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María Bermúdez y Mon

Biografía

Bermúdez de Mon, María. Ana María de la Concepción. Outerio, feligresía de Barres, jurisdicción de Castropol (Asturias), 11.VI.1667 – Valladolid, 1746. Monja cisterciense (OCist.) en el monasterio de San Joaquín y Santa Ana (Valladolid), venerable y mística.

Nacida fuera del matrimonio y rechazada por la madre, fue criada por el abuelo paterno, y Dios le dio un corazón dócil a la gracia, suspirando por la consagración a él, que la llevó a ingresar en la Recolección, estrecha observancia femenina que estaba dando mucho fruto. Allí floreció en virtudes y santidad, siendo un ejemplo constante de vida cristiana y discernimiento espiritual.

Su padre fue un caballero principal llamado Diego Bermúdez Díaz de Mon. Aunque se da la circunstancia de que casi todos los autores ocultan el nombre de la madre, se ha averiguado que se llamaba María Díaz de Canción. Tal vez se deba a que la joven, habiendo tenido aquel tropiezo de juventud, intentaba provocar el aborto, pero Dios velaba sobre la criatura que llevaba en sus entrañas, porque habiéndolo intuido el padre, llevó a su casa a la amante, allí dio a luz, y no se volvió a saber más de dicha señora. En cambio, el abuelo se encargó de hacer las veces de verdadero padre y maestro con aquella niña: le buscó nodriza, y él se preocupó de criarla y formarla en la piedad.

Parece ser que su abuelo era un piadoso comerciante que se sorprendió de las inclinaciones de su nieta, que asimilaba prontamente el ambiente religioso que se desprendía de las funciones litúrgicas de su tiempo.

Como él se había quedado viudo, todavía en buena edad, y necesitando una esposa con quien compartir el peso de la vida, estuvo esperando algún tiempo.

Sólo le retenía dar aquel paso pensando que tenía en casa una niña de once años, y que una madrastra no era el mejor regalo que podía hacerle. Enterada la niña de tal decisión, no sólo lo aceptó, sino que fue la primera en animarle a contraer nuevas nupcias, ya que estaban permitidas por la Iglesia. Ella, por su parte, como había carecido desde el primer momento de la sombra benéfica de la madre terrena, buscó el amparo y calor de la Santísima Virgen. La casa tenía oratorio en el cual se veneraba una bella imagen de la Inmaculada concepción. Ante ella pasaba ratos enteros pidiéndole ayuda y protección para sobrellevar las penalidades de la vida, pues no eran pocas, porque tratándose de una casa de labrador fuerte, dice ella que “tenía a su cargo todo el trabajo de casa, que era mucho; porque era aldea y havía labranza, y en casa se cocía todo el pan que se gastaba, y se lababa también la ropa; que yo era de natural robusta y la salud perfecta”.

La vida de Ana María de la Concepción es un testimonio claro y fehaciente de cómo la búsqueda de un ideal religioso puede ir perfeccionando una vida nada fácil y perdida en los avatares de una existencia rodeada de precariedad y dureza.

Ana María hubo de luchar en su adolescencia por perseverar en el camino del bien en que había sido iniciada; de este modo comenzó a buscar consejo en personas que pudieran orientarla por el camino de la virtud.

Acudía al convento de san Francisco, en Ribadeo, donde bajo la dirección de un franciscano se inició en los caminos de la oración mental. En la misma ciudad vivió en compañía de unas beatas mujeres y se dispuso a ingresar en el convento de las Capuchinas de La Coruña. Entre aquellas mujeres parece que hizo grandes progresos; pero la aparición de enajenaciones y visiones fue un hecho que recomendó que volviera a su casa. Sufrió la afrenta de los conjuros, y su abuelo la llevó a la montaña de Onís, para que un afamado sacerdote la curara de sus maleficios como endemoniada; pero el exorcista recomendó que sería muy acertado que ingresara en un convento.

Su abuelo murió piadosamente, y ella hubo de verse envuelta en pleitos para poder recaudar lo necesario para una dote que le permitiera ingresar en un monasterio.

Así se vio obligada a viajar a Valladolid. Al llegar a esta ciudad buscó un confesor sabio y prudente, y lo encontró en la persona del padre Juan de Fuentes, de la Compañía de Jesús, rector de la iglesia de San Albano, quien sometió a la joven a una gran disciplina espiritual, muy al uso de la época, para probar sus intenciones y su progreso.

Ganado el pleito en curso a propósito de sus pertenencias, volvió a Ribadeo, y allí vivió con las terciarias capuchinas. Recibió una carta desde Valladolid de su confesor, y en ella le decía el santo jesuita que le había encontrado una plaza en el monasterio cisterciense de Recoletas de Santa Ana. Ese monasterio florecía entonces en vocaciones y en personas de gran valía espiritual.

Estos hechos muestran una gran parte de los ingredientes que componían las vidas de muchas mujeres piadosas de la época, que vivían muy al amparo de la religión, se dejaban dirigir por eclesiásticos de mayor o menor acierto y, finalmente, ingresaban en monasterios o conventos según las orientaciones que recibían. El 13 de marzo de 1694 vistió el hábito cisterciense, no disponiendo ni de padrinos ni de otros acompañantes.

Encontró grandes dificultades para acomodarse al nuevo género de vida y ella misma comprendió que el camino a seguir iba a resultarle muy costoso.

Incluso durante el tiempo de su noviciado llegó a enfermar gravemente; pero superó la prueba gracias a una enorme fuerza de voluntad y a unas apariciones de la Virgen en la Vigilia de la Navidad. Hubo de hacer frente también a algunos acontecimientos molestos para ella, relativos a unas personas condenadas por la Inquisición, que la difamaron y maltrataron, aunque posteriormente se hizo luz y apareció la verdad.

Ella misma se encontró en medio de situaciones complicadas y afirmó con sinceridad: “En este tiempo ya me hallaba sola de criaturas, aunque en mi corazón todas metidas, amándolas con amor tan fino, que deseaba con todas las fuerzas de mi alma dar la vida y la sangre por cada una”.

Tuvo grandes dudas sobre perseverar o no en ese convento; pero con la ayuda de un confesor agustino consiguió salir adelante. Después de algunas prórrogas y dilaciones, el 3 de julio de 1685 profesó solemnemente y hubo de comenzar una nueva batalla perdida entre las opiniones de diversos confesores, pues iban cambiando según las necesidades de la comunidad.

Comenzó así un calvario en su vida de órdenes y contraórdenes, de éxtasis espirituales y mortificaciones tremendas, de obediencia y abandono. Incluso llegó a influir en varios de sus confesores para que trataran a las almas con mayor delicadeza y de acuerdo con la misericordia de Cristo, cuyo corazón inundado de caridad contemplaba con frecuencia.

Fue una mujer voluntariosa y decidida, dando grandes muestras de carácter y perseverancia en las dificultades.

Llegó incluso a pedir a san Bernardo que le permitiera aprender el latín, para poder seguir con más fervor el oficio divino y los rezos del coro, que se hacían en esa lengua.

A los pocos años de profesar sufrió un nuevo cambio de confesor, encargándose de la dirección de su alma fray Pedro de Reynoso, capuchino, que fue el primero que escribió la vida de esta monja. Con él encontró Ana María un tiempo de paz y sosiego en medio de sus pruebas espirituales y soledades, entrando así en una etapa de profundo progreso espiritual.

Poco después comenzó la amistad con el padre Francisco de Hoyos, quien la animó mucho en la contemplación de los santos misterios de la religión, de modo que hasta se atrevió esta humilde monja a dirigir y orientar otras almas por las veredas de la vida espiritual. Por aquel entonces, el monasterio de Santa Ana alcanzó un gran renombre en la ciudad de Valladolid como foco de espiritualidad, pues la comunidad era numerosa y fervorosa, y, también, se veía asistida por confesores de gran prestigio.

A comienzos del siglo xviii ingresó en la comunidad Andrea Ortega, mujer de gran renombre y personalidad, que en religión se llamó madre María Ana de Jesús, y que bajo la guía y ayuda de madre Ana María alcanzó gran santidad de vida. Aquélla consideró siempre a esta última como “su madre espiritual”.

Tanto en la ciudad de Valladolid como en otros muchos monasterios de España, el movimiento llamado de la Recolección, es decir, la reforma impuesta a las órdenes religiosas femeninas como resultado de las reformas de Trento, y promovido por muchos obispos y eclesiásticos de renombre, produjo ciertamente frutos abundantes, tanto en lo que se refiere al aumento de personal en las comunidades como a la corrección de desvíos y situaciones de gran decadencia y pobreza. No siempre se pusieron en práctica los métodos más acertados, y las órdenes monásticas se vieron a veces bajo el influjo directo de sacerdotes y religiosos de otras congregaciones u órdenes, particularmente jesuitas, franciscanos, agustinos y dominicos.

La liturgia se seguía celebrando en latín, la formación intelectual era muy escasa y los recursos de la clausura provocaban que las monjas vivieran una vida espiritual muy cerrada en sus ambientes. La religiosidad popular al uso y la insistencia en las prácticas penitenciales excesivas, bien fueran voluntarias, bien forzadas por la precariedad de los monasterios, producían grandes alteraciones en las psicologías de las monjas. No todos los confesores y directores fueron sabios maestros, y no todas las monjas con “visiones” y “enajenaciones” eran de fiar.

Todo ello no fue impedimento para que unas cuantas almas, dotadas por la naturaleza y la gracia de grandes cualidades, encontraran un camino de salida hacia una espiritualidad mística que provenía de los esplendores de los dos siglos anteriores, cuya ingente producción literaria había llegado a muchos monasterios.

Los libros de espiritualidad y devoción se pasaban de mano en mano, y, al menos, había en muchas personas una gran ansia de perfección espiritual, aunque los puristas de la historiografía de las órdenes religiosas comiencen a ver en estos tiempos los inicios de una decadencia y un alejamiento de la ortodoxia de los carismas iniciales de las órdenes religiosas. En muchísimos monasterios se estrenaron nuevas constituciones, reglamentos y usos. Todo ello suponía un intento de buena voluntad, y esto es lo que aprovecharon abadesas insignes y monjas decididas para dar sentido a sus vidas. Poco antes de su muerte, afirmaba sor Ana María, según su biógrafo: “Señor, bien sabes que en mí no hay querer; porque sólo de tu querer pende mi voluntad”. Son palabras que bien pueden recordar a cualquiera de los grandes místicos de los siglos anteriores, pero que reflejan una asimilación de la literatura espiritual del tiempo.

El 16 de septiembre de 1746 se celebraron solemnes exequias por el alma de sor Ana María, y la presencia de gran público y la asistencia del padre Francisco Mucientes, de la Compañía de Jesús, que pronunció la oración fúnebre, son prueba fehaciente de la personalidad e influencia de esta monja.

Tanto la vida que escribió el padre Pedro de Reynoso como la que más tarde pergeñó el bernardo cisterciense fray Basilio de Mendoza no se han editado. Pueden consultarse en el archivo de la Comunidad de Santa Ana, de Valladolid. El cuerpo de esta beata mujer fue exhumado varias veces, y hoy reposa en el coro bajo del monasterio vallisoletano. En el archivo de la casa se conservan sus escritos, en los cuales constan los favores y las gracias de que se vio favorecida en pago de su vida de absoluta entrega. El recuerdo dejado en la comunidad permanece hasta el día de hoy en que se la considera como venerable.

Su memoria se celebra el 8 de julio, aniversario de su santa muerte.

 

Obras de ~: Autobiografía y escritos hechos por mandato de sus confesores, ms. Archivo de Santa Ana, Valladolid.

 

Bibl.: F. Mucientes, Fúnebre panegírico de la Venerable Ana María de la Convepción, Valladolid, Imprenta de la Congregación de la Buena Muerte, 1747; F. Mucientes, Honorífico elogio de sor Ana María de la Concepción, Valladolid, 1779; B. de Mendoza, Historia y fundación del Monasterio de Santa Ana de Valladolid, con la Vida de la V. Madre Sor María Ana de la Concepción, ms. [sin editar (según lo cita R. Muñiz en la Biblioteca Cisterciense Española, Burgos, por Joseph de Navas, 1793, pág. 219. El mismo P. Muñiz hace referencia de sor Ana María en las págs. 96-97 de su Biblioteca)]; S. Lensen, Hagiologium Cisterciense, vol. II (policopiado al alcohol), abadía de Tilburg (Holanda), 1948, pág. 282; J. M. Feraud García, “R. M. Ana María de la Concepción”, en Cistercium XIII, 74 (1961), págs. 82-85; D. Yánez Neira, “Venerable Ana María de la Concepción”, en Hidalguía, XXV (1973), págs. 3-40; E. Manning, Dictionnaire des auteurs cisterciennes, Rochefort, 1975, cols. 181-182; D. Y ánez Neira, “Sor Ana María de la Concepción”, en Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, año 34, n.º 100 (1980), págs. 187-191.

 

Francisco Rafael de Pascual Rubio, OCist.

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