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Pedro Lynce de Verástegui

Biografía

Lynce de Verástegui, Pedro María José. Sevilla, 15.I.1703 – VIII.1782. Comerciante y procurador síndico personero del Común del Ayuntamiento de Sevilla.

Fue bautizado el 22 de enero en la iglesia parroquial de San Isidoro de Sevilla, con los nombres de Pedro María José. Su padrino de bautismo fue José Laezu, caballero de la Orden de Santiago. Su padre fue Francisco de Lynce (nacido en Galway, Irlanda). Éste era hijo de Peter Lynch, nacido en Galway (Irlanda), y de Elisabeth Joyce (también nacida en Galway). La madre, María Josefa Verástegui de Gorostiza, había nacido en Sevilla en 1680, y falleció allí en 1738. Era hija de Miguel de Verástegui, nacido en Allo (Navarra), en 1653, del estado noble, y de Ana María de Valdovinos, nacida en Sevilla en 1656. Pedro Lynce de Verástegui tuvo cuatro hermanos: Ana, Nicolasa, fallecida en 1767, Diego (1707-1777, presbítero) y Miguel, también presbítero. La familia Lynch pertenecía a la nobleza irlandesa. Pedro, el padre del biografiado, pasó a vivir a Sevilla, con otros familiares, exiliados con motivo de las guerras civiles irlandesas del siglo XVII. Un tío abuelo del biografiado, Diego, fue arzobispo de Tuam y obispo auxiliar de Sevilla, siendo arzobispo Ambrosio Spínola. Tomás, tío del biografiado, pasó a vivir a Rota. Los Lynce, tanto los de Sevilla como los de Rota, se dedicaron al comercio y gozaron de los privilegios concedidos a los irlandeses católicos. Pedro Lynce de Verástequi hizo estudios en Sevilla y alcanzó una formación sobresaliente en economía, a juzgar por cómo supo reflexionar sobre los problemas agrarios, en un informe que hizo en 1766. Se dedicó al comercio de Indias y fue propietario de una hacienda olivarera en Prima, en Alcalá de Guadaira, adquirida después de 1745, época en la que tenía concentrados en Cádiz casi todos sus negocios.

Al haber nacido en la ciudad de Sevilla y mantener en ella “casa poblada y familia”, podía adquirir la vecindad originaria, para que se le guardaran las franquezas y libertades de que gozaban quienes tenían esa calidad. En el Cabildo del Ayuntamiento celebrado el 6 de julio de 1735, se leyó la solicitud que había hecho el día 1 del mismo mes para que se le reconociese la vecindad originaria, a la que adjuntaba certificación de su fe de bautismo. En el Cabildo del día 6, se le declaró por vecino originario y se acordó guardarle todas las honras, gracias, mercedes, franquezas, libertades, exenciones, prerrogativas e inmunidades que, por los reyes de Castilla, estaban mandadas guardar a todos los vecinos originarios de la ciudad, y se le dio el correspondiente despacho. Los electores del Ayuntamiento de Sevilla votaron a favor de Pedro Lynce de Verástegui para que fuese síndico personero del Común o “del público” el 12 de agosto de 1766. Con motivo del nombramiento, con cien votos a su favor, “casi por aclamación”, regresó a Sevilla y se instaló en su casa de la calle Catalanes. Por su prestigio y caudales y por su carácter, pudo defender los cometidos de su cargo. También influyó en sus éxitos la amistad que tenía con Pedro Rodríguez Campomanes, por el favor de éste. En el desempeño de su cargo, logró suprimir los manifiestos o declaraciones y pagos de derechos a la entrada de los vinos en Sevilla.

Pedro Lynce de Verástegui, a juzgar por el informe que hizo como síndico personero del público del Ayuntamiento de Sevilla en el año 1766, tenía conocimientos de economía, quizá ampliados mediante libros franceses que pudo haber leído en la biblioteca de Pablo de Olavide, asistente de la ciudad.

Conocedora la Audiencia de Sevilla de la representación de Cristóbal Pardo, por habérsela remitido el Consejo de Castilla el 20 de septiembre de 1766, y la de la ciudad, debía de emitir un informe sobre ambas. Para ello, habría de oír a un diputado que representara a los colonos de cada pueblo de su distrito, al síndico personero del público —que lo era Pedro Lynce de Verástegui— y a quienes se mostrasen interesados en el asunto.

Para la ciudad de Sevilla —según su representación de 20 de julio de 1766— la decadencia de la agricultura se debía al excesivo precio de las tierras. En esta representación, se afirmaba que los colonos pobres, al no poder pagar sus arrendamientos, se veían obligados a abandonar la labor. Ésta se habría concentrado en las manos de hombres ricos y poderosos que conservaban los granos desde las cosechas hasta el final del año agrícola para lograr “los exorbitantes precios” a que se los pagaba “el pueblo”. Como solución, la ciudad proponía tasar la renta de las tierras y dehesas y que se declarase el número de fanegas que pudieran cultivar los mayores labradores.

El síndico personero leyó los escritos de diputados de los colonos. Todos estaban conformes con lo que proponía la ciudad, sin fundamentar su parecer.

Lynce de Verástegui no se detuvo “en caminar, en algunos puntos, por sendas opuestas”. Con la tasa de las tierras —afirmaba— no se sembrarían mayores extensiones ni se cosecharían más granos, y los precios del pan cocido serían los mismos. Con la libertad en el comercio de cereales, no se habrían de ver más, en Sevilla, los precios de 10 y 15 reales la fanega a que tantas veces se había vendido el trigo en años abundantes, por la prohibición de exportar. Sabía que “la baratez del trigo” no era “la summa felicidad”, como veía “el vulgo ciego”, porque arruinaba al labrador y destruía la agricultura. El resultado de los precios bajos habría de ser “la cortedad de las cosechas, aún en años abundantes, y el exorbitante precio de los granos”, hasta que “su larga duración” restableciese a su antiguo pie la agricultura. El pueblo pagaba, “en una dilatada serie de años”, a duplicado o triplicado precio el pan que consumía “muy barato” sólo en un año o dos. El personero expresaba que quizá no hubiera “señal más segura de la miseria e infelicidad de un pueblo que la vileza del precio de los alimentos necesarios a la vida humana”. Además, “la demasiada baratez de los géneros de primera necesidad” conducía a fomentar el ocio y otros vicios.

Para el síndico personero, la libertad en el comercio de granos concedida por Pragmática de julio de 1765, había sido consecuencia de un detenido examen de las cosas, “a la luz de una brillante antorcha que desterró las sombras y aclaró los errores con que se abrían las envejecidas preocupaciones de la tasa de los granos, de los registros y compulsiones que hacían vender el trigo como género de contrabando”.

Para él, cuantos medios se solicitasen con el fin de abaratar los granos, si no conducían a “dar más extensión a la labor”, llevarían a su ruina. Por ello, no veía conveniente el excesivo precio de los granos, porque destruía al pueblo, “como el ínfimo al labrador”. Respecto al alto precio de las tierras, discrepaba del parecer de algunos de los diputados de los colonos, que fundaban sus razonamientos en los siguientes puntos: primero, pensar que lo originaba el hecho de hacerse labradores los comerciantes; segundo, la labor de los poderosos; tercero, a que se arrendaran las tierras “a público pregón” y cuarto, por la facultad que tenían los dueños de desahuciar al colono si éste no les pagaba la renta que se les antojaba. Para Lynce de Verástegui, el precio alto de las tierras respondía a una de las dos causas que originaban “el subido o bajo precio de cualquiera especie”: sabía que “el verdadero termómetro de cuanto se vende y compra es la abundancia o escasez de la moneda o del mismo género”.

Por consiguiente, el precio alto de todas las cosas habría de provenir de una de estas dos causas, o de ambas.

Respecto a la moneda, si hacía tres siglos “toda la masa común del dinero de la nación” alcanzaba la cifra de 1.000.000 de marcos de plata amonedada, y, mediado el siglo XVIII, la cantidad ascendiese a 100.000.000, era preciso que “el género que entonces valía a un real de plata” se pagara por cien en 1766, en el supuesto de que hubiera “la misma abundancia que había entonces de tal género”. En cuanto a la cantidad de bienes, proponía Verástegui el siguiente ejemplo: si en un pueblo que necesita 20.000 arrobas de aceite hubiera sólo 10.000, la arroba habría de valer “la mitad más que lo regular, y al contrario si hubiera 40.000” y no se pudiera importar el que faltase ni exportar el sobrante. El excesivo precio de las tierras, experimentado desde hacía treinta años, y más aún en los últimos seis u ocho, no podía deberse al aumento de la cantidad de metales preciosos. Tampoco a haber disminuido las extensiones de tierras, ya que esto era “un imposible physico”. Había las mismas que treinta años antes y no se sembraban “muchas de las que entonces se labraban”. Tampoco podían cultivarse, dado “el estado de las cosas”. Por tanto, quedaban “menos tierras para la labor de las que había entonces”, por causa del “exceso del ganado merino trashumante”, sus privilegios, y el abuso y “demasiada extensión” que hacía de ellas “el poder de sus dueños”. Ésta era, para el síndico, fiel al planteamiento ilustrado antimesteño, “la principal”, si no la única causa “de la escasez de las tierras de labor, de su excesivo precio y de la decadencia de la agricultura”. La posesión hacía que los serranos se fueran apoderando de las dehesas, especialmente de las más apropiadas para la cría de ganados. Los labradores veían que les era imposible conservar sus reses en los baldíos. Tenían que mantenerlos en dehesas de labor, “haciéndolas puramente de pasto”. Se arreglaban así, estrechando su labranza, hasta que llegaba “el merinero” y les quitaba “para siempre aquel único recurso de su necesidad”. Estimaba el síndico que en el Arzobispado de Sevilla se podrían labrar, “antes”, 1.600.000 fanegas de tierra y que, cuando él escribía, apenas se labraban 800.000, faltando tierras para la labor y para el ganado estante.

Ésta era la causa del excesivo precio de las tierras y el de las carnes: “los merineros” —concluye el síndico— siempre ganaban y nunca perdían, pues se hallaban “en el mismo caso, para con el labrador, que las manos muertas para con todos los vasallos seculares”. El síndico suscribía la frase, que se hizo tan común después de la publicación del Informe de Ley Agraria de Jovellanos, heredada de los políticos del siglo XVII: las manos muertas, “comprando y no vendiendo bienes raíces”, acabarían apoderándose “de toda la substancia de la Monarquía”. Igual habría de ocurrir con “los merineros”, quienes, “adquiriendo siempre nuevas posesiones de dehesas y no dejando alguna para el ganado estante”, habrían de convertir “todas las tierras de pan sembrar en dehesas de pasto”. Ocasionarían, así, en la provincia de Sevilla, la última ruina de la labranza, tan “cerca de verificarse en la de Extremadura”, cuando “en tiempos más felices” era el granero de Andalucía.

Lynce de Verástegui compartía el razonamiento ilustrado sobre los daños que originaban la trashumancia y las propiedades de manos muertas. Sabía que estaba pendiente en el Consejo la resolución del pleito entablado por la provincia de Extremadura. Pensaba que, siendo común el interés, también debería serlo el pleito, y acaso habrían de unirse a él Córdoba y Cádiz, en cuyos obispados se iba “igualmente introduciendo la plaga de los trashumantes”. La cría de este ganado sólo se comparaba a la agricultura “como el vestido al alimento”, por lo que debería preferirse la labranza. La exportación de lanas beneficiaba sólo a “algunos poderosos” que mantenían “inmensas cabañas con notable perjuicio de todo el cuerpo de la nación”.

Los ingresos que lograba la Real Hacienda por el comercio de lanas habría de obtenerlos mayores si se conseguía “la riqueza bien distribuida de los vasallos”: “apenas habría reino más opulento que España labradora, y siéndolo todo el reino lo sería también el erario”. Además, a medida “que se aumentase la labor, se aumentaría la población de España, y con ella su poder y sus verdaderos intereses”. Ignoraba, como los agraristas de gabinete de su tiempo, que al aprovechar los pastos de rastrojos y eriazos, los ganados, trashumantes o no, abonaban las tierras sin originar coste alguno a los labriegos, contribuyendo con ello a aumentar la cuantía de las cosechas.

Proponía, como otros agraristas del Siglo de las Luces, fijar la renta en una cuota de frutos, aunque suscitase problemas, y cuál habría de ser la división en hojas —la frecuencia en las siembras—; la ocultación, por el colono, de parte de la cosecha; los contratos simulados; la renta de las edificaciones que tuvieran los cortijos y la de las tierras montuosas no susceptibles de cultivo. Sabía que todo ello iba a originar controles e intervenciones, “siendo de justicia que el labrador pagase al propietario alguna pensión proporcionada a los edificios o a la extensión de terreno” que disfrutase. No habría de quedar la fijación de la cuota al arbitrio del dueño, para que éste no quisiera resarcirse de lo que, para él, se minorase en la cuota de frutos. Habría que acudir a la tasación por peritos, nombrados en la forma ordinaria. Lynce se mostró contrario al que juzgaba excesivo plantío de olivares, y a que los eclesiásticos se dedicaran a la labranza en tierras arrendadas, por lo que propuso prohibir absolutamente a los regulares “una especie de negociación” que les estaba prohibida, y que les apartaba de su ministerio, a la vez que privaban a las familias seculares de labrar las tierras. El síndico incluso se manifestó inclinado a que se prohibiera a los eclesiásticos el cultivo de sus propias tierras. Para él, “la regla del bien común” era “superior a todas las reglas, como la salud del pueblo superior a todas las leyes”. Propuso limitar “las grandes labores”. Fundaba su parecer en la máxima de que “la demasiada riqueza de los particulares” se oponía “a la felicidad del Estado”. Los poderosos, según él, “atrayendo a sí” “la substancia de sus convecinos”, los reducían a jornaleros, a la mendicidad y a otras miserias, con lo que no se casaban, originando, en su opinión, “el mayor perjuicio del Estado”.

Lynce de Verástegui, como lector del Tratado de la regalía de amortización, coincidía con Campomanes al proponer el ejemplo de la decadencia de los pueblos en que predominaba la propiedad de manos muertas. Afirmaba, como él, también sin cifras que lo probaran, que el pueblo en que se estableciese una orden religiosa o algún poderoso, quedaba reducido, en pocos años, a la mayor miseria. Califica a “los poderosos” de caciques, con una utilización precoz del vocablo: “Así se ve que el pueblo de que se apodera alguna rica comunidad, o uno de estos caciques, en pocos años queda reducido a la mayor infelicidad, porque siendo su poder superior al de todos los vecinos, hoy les compra las tierras, mañana las viñas, otro día las casas, y finalmente todos sus [bienes] raíces, hasta dejar en el miserable estado de mendigos los que antes fueron vasallos útiles y laboriosos”. Añadía que los poderosos, “por su respeto y autoridad inseparable del poder”, tenían “a su devoción” a las justicias y escribanos, con lo que disfrutaban de “las hierbas y pastos de todo el término”, al gobernar “a su arbitrio a los concejales”.

Veía también injusticia en el repartimiento de las reales contribuciones, ya que “al poderoso” se le asignaba “muy poco”, tal vez menos que a otro vecino que no tuviera ni “la vigésima parte de las posesiones, labor y tráfico que él”. Pensaba que poner un límite a las labores no era el remedio del mal, aunque lo aminoraba.

Al menos, los pequeños labradores y los peujaleros o pegujaleros tendrían tierras en que sembrar, y no llegaría “a tanto exceso la prepotencia del rico”. Al síndico le parecía justo que se fijara un límite, porque faltaban tierras y sobraban labradores, luego debía de administrarse lo que escaseaba. Los “poderosos” habrían de objetar que pretender igualar las labores era como si se quisiese igualar los caudales y esto poner el mismo nivel para “la industria, el trabajo y la diligencia de todos los hombres” y que, además de pretender un imposible, si se lograra “sería mil veces perjudicial al Estado”. Lynce reconocía que a éste le eran “tan necesarios los cortesanos y jornaleros como los ricos y poderosos”, ya que aquéllos eran “los miembros activos del cuerpo político del Reino”. Pensaba que no se quería “igualar las fortunas de los hombres”, ni se consideraba “asequible ni conveniente”. Sólo se pretendía que no se estancase la labor “en pocos poderosos contra la común utilidad de todos los vasallos”.

Sabía el síndico que habría de objetársele “el impedir la riqueza de los vasallos dedicados a la agricultura con la limitación de la labor” venía a ser “una especie de ostracismo inaudito, aun entre los más celosos republicanos”.

Había, en la historia, ejemplos de limitar la extensión de tierra que se pudiera tener y que “la pérdida de Italia” —la ruina de Roma— la atribuían algunos a la inobservancia de la ley que fijaba en cincuenta yugadas de tierra la extensión máxima que pudiera tener un senador.

A pesar de sus primeros éxitos como procurador síndico, Pedro Lynce parece que atenuó enseguida su actividad. El Consejo Real declaró que no era incompatible con el cargo tener un hermano jesuita y reconoció el celo notorio en el desempeño de su oficio en 1766. Debido a la influencia del síndico, el hermano jesuita, Miguel, no fue expulsado, por lo que pudo permanecer en Sevilla en el convento del Pópulo.

En una de las cartas que Pedro Lynce dirigió a Campomanes, le propuso abolir el Cabildo de jurados, para él incompatible con la nueva institución de los diputados o síndicos personeros del Común.

Pedro Lynce adquirió tierras que habían pertenecido a la Compañía de Jesús: en 1770, compró el cortijo de San Agustín, en Burgillos, por unos 220.000 reales de vellón. Tenía 381 hectáreas de cabida. En 1773, disfrutaba de una importante fortuna e hizo préstamos cuantiosos para el abasto de trigo (90.000 reales de vellón). En 1770, residía en Cádiz. Cuando murió, en Sevilla, en agosto de 1782, soltero, dejó en su testamento mandado que se le enterrase en el convento de Santa María de Gracia. La casa en que vivía en Cádiz, en la plaza de Gaspar del Pino, se la dejó en usufructo vitalicio a Antonia Gil Caballero, agradeciéndole los cuidados y asistencia, y los consejos o advertencias que había recibido de ella, de los que se le habían “seguido felices sucesos” (éxitos comerciales).

Sus bienes inmuebles consistían en la citada hacienda del Olivar, con casa, oratorio, dependencias y molinos; el cortijo de San Agustín, en Burguillos, de 546 hectáreas de cabida, y casa en el pueblo, y en casas y corrales de vecinos en varias calles y plazas de Sevilla. Era propietario de muebles, importante vajilla de plata, diversos objetos, coches, cuadros, varios libros, casi todos de religión. Al morir, era acreedor por importe de 285.000 reales de vellón y deudor por sólo 18.000. De todos estos bienes, y de otros de menor entidad, dejó usufructuaria a su hermana Ana, que estaba ciega, con la carga de una novena a san Vicente Ferrer. Al fallecimiento de Ana, y para que pudiera seguir celebrándose la novena, legó la hacienda de Prima, el cortijo de San Agustín y una casa en la calle Cruces a las monjas del convento de Santa María de Gracia, con la condición de que no pudieran enajenar aquellos bienes. En caso de que las monjas intentaran conseguir permiso para venderlos, éstos pasarían al convento de dominicas de Santa María la Real, o a otros dos que enumeró en caso de que alguno de ellos no cumpliera la condición de perpetuidad con que hacía la donación. Los demás bienes de su patrimonio habrían de pasar, a la muerte de su hermana, a la casa de niños expósitos, con el cometido de que mejorasen los cuidados y disminuyese la mortalidad infantil. El edificio que tenía en Cádiz acabó siendo propiedad de la Casa Cuna. Dio instrucciones para invertir dinero, a su muerte, en comprar tierras. No dejó dinero para misas ni limosnas ni obras pías. Su conducta como comprador de tierras para acabar cediéndolas a entidades que las habrían de mantener vinculadas, parece contraria a la que mostró en el Informe que se glosa en esta biografía. Con el Informe, quizá, había querido asegurar en la tierra el favor de que gozaba, ya que su lector habría de ser Campomanes, su amigo y valedor político. Fernando Javier Campese Gallego, autor de importantes páginas sobre Lynce, concluye que, con el testamento, quizá esperase que Dios le acogiera con misericordia.

 

Obras de ~: “Informe de D. Pedro Lynce de Verástegui en el Expediente de Ley Agraria, fechado en Sevilla el 24 de diciembre de 1766” [reprod. en G. Anes (ed.), Informes en el Expediente de Ley Agraria, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana-Quinto Centenario-Instituto de Estudios Fiscales, 1990, págs. 45-63].

 

Bibl.: F. Aguilar Piñal, La Sevilla de Olavide, 1767-1778, Sevilla, Ayuntamiento, Delegación de Cultura, 1966 [Sevilla, Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento, 1995, págs. 96- 98]; A. M. Bernal y A. García Baquero, Tres siglos del comercio sevillano (1598-1868). Cuestiones y problemas, Sevilla, Cámara Oficial de Comercio, Industria y Navegación, 1976, págs. 223 y 237; A. Braojos Garrido, “El hospicio de Sevilla, fundación del reinado fernandino”, en Archivo Hispalense, 182 (1976), págs. 1-42; A. García Baquero, Cádiz y el Atlántico (1717-1778). El comercio colonial español bajo el monopolio gaditano, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1976 [Cádiz, Diputación Provincial, 1988, págs. 437-438]; A. L. González Rodríguez, “Armadores y navegantes en la Carrera de Indias en la Sevilla del siglo XVIII”, en VV. AA., Actas del I Congreso de Historia de Andalucía. Diciembre de 1976. Andalucía Moderna (siglo XVIII), t. I, Córdoba, 1978, pág. 277; M. Gamero Rojas, “Una aportación al estudio de la presencia de vascos y navarros en la Sevilla del siglo XVIII. Su inversión en tierras de 1700 a 1834”, en Boletín de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, año XLIV, cuads. 3-4 (1988), pág. 507; G. Anes, “Estudio preliminar”, en G. Anes (ed.), Informes en el Expediente de Ley Agraria, op. cit., págs. XXXVIIIXLVI; J. I. Carmena García, “Poder local y representación social: las primeras elecciones de diputados y síndico personero del común en Sevilla”, en VV. AA., Actas del coloquio internacional Carlos III y su siglo, t. I, Madrid, Universidad Complutense, 1990, págs. 257-273; “La mentalidad de los representantes municipales de la burguesía sevillana ante el problema social de la pobreza (1766)”, en A. García Baquero (ed.), La burguesía de negocios en la Andalucía de la ilustración, t. II, Cádiz, Diputación Provincial, 1991, págs. 214-222; J. M. Solano Franco, “Las matrículas y los comerciantes de la Carrera de Indias entre 1730 y 1740”, en A. García Baquero (ed.), La burguesía de negocios en la Andalucía de la ilustración, t. I, Cádiz, Diputación Provincial, 1991, págs. 237-355; M. Gamero Rojas, El mercado de la tierra en Sevilla. Siglo XVIII, Sevilla, Universidad, Diputación Provincial, 1993, págs. 187, 310, 313, 323 y 381; M. García-Mauriño Mundi, “Los jenízaros en la burguesía mercantil gaditana del siglo XVIII”, en VV. AA., Actas del II Congreso de Historia de Andalucía. Andalucía y América, Córdoba, 1994, págs. 258-260; M. García-Mauriño Mundi, La pugna entre el consulado de Cádiz y los jenízaros por las exportaciones a Indias (1729-1765), Sevilla, Universidad, Secretariado de Publicaciones, 1999, págs. 52-53, 105-106, 164, 195, 200, 224-225, 232-235 y 290-291; F. Fernández González, Comerciantes vascos en Sevilla: 1650-1700, Vitoria- Gasteiz-Sevilla, Eusko Jaurlaritzaren Argitalpen Zerbitzu- Nagusia-Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco y Diputación de Sevilla, 2000, págs. 321 y 355; F. J. Campese Gallego, “Pedro Lynce de Verástegui (1703-1782), primer síndico personero de Sevilla”, en VV. AA., Actas del III Congreso de Historia de Andalucía, Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural Cajasur, 2002; F. J. Campese Gallego, Andalucía Moderna, t. IV, Córdoba, 2003, págs. 33-41; “Lynce”, en Los comuneros sevillanos del siglo XVIII. Estudio Social, Prosopográfico y Genealógico, Sevilla, Fabiola de Publicaciones Hispalenses, 2004, págs. 209-214; La Representación del Común en el Ayuntamiento de Sevilla (1766-1808), Sevilla, Universidad de Sevilla y Universidad de Córdoba, 2005.

 

Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón, marqués de Castrillón