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Luisa María Francisca de Guzmán

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Biografía

Luisa María Francisca de Guzmán. Duquesa de Braganza (VIII). Huelva, 13.X.1613 – Lisboa (Portugal), 27.X.1666. Reina de Portugal.

Hija de Juan Manuel Pérez de Guzmán, VIII duque de Medina Sidonia, y de Juana de Sandoval y Rojas, hija a su vez del célebre duque de Lerma y valido de Felipe III, Francisco de Sandoval y Rojas, su matrimonio en 1633 con el entonces duque de Braganza —el título más relumbrante de Portugal y emparentado con la extinta dinastía de los Avís— no hizo sino confirmar la gravedad de su sangre y la prioridad que las grandes familias de la aristocracia concedían al engrandecimiento de sus linajes. Con todo, nada de esto tenía por qué presagiar el ascenso a la realeza que su persona experimentaría el 1 de diciembre de 1640, cuando el ya duque de Braganza, Juan, su marido, fuera aclamado rey de Portugal de resultas de una conjura nobiliaria destinada a desbaratar el régimen de los Austrias mediante el destronamiento de Felipe IV.

Las fuentes coetáneas a la Restauración o inmediatamente posteriores a ella crearon la imagen de una duquesa de Braganza de fuerte carácter, impulsora de la aclamación de 1640 por encima, incluso, de la inicial pusilanimidad atribuida al duque Juan. Como artificio narrativo, tal vez el objetivo de esta construcción retrospectiva persiguiera resaltar la prudencia de su marido, el futuro monarca, frente a una excesiva animosidad personificada en la duquesa, pero en realidad identificable en todos aquellos núcleos o facciones interesados en romper los lazos con la Monarquía hispánica y que poco o mal comprendían la actitud pasiva y retardataria del elegido para ser Rey.

Tampoco puede obviarse que la convulsa regencia que Luisa de Guzmán tuvo que afrontar tras la muerte de Juan IV en 1656 debió influir en los responsables de historiar la Restauración, en el sentido de dotar a su persona de un conjunto de virtudes, más o menos políticas, que posibilitaran justificar sus decisiones y la permitieran simbolizar dignamente a la nueva dinastía de Portugal, sin ahondar demasiado, por ejemplo, en su origen andaluz ni en sus ambiciones más personales. De hecho, una cierta historiografía comprometida con los valores del Estado-Nación ha interpretado la defensa de los intereses particulares de Luisa —los relativos a las casas de Braganza y Medina Sidonia, sobre todo—, como gestos de identificación de la duquesa, luego Reina, con Portugal. Se trata de un mecanismo de nacionalización de un elemento, en principio, ajeno a tales menesteres. Tampoco es casualidad que la figura de Luisa irrumpa en la historiografía restauracionista justo la víspera del golpe de 1640 como uno de sus principales valedores, lo que bien pudo obedecer a la necesidad de presentar su determinación como un anticipo de su capacidad para desempeñar el gobierno en los turbulentos años de la regencia. Todo un conjunto de factores, pues, se han conjugado para crear una imagen tópica y mitificada de una Reina consorte que supo asistir a su marido mientras éste vivió, y de regente que intentó actuar con responsabilidad cuando así lo ordenaron las circunstancias.

El resultado se asemeja en exceso al ideal de “reina varonil” que la cultura política de la Edad Moderna solía poner en pie cuando urgía legitimar y robustecer el papel de una mujer Soberana, algo que, sin duda, arroja pistas sobre el grado de prevención con que los historiadores deben enfrentarse a este problema, en general, y al caso de Luisa, en particular.

Pese a todo esto, no cabe duda de que los orígenes familiares predispusieron a Luisa de Guzmán a saber aprovechar las oportunidades que se le ofrecieron. Su herencia política, por así decirlo, resultaba apabullante.

No sólo pertenecía por sangre al entorno del primer valido reconocido como tal por un Rey de la casa de Austria, el ya mencionado duque de Lerma, su abuelo, sino que, además, su condición de hija del mayor aristócrata de la Corona de Castilla —el duque de Medina Sidonia— la situaron desde su nacimiento entre las primeras filas del juego del poder.

En absoluto predestinada a ceñir una corona real, sin embargo, tampoco este tipo de veleidades resultaron ajenas a los vates de la Corte de Sanlúcar, quienes celebraban ocasionalmente a sus señores como casi reyes en honor a sus tierras, rentas y señoríos de la Andalucía occidental. La lejanía de los Medina Sidonia respecto de Madrid era sólo aparente, un recurso calculado para mantener la preeminencia de la casa a resguardo de la competencia cortesana y, sobre todo, para ejercer el cargo de capitán general del Mar Océano y Costas de Andalucía, concedido a los titulares de la casa en 1588. De este modo, los Guzmán de Sanlúcar habían logrado constituir un confortable polo de poder a caballo entre la periferia y el centro, bien conectado con Sevilla y Madrid y cuya culminación, por el momento, se resumió en la alianza matrimonial de los Medina Sidonia con los Sandoval en 1599. Desde esta perspectiva se comprende que la caída en desgracia de la facción lermista en torno a 1620 y su sustitución por una rama menor —y, según parece, rival— de los Guzmán, la encabezada por Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, pudo ser contemplada desde Sanlúcar como una alteración, cuando no como un revés, a los planes de fortalecimiento de la casa. Si fue así o no, en todo caso el matrimonio entre la hija del duque de Medina Sidonia y el titular de la primera casa de Portugal, la de Braganza, supuso un paso más en dirección a dotar de salvaguardias y prestigio a las dos partes contrayentes mediante un recurso ya experimentado en el pasado, cual había sido el matrimonio entre el duque de Braganza, Jaime, y la hija del duque de Medina Sidonia a finales del siglo XV.

A la altura de 1633, no obstante, la pertenencia de Portugal a la Monarquía hispánica convertía cualquiera de los enlaces nobiliarios en asunto que trascendía la mera estrategia de una familia para afectar a la misma Corona. De hecho, si se ha de creer a Francisco Manuel de Melo —que militaría en filas bragancistas a partir de la Restauración, si bien siempre despertó sospechas de su verdadera lealtad—, la duda del duque Juan estuvo entre la casa de Oropesa, vinculada a los Braganza, y la de Medina Sidonia, que sería la preferida por el conde-duque, con el que los titulares brigantinos debían buscar una relación amable debido a su poder. Olivares seguramente acariciase el lustre que recaería en la rama mayor de su linaje a la par que ofrecía a la Corona el estrechamiento de los lazos entre dos de sus vasallos más poderosos.

Es razonable suponer que, tanto por coincidir con la tradición familiar como con el interés del valido, a los Braganza y a los Medina Sidonia les favoreciese igualmente revalidar una alianza dinástica que, al tiempo que aparentaba un relativo sometimiento a los objetivos del privado y del monarca, incidía en un fortalecimiento de las dos casas. Así, el matrimonio entre Juan y Luisa se celebró fastuosamente el 12 de enero de 1633 en la localidad de Elvas, elegida expresamente por figurar a medio camino entre Villaviciosa, sede del palacio de los Braganza, y Badajoz, ciudad por donde la comitiva de la novia entró en Portugal. Ofició la ceremonia el obispo de Elvas, Sebastián de Matos e Noroña, futuro enemigo del duque una vez que éste ingresó en la realeza.

Esta ambigüedad entre el servicio a la Corona y la satisfacción del interés familiar se mantuvo hasta el estallido de la secesión portuguesa. El 1 de diciembre de 1640 el duque de Braganza fue aclamado rey de Portugal, de modo que la duquesa se convirtió en Reina. Hasta cierto punto, ello pudo representar la culminación lógica de las aspiraciones de cualquier gran casa ducal, cuyo peldaño siguiente en la escalera de la ascensión al poder implicaba la asunción de la Corona real. La Edad Moderna ofreció varios ejemplos de este proceso de encumbramiento, como el de los duques de Saboya o de Brandemburgo, elevados a la categoría de reyes de Sicilia y Prusia, respectivamente, por las paces de Utrecht y Rastadt en 1713-1714. Pero es que, además, en el caso de los Braganza la aspiración a la realeza contaba con precedentes que se habían visto favorecidos por sus enlaces con la dinastía de los Avís. Sin necesidad de ir más lejos, la candidatura real de Catalina, nieta del rey Manuel y casada con el duque de Braganza Juan, resultó una de las más comprometedoras a las que Felipe II tuvo que enfrentarse en 1580. De hecho, ésta fue la línea de sangre que se esgrimió para acusar a los Austrias de usurpadores y atribuir a los Braganza la continuidad dinástica natural de los reyes portugueses. A partir de este momento, pues, Luisa de Guzmán debía adaptarse a su papel de Reina, suceso imprevisto y nada fácil de ejecutar si se tiene en cuenta su falta de preparación específica al respecto y la complejidad del panorama creado por la Restauración.

De ella se esperaba lo que de cualquier Reina de entonces: cumplir con decoro y dignidad sus funciones de esposa obediente y solícita con el Monarca, y proporcionar herederos. Esto último revestía una importancia singular, dada la necesidad de consolidar una nueva dinastía. De hecho, Luisa tuvo siete hijos, aunque casi todos antes de 1640 —por lo que no cabe atribuir esta fecundidad a ninguna motivación monárquica—, a saber: Teodosio, nacido el 8 de febrero de 1634 y muerto el 13 de mayo de 1653; Ana, que nació muerta el 21 de enero de 1635; Joana, que vivió entre el 18 de septiembre de 1635 y el 17 de noviembre de 1653; Catalina, nacida el 25 de noviembre de 1638 y fallecida el 31 de diciembre de 1705 (fue reina de Gran Bretaña por su matrimonio con Carlos II Estuardo entre 1661 y 1685, del que no hubo hijos); Manuel, nacido muerto el 6 de septiembre de 1640; Alfonso, que vivió entre el 12 de agosto de 1643 y el 12 de septiembre de 1683 (desde 1656 ya como Alfonso VI de Portugal); y Pedro, nacido el 26 de abril de 1648 y muerto el 1 de diciembre de 1706 (igualmente rey de Portugal desde el fallecimiento de su hermano Alfonso en 1683).

Hasta la muerte de Juan IV, el papel de la nueva Reina parecía haber transcurrido por cauces bastante discretos. Lógicamente, era el monarca y fundador de una dinastía a quien convenía promover entre los súbditos y, sólo indirectamente, también a su Reina consorte. Tampoco hay señales de que la Corte de Lisboa, que ahora podía resarcirse de los años en que Madrid había desempeñado este papel, desarrollara un ceremonial o unos fastos especialmente llamativos en los que la Reina adquiriera algún tipo de protagonismo estelar. Más bien, la situación de guerra con la Monarquía hispánica y los reproches de despilfarro dirigidos a los Felipes durante los años de la unión de Coronas aconsejaban moderación. A este respecto otro factor más que cabe considerar es el recuerdo del gobierno de la virreina Margarita de Saboya. La prima de Felipe IV que había sido depuesta por los conjurados de 1640 era, a fin de cuentas, una mujer, hecho que no pasó desapercibido para quienes combatieron el régimen olivarista que ella, mal que bien, personificaba.

De modo que a la hora de dotar de contenido el papel de la nueva reina Luisa tal vez pesara en el ambiente el deseo y la necesidad de diferenciar su actividad institucional de la ejercida por Margarita, en el sentido de alejarla de funciones señaladamente ejecutivas. Queda, en todo caso, por investigar hasta qué punto el protagonismo extinto de la virreina contribuyó a perfilar, y en qué sentido, el quehacer y la imagen del componente femenino de la realeza Braganza en sus inicios.

Sin embargo, la muerte de Juan IV en 1656, dejando como heredero a un niño de trece años y, según parece, aquejado de algún tipo de anomalía mental, inauguró un período de regencia que supuso un desafío político e institucional para una dinastía apenas estrenada y rodeada de enemigos internos y externos.

El centro de gravedad político se trasladó a una Reina regente de la que no consta que tuviera experiencia considerable de gobierno, más allá de sustituciones puntuales en ausencia breve de su marido, asistida por los antiguos servidores de la casa de Braganza convertidos en secretarios de Estado bajo Juan IV y cuya labor consistía en preservar la autoridad de la Corona frente a una marea de nobles que confiaban en hacerse con los resortes del poder al calor del vacío, más o menos inevitable, generado por la minoridad real.

Desde el Consejo de Estado se advirtió sin éxito a la Reina de la necesidad de sustituir la política autoritaria de Juan IV por otra abierta a la participación de los distintos tribunales del reino, marginados hasta entonces por el sistema de juntas que la Corona había logrado imponer. Los éxitos militares de las campañas de 1657-1659 frente a los austracistas, así como el tratado de alianza sellado con Carlos II de Inglaterra no sirvieron para frenar el deterioro interno. La inestabilidad provocada por el faccionalismo cortesano terminó por desembocar en dos grupos: uno, partidario del autoritarismo real y que, lógicamente, centraba su triunfo en deshacerse de la regencia y adelantar la mayoría de edad del Rey (en Portugal, ésta había sido fijada a los veinte años); el otro grupo abogaba por el sistema conciliar. Si el primero lo formaban Luis de Vasconcelos e Sousa, conde de Castel Melhor, junto al conde de Atouguia y el obispo Sebastián César de Meneses, en el segundo destacaban el duque de Cadaval, los marqueses de Marialva y de Gouveia y los condes de Soure y Ericeira. Los rumores de que este segundo grupo negociaba en secreto algún tipo de acuerdo con Madrid sirvieron para precipitar los hechos: el 23 de junio de 1662 la facción de Castel Melhor presionó a la regente para que declarase la mayoría de su hijo, quien, en realidad, dejó el gobierno ejecutivo en manos del nuevo valido. Luisa permaneció en el palacio real hasta marzo de 1663, momento en que se retiró al convento de los agustinos. Hasta su muerte parece que ayudó a promover la entronización de su otro hijo varón, el infante Pedro, en parte por motivos políticos que tenían que ver que sus innegables facultades para reinar, en parte por resentimiento hacia quienes la habían apartado del poder, incluido su hijo Alfonso. Pero las consecuencias de este juego quedaron para un futuro que ella ya no vería. Es de notar que, pese a los años transcurridos como reina de Portugal, nunca se desligó de su vinculación con la casa de Medina Sidonia. Así, durante la guerra con Felipe IV era vox populi entre los mandos bragancistas destacados en la frontera luso-onubense que debían abstenerse en lo posible de cometer razias en las tierras de su hermano el duque de Medina Sidonia. Y aunque se ignora el impacto que le causó la caída en desgracia de éste tras ser acusado de conspirar contra Felipe IV, es probable que ello reafirmase su voluntad de consolidar su nuevo estatuto de realeza para compensar aquel golpe. Falleció en Lisboa en 1666, cuando el éxito militar de la Restauración estaba consumado, pese a que la paz con Madrid no se firmaría hasta febrero de 1668.

 

Bibl.: L. de Meneses, conde da Ericeira, História de Portugal Restaurado, Lisboa, 1679-1689; E. Prestage, O Conselho de Estado de D. João IV e D. Luisa de Gusmão, Lisboa, 1919; G. de Melo de Matos, A falsa história da Restauração, Lisboa, 1938; M. J. Andresen, “A campanha de Elvas. Cartas inéditas da rainha D.Luísa de Gusmão”, en VV. AA., Congresso do Mundo Portugués, vol. VII, Lisboa, 1940, págs. 249-268; C. M. de Abreu Beirão, “As negociaçoes para o casamento da Infante D. Catarina com Carlos II de Inglaterra (1644- 1661)”, en VV. AA., Anais da Academia Portuguesa da História (Ciclo da Restauração de Portugal), vol. VII (Lisboa) (1942), págs. 461-490; H. Raposo, Dona Luísa de Gusmão. Duquesa e Rainha (1613-1666), Lisboa, Empresa Nacional de Publicidade, 1947; E. Prestage, “The Mode of Government in Portugal during the Restoration Period”, en VV. AA., Mélanges d’ÉtudesPortugaises Offerts à M. Georges Le Gentil, Lisboa, Instituto para a Alta Cultura, 1949, págs. 265-270; R. Valladares, Felipe IV y la Restauración de Portugal, Málaga, Algazara, 1994; F. M. de Melo, Tácito portugués. Vida, morte, dittos e feitos de El Rey Dom João IV de Portugal, ed. de R. Rego, Lisboa, 1995; M. Soares da Cunha, A Casa de Bragança, 1560-1640.

Práticas senhoriais e redes clientelares, Lisboa, Estampa, 2000.

 

Rafael Valladares

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