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Diego Arias

Biografía

Arias (o Aries), Diego. Señor del Coto de Marín. Valle de Deza (Pontevedra), c. 1080 – Santiago de Compostela (La Coruña), c. 1157. Noble, capitán de la reina Urraca, monje cisterciense (OCist.) de Oseira y caballero de la Orden de San Juan.

En 1141, cuatro monjes del Císter: García, Diego, Juan y Pedro, estaban haciendo los cimientos del monasterio de Oseira (Orense) con gran trabajo. Poco a poco llegaban nuevos sujetos a integrarse en la comunidad, entre ellos un peregrino alemán, san Famiano, que hoy figura en el catálogo de los santos. Algo después acudió también, con deseos de ser monje, un caballero entrado en años, que resultaría un personaje original en extremo. Se trataba de Diego Arias, antiguo capitán de la reina Urraca, madre del emperador Alfonso VII. Nacido en el hogar noble de los Arias, familia muy vinculada a la Corte de Ramón de Borgoña, por haber tomado parte en las principales lides de aquellos tiempos. Fue educado en el ambiente propio de su clase, adiestrándose en el manejo de las armas y en varios deportes. A los veinte años se adscribió al servicio cortesano, desempeñando funciones de paje o escudero, y perseveró en la Corte hasta su mayoría de edad.

En 1108, al constituirse en Europa la primera cruzada para reconquistar los santos lugares en poder de los árabes, Diego Arias resolvió tomar parte en ella, dirigiéndose a Jerusalén en calidad de cruzado. Llegados a Roma, visitaron al papa Pascual II, el cual enterado de sus propósitos, los disuadió de ellos, mostrándoles la necesidad de no dejar desatendida España contra las incursiones de los sarracenos. Obedecieron su consejo y regresaron a España, trayendo en su haber una bula en la cual explicaba el motivo de su regreso, para que nadie creyera que lo hacían por cobardía o incapacidad. Diego Arias siguió luchando al servicio de la reina Urraca hasta que en 1112, en que pensó retirarse de la milicia, la Reina le hizo entrega del Coto de Marín, en pago de sus servicios prestados al Reino.

En Marín transcurrió gran parte de su vida, hasta que, habiendo fallecido su esposa Urraca Sabina Díaz y al quedarse solo en el mundo, pensó en dar un viraje radical a su vida. Enterado de la estancia de los monjes del Císter en Oseira, solicitó una entrevista con el abad dom García. Se trataba de exponerle el problema vocacional. El abad, después de largas conversaciones, debió de convencerse de que se trataba de un verdadero llamamiento a la vida religiosa, pero como era una persona muy entrada en años, le expuso las dificultades que entrañaba dar aquel paso. Se ve que la decisión era firme, y como, por otra parte, la cantidad de bienes que ofrecía al monasterio compensaba con creces la falta de fuerzas para poder ayudar a la comunidad, al fin, hacia 1150 llegó al monasterio decidido a ser monje. Fue recibido con inmensa caridad, y luego de una preparación previa, habiendo dado pruebas de que aquella vida le satisfacía, le dieron el hábito de novicio, y se enroló entre los demás aspirantes que se preparaban para abrazar la vida religiosa.

Nada se le hacía difícil, aunque es de suponer que tendrían con él alguna consideración en encomendarle los trabajos más fáciles que hay en toda comunidad, por razón de su edad avanzada.

Terminado el noviciado de manera normal, llegó el momento de la profesión, es decir, de abrazar la vida religiosa en serio, haciendo los votos religiosos, por los cuales quedaba integrado de manera definitiva en ella y para siempre. Todo fue sucediendo de manera normal. El hacer los votos suponía que debía despojarse antes de todos los bienes materiales que poseía. Por eso, previamente a la profesión, hizo renuncia de todos esos bienes en favor del monasterio, según habían convenido al tiempo de ingresar. Se trataba de la villa y coto de Marín, con otras posesiones.

Para que esa cesión revistiera valor jurídico, y dado que conocía al rey Alfonso VII, y sabía que su madre le había cedido el coto de Marín, dom García juzgó prudente que el nuevo candidato se presentara ante el Rey en compañía de dos monjes, para informarle del paso adoptado al abrazar la vida religiosa. Dicen que el Emperador se alegró mucho de la decisión del antiguo caballero que había sido tan fiel sirviendo a su madre: aprobó todo cuanto se había hecho, y desde aquel momento los monjes de Oseira quedaron como dueños absolutos del coto de Marín.

Pero sucedió que a los pocos meses de profesar, los fervores de fray Diego Arias en el noviciado se fueron eclipsando; se le hacía muy cuesta arriba aquella vida de austeridad y de continuos rezos en una lengua que no entendía, y fue entonces cuando pensó seriamente en un cambio, poniendo los ojos en los caballeros de San Juan, que llevaban una vida menos austera, y, además, más acorde con la que llevó muchos años al servicio de la Reina. No debió de descubrir a tiempo su tentación al abad o al padre espiritual, como aconseja san Benito; en definitiva, un día se fugó del monasterio con toda tranquilidad sin pedir autorización a nadie ni dispensa de sus votos. Se trataba de una verdadera apostasía que lleva consigo graves penas canónicas. Los caballeros de San Juan le habían abierto de par en par las puertas a fray Diego Arias, a pesar de que el aspirante no distaba mucho de los ochenta años, pero con una cantidad fabulosa de bienes que tenía en la península del Morrazo. Lo admitieron sin más.

Poco tardaron en Oseira de darse cuenta de la fuga del antiguo señor de Marín. El abad García, como diligente pastor, le hizo ver la gravedad de aquel delito perpetrado, el huir por su cuenta del monasterio, quebrantando unos votos que había hecho con Dios de por vida, yéndose sin dispensa alguna a otra Orden. Hizo todo lo posible para que regresara al aprisco; pero todo en vano: fray Diego Arias se hacía el sordo y no admitía los ruegos cariñosos de aquel padre en la fe. De ello tenían no poca culpa los caballeros, que ansiaban atraparle no por razón de su persona decrépita, sino por el patrimonio excepcional de que disfrutaba. El asunto no podía quedar así.

Dom García tenía obligación de responder ante la faz de la Iglesia de aquel acto completamente opuesto a los sagrados cánones. Viendo que sus instancias no producían fruto, se sintió en la obligación de poner el hecho en conocimiento del papa Adriano IV, y envió a Roma a dos monjes que informaran del proceder de fray Diego Arias, de cómo se había fugado del monasterio sin la dispensa de votos, y la obstinación en no querer volver a su puesto.

El Papa despachó sus letras apostólicas en las cuales ordenaba que tan pronto le fueran intimadas remota dilatione et apelatioene, debía volver Diego Arias al monasterio. Pusieron en su conocimiento aquel mandato del Papa, pero hizo oídos sordos a las intimaciones del vicario de Cristo, por lo que incurría en contumacia manifiesta, castigada con severas penas canónicas.

Resultó que andando en estos trámites, falleció fray Diego Arias, sin duda oprimido por el remordimiento de lo que había hecho. Peralta, que refiere en sustancia el desarrollo completo de los hechos que se han narrado, cree que esta muerte fue como castigo de su conducta, que sin duda le sirvió para purgar su pecado. Todavía se acentuó la culpabilidad de los caballeros cuando, habiendo intentado el abad García conseguir de ellos el cadáver del monje fugitivo, no lo devolvieron, antes se obstinaron en tenerlo ellos, sin duda con objeto de hacer más presión para conseguir los bienes que habían sido de su propiedad.

No interesa ya saber los grandes problemas que se siguieron entre los monjes de Oseira y los caballeros de San Juan, empeñados en conseguir a toda costa el cuantioso patrimonio de fray Diego Arias, dejado legalmente a favor de Oseira; y como el candidato se marchó sin la dispensa y rehusó obedecer al Papa, los monjes no podían cedérselos por no pertenecerles. Al fin, después de muchos años de litigios se zanjó la cuestión jurídicamente, quedando Marín en propiedad de Oseira, pero los monjes, a pesar de saber que a los caballeros no les correspondía nada, les cedieron algunas posesiones que tenían ellos en varios lugares, aunque sólo a título de caridad.

 

Bibl.: T. de Peralta, Fundación, antigüedad y progresos del Imperial Monasterio de Osera, Madrid, Melchor Álvarez, 1677, págs. 26-27 (ed. facs. Santiago de Compostela, Consellería de Cultura e Comunicación Social, 1997); J. Torres Martínez, Pequeña historia de Marín, Marín (Pontevedra), Torres, 1983, págs. 110 y ss. (col. Tambo); D. Yáñez Neira, “El monasterio de Oseira cumplió ochocientos cincuenta años”, en Archivos Leoneses, 85-86 (1989), pág. 129; M. Omaní Martínez, El monasterio de Santa María de Osera, Santiago de Compostela, Universidad, 1989, pág. 30; D. Yáñez Neira, “Monjes pontevedreses ilustres en el Císter”, en El Museo de Pontevedra, 51 (1997), págs. 542-543.

 

Damián Yáñez Neira , OCSO

 

 

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