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Francisco Rico y Morales del Castillo

Biografía

Rico y Morales del Castillo, Francisco. Apóstol de Lima. Lima (Perú), 9.II.1615 – 11.IV.1673. Misionero y operario apostólico jesuita (SI).

En su infancia, permaneció junto al deán de la Catedral de Lima, Juan de Cabrera, como sirviente y fue éste el que le acercó a estudiar junto a los jesuitas en el Colegio de San Martín de la Ciudad de los Reyes.

En la Compañía de Jesús entró el 31 de diciembre de 1632. Después de su período de probación en el noviciado y de estudiar Humanidades en el Colegio de San Pablo de Lima, entre 1635 y 1636, comenzó su labor docente. Primero, según era habitual, como maestro de Gramática, por un período de dos años, entre 1636 y 1638, en su antiguo Colegio de San Martín. Prosiguió su formación, de nuevo, en el de San Pablo, escuchando la Filosofía —entre 1638 y 1640— y continuando con la Teología, entre 1640 y 1642. A partir de ahí, habría de comenzar su vida misionera, pues se ofreció a la misión de los chiriguanos de Santa Cruz de la Sierra, en la actual Bolivia. A ella fue destinado en 1644. Como no podía ser de otra manera, el jesuita tuvo que comenzar a superar la barrera lingüística, auténtico problema para la evangelización.

Por eso, inició su estudio del guaraní, junto con el padre Antonio Ruiz de Montoya.

Poco tiempo después, el virrey del Perú, el marqués de Mancera, solicitó al provincial de la Compañía que Francisco del Castillo sirviese como capellán a su hijo, Antonio de Toledo, el cual habría de encaminarse hacia Valdivia, en Chile, con el fin de combatir a los holandeses y establecer allí un fuerte para repeler futuros ataques. Una labor castrense que interrumpiría el envío anterior, prometiendo el provincial que Castillo sería enviado después a Santa Cruz. Concluida esta labor, regresó a Lima en mayo de 1645. Allí pudo conocer que los jesuitas ya no trabajaban en aquella misión, pues no se podían fundar reducciones entre ellos. No se rindió en su labor misionera y se ofreció para las misiones del Marañón o del Amazonas, después de haber leído el libro de Cristóbal de Acuña, “Nuevo descubrimiento del gran Río de las Amazonas”. Por otra parte, Francisco del Castillo habría de ayudar a misioneros como Lucas de la Cueva o Nicolás Mascardi.

Tras haber realizado la tercera probación en 1645 en Callao, sus superiores le remitieron al Colegio de San Pablo de Lima, donde de nuevo fue profesor de Gramática Latina y se responsabilizó de la dirección espiritual de los alumnos. Además trabajó pastoralmente entre los negros que habitaban la enfermería del Colegio, así como en el Hospital del Espíritu Santo y de San Bartolomé. El catecismo, como en todo buen jesuita, no estaba ajeno a sus trabajos, pues enseñaba la doctrina cristiana a los niños del Colegio y a los negros del barrio de San Lázaro. Destacó como predicador en los días festivos y los domingos, en la feria del Baratillo, dentro de la mencionada parroquia de San Lázaro. Su enfermedad asmática le condujo a solicitar al provincial un cambio de destino, pues mejor podría adaptarse a la misma la primera doctrina que los jesuitas fundaron en Indias —nos referimos a Juli— o la ciudad de La Paz (en Bolivia). Petición que no recibió respuesta ya que la carta llegó después de la muerte del provincial. Francisco del Castillo consideró que no debería repetir la petición.

Ese mismo año, en 1657, fue Úrsula Calafa —una de las habituales mecenas cercanas a la Compañía—, la que donó a los jesuitas la capilla de los Desamparados, que se encontraba cercana al Baratillo. Los superiores consideraron que el hombre adecuado para aquel trabajo pastoral era Francisco del Castillo. Es verdad, que también se encontraba presente, en su trabajo pastoral, en otros ámbitos no pertenecientes a Lima, aunque buena parte de ellos se concentraban en la que se conocía como la “Ciudad de los Reyes”.

Por eso, este jesuita era llamado como el “apóstol de Lima”. Y a pesar de que ya no contaba con buena salud, esa capilla de los Desamparados fue una plataforma para llegar a gentes que formaban parte de las distintas clases sociales. Su labor apostólica se desarrollaba en las clases más elevadas como consejero de los obispos y confesor de los virreyes, además de otras labores castrenses que recibió en los primeros momentos de su trabajo pastoral. Y aunque destacó como predicador y director espiritual, lo hizo más especialmente como ministro entre los negros y los indios. Las lenguas no le parecieron una barrera en su evangelización y así lo realizó con el catecismo en castellano y quechua, además del que contaba en manuscrito en la lengua de Angola. Puso en marcha otras obras que cumplían estos fines apostólicos como ocurría con la Escuela del Santísimo Crucifijo de la Agonía. A ella acudían los fieles en el tiempo de la Cuaresma, la Semana Santa, en la festividad específica de la Exaltación de la Cruz, sirviendo también de desagravio por los excesos del carnaval. Además, no podía encontrarse ajeno a otras labores asistenciales como una escuela para niños pobres, el recogimiento de las desamparadas o el Hospital de los betlemitas.

Un activismo que no impedía una labor intelectual como era la de escribir una autobiografía —eso sí, por orden de sus superiores, como solía ocurrir habitualmente— en la que detallaba su vida de oración, demostraba su devoción a la Virgen María, desarrollaba sus encuentros místicos, refiriendo por último sus iniciativas apostólicas. Destacaba la especial influencia que sobre él había ejercido el mencionado Antonio Ruiz de Montoya, autor de la célebre obra “Conquista espiritual, hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape”.

En medio de tantas presencias entre los limeños y los habitantes de esta capital más cosmopolita, se apreció pronto su última enfermedad, que culminó en su muerte en abril de 1673. Por eso, las fuentes no dejaban de resaltar que su desaparición había provocado una conmoción entre toda la población. La fama de santidad nacida desde abajo, se canalizó hacia el deseo de que la congregación provincial solicitase el inicio del proceso de beatificación. Era el inmediato año de 1674 y será en apenas tres años cuando el provincial peruano presentó esta petición, abriéndose el habitual proceso informativo, con la necesaria presencia de los testigos —alcanzando el número de ciento treinta y ocho—. El proceso se abrió en otros lugares diversos por donde pasó Francisco del Castillo. En el expediente que se remitió a Roma, en 1685, se incluían cartas del propio virrey, los cabildos de la ciudad, el arzobispo de esta sede metropolitana, la Universidad de San Marcos, así como diversas órdenes religiosas, a pesar de las competencias devocionales existentes entre ellas. La supresión de la Compañía de Jesús en 1773 perjudicó notablemente éste y otros procesos de santificación de algunos de sus miembros.

Así ocurrió en Francisco del Castillo, aunque se reanudó en 1912, no habiendo sido todavía canonizado. Por eso, es considerado como siervo de Dios.

 

Obras de ~: “Traslado de la vida que, por mandato de sus prelados, escribió el V.P. Francisco del Castillo (Lima, 27 de octubre de 1677) y otros documentos inéditos”, en Revista del Archivo Nacional del Perú, 5 (1927), págs. 133-159, 6 (1928), págs. 203-220; R. Vargas Ugarte (ed.), Un místico del siglo XVI: Autobiografía del Venerable Padre Francisco del Castillo, Lima, 1960; Silex del divino amor, ed. de J. L. Rouillón, Lima, 1991.

 

Bibl.: Sacr. Rituum Congr. Beatificationis et canonizationis Ven. Servi Dei Francisci de Castillo, Soc. Iesu, sacerdotis professi. Positio super introductione causae, Roma, 1698; P. García y Sanz, Vida del Venerable y Apostólico Padre Francisco del Castillo, de la Compañía de Jesús, Roma, Tipografía de Juan Cesaretti, 1863; A. Astrain, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, Madrid, Razón y Fe, 1902-1925, vol. 5, pág. 657 y vol. 6, págs. 510-511, 531-538; Positio super virtutibus in specie, Roma, 1912; R. Vargas Ugarte, Historia de la Compañía de Jesús en el Perú, vol. II, Burgos, Aldecoa, 1963, págs. 149-158, 252-257; J. L. Ruillón, “Una amistad ejemplar: Francisco del Castillo y Antonio Ruiz de Montoya (1643-1652)”, en Revista Teológica Limense, 24 (1990), págs. 123-133; A. Nieto Vélez, Francisco del Castillo. El apóstol de Lima, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 1992; J. Baptista, “Castillo, Francisco Rico y Morales del”, en Ch. O’Neill y J. Domínguez, Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús, vol. I, Roma-Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, Institutum Historicum Societatis Iesu, 2001, págs. 701-702.

 

Javier Burrieza Sánchez

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