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Luis Félix de Miraval y Spínola

Biografía

Miraval y Spínola, Luis Félix de. Marqués de Miraval (I). Jerez de la Frontera (Cádiz), c. 1655 – Madrid, 24.I.1729. Magistrado y político.

Por ambas líneas era oriundo de dos familias ilustres de Jerez de la Frontera. Sus padres, nacidos en esta ciudad, eran Juan Francisco de Miraval (Mirabal) y Lobatón, caballero de Alcántara y veinticuatro de Jerez, y María Luisa Spínola (o Espínola) y Morales.

Becario del colegio mayor de Cuenca en Salamanca, cursó estudios de Derecho en la Universidad en la que fue profesor: catedrático de Volumen (1687), de Digesto Viejo (1695), de Vísperas de Leyes (1696).

Después empezó una carrera de Leyes, siendo fiscal de la Chancillería de Valladolid (21 de noviembre de 1697) y oidor de la misma (16 de agosto de 1700).

Pasó por el puesto de alcalde de Casa y Corte (6 de marzo de 1705) antes de ser nombrado consejero del Consejo de Castilla (17 de marzo de 1707). Con retención de su empleo, se le confirió el cargo de embajador ordinario cerca de los Estados Generales de las Provincias Unidas (3 de agosto de 1714), donde presentó sus credenciales el 23 de julio de 1715. Su principal misión consistió en dar cumplimiento al tratado de Utrecht, reanudando las relaciones hispano-holandesas interrumpidas desde el año 1702: cometido que desempeñó correctamente pero sin brillo, en el poco tiempo que permaneció en La Haya. Sus amigos del clan italiano del duque de Pópoli hicieron que se le llamase a España donde le tenían preparado el puesto eminente de gobernador del Consejo de Castilla. Miraval remitió sus cartas recredenciales el 15 de diciembre de 1715 y, viajando sin prisa, llegó a Madrid el 26 de febrero de 1716. Al día siguiente tomó posesión de su nuevo cargo, que ejercería por más de ocho años.

De estatura alta, bien parecido, tenía fama de hombre afable, educado, abierto y equitativo. Aunque experimentado, bastante capaz y aficionado al trabajo, no estaba dotado de una inteligencia trascendente. Así y todo, a Felipe V que despachaba con él cada semana le gustó tanto que le concedió un título de Castilla (30 de octubre de 1722) y hasta pensó, un momento, en hacer de él un primer ministro. Como la Reina y el confesor del Rey le apoyaban también, llegó a tener tanta reputación que, al abdicar (10 de enero de 1724), Felipe V no dudó en ponerle al frente de la Junta de gobierno de siete miembros que iba a asesorar al joven rey Luis I.

Entonces empezó una nueva, breve y definitiva etapa de la carrera de Miraval. Entre la Corte de Madrid, teóricamente soberana, y la de San Ildefonso, de mayor experiencia y peso, los negocios políticos conocieron un tira y afloja que los dejó a menudo suspensos y sin resolver. Del gabinete de Luis I, Miraval era el presidente y principal resorte, teniendo que caminar con tiento por un terreno inseguro y peligroso.

Inclinado a restablecer los antiguos usos, desconfiaba de los extranjeros, maniobrando entre ellos con más o menos habilidad. Tanto él como su confesor, el padre Ramos, un jesuita intrigante, aparentaban cierta desafección a Francia, al mismo tiempo que ambos mantenían una correspondencia secreta con el duque de Borbón, primer ministro de Luis XV, a espaldas del embajador francés, el mariscal de Tessé.

Jefe del llamado “partido español”, Miraval intentó sacudir la tutela de la Corte de San Ildefonso sobre el gobierno de la Junta. A principios de marzo de 1724, estableció una nueva forma de gestión de los asuntos exteriores. Los vocales de la Junta se repartieron entre sí las relaciones con las potencias extranjeras, cada uno informando al pleno del consejo: a Miraval le tocaron las relaciones con Francia, ya que su embajador “era un personaje demasiado importante para tratar con otro”. Así quedaba Orendain (y también Grimaldo que le controlaba) marginado y reducido al papel de sencillo relator de las deliberaciones de la Junta. Un contraataque, conducido por la reina Farnesio, puso fin a esta iniciativa. Una Real Orden autorizó a Orendain a recibir de cada vocal por separado los informes relativos a su ramo particular, para que los presentase al rey Luis en el despacho ordinario.

Por tanto, se vio paralizada la acción colectiva de la Junta y, siendo el secretario de Estado el conducto directo de comunicación con el Soberano, tenía posibilidad de influir en la presentación de los negocios según las insinuaciones que de San Ildefonso recibía.

Aunque vencidos, el partido español y Miraval no cejaron en su empeño. Disfrazándolo con el pretexto plausible del bien público y de la necesidad de aliviar el erario, pretendieron cortar parte de la dotación de los dos infantes, hermanos del Rey, y hasta pensaron en disminuir la pensión del rey padre, medidas que chocaron con la airada repulsa de Luis I. Lo único que pudo conseguirse fue que Felipe V encargase a Miraval que hiciera entender al joven Rey la conveniencia de enfrenar su natural munificencia y de revocar algunos nombramientos poco oportunos.

Preocupado por la dualidad de los poderes y la tirantez creciente que originaba, el embajador francés imaginó un plan de reforma del gobierno de Madrid, que suponía la designación de un primer ministro capaz de coordinar la conducta de los negocios, y durante algún tiempo se volvió a hablar de Miraval para ocupar tal puesto. Pero ya había pasado su hora. No sólo el plan de Tessé fue rechazado tanto en Madrid por Miraval y el padre Ramos como en San Ildefonso por Grimaldo y el padre Bermúdez, todos de acuerdo por una vez, sino que Felipe V empezó a desconfiar del gobernador. Lamentando haberle empujado tan alto, se negó a concederle uno de los cordones azules (insignia de la Orden del Sancti Spiritus) que Francia había puesto a su disposición. Con su temperamento volcánico, Isabel Farnesio echaba pestes contra su antiguo protegido: “Cuando veo al presidente de Castilla —exclamaba— creo ver al caballo del Apocalipsis”.

El rey Luis se encontraba en una situación inextricable: “Acosado de un lado por las intrigas de las gentes que aspiraban al poder y del otro contenido por el respeto filial... no parecía distante el momento de que se decidiese a ejercer de lleno la autoridad Real, no contentándose ya con la que sólo era una pantalla”.

Su enfermedad y repentina muerte (19-31 de agosto de 1724) llevaron a un desenlace inesperado.

El mismo día de este fallecimiento, Miraval hizo partícipe a Felipe V, instándole a que volviese al punto a la capital. El 1 de septiembre el Rey salió de San Ildefonso, dio audiencia a Miraval en El Campillo y entró en Madrid, acompañado por la Reina, Grimaldo y el confesor regio, padre Bermúdez: estos dos últimos se hospedaron en casa del marqués. Se enfrentaron entonces dos bandos: uno abogaba por que Felipe V, haciendo caso omiso de su abdicación, subiese de nuevo al trono; otro, bastante numeroso, no se conformaba con esta solución, a la vez por motivos de conciencia y por temor a ver al Rey quedar bajo la influencia de su ambiciosa esposa, sin tener capacidad para tomar o mantener decisiones propias.

Aunque con mucha prudencia, parece que Miraval se inclinaba a este lado. Habiendo solicitado Felipe V una consulta del Consejo de Castilla (2 de septiembre), el gobernador bajo pretexto de afecto al Soberano se valió de todo el influjo de su empleo para redactar un informe previo en el que aducía consideraciones políticas y religiosas propias a disuadir al Rey de cualquier idea de volver al poder. Estos raciocinios los apoyó también el padre Bermúdez. En consecuencia, la consulta del Consejo (4 de septiembre), aunque apuntaba más bien al retorno del Rey al trono, se presentó tan llena de oscuridades y contradicciones que el Monarca creyó oportuno el someterla a una junta de teólogos convocada a este efecto en el colegio de los jesuitas. Dicha junta confirmó la validez de la abdicación, insinuando que Felipe recogiese las riendas del gobierno, pero en calidad de regente hasta la mayoría del príncipe de Asturias. Poco faltó para que el Rey se restituyese a San Ildefonso. Pero la Reina, su camarilla, el marqués de Grimaldo y el embajador francés Tessé obraron al unísono para combatir esta decisión. Llamado a consulta de nuevo, el Consejo de Castilla censuró la deliberación de los teólogos y, con claridad esta vez, instó al Rey que volviese a empuñar el cetro. Al mismo tiempo se consiguió un dictamen favorable de otra junta de teólogos y hasta se echó mano del nuncio Aldobrandini, quien sentenció en nombre del Papa que el Monarca debía retractar su abdicación en pro del bien general. Finalmente, el 6 de septiembre, Felipe V mandó al Consejo de Castilla un decreto manifestando que volvía a tomar las riendas del gobierno.

El desenlace de este hormigueo de intrigas resultó fatal para Miraval, cuya conducta vacilante y ambigua fue asimilada por sus contrarios a una pura y sencilla traición. La represión alcanzó primero a Verdes Montenegro, secretario de Estado y hechura del gobernador, y al padre Ramos, su confesor, ambos desterrados.

Miraval, sabedor de que había perdido la confianza del Rey, acechaba una ocasión favorable para dejar su empleo, mediante alguna honrosa compensación, pero sus enemigos, temerosos de las ventajas que pudiera conseguir ayudándose de sus audiencias semanales con el Rey, se le anticiparon y lograron su destitución el 27 de octubre de 1724. Sin embargo, se le concedió el título de consejero de Estado con un pingüe sueldo (5 de noviembre). Con toda evidencia su caída se hallaba ligada a la nueva situación de la Corte de España donde ya prevalecían los intereses de la Reina, que se encarnizó con cuantos habían mostrado oposición, tibieza o por lo menos poco interés en que recobrase el Rey la corona.

Luis de Miraval se casó dos veces: en 1699 con María Magdalena Dávila y Moncada, con quien tuvo cuatro niños muertos jóvenes y una hija, María Melchora; en 1709, en Madrid, con Isabel María Queipo de Llano y Dóriga, hija del conde de Toreno, unión de la que nacieron tres niños fallecidos en edad temprana y cinco que sobrevivieron (Joaquín Antonio, Joaquina María, Josefa María, María Magdalena y José Ignacio).

 

Fuentes y bibl.: Archivo Histórico Nacional, Consejos, libs. 732, 733; Estado, leg. 3427; Órdenes Militares, Alcántara, exp. 977.

A. Baudrillart, Philippe V et la cour de France, t. II, Paris, F. Didot, s. f.; G. Coxe, España bajo el reinado de la casa de Borbón [...], trad. al esp. por J. de Salas y Quiroga, t. II, Madrid, F. de Mellado, 1846; A. y A. García Carraffa, Enciclopedia heráldica y genealógica hispanoamericana, t. LV, Madrid, 1952-1963; J. Fayard, Los ministros del Consejo Real de Castilla (1621-1788). Informes biográficos, Madrid, Hidalguía- Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Salazar y Castro, 1982; F. Barrios, El Consejo de Estado de la monarquía española (1521-1812), Madrid, Consejo de Estado, 1984; D. Ozanam, Les diplomates espagnols du XVIIIe siècle, Madrid- Bordeaux, Casa de Velázquez-Maison des Pays Ibériques, 1998.

 

Didier Ozanam

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