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Íñigo López de Mendoza

Biografía

López de Mendoza, Íñigo. Marqués de Mondéjar (III), conde de Tendilla (IV). ?, 1512 – Mondéjar (Guadalajara), 21.IV.1580. Capitán general del reino de Granada, virrey de Valencia y virrey de Nápoles.

Era el primogénito de Luis Hurtado de Mendoza, II marqués de Mondéjar, y de Catalina de Mendoza, hija del conde de Monteagudo. A pesar de concentrar el grueso de sus estados señoriales y posesiones patrimoniales en Guadalajara, su familia se había establecido en la capital del antiguo reino nazarí desde 1492, fecha en la que su abuelo, del mismo nombre, fue investido con los cargos de alcaide de la Alhambra y capitán general del reino de Granada. Tanto aquél como Luis, su padre, supieron aprovechar las amplias competencias militares, jurisdiccionales y hacendísticas conferidas con ambos oficios. De esta guisa los Mendoza, convertidos de hecho en virreyes, usaron y abusaron de los recursos y competencias proporcionados por sus cargos para tejer una extensa y tupida red clientelar con agentes en todo el reino, que velase por sus intereses y les permitiese alcanzar unas amplias cotas de poder político y gubernativo tan sólo contrarrestado por la Chancillería.

Íñigo fue educado en el convencimiento de que debía prepararse para asumir en el futuro las mismas responsabilidades que sus antecesores al frente de la Capitanía General. De acuerdo con esta premisa, en 1535, con motivo de la salida de su padre a la célebre expedición de Túnez, desempeñó la lugartenencia de la Capitanía, tarea que a partir de entonces ejerció con regularidad. En julio de 1541, a propósito de la organización de una nueva expedición a Argel, asumió la dirección de la Proveeduría General de la Armada y decidió participar personalmente en la empresa, emulando así las acciones protagonizadas por su padre seis años antes. Tras el fracaso de la campaña de Argel, Íñigo decidió curtirse en los ambientes cortesanos y acompañar al séquito de Carlos V durante dos años, hasta su nombramiento como capitán general del reino de Granada el 4 de mayo de 1543, en sustitución del marqués de Mondéjar, que debía partir para ocupar el cargo de virrey de Navarra. Éste había logrado asegurar la sucesión de su hijo al frente de la Capitanía General y que la Corona confirmase todas las atribuciones, prerrogativas y competencias jurisdiccionales de la institución.

Tres años después se produjo un hecho crucial para los intereses de los Mendoza granadinos: el nombramiento de Luis Hurtado de Mendoza como presidente del Consejo de Indias, el 27 de marzo de 1546. La entrada del marqués en la Corte como uno más de los integrantes del círculo de protegidos del secretario Francisco de los Cobos, que habrían de sustituirlo tras su muerte en el gobierno de la Monarquía, supuso un sólido respaldo político para el capitán general, confirmado aún más por el hecho de que el propio Mondéjar, a partir de 1549, pasó a presidir de facto el Consejo de Guerra, lo cual le propiciaba el control de las mercedes y los oficios militares y le colocaba en una posición más que ventajosa para apoyar institucional y jurídicamente a su hijo.

Entre 1552 y 1556, a propósito de sus actividades al frente de la Proveeduría General de la Armada y su nombramiento como capitán general de dos expediciones de socorro al presidio de Orán, el IV conde de Tendilla engrosaba su lista de servicios militares a la Corona. Al mismo tiempo se forjaba una facción opositora en el seno del Ayuntamiento granadino, integrada por un sector de regidores que, descontentos con la política de concentración de oficios concejiles y apropiación de tierras en el alfoz municipal llevada a cabo por los Mendoza, eran apoyados abiertamente por los letrados de la Chancillería. Durante el tiempo en que contó con el respaldo de su padre desde los órganos de poder de la Monarquía, el capitán general pudo hacer frente a dicho sector de oposición. Sin embargo, el proceso de debilitamiento de la facción ebolista, de la cual formaba parte Luis Hurtado de Mendoza —aupado desde fines de 1559 a la presidencia del Consejo de Castilla, pero ya sin apenas influencia en la Corte—, precipitó su retirada a sus estados en el verano de 1563, donde murió tres años después, pasando el título de marqués de Mondéjar a su hijo, que perdía así su principal apoyo en Madrid.

La pobre impresión dada por Íñigo a Felipe II durante la realización de una embajada extraordinaria ante el papa Pío IV, en 1560, fue la señal premonitoria de lo que acontecería años después: su declinar político en el reino. En 1566 expiraba la prórroga otorgada a los moriscos granadinos para la aplicación de las leyes de prohibición de ritos, vestidos y lengua árabes promulgadas en 1526. Los Mendoza, movidos por el convencimiento de que si se apretaba demasiado a los moriscos en materia religiosa se provocaría un levantamiento mucho más peligroso que el de 1500, se habían presentado tradicionalmente como sus mejores mediadores ante la administración regia y sus principales “defensores” frente a la Inquisición, actitud en la que también influyó la premisa de que era especialmente provechoso para sus intereses preservar la colaboración pacífica de los nuevamente convertidos, ya que por medio del pago de los servicios —en total sumaban unos 36.000 ducados anuales— financiaban el aparato militar del reino, la Capitanía General y, no hay que olvidarlo, obtenían los fondos con los que gratificaban y sostenían su cohorte de agentes y su propia red clientelar. Sin embargo, el hecho de que por entonces la Corte fuese dominada por Diego de Espinosa, presidente del Consejo Real y principal valedor de la línea confesionalista que propugnaba el mantenimiento de la más estricta ortodoxia, significaba el fin de la corriente conciliatoria representada por los Mendoza.

La llegada de Pedro de Deza, nuevo presidente de la Chancillería y brazo ejecutor de Espinosa, para aplicar los decretos de la Junta de Madrid, así como la obligación de fijar permanentemente la residencia de la Capitanía General en la costa, alejándola así de su sede capitalina, formaban parte de una estrategia pergeñada desde la Corte y dirigida a limitar las competencias de la institución y coartar el poder de los Mendoza frente a los letrados. No obstante las advertencias lanzadas por el capitán general, las medidas aculturadoras fueron rígidamente aplicadas. En la Navidad de 1568 se producía el temido levantamiento morisco. A pesar de que en la fase inicial de la revuelta, Íñigo dirigió en las Alpujarras la campaña de represión con cierto éxito, utilizando como táctica la negociación con los notables moriscos, el presidente Deza logró socavar su autoridad, contraviniendo sistemáticamente las órdenes dadas por su hijo en la retaguardia, e introduciendo como jefe militar de la represión en Almería al marqués de Los Vélez, enemigo tradicional de los Mendoza.

Las divisiones internas en el mando del ejército, la radicalización del conflicto de ambos lados y el abandono de cualquier tipo de postura conciliatoria, hasta entonces propugnada por Mondéjar, supusieron una peligrosa e imprevista prolongación de la contienda, que determinó la entrada en escena de Juan de Austria como capitán general al mando del tercio. Con la llegada del bastardo real, se ponía de manifiesto la definitiva relegación de Íñigo a un lugar secundario en la toma de decisiones y el triunfo de la línea “dura” encabezada por Deza, que defendía la deportación de los moriscos. En septiembre de 1569 el marqués se presentó ante Felipe II con un memorial de quejas, que fueron desoídas. Poco después sería despojado del cargo de capitán general.

En agosto de 1572 Íñigo fue nombrado nuevo virrey de Valencia. Con su salida se cerró la época de poder político y militar de los Mendoza en el reino de Granada y, al mismo tiempo, se sentaron las bases del proceso de devaluación política y de competencias que aquejó a la Capitanía General en los años siguientes. En la capital permaneció su hijo Luis como alcaide de la Alhambra, ya totalmente desvinculado de la Capitanía, cuyo carácter impulsivo le granjeó numerosos enfrentamientos con las autoridades de la ciudad.

El paso de Íñigo por el virreinato de Valencia estuvo marcado por los conflictos jurisdiccionales y de preeminencia mantenidos con las autoridades civiles y eclesiásticas locales. Allí permaneció hasta que fue promocionado al virreinato de Nápoles, en sustitución del cardenal Granvela, el 10 de julio de 1575. El nuevo destino venía a endulzar los últimos sinsabores vividos por el marqués, ya que el de virrey de Nápoles era uno de los cargos más apetecidos por la nobleza castellana, por los beneficios económicos que podía reportar a sus titulares. Ahora bien, en Nápoles tampoco dejó de acompañarle la polémica. Protagonizó nuevos altercados con Juan de Austria, por entonces general de la Armada, con las autoridades locales del reino y, sobre todo, con las dos ramas principales de la familia de los Caraffa que, tras enviar repetidas quejas ante Felipe II, secundadas por su enemigo el cardenal Granvela, contribuyeron a que fuese depuesto del cargo de virrey. Íñigo partió de Nápoles el 8 de noviembre de 1579 para retirarse definitivamente a Mondéjar. Cansado y contrariado por la pérdida del favor regio, murió pocos meses después.

Contrajo matrimonio con María de Mendoza y Aragón, hija del IV duque del Infantado. Tuvieron ocho hijos y cuatro hijas, de los que despuntaron el primogénito, Luis, que sería acusado de asesinato, procesado y encarcelado en Chinchilla; Francisco, que llegó a ser embajador en Hungría, Alemania y Polonia, general de Caballería, capitán general de Flandes y obispo de Sigüenza; Pedro, que alcanzó el grado de general de Galeras, maestre de campo y consejero de Guerra; y Juan, VI duque del Infantado, que desempeñó los cargos de gentilhombre de Cámara y mayordomo de Felipe III, mayordomo mayor de Felipe IV, presidente del Consejo de Italia y miembro de los de Estado y Guerra.

 

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Antonio Jiménez Estrella