere medios para financiar la empresa, pues ha entendido que las causas de la dilación son económicas. Dice que Su Santidad, consciente de la importancia de dicha conversión y conquista, ha prometido “no sólo ayuda espiritual, sino también temporal”, ordenando “bulas, jubileos, altares de almas y otros indultos...”, que pueden ser una fuente de ingresos para este glorioso fin.

El cuarto, dirigido al papa Urbano VIII, está firmado en el Convento de San Francisco de Madrid (20 de septiembre de 1623). Propone que la evangelización de las tierras australes le sea confiada a los franciscanos; pide a Su Santidad la publicación de un jubileo en todos los reinos de España para obtener las limosnas necesarias y realizar el plan. El quinto, escrito hacia 1630, aporta un meritorio resumen con las “causas que deben obligar y mover a V. M. a lo que se pide en estos memoriales”. Es la respuesta que Silva dio a Felipe IV cuando el Consejo de Indias se desentendió de sus planes, remitiéndolos a la responsabilidad de los franciscanos, porque no era asunto del Rey. La primera causa es una exigencia de la donación pontificia; la “primera y más principal”. No puede incumplir esta obligación, a no ser que libre y voluntariamente, S. M. “lo renuncie en manos de Su Santidad para que, como único y general pastor de este rebaño, lo encomiende a otro príncipe cristiano”; la segunda, el peligro evidente de que los herejes, enemigos “de V. M. y de la Iglesia”, ocupen sus puestos y se constituyan en señores de la Mar del Sur. Si así fuere, y se anticiparen a sembrar su herejía; la tercera sería un daño irreparable y culpa de V. M., ante Dios; pues será ocasión de inquietud y guerra, con peligro de perder todo lo ganado.

En 1634, desalentado, dice que viene abogando por la conquista espiritual de los reinos del hemisferio austral en el Consejo de Indias, “por espacio de quince años con solicitud continua”, pero que, hasta la fecha, no ha conseguido nada.

Ante la donación de Alejandro VI tiene frases rotundas; así dice que el Papa dio y encomendó a los Reyes de España “el supremo y total gobierno, señorío y cuidado del sobredicho Nuevo Mundo”; dice también que el Papa hace la donación con plena y total autoridad, potestad y jurisdicción sobre las Indias, que son afirmaciones fuertes; pero hay que interpretarlas a la luz de su doctrina sobre la potestad del romano pontífice; y aquí es muy claro: dice que “es espiritual”, y sólo en orden a ésta, la jurisdicción temporal; aunque añade que, “en caso de inobediencia y rebelión contra la Iglesia, “es cosa cierta que el papa puede dar y quitar reinos”, que ciertamente suena a teocracia. Pero no, porque dirá con claridad que no tiene autoridad plenaria sobre lo temporal; y que la jurisdicción temporal que tienen los Reyes sobre sus reinos no depende de la del Pontífice, “por ningún derecho”. Y explica: la jurisdicción que Su Santidad tiene sobre la tierra se deriva de la que Cristo tuvo y dio a San Pedro; que es “mera y principalmente espiritual y en lo necesario, temporal”. Luego el Papa en sus bulas y donaciones, “no puede extenderse a más”.

Por tanto, el señorío y gobierno que el Rey de España tiene sobre las Indias, es muy diferente del que tiene de España: este es temporal, y el de las Indias es principalmente espiritual y accesoriamente, temporal; pues sólo con el título “de predicación evangélica vinieron aquellos reinos a poder y jurisdicción de los Reyes Católicos, y de V. M., como consta en las bulas de Alejandro VI”.

En suma, Silva ha bebido en Vitoria y en Soto, y se mueve en la teoría del poder indirecto; aunque algunas expresiones suenan un tanto desafinadas. Pero deja muy claro que el poder del Papa es espiritual, y el temporal, sólo le pertenece in ordine ad spiritualem.

De las bulas alejandrinas colige también que los Reyes son inmediatos administradores de la predicación y conversión de los indios. En ellas acentúa el compromiso misionero del Rey —idéntico al del Papa— atribuyendo a aquel una serie de derechos no sólo patronales, sino también de delegado pontificio.

V. M. goza en las Indias de un derecho mayor que el del Patronazgo; porque goza de oficio de delegado del Papa para la conversión de los indios. Por eso, para este caso de tanto riesgo, conviene que los misioneros vayan enviados por el rey, que “para este fin” tiene las veces de Sumo Pontífice, y es un delegado “a latere” y Patrón de los indios.

Indudablemente conoce el Itinerario de Focher, y las Quaestiones regulares de Fr. Manuel Rodríguez, quien había distinguido los términos “delegatus” y “vicarius” que, en efecto, no son idénticos; delegado es el que hace las veces de otro, no por ley, sino por delegación. Y el vicario es aquel a quien el superior ha constituido para que le sustituya en sus ausencias; y su jurisdicción es ordinaria, no delegada. Por eso, estos autores no llaman al rey vicario pontificio, sino “delegado”, matizando así lo que es por privilegio y no por ley. Precisan la noción de “patronato”, y concluyen que los reyes de España, por concesión de la Santa Sede, tienen derecho de patronato y presentación a todos los beneficios episcopales.

Pues bien, Silva, siguiendo a sus hermanos de Orden, también usa el término “delegado”, al que considera distinto y mayor que el Patronato. Ambos privilegios, dice, son “obligación y carga” que el Rey aceptó cuando le fue concedido “el derecho y señorío de las Indias”, convirtiéndose de este modo en un “pacto y conveniencia obligatoria”. De donde deduce que en el gobierno de Indias, el fin principal e inmediato que han de tener el Rey y el Consejo, es la conversión y bien espiritual de aquellas almas convertidas y por convertir.

Silva, en estos memoriales, se manifiesta como un discreto canonista y un buen misionólogo. Su lenguaje, a veces atrevido y un tanto impertinente, nos recuerda a Montesino, y sobre todo a Fr. Bartolomé de las Casas, de quien toma la única norma de evangelización; denuncia los abusos con energía y responsabiliza de ellos a los ministros de la Corona y a los oficiales reales del Nuevo Mundo. Los tres memoriales de 1621 fueron considerados por su autor documentos básicos; y, en verdad, fueron muy citados en su época.

 

Obras de: Austrialia franciscana: documentos franciscanos sobre la expedición de P. Fernández de Quirós al Mar del Sur, Madrid, Ed. de C. Kelly (OFM), 1963.

 

Bibl.: C. Kelly (OFM), “The franciscan missionary plan for the conversion to christianisme of natives in Austral Lands as proposed in the memorials of Fr. Juan de Silva, OFM”, en The Americas, 17 (1961), págs. 277-291; S. Poole, “The Church and the repartimientos in the light of Mexican Council, 1585”, en The Américas, XX (1963), págs. 3-25; P. Castañeda Delgado, Los memoriales del P. Silva sobre la Predicación pacífica y los Repartimientos, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1983.

 

Paulino Castañeda Delgado

 

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