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Francisco Salgado de Somoza

Biografía

Salgado de Somoza, Francisco. La Coruña, c. 1595 – Alcalá la Real (Jaén), 12.II.1665. Jurisprudente regalista, abogado, oidor, consejero y clérigo.

No se conocen bien los datos relativos a su infancia y familia, salvo algunas referencias que sobre el particular hacen el propio interesado u otros autores, a veces en las dedicatorias y preliminares laudatorios que proliferan en sus obras, de modo que es aproximativa la fecha de su nacimiento, 1595, acaecida en La Coruña, en cuya Real Audiencia ejerció de abogado su padre, Gaspar, procedente al parecer de viejas familias hidalgas gallegas, de la estirpe de Tamagüelos, con larga continuidad en el mundo del derecho y de las letras, de ascendientes, coetáneos y sobrevinientes. Un hijo de su hermano García de Salgado, fray Álvaro Salgado de Losada, fue abogado regio y oidor general del Santo Oficio en todo el Reino de Galicia, y el mismo hermano gemelo de Francisco, García Salgado de Sotelo, fue abogado en la Audiencia del Reino de Galicia, además de oidor general de causas de la Artillería del citado Reino.

Estudió Jurisprudencia en la Universidad de Salamanca, todavía muy prestigiosa a fines del siglo xvi y comienzos del xvii, con personajes ilustres, como era el caso del catedrático civilista Antonio Pichardo Vinuesa, maestro de excelentes juristas, entre ellos Juan Solórzano Pereira, enseñante de Leyes en la Academia salmantina entre 1602 y 1609, uno de los profesores que tuvo Salgado de Somoza, según él mismo reconoce. Por no poder precisarse, no hay seguridad acerca de si su bachilleramiento, muy precoz de acuerdo con algunos testimonios, a los dieciséis años, tuvo lugar en Leyes o en Cánones, pues ambas disciplinas las dominó generosamente, aunque es verosímil que fuera de legista por su inmediata tarea de abogado en un tribunal regio, si bien tampoco cabe descartar que lo fuera en Derecho Pontificio, lo cual habría facilitado su posterior ingreso en el estado clerical. No consta asimismo cuándo y dónde obtuvo la licenciatura, por más que su grado de licenciado se exhiba en las cabeceras de sus libros y en los oficios que desempeñó por encargo del Monarca.

Ya bachiller, y quizá licenciado, fue abogado en la Real Audiencia del Reino de Galicia, en su tierra natal. Es importante destacar que en ese juzgado se veían múltiples causas relativas a la vía de fuerza, de las fuerzas eclesiásticas que atañían a la real jurisdicción, y la experiencia de letrado le sirvió para profundizar y contrastar los conocimientos que sobre esta cuestión había venido acumulando gracias a otras fuentes las lecciones de sus preceptores y la lectura de los libros de los jurisperitos y teólogos. Estas mixturas de aprendizajes desembocaron en una obra monográfica latina, en forma de tratado, publicado por él en Lyon en 1626, donde se recoge con pretensiones sistemáticas, pero todavía dentro de las pautas de la escolástica jurídica, combinando la teoría con la práctica procesal, todo lo relativo a la protección regia de quienes se sentían oprimidos, incluidos los clérigos, por las decisiones de los jueces eclesiásticos, especialmente con motivo de la denegación de apelaciones y los pertinentes recursos de fuerza. El autor insiste como tesis central en el carácter extrajudicial de la intervención regia, de naturaleza política, por el bien público de los súbditos, entre ellos los clérigos, por mucho que lo fuera a través de la vía del Consejo y las Audiencias del Reino, así como adoctrina sobre la fundamentación de la regalía de fuerza del monarca hispano derivada del derecho divino y natural, amén de la costumbre inmemorial, para así dejar bien salvada la suprema jurisdicción laica del Rey, que en el ámbito eclesiástico de la república cristiana correspondería en exclusiva al Papa, según reitera, como por otra parte, era obligado, y sincero a la vez, en todo momento se mueve Salgado dentro de un confesado respeto por la ortodoxia religiosa. El largo escrito, que más adelante completaría con otros textos sobre las regalías del Monarca en relación con la potestad eclesiástica, lo tenía elaborado desde 1623 y le dio notoria e inmediata fama e influencia entre los juristas regalistas, españoles y foráneos, aún cuando también le proporcionó disgustos, como el que le supuso que se le incluyese en el índice romano de libros prohibidos, por Decreto de 17 de junio de 1627, ya que no en el hispano, debido entre otras cosas a la protección de la Corte de Felipe IV, Olivares al frente, muy combativa en terrenos del regalismo. Con este tratado, por resaltar su significado, Salgado de Somoza se movía en la senda de otros jurisconsultos de la Corona de Castilla, de variadas tendencias jurisprudenciales, que habían tocado en los dos últimos siglos el tema de las fuerzas eclesiásticas, como él mismo pone de relieve en páginas de proemio, tales fueron según su lista Martín Navarro, Núñez de Avendaño, Diego del Castillo, Avilés, Andrés de Villalón, López de Salcedo, Gregorio López, Bartolomé de Humada, Olano, Mexía, García de Saavedra, Diego de Segura, Covarrubias, Juan Gutiérrez, Castillo de Bovadilla, Azevedo, Diego de Simancas, Diego Pérez, Tapia Aldana y particularmente Jerónimo de Cevallos, a cuyo libro específico sobre las fuerzas de los jueces eclesiásticos niega el autor originalidad, habría sido escrito seis años después del suyo, además de achacarle excesivas repeticiones, a diferencia de su actitud metódica.

La aceptación de que gozó su tratado en los ámbitos cortesanos, sin despreciar la enemiga pontificia, que volvería a conocer muy pronto, le valió un buen patrocinio, como fue el que le prestó un hermano del Rey, el infante don Fernando, cardenal y arzobispo electo de Toledo, al promocionarlo a la categoría de vicario general de esta archidiócesis, lo cual implicó el traslado de su residencia a Madrid, pero también la adquisición de la condición eclesial. Precisamente gracias a este amparo, Salgado pudo continuar con su actividad literaria de naturaleza regalista mediante otro tratado latino, referido a los recursos de suplicación ante el Papa provocados por la retención en el Consejo Real de las bulas pontificias dadas en detrimento de los derechos regios, primordialmente del patronato real eclesiástico, de manera que aquellas no se hacían ejecutivas hasta la resolución de las apelaciones. En la referida doctrina, una vez más desde el respeto a la suma potestad del Pontífice y a los preceptos de la Iglesia romana, se mostraba seguidor, aunque con mayor esfuerzo sistemático, respecto de otros varios juristas españoles y extranjeros que le servían de guía y autoridad, entre los hispanos baste recordar los nombres de Juan de Castilla y Palacios Rubios ya en tiempos de los Reyes Católicos. Sin embargo, la publicación de esta obra no fue tarea sencilla, porque si fue presentada para su aprobación ante el Consejo y la curia diocesana de Madrid en 1634 y parecía que podía ser impresa en Lyon, a tenor de los manejos de los libreros franceses, de nuevo hubo de hacer el recorrido de la censura ante la curia eclesiástica de Madrid y el Consejo Real en 1638, para tras el definitivo visto bueno ver la luz de la imprenta en 1639, en esta oportunidad, del todo excepcional en los libros de Salgado, en unas prensas españolas, de Madrid. Las dificultades de la impresión vinieron motivadas por las presiones de Roma, y del nuncio en España Fachinetti, sumamente contrariados por el contenido decididamente regalista de la obra y el éxito no exento de emulación que estaba adquiriendo, hasta el punto de que, como le ocurriera con la anterior, se acabaría por incluir en el Índice romano de libros prohibidos, que no en el de España, ahora por Decreto de 17 de diciembre de 1640, en dura pugna ciertamente con la Corte madrileña del monarca Felipe IV, que veía el tratado del gallego con muy buenos ojos. En este contexto, para enmarcar adecuadamente el regalismo de Somoza, los problemas de la impresión y las tensiones entre el Pontificado y la Monarquía de España, no conviene olvidar que en 1634, por orden y en nombre del Rey, Juan Chumacero y fray Domingo Pimentel elevaron un memorial al papa Urbano VIII donde se denunciaban los excesos que se cometían en Roma contra los naturales españoles, que tuvo respuesta romana y réplica o satisfacción a la respuesta.

Muchos fueron los desvelos de Salgado a favor de la jurisdicción regia en sus relaciones con la eclesiástica y no quedaron sin recompensa por el lado del Monarca, dador de gracias y oficios, aunque con alguna frustración para el beneficiario, como ocurriera con su nombramiento de juez eclesiástico de la Monarquía del Reino de Sicilia en 1634, del que hizo gala el jurista en sus libros. La frustración vino en forma de insalvables obstáculos que puso a su designación la sede apostólica, a quien correspondía confirmar al candidato propuesto, a pesar del interés de Olivares y del mismo Monarca, que incluso decidieron el viaje de Salgado a Italia, del que hubo de regresar a España sin haber podido tomar posesión. El conflicto, enconado, duró cinco años, hasta 1639, cuando el Rey, convencido de la irreductible postura del Papa y de su nuncio en España, resarció los sinsabores del autor con otro puesto de juez ese mismo año de 1539, el de oidor de la Audiencia y Chancillería de Valladolid, un tribunal regio con rango de Corte, donde se ventilaban numerosos pleitos de fuerzas eclesiásticas pero igualmente otros muchos de naturaleza civil, y criminal por los alcaldes del Crimen, excelente contrapunto para un jurisprudente que había sido abogado con anterioridad y que también le serviría de ayuda para retocar y ampliar ahora sus trabajos regalistas y abordar otros de índole estrictamente civil y procesal, con acentuada maestría jurisprudencial y sentido práctico, como fue el caso de la materia del procedimiento concursal de quiebras.

En efecto, en la referida Audiencia vallisoletana, en la que Salgado permaneció un largo período y llegó a ser presidente de una de las salas de lo Civil, según informan algunos de los muchos prologuistas de sus libros, entre otros un oidor que coincidió con él en la misma sala, Martín de Bonilla, continuó reeditando su obra sobre las fuerzas eclesiásticas, con varias ediciones en Lyon en 1647 y 1654. No sólo esto, porque también se enfrentó, por primera vez en el seno de la vieja jurisprudencia europea del ius commune, con un amplio tratado monográfico sobre el concurso de acreedores que concurrían en común a la quiebra de deudores que título laberinto de créditos concurrentes, aparecido en latín en 1651 en la ciudad francesa de Lyon y reimpreso al poco tiempo en la mima ciudad y en otras del continente, signo de la enorme difusión de que gozó. A lo largo de la obra, analiza Salgado las diversas situaciones y relaciones jurídicas que se creaban entre el deudor en quiebra y sus acreedores concursantes, con distintos derechos de prelación de créditos, perfilando procedimientos y estableciendo garantías y precauciones frente a posibles abusos tanto de deudores como de acreedores, como era por ejemplo el procedimiento de oposición por unos y otros al convenio acordado, o el caso peculiar de los mayorazgos, donde los bienes estaban vinculados y por principio no obligados a enajenación, o los de la Iglesia, también amortizados por su propia naturaleza, o los de la república, o aquellos de los menores, no menos privilegiados. Diversas innovaciones sobresalían en sus reflexiones, como era el acento que puso en la exigencia de convocatorias públicas en el caso de que existieran acreedores desconocidos, e igualmente se significó en el principio de la retroacción, para así evitar disminuciones fraudulentas en el patrimonio del quebrado. Estas y otras notas de su laberinto tendrían generosa recepción, no exenta de críticas, entre los jurisprudentes europeos, entre ellos los hispanos, uno de los cuales, el procesalista Amador Rodríguez, publicó en Lyon en 1665 otro tratado sobre concurso de créditos, asunto dificultoso.

No obstante, a decir verdad, el laberinto no fue la última de sus obras publicadas siendo oidor de Valladolid, porque todavía tuvo tiempo Salgado de publicar en Venecia en 1653 como exenta una latina centuria de decisiones de la Sagrada Rota Romana, siguiendo el camino trazado por otros muchos juristas, españoles y de fuera de España, que publicaban y comentaban esta fuente judicial de imprescindible manejo para juristas y teólogos del orbe cristiano. De los españoles se pueden recordar los nombres de Martín de Azpilcueta, Juan Gutiérrez o el recién mencionado Amador Rodríguez.

El cargo de oidor no fue el fin de la carrera de Salgado de Somoza que dio un nuevo impulso con su ascenso a los Consejos, con sede en Madrid, primero, según exponen diversas fuentes, en el Consejo de Hacienda, presumiblemente por los conocimientos expresados en su laberinto de créditos, y luego en el Consejo de Castilla, desde el 13 de enero de 1658, en el que residió un año tan sólo. El Consejo de Castilla suponía habitualmente la cima en las aspiraciones de los juristas, que en su supuesto específico cobraba especial relevancia, dado que esta institución consiliar era la encargada de proceder a la retención de las bulas eclesiásticas lesivas a la jurisdicción regia, para su examen y posterior apelación ante el Pontífice, así como era el supremo tribunal del Reino castellano, donde se veían los principales pleitos de fuerzas eclesiásticas, en cuyos temas era un gran experto el regalista gallego.

Alto era el cargo de consejero de Castilla y de él, dada su preeminencia, únicamente se salía bien para la jubilación, bien para ocupar una presidencia en las Audiencias o en otros Consejos, bien asimismo para desempeñar un episcopado. Este último presumiblemente debía haber sido el destino de Salgado, pero, como los obispados eran de nombramiento pontificio, tuvo cerrado su acceso a ellos y hubo de conformarse con un beneficio algo menor, el de abad de Alcalá la Real, hoy provincia de Jaén, que era de libre designación del Monarca, sometido a su patronato, y llevaba aparejado consigo jurisdicción territorial, además de la eclesiástica. Al frente de la abadía estuvo desde enero de 1659 hasta el 12 de febrero de 1665 en que falleció, dedicándose con intensidad a las tareas propias de su dignidad eclesiástica, mas sin renunciar a sus estudios jurídicos según manifiesta el último de sus tratados latinos, de pequeñas dimensiones, sobre conflictos ocasionados por la posesión de beneficios y capellanías, que con carácter póstumo apareció ese mismo año de 1665 en Lyon incluido como apéndice segundo de su laberinto de créditos, ya que el primer apéndice lo constituían las decisiones de la Rota, incrementadas en esta edición a dos centurias, cincuenta de ellas debidas a Andrés Censalio y las restantes a Nicolás Antonio.

Tras su muerte, se ha debatido por los estudiosos si Salgado de Somoza, uno de los principales jurisprudentes de la Corona de Castilla en el siglo xvii, dejó obras inéditas, situación que está por confirmar, aunque sí se puede añadir, para concluir, que sus obras, el tratado de fuerzas y especialmente su laberinto de créditos, merecieron amplia difusión en Europa, reeditadas hasta bien avanzado el siglo xviii, e incluso su doctrina sobre los concursos de acreedores se valora mucho todavía en la actualidad, especialmente entre los mercantilistas.

 

Obras de ~: Tractatus de regia protectione et opressorum appelantium a causis et Iudicibus Eecclesiasticis, Lugduni, Ludovicum Pium, 1626; Tractatus de supplicatione ad Sanctissimum a litteris et bullis apostolicis nequam et importunitate impetratis in pernitonem Reipublicae autRegis aut tertii praeiudicium et earum retentione in Senatu, Matriti, Maria Quiñones, 1639; Labyrintus creditorum concurrentium ad litem debitorum communium inter. alios causatam, Lugduni, Sumptibus Laurentii Anisson, 1651; Centuria decisionum novissimarum Sacrae Romanae Rotae spectantium ad materias Labyrinti creditorem, Venetiis, Titrium, 1653; Tractatus de libertate beneficiorum et cappellaniarum recuperanda et quasi possessione praesentandi suvertenda, Lugduni, Sumptibus Laurentii Anisson, 1665.

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