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Álvaro de Figueroa y Torres

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Biografía

Figueroa y Torres, Álvaro de. Conde de Romanones (I). Madrid, 9.VIII.1863 – 11.IX.1950. Político y hombre de negocios.

Álvaro de Figueroa y Torres, quinto hijo de los marqueses de Villamejor, pertenecía a una familia que aunaba riqueza y prestigio social. Su padre, Ignacio de Figueroa y Mendieta, poseía una gran fortuna procedente de negocios mineros en el sur de España y de inversiones inmobiliarias en Madrid; su madre, Ana de Torres y Romo, aportaba tierras, abolengo aristocrático e influencia local en Guadalajara. Una temprana cojera, causa de dolores y humillaciones, sirvió de acicate al inquieto Figueroa para trabajar con ahínco por los objetivos que se marcaba. Más atraído en principio por el mundo de la política que por las empresas familiares, participó desde muy pronto en las actividades del Ateneo de Madrid —ingresó como socio en 1882, con diecinueve años—, se licenció en Derecho por la Universidad Central en 1884 y se doctoró en Jurisprudencia por la de Bolonia, donde en 1885 residió en el Real Colegio de España y puso las bases de todo su pensamiento. En escritos de juventud como El régimen parlamentario o los gobiernos de Gabinete (1886) y Biología de los partidos políticos (1892) dejó constancia, sin salirse de las coordenadas liberales e influido por el ambiente positivista de la época, de una visión que describía con crudeza las corruptelas de la vida pública española, lastrada por las prácticas clientelares de los caciques y por el sistemático falseamiento de las elecciones. Tras estos vicios, veía Figueroa el inevitable egoísmo de los hombres, empeñados en una lucha constante por el poder, y la persistencia de costumbres difíciles de transformar. Por tanto, recomendaba acomodarse a las circunstancias y abordar de manera gradual reformas parciales, máximas que sostuvo a lo largo de su prolongada trayectoria.

Después de una breve y frustrante experiencia como abogado de poco éxito, Álvaro de Figueroa se dejó guiar definitivamente por su apasionada vocación política. Inició su carrera parlamentaria en 1888, cuando aún no había cumplido la edad legal de veinticinco años, aprovechando los contactos de la familia para ganar el acta de diputado en una elección parcial.

Desde entonces figuró en las filas del Partido Liberal Fusionista, donde lo apadrinaba uno de los notables más relevantes de la formación, Manuel Alonso Martínez, convertido en su suegro en ese mismo año, gracias a su conveniente boda con Casilda Alonso-Martínez Martín. El jefe de los liberales, Práxedes Mateo Sagasta, se erigió en modelo de conducta para Figueroa, que admiraba su capacidad de conocer a las personas, conseguir acuerdos y conservar en sus manos el liderazgo partidista. En el Congreso, su primera tarea importante consistió en defender en 1889 el proyecto de ley electoral que introducía el sufragio universal masculino, un avance que impulsó Sagasta para integrar en la Monarquía constitucional a la izquierda proveniente del Sexenio Revolucionario.

Durante el debate quedó claro que la ampliación del electorado podría abrir a la larga el sistema político, pero no afectaría de entrada al orden social ni a los métodos que cimentaban el turno pacífico entre conservadores y liberales. Álvaro de Figueroa, que recibió el título de conde de Romanones en 1892, se hizo famoso, como político profesional, por su manejo de los resortes electorales.

Hasta finales del siglo XIX, la vida política del conde de Romanones se desarrolló principalmente en el municipio de Madrid. Concejal desde 1889, se empleó a fondo en las campañas contra la corrupción que afectaba al Ayuntamiento, relacionada sobre todo con el fraude en el cobro del impuesto de consumos, y convirtió la política local en una plataforma apta para adquirir protagonismo en el escenario nacional. Los escándalos madrileños repercutían de inmediato en las Cortes, donde Romanones consolidó un estilo oratorio incisivo, salpicado de ironía y dirigido a mostrar las contradicciones y divergencias en el bando contrario, lo cual le costó batirse en duelo varias veces.

Todo ello le valió asimismo el nombramiento de alcalde de la capital, que disfrutó entre marzo de 1894 y marzo de 1895, cuando consiguió elevar la recaudación fiscal para reducir el déficit y nutrir una amplia clientela política con los recursos del consistorio. Se hizo cargo también del diario El Globo en 1895, lo cual le dotó de un medio propio de expresión en la esfera pública, participó en las grandes manifestaciones orquestadas por las clases mercantiles contra los embrollos concejiles, en una atmósfera cargada ya de “regeneracionismo”, y logró controlar la organización del Partido Liberal en Madrid, compuesta por comités que renovó con personajes influyentes en los barrios.

Ocupó la alcaldía por segunda vez de octubre de 1897 a marzo de 1899, un período en el que afrontó con bastante fortuna la escasez en el suministro de pan, la falta de trabajo en mitad de una crisis económica y el arreglo de la deuda municipal.

Mientras tanto, Romanones puso en pie un sólido ámbito de influencia política en Guadalajara, algo muy útil porque las elecciones se decidían en los entornos rurales, mayoritarios en la España de la Restauración.

Todo político influyente necesitaba una base territorial a salvo de contingencias electorales.

A las conexiones y propiedades familiares que heredó y supo ampliar, el conde sumó la hábil gestión de empleos y favores públicos en los diferentes niveles administrativos, el ejercicio eficaz de sus funciones como intermediario entre los intereses provinciales y los centros de decisión en Madrid y un manejo casi omnipotente de las fuerzas a disposición del Estado. Algunas veces, la competencia electoral iba acompañada de violencia y compras de votos. De su distrito propio en la capital alcarreña, donde triunfó sin interrupción en diecisiete ocasiones entre 1888 y 1923, extendió su influjo al resto de la provincia hasta dominarla por completo, a despecho de los republicanos, conservadores y católicos que trataron de oponerle resistencia. También alcanzó cotas reseñables de poder en otras zonas del país, como Murcia o Jaén, donde mantuvo y extendió negocios mineros como la firma G. y A. Figueroa, que acabó absorbiendo la multinacional francesa Peñarroya en 1913. Pero en ninguna parte tuvo un ascendiente semejante al que ejercía en Guadalajara, que incluso lo eligió diputado en los tres comicios convocados bajo la Segunda República, entre 1931 y 1936. De manera que Álvaro de Figueroa ejemplificó como nadie el conjunto de prácticas políticas conocido como caciquismo.

Las críticas contra los defectos del sistema político de la Restauración se agudizaron a consecuencia de la derrota de España en la guerra colonial con los Estados Unidos de 1898, el llamado Desastre. Cundió entonces una gran urgencia por renovar la vida pública española y el conde de Romanones, como otros liberales, compartió a su modo esa necesidad de reformas.

Los hombres del Partido Liberal interpretaron la coyuntura como una llamada a la modernización de España con el fin de transformarla en una potencia europea, lo cual implicaba sobre todo el refuerzo de las facultades del Estado y la lucha contra el clericalismo, es decir, contra lo que se juzgaba como una excesiva intervención de la Iglesia católica, antiliberal y antimoderna, en los asuntos públicos. El conde animó las protestas anticlericales y, de 1901 a 1913, colaboró en esta labor reformista desde distintas responsabilidades de gobierno.

El conde de Romanones ocupó por primera vez un asiento en el Consejo de Ministros, bajo la presidencia de Sagasta, como encargado de la cartera de Instrucción Pública y Bellas Artes entre marzo de 1901 y diciembre de 1902, una de sus etapas gubernamentales más fructíferas. Su tarea básica consistió en fortalecer y poner al día la enseñanza estatal, algo que parecía imprescindible en un país atrasado y con elevadas tasas de analfabetismo. Para ello se inspiró en las sugerencias de los intelectuales ligados a la Institución Libre de Enseñanza, la principal escuela pedagógica liberal, con medidas que despertaron enseguida la oposición de los medios eclesiásticos, para quienes el ministro encarnaba una tiranía sectaria y jacobina. Sin detenerse ante estas quejas, Romanones restableció la libertad de cátedra, acabó con sistemas de exámenes que beneficiaban a los colegios religiosos, introdujo nuevos planes de estudio en los institutos para fomentar las disciplinas científicas y prácticas en detrimento de las humanísticas, endureció la inspección sobre los centros privados, cambió la composición del Consejo de Instrucción Pública, eliminó la oficialidad de ciertas universidades católicas y trató de imponer en Cataluña la enseñanza de la doctrina cristiana en castellano. Menos controvertidas y más duraderas resultaron otras de sus disposiciones, como las que en octubre y diciembre de 1901 incorporaron los salarios de los maestros de primera enseñanza, dependientes hasta ese momento del favor municipal, a los presupuestos del Estado; las que ampliaban el alcance de la educación obligatoria desde los nueve hasta los doce años de edad e implantaban en ella una estructura cíclica y un programa integrado; las que concedían becas para estudiar en el extranjero a profesores y alumnos; o las que reflotaron bibliotecas, archivos y museos nacionales. Toda una batería de iniciativas que, con mejor o peor suerte, marcaron un nuevo impulso en el interés público por los asuntos educativos y culturales.

La muerte de Sagasta en 1903 abrió un período de turbulencias en el Partido Liberal, sumido en una interminable pugna por la jefatura que malogró su siguiente turno en el Ejecutivo, entre 1905 y 1907. Romanones tomó parte muy activa en estas batallas, alineado al principio con las huestes de Segismundo Moret y enfrentado, por tanto, con las de otros aspirantes como Eugenio Montero Ríos y José Canalejas, aunque más tarde enarbolase la bandera de su independencia política. Le respaldaban su clientela, sus escaramuzas parlamentarias con los conservadores y sus buenas relaciones con el joven rey Alfonso XIII, apuntaladas por los vínculos cortesanos de su familia y por aficiones comunes como la caza. Además, el conde había orquestado los festejos de la jura de la Constitución por parte del Monarca en 1902. Asimismo, Figueroa sacó a la calle en 1903 un nuevo órgano de prensa, el Diario Universal, que sirvió de portavoz al romanonismo hasta los años treinta. De junio a diciembre de 1905, en un gabinete Montero Ríos, se encargó del Ministerio de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas, desde el cual administró ayudas para remediar una fuerte crisis agraria en Andalucía. El incidente del Cu-Cut!, que supuso el primer choque del siglo entre el poder militar y el civil, entregó el mando a Moret, y a Romanones la cartera de Gobernación, la más importante, entre diciembre de 1905 y junio de 1906, cuando hubo de respaldar la aprobación de la Ley de Jurisdicciones que exigía el Ejército, acompañó al Monarca en su viaje a las Islas Canarias y fracasó rotundamente a la hora de mantener la seguridad en la boda real, el 31 de mayo de 1906, mancillada por un sangriento atentado.

Pese a todo, retornó al Gabinete poco después, bajo la presidencia del demócrata José López Domínguez, como ministro de Gracia y Justicia de julio a noviembre de 1906. Siguiendo las directrices para salvaguardar las prerrogativas estatales ante la Iglesia que había diseñado Canalejas, Álvaro de Figueroa dispuso que para contraer matrimonio civil no hiciera falta declaración alguna sobre la fe de los contrayentes, lo cual provocó un acre conflicto con las autoridades eclesiásticas. En el último Gobierno liberal, que encabezó el marqués de la Vega de Armijo entre diciembre de 1906 y enero de 1907, Romanones volvió a Gobernación sólo para enterrar el proyecto clave del liberalismo monárquico, el de una ley de asociaciones destinada a limitar las actividades de las órdenes religiosas. La reacción católica y la división del Partido Liberal lo habían hecho inviable y condenaron a la izquierda dinástica a una larga temporada en la oposición. El conde peleó en las elecciones de 1907 contra la persecución a la que lo sometió el ministerio de Antonio Maura y se integró en las diversas alianzas que se formaron para contrarrestar la intensa actividad legislativa de los conservadores, como el “bloque de las izquierdas” que aglutinó en 1908 y 1909 las energías de liberales monárquicos y republicanos moderados en torno a la defensa de las libertades. El inicio de una nueva guerra colonial en Marruecos en el verano de 1909, que desencadenó la Semana Trágica, pavimentó el camino de vuelta de los liberales al poder, pero a Romanones le acarreó la indeleble sospecha de mezclar de forma ilegítima los negocios con la política. Sus inversiones en el Sindicato Español de las Minas del Rif suscitaron la denuncia de quienes, desde las filas republicanas y socialistas, veían en África un conflicto impopular que sólo convenía a los capitalistas.

Cuando el Partido Liberal recibió de nuevo el gobierno de manos del Rey en octubre de 1909, el conde de Romanones fue marginado por Moret, pese a haber contribuido desde la prensa y el Parlamento a la caída de Maura, a causa de su implicación en las explotaciones mineras marroquíes. A cambio le concedieron la grandeza de España. Pero el conde, aliado de otros notables, supo sacar provecho del malestar que suscitaban en el Partido Liberal los acuerdos de Moret con los republicanos para forzar su despido y su sustitución por José Canalejas. Todo ello solidificó su fama de intrigante y maniobrero. Con Canalejas en la presidencia del Consejo, Romanones volvió al Ministerio de Instrucción Pública unos meses, de febrero a junio de 1910, en los que le dio tiempo a crear, mediante la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, algunos organismos que resultaron decisivos en el progreso de la cultura y la ciencia españolas, como el Centro de Estudios Históricos, la Escuela Española en Roma, la Residencia de Estudiantes, el Instituto Nacional de Ciencias Físico- Naturales y la Asociación de Laboratorios. Proseguía así su colaboración con los círculos de la Institución Libre de Enseñanza, empeñados en la tarea de “europeizar” España. De junio de 1910 a noviembre de 1912 ocupó la presidencia del Congreso de los Diputados, una posición del máximo relieve, y desde ella procuró mantener unida a la mayoría liberal, aunque corrieron rumores de conspiración a propósito del proyecto de ley de mancomunidades, con el que Canalejas quería dar satisfacción al catalanismo. Romanones fue designado en diciembre de 1910 director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, a la que había llegado en 1907, y conservó el cargo hasta sus últimos días. Más tarde también entró en la de Ciencias Morales y Políticas, en 1916, y en la de la Historia, en 1942.

El asesinato de Canalejas en noviembre de 1912 abrió de nuevo la cuestión de la jefatura liberal. Álvaro de Figueroa, avalado por un nutrido grupo de fieles, no desperdició la oportunidad que se le presentaba. Saltó de la presidencia del Congreso a la del Consejo de Ministros, en principio para encargarse tan sólo de problemas pendientes como la firma del tratado con Francia sobre el protectorado en Marruecos.

Pero al final de ese año el Rey tuvo que decidir si lo mantenía en el poder o acudía a los conservadores de Maura. Tras una cacería con el conde, se decantó por la primera opción, lo cual condujo a una de las crisis políticas más profundas del período cuando Antonio Maura desafió a la Corona exigiendo una completa rectificación de la política seguida desde 1909.

En cambio Romanones, que gozaba de una perfecta sintonía con Alfonso XIII, propició gestos que aproximaron a la Monarquía a destacados intelectuales republicanos de la Institución Libre de Enseñanza. El Monarca recibió en enero de 1913 a varios de ellos, como Gumersindo de Azcárate, que a la salida de Palacio declaró abolidos los “obstáculos tradicionales”, lo que cuadraba con la postura accidentalista del reformismo republicano, dispuesto a trabajar con una Monarquía democrática. El acercamiento no cuajó, pero los liberales insistieron en abrirse a la izquierda.

El conde decretó que no fuera obligatoria la enseñanza de la doctrina católica en las escuelas y acompañó al Rey a Francia, donde estrechó los lazos con la Entente de las potencias democráticas. Sin embargo, su permanencia en el Gobierno se vio amenazada por la división reinante en el Partido Liberal, donde una porción significativa pero minoritaria de los miembros no aceptaba su liderazgo y prefería a su rival Manuel García Prieto, jefe de un liberalismo templado y centralista. La fractura se hizo evidente en junio de 1913, cuando se discutieron de nuevo las mancomunidades provinciales, y causó la caída de Romanones en octubre. Desde entonces perduraron las diferencias entre los liberales romanonistas y los “demócratas” garciaprietistas.

Tras su primera etapa al frente del Ejecutivo, que coincidió con la fragmentación de los dos partidos del turno y, por tanto, con la quiebra de una de las reglas básicas en el sistema político de la Restauración, el conde de Romanones trató de reconstruir los acuerdos bipartidistas con la facción predominante en el conservadurismo, que bajo la dirección de Eduardo Dato rechazaba las posiciones radicales de los mauristas. Así lo hizo durante el mandato conservador, desde octubre de 1913 hasta diciembre de 1915, cuando creyó llegado el momento de regresar al poder, al frente de una frágil alianza entre las clientelas liberales. De este modo ocupó por segunda vez la presidencia del Consejo de Ministros, entre diciembre de 1915 y abril de 1917. La vida política española había abandonado ya el conflicto entre clericalismo y anticlericalismo que llenó la primera década del siglo y se encontraba ahora centrada en los problemas inducidos por la Gran Guerra, iniciada en el verano de 1914. Sobre todo, en los efectos sobre la economía de la coyuntura bélica, que promovió las exportaciones de productos españoles y disparó con ello tanto las ganancias de algunos sectores como la carestía de la vida. El período de gobierno de Romanones estuvo marcado por los planes de la estrella emergente en el Partido Liberal, Santiago Alba, que se propuso sanear la hacienda pública para encauzar desde el Estado un crecimiento económico tan repentino como mal distribuido. La Lliga Regionalista catalana, decidida a hacerse un hueco en la escena parlamentaria para obtener la autonomía de Cataluña, se puso al frente de la contestación a los aumentos de impuestos que pergeñaba el ministro liberal y consiguió frenarlos. Entretanto, el Ejecutivo hubo de lidiar con una expansión acelerada de la movilización obrera, atizada por las crecientes dificultades y expectativas de las clases populares. Romanones alternó las medidas represivas con el arbitraje, pero no pudo contener la crecida sindical, que culminó con pactos entre la socialista Unión General de Trabajadores (UGT) y la anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo (CNT).

Las preocupaciones del conde de Romanones como presidente se concentraron en los asuntos internacionales.

Se comprometió a mantener la neutralidad de España en la Guerra Mundial, una actitud compartida por las fuerzas gubernamentales en reconocimiento de la impotencia militar española y de las divisiones en la opinión pública al respecto. Pese a ello, no constituía un secreto para nadie la preferencia de Romanones por los aliados, Francia y Gran Bretaña, en consonancia con la política exterior seguida tras el Desastre, la abundancia de intercambios económicos y los intereses españoles en el Mediterráneo occidental. Era el más aliadófilo de los políticos monárquicos, y así lo había probado ya en su célebre artículo “Neutralidades que matan”, aparecido en el Diario Universal en agosto de 1914. A lo largo de 1916 aumentaron las presiones francobritánicas para que España desempeñase un papel más activo, pero el conde no se decidió a abandonar la posición oficial y prefirió cumplir los deseos de Alfonso XIII con el fin de mediar entre los beligerantes. No obstante, el repetido hundimiento de barcos españoles por parte de submarinos alemanes tensó enormemente la situación. La prensa germanófila, pagada por las embajadas de los imperios centrales, lanzó una agresiva campaña contra Romanones en la que le acusaban de contrabando de minerales.

En abril de 1917, los torpedeamientos se hicieron insoportables y Romanones tanteó la posibilidad de romper relaciones diplomáticas con Alemania, el paso previo a la entrada en la guerra. Una parte sustancial del liberalismo dinástico, compuesta por germanófilos y neutralistas, se negó a apoyar su política, mientras que el Rey, impresionado por la Revolución Rusa que había depuesto al zar y devolvió esperanzas a los alemanes, forzó su dimisión.

Con la pérdida de la jefatura del Gobierno, Álvaro de Figueroa perdió también la del Partido Liberal, que en el verano de 1917 se volvió a escindir, en esta ocasión de manera definitiva y dejándolo en minoría. Por otra parte, la ofensiva simultánea de los descontentos acumulados entre militares, catalanistas, republicanos y sindicalistas hizo tambalearse en esas mismas fechas al régimen y acabó para siempre con el turno entre conservadores y liberales. Romanones cambió entonces sus puntos de vista sobre el sistema político: si hasta ese momento había abogado por la alternancia pacífica de dos organizaciones disciplinadas, provistas de liderazgos claros, ahora creía necesario renovar métodos y formar gobiernos multipartidistas o de concentración, lo cual sin duda favorecía sus aspiraciones como patrón de un pequeño grupo. Así lo teorizó en su obra Influencia de la guerra en la transformación de los partidos políticos y en la composición de los gobiernos (1919). Por eso apadrinó en marzo de 1918, en una situación de emergencia, la idea de un gobierno “nacional” presidido por Antonio Maura, crítico impenitente de las viejas costumbres del turno. En él asió la cartera de Gracia y Justicia, hasta octubre, y la de Instrucción Pública hasta su crisis final en noviembre.

En ese tiempo se mostró leal a la fórmula, aunque su indignación ante los repetidos ataques alemanes estuvieron a punto de expulsarlo.

Cuando ya no resultó posible la concentración multipartidista, el conde de Romanones siguió resistiéndose a reflotar el turno. Tras un breve interregno como ministro de Estado entre noviembre y diciembre de 1918, formó bajo su propia presidencia un Gabinete monocolor romanonista, que si bien contaba con escasos apoyos parlamentarios, tenía en cambio la ventaja provisional de la cohesión interna. En este tercer mandato como jefe del Ejecutivo, de diciembre de 1918 a abril de 1919, Romanones puso a prueba toda su habilidad política al afrontar los efectos inmediatos del fin de la Guerra Mundial. Por una parte, intentó sacar provecho de la victoria de sus amigos los aliados para situar a España en un buen lugar dentro del panorama europeo de posguerra, por lo que visitó en París a los vencedores y preparó la contribución española a la Sociedad de Naciones. Por otra, buscó un arreglo con los catalanistas, que, animados por el triunfo en la contienda de los partidarios del principio de autodeterminación nacional, exigían un estatuto autonómico que cediera soberanía a Cataluña, lo cual levantó una ola de reacciones españolistas contra posibles cesiones. El conde creó una comisión pluripartidista que elaboró un borrador de estatuto y lo llevó acto seguido al Congreso, aunque la intransigencia de unos y otros impidió su aprobación.

Además, en los primeros meses de 1919 se topó con un endiablado conflicto social en Barcelona, donde se enfrentaban los revolucionarios de la CNT, embarcados en la huelga de La Canadiense, empresa que suministraba energía eléctrica a la ciudad, y los círculos militares, abanderados de la represión a ultranza. Una vez más, Álvaro de Figueroa se dispuso a negociar: promulgó medidas sociales de gran alcance como la jornada de ocho horas, satisfacción de una vieja demanda obrera que hacía de España un país pionero en esta materia, y un sistema de retiros y seguros de paro; mientras tanto, sus emisarios se ganaban a los sindicalistas moderados. Pero las autoridades castrenses desautorizaron a los negociadores y obligaron, con la aquiescencia del Rey, a dimitir al presidente.

La intervención del Ejército en la política española, asentada sobre el control de la aguda conflictividad obrera, mantuvo a los liberales, que parecían demasiado débiles a los abogados del orden, lejos de la cabecera del gobierno durante años. Ahora estaban divididos en tres grandes grupos, el albista de la Izquierda Liberal, el demócrata de los garciaprietistas y el de los liberales romanonistas, a los cuales se sumó finalmente el de los republicanos reformistas. Romanones, contrario a cualquier turno, se mostró muy reacio a reconstruir la unidad liberal y prefirió apuntalar otras alternativas minoritarias o multicolores como las que acaudillaba Antonio Maura, aunque fuera al precio de avalar una política de extrema derecha. Entretanto, dedicó tiempo a reflexionar sobre los males de las Fuerzas Armadas españolas, en su libro El Ejército y la política (1920), y fue elegido presidente del Ateneo de Madrid en 1921. Sólo accedió a coligarse con las otras facciones liberales cuando el atemperamiento de la guerra social y de las injerencias militares despejó su vuelta al poder, en diciembre de 1922. Así, en el Gabinete de concentración liberal presidido por Manuel García Prieto recuperó el Ministerio de Gracia y Justicia, desde el que dio de nuevo con la Iglesia, a la que no le gustaron sus planes para prohibir la enajenación de objetos artísticos, un adelanto de la reforma constitucional que, según el programa de la concentración, debía eliminar la oficialidad de la religión católica. El conde no creía en la necesidad de este paso, que de todos modos evitaron dar los gobernantes liberales. Al abrirse el Parlamento fue elevado a la presidencia del Senado, desde la cual trabajó para dar una salida parlamentaria a la depuración de responsabilidades por el Desastre de Annual, la terrible derrota militar sufrida en Marruecos dos años antes y cuyas salpicaduras amenazaban con alcanzar al Rey.

En ese cargo se hallaba cuando se produjo el golpe de Estado del general Primo de Rivera, en septiembre de 1923, que con el respaldo de Alfonso XIII acabó con casi medio siglo de vigencia de la Constitución de 1876, el período más largo de gobierno constitucional en la historia de España.

Bajo la dictadura, Romanones ejerció como adalid del sistema liberal desaparecido. En unión de Melquiades Álvarez, presidente del Congreso, en noviembre de 1923 pidió sin éxito al Monarca que cumpliera la legalidad y convocara Cortes. Confeccionó un completo alegato defensivo, su libro Las responsabilidades políticas del Antiguo Régimen (1875-1923) (1924), cruzó agrias cartas con Primo de Rivera y se implicó en conspiraciones cívicomilitares contra el dictador, como la conocida con el nombre de “Sanjuanada”, en 1926, que le costó una astronómica multa de medio millón de pesetas. En su retiro escribió los dos primeros volúmenes de sus memorias, Notas de una vida (1928 y 1930). Al caer el general en 1930, el conde intentó resucitar las escasas fuerzas liberales y las viejas prácticas caciquiles. Volvió a adquirir un papel protagonista cuando, tras erosionar al gobierno Berenguer, en febrero de 1931 consiguió que se formara un gabinete compuesto por todas las facciones dinásticas que, presidido por el almirante Aznar, adoptó sus ideas para encaminar a la Monarquía hacia la normalidad constitucional: debían celebrarse, de modo sucesivo, elecciones municipales, provinciales y generales. Pero la marea republicana, alimentada por el descrédito del Rey y de sus políticos, ya era imparable. Bastó que tuvieran lugar los comicios locales el 12 de abril de 1931 para que la Corona se derrumbase ante la victoria de sus enemigos en las ciudades. El conde de Romanones, ministro de Estado de aquel Gabinete y abandonista decidido, negoció la salida de Alfonso XIII con el Gobierno provisional republicano el día 14, horas antes de la proclamación oficial de la República.

A partir de 1931, Álvaro de Figueroa quedó recluido en un segundo plano del que salió tan sólo en ciertas ocasiones. La más relevante se presentó cuando tuvo que levantarse en las Cortes Constituyentes de la República para defender a Alfonso XIII de las acusaciones de absolutismo, complicidad con el golpe militar, afanes imperialistas y daños al bien público. Su discurso de noviembre de 1931, cuya nobleza reconocieron todos, contenía un verdadero testamento político.

Por lo demás, cultivó con mayor frecuencia su afición por la escritura y publicó varias biografías de personajes del siglo XIX que reivindicaban el legado del liberalismo y rememoraban episodios curiosos. Entre ellas sobresalían, además de Sagasta o el político (1930), Salamanca, conquistador de riqueza, gran señor (1931), Espartero, el General del pueblo (1932) y Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, la discreta regente de España (1933). El estallido de la Guerra Civil en 1936 le pilló desprevenido, sufrió prisión unos días y se alineó sin dudarlo con el bando franquista, asustado por la revolución y a pesar de sus convicciones. Juró como académico del Instituto de España y aceptó de la dictadura tanto la presidencia del patronato del Museo del Prado como un asiento de procurador en Cortes por su condición de director de la Academia de Bellas Artes. Sin embargo, recriminó a don Juan de Borbón su acercamiento al carlismo y confiaba en una futura Monarquía constitucional. Dedicó sus últimos años a escribir libros de consejos políticos y memorias, como el Breviario de política experimental (1944) y el tercer volumen de Notas de una vida (1947). Sus Obras completas se publicaron en 1949, poco antes de su muerte.

 

Obras de ~: El régimen parlamentario o los gobiernos de Gabinete, Madrid, Miguel Ginesta, 1886; Biología de los partidos políticos, Madrid, Ricardo Álvarez, 1892; Discurso leído en la apertura de curso de la Universidad Central, Madrid, M. Romero, 1901; Discurso leído en la Universidad de Salamanca en la inauguración del curso académico de 1902 a 1903, Madrid, M. Romero, 1902; Discurso leído por ~ en el acto de apertura de la exposición de retratos celebrado el día 20 de mayo de 1902 en el Palacio de la Exposición de Bellas Artes, Madrid, Imprenta de la Dirección General del Instituto Geográfico y Estadístico, 1902; “Prólogo”, en R. García González, Gratitud. Homenaje en honor del maestro D. Wenceslao Cortés, Madrid, Hernando, 1902; “Prólogo”, en F. Martí Alpera, Por las escuelas de Europa, Valencia, 1904; Discurso leído por ~ en la solemne apertura de los tribunales celebrada en 15 de septiembre de 1906, Madrid, Imprenta de la Compañía Arrendataria de la Gaceta de Madrid, 1906; “Misión del Estado en la enseñanza de las Bellas Artes”, en Discursos leídos ante la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en la recepción pública del Excmo. Sr. Conde de Romanones el día 26 de mayo de 1907, Madrid, Imprenta del Diario Universal, 1907; Memoria elevada a las Cortes por el Excmo. Sr. Ministro de Instrucción Pública en que se expone, como antecedentes del proyecto de presupuestos para 1911, algunos datos acerca del estado actual de la enseñanza pública y los fundamentos de las reformas propuestas, Madrid, Est. Tipográfico y Editorial, 1910; Las ruinas de Termes. Apuntes arqueológicos descriptivos, Madrid, Est. Tipográfico y Editorial, 1910; Reformas militares. Discurso pronunciado por ~ en el Congreso de los Diputados el 11 de noviembre de 1915, Madrid, Renacimiento, 1915; Discurso pronunciado por ~ en Palma de Mallorca el 18 de abril de 1915, Madrid, Renacimiento, 1915; Vida municipal. Discurso leído en el acto de su recepción por el Excmo. Sr. Conde de Romanones y contestación del Excmo. Sr. D. Vicente Santa María de Paredes, académico de número, Madrid, Renacimiento, 1916; “Prólogo”, en A. Mousset, La política exterior de España, 1873-1918, Madrid, Biblioteca Nueva, 1918; Influencia de la guerra en la transformación de los partidos políticos y en la composición de los gobiernos, Madrid, Imprenta de González y Giménez, 1919; Discurso pronunciado en el Hotel Ritz el 5 de noviembre de 1919, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1919; “Prólogo”, en Conde de Santibáñez del Río, Portugal y el hispanismo, Madrid, Sindicato de Publicidad, 1920; El Ejército y la política, Madrid, Renacimiento, 1920; Moret y su actuación en la política exterior de España, Madrid, Gráfica Ambos Mundos, 1921; Conferencia por ~ sobre el problema de Marruecos, pronunciada en el Teatro de San Fernando de Sevilla el 26 de abril de 1922, Sevilla, Ateneo y Sociedad de Excursiones, 1922; D. Rafael María de Labra y la política de España en América y Portugal, Madrid, Ateneo de Madrid, 1922; “Prólogo”, en A. Ruiz de Grijalba, El contrato de trabajo ante la razón y el derecho, Madrid, Beltrán, 1922; “Prólogo”, en R. Hernández-Usera, De América y de España, Madrid, Rivadeneyra, 1922; “Prólogo”, en A. F. B. y P. D. A., Nuestro ejército. Lo que es y lo que puede ser, Madrid, Editorial San Fernando, 1923; Las responsabilidades políticas del Antiguo Régimen (1875-1923), Madrid, Renacimiento, 1924; pról. y trad. de L. Barthou, El político, Madrid, Renacimiento, 1924; contestación a Duque de Berwick y de Alba, La casa de Alba, protectora del Arte. Discurso leído en su recepción en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1924; “Prólogo”, en Marqués de Villaurrutia, La Reina Gobernadora Doña María Cristina de Borbón, Madrid, Francisco Beltrán, 1925; “Prólogo”, en A. Rodríguez Antigüedad, Miscelánea literaria. Anecdotario, Madrid: Librería y Editorial Madrid, 1926; “Prólogo”, en J. C. 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Fuentes y bibl.: Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 101 n.º 2, 105 n.º 18, 105 n.º 22, 107 n.º 22, 109 n.º 22, 111 n.º 22, 113 n.º 20, 115 n.º 20, 117 n.º 20, 117 n.º 31, 119 n.º 20, 121 n.º 14, 121 n.º 20, 121 n.º 48, 123 n.º 10, 123 n.º 20, 125 n.º 20, 127 n.º 20, 129 n.º 20, 131 n.º 20, 133 n.º 20, 135 n.º 20, 137 n.º 21, 139 n.º 21, 141 n.º 21 y 182 n.º 6; Archivo del Senado, exps. personales, HIS-0389-08.

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Javier Moreno Luzón

Relación con otros personajes del DBE

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