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Isabel de Farnesio

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Biografía

Isabel de Farnesio. Parma (Italia), 25.X.1692 – Aranjuez (Madrid), 11.VII.1766. Reina de España, segunda esposa de Felipe V, madre de Carlos III.

Era hija de Odoardo Farnesio, duque de Parma, y de su esposa, Dorotea Sofía de Neoburgo, que era hermana de la reina Mariana, esposa de Carlos II. Su padre falleció muy pronto y su madre volvió a casarse con el hermano de su difunto esposo, el duque Francisco, que actuó como padre para su sobrina Isabel.

Su vida en la Corte parmesana fue sencilla. Su suerte cambió en 1714, al ser elegida para casarse con Felipe V, que ese mismo año había perdido a su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya. Isabel era joven, pero no una niña. Hermosa y de buen porte, se hallaba algo afeada por las marcas de la viruela que había padecido en su niñez. Había recibido una educación esmerada, especialmente desde el punto de vista artístico. El abate Alberoni, que era agente en Madrid del duque de Parma y que se había ganado la confianza de la Corte española, defendió la causa de la princesa parmesana y logró convencer al Rey y a la princesa de los Ursinos de la conveniencia de ese matrimonio. La razón de Estado hizo que Felipe V se inclinara por la candidata italiana, Isabel de Farnesio, que tenía a su favor el aportar a la dinastía borbónica sus derechos a la sucesión de los estados de Parma y Toscana. La Paz de Utrecht, recién acordada, había ratificado la pérdida de los dominios españoles en Italia, pero Felipe V no se resignaba, y nada mejor que los derechos de Isabel de Farnesio, para ayudar a reivindicar en el futuro los territorios perdidos. El marqués de San Felipe explicaba la importancia política de la elección de la princesa parmesana: “[...] las utilidades que hallaba el Rey en este casamiento, porque no teniendo hijos su tío, era heredera del Estado de Parma y Piacenza, y tenía los derechos inmediatos a la Toscana, [...] que era éste el único medio de volver a poner el pie en Italia el Rey Católico, y que al fin no había otra princesa heredera en Europa digna del tálamo del Rey”. Aunque Alberoni la presentó como una criatura ingenua y sencilla, demostraría inmediatamente su ambición política.

El 16 de septiembre de 1714 se celebró el matrimonio por poderes en Parma. El siguiente día 22 partió Isabel hacia su nuevo reino. El viaje se hizo lentamente.

Estaba previsto ir a Génova y, desde allí, por mar, hasta España, pero, alegando que navegar le sentaba mal a su salud, cambió de planes y decidió viajar por tierra. En San Juan de Pie de Puerto, la nueva reina se encontró con su tía, la reina viuda Mariana de Neoburgo, que se hallaba retirada en Bayona.

En Pamplona la esperaba su gran valedor, Alberoni.

El marqués de San Felipe recogía las intrigas urdidas durante el viaje: “Es muy oscuro lo que quedó acordado en San Juan de Pie de Puerto entre las dos Reinas; cierto es que la reinante salió instruida y noticiosa de la inmoderada autoridad de la princesa, de su ambición al mandar y del rígido sistema de apartar de los oídos de los Reyes cuantos no eran sus parciales y amigos. En Pamplona, donde la encontró Alberoni, acabó de confirmarse en el dictamen, que era ya insufrible en el Palacio la princesa, porque aquél, con la libertad de ministro de su tío, tuvo ocasión de dar a entender a la Reina sería la princesa su inquietud”.

El Rey esperaba a Isabel en Guadalajara y la princesa de los Ursinos se adelantó hasta Jadraque para darle la bienvenida. Su idea era repetir con Isabel la alianza que la había unido a María Luisa, pero las cosas sucederían de muy distinta manera. El 23 de diciembre, por la noche, en el viejo castillo se produjo el encuentro entre las dos mujeres. No se sabe con certeza lo que pasó entre las dos en aquel su primer y último encuentro, que transcurrió a solas. Pero la entrevista fue tempestuosa y tuvo como ganadora a Isabel. En este duelo entre las dos mujeres, Felipe V no estuvo presente. Isabel de Farnesio ni siquiera había visto nunca a su esposo cuando tomó la decisión de expulsar a la princesa. El duque de Saint-Simon y el marqués de San Felipe dan una versión parecida de lo sucedido. Este último escribió: “Preocupada de estas impresiones la Reina llegó a Jadraque; se encontró con la Princesa, que después de las primeras palabras de obsequio la quiso advertir que llegaba tarde en noche tan fría, y que no estaba prendida a la moda.

Escandalizada la Reina del modo o de la temprana licencia de advertir, mandó en voz airada al jefe de las guardias del Rey, que la servía, que se la apartasen de delante y que, puesta en un coche, la sacasen luego y condujesen fuera de los reinos de España, dándola el epíteto de loca. Valor hubo menester la Princesa para resistir este golpe; más la Reina para mandarlo, sin haber visto aún la cara del Rey. Fue luego obedecida la orden sin dejar que amaneciese [...]”. Isabel de Farnesio no estaba dispuesta a tolerar rivales. El resultado de la entrevista de Jadraque ocasionó general sorpresa y estupor. El marqués de San Felipe decía: “Ninguna acción en este siglo causó mayor admiración. Cómo esto lo llevase el Rey es oscuro; hay quien diga que estaba en ello de acuerdo”. En Jadraque Isabel había comenzado a reinar. Tras apartar a la princesa de los Ursinos, sólo le quedaba luchar contra el recuerdo de la reina difunta, María Luisa Gabriela de Saboya. Le costaría borrarla de la memoria popular, pues había sido muy querida.

Desde Jadraque, Isabel de Farnesio salió hacia Guadalajara, para encontrarse con el Rey, que la aguardaba en el palacio de los duques del Infantado. Saint- Simon hace el siguiente relato del encuentro de los dos esposos: “La reina llegó la tarde de la vigilia de la Navidad, a la hora fijada, a Guadalajara, como si no hubiera pasado nada. El rey, lo mismo, la recibió en la escalera, le dio la mano, y de inmediato la llevó a la capilla, donde el matrimonio fue en seguida celebrado de nuevo; porque en España la costumbre es casarse por la tarde; de allí a su habitación, donde en el acto se metieron en la cama antes de las seis de la tarde para levantarse para la misa de medianoche. Lo que pasó entre ellos sobre el acontecimiento de la víspera fue enteramente ignorado. No hubo aclaraciones posteriores. Al día siguiente, día de Navidad, el Rey declaró que no habría ningún cambio en la casa de la Reina, toda compuesta por la princesa de los Ursinos, lo que tranquilizó un poco los ánimos. Pasada la Navidad, el siguiente día, el rey y la reina, solos, juntos en la misma carroza y seguidos de toda la corte, tomaron el camino de Madrid”.

La unión de los Reyes fue desde el principio absoluta.

El Rey seguía teniendo dos obsesiones, el sexo y la religión, y se entregó a su esposa sin medida y sin límite. Fue a través de la dependencia del Rey como la Reina se hizo poderosa e influyente. Isabel de Farnesio desplegó una gran estrategia. Tenía una misión que cumplir, “el secreto de los Farnesio”, la gloria de los Borbones españoles, la recuperación de Italia, el trono para sus hijos. Su país de origen, su familia y la herencia italiana la obsesionaban. Al servicio de su misión consagró su vida entera. Felipe e Isabel estaban siempre juntos, juntos en el lecho, juntos en la mesa, juntos en los consejos de gobierno, juntos en la caza y las diversiones. No se separaban nunca. Su vida transcurrió entre Madrid y los Reales Sitios, especialmente el nuevo palacio de La Granja que hicieron construir para su retiro.

El 10 de enero de 1724, Felipe V abdicó a favor de su hijo primogénito Luis. Dejó la Corte de Madrid y se retiró a La Granja de San Ildefonso. Isabel, como fiel esposa, le siguió en su retiro. Lamentó mucho su alejamiento del poder, aunque, debido a la inexperiencia del nuevo Monarca, los Reyes siguieron influyendo en la política de la Monarquía española. Su vida en La Granja fue entonces muy sencilla, sin lujos ni ceremonias, dedicados a las prácticas religiosas, la caza y los paseos. Se consagró a una de sus mayores aficiones, el arte, rodeándose de una espléndida colección de pinturas y esculturas. Sin embargo, el retiro fue corto. Luis I murió el 31 de agosto de 1724.

Isabel aprovechó la circunstancia para influir en su esposo Felipe, para que volviera a ceñir la Corona. Así sucedió, y comenzó su segundo reinado, tiempo en el que la Reina se consagraría a desarrollar una enérgica acción política. Apoyaba al Rey continuamente, ayudándole en el gobierno, y en algunas de las peores crisis de su enfermedad depresiva llegó a sustituirle, como ocurrió en 1727. Siempre pendiente, vigilaba que no se repitiera la abdicación, como sucedió en mayo de 1728, cuando Felipe V intentó enviar un documento de renuncia al Consejo de Castilla, que fue interceptado por la Reina.

Durante un quinquenio, de 1729 a 1733, los Reyes residieron en Andalucía, adonde habían ido tratando de distraer al Monarca de sus depresiones. En esos años visitaron diversos lugares. Salieron de Madrid el 7 de enero de 1729 para encontrarse con la Familia Real portuguesa en la frontera, en el río Caya, con motivo de las dobles bodas de la infanta María Ana Victoria con el príncipe del Brasil, José, y de Bárbara de Braganza con el príncipe de Asturias, Fernando.

Celebrado el intercambio de princesas, desde Badajoz, lugar donde residieron los Reyes durante esos días, en lugar de regresar a Madrid, el 27 de enero marcharon a Sevilla, donde hicieron su entrada solemne el 3 de febrero. Tras unas semanas de estancia, en las que la Familia Real fue muy agasajada. El 21 de febrero se trasladaron a la Isla de León. Del 28 de febrero al 3 de marzo visitaron Cádiz. En la Isla de León permanecieron un mes, y después regresaron a Sevilla, donde llegaron el 10 de abril. Desde finales de junio hasta finales de septiembre residieron en Sanlúcar de Barrameda. La primavera y el verano de 1730 lo pasaron en Granada. De nuevo en Sevilla la salud del Rey empeoró y nada pudo hacer Isabel para animarle, a pesar de todos sus desvelos. Finalmente, el 16 de mayo de 1733 los Reyes dejaron Sevilla, de regreso a Madrid.

El control que Isabel de Farnesio ejercía sobre el Rey y, a través de él, sobre el gobierno de la Monarquía española, para que resultara todavía más eficaz debía ser exclusivo, y así procuró aislar al Monarca de toda otra posible influencia. Saint-Simon explicaba los recursos utilizados por Isabel de Farnesio: “Arrogante, arrebatada, violenta incluso con el rey, le trata en ocasiones con humor, que no le falta, y algunas veces con habilidad; pero su éxito ha sido diverso. [...] Deseosa de autoridad, de saber y de tomar parte en todas las decisiones, sin osar mostrarlo demasiado. [...] El rey tiene necesidad de dirección y de una gran paciencia, sería infinitamente perjudicial estar mal con ella [...], si no se la tiene favorable, al menos que no sea contraria. Pero ella no tiene éxito siempre, incluso en lo que muestra al rey desear”. Isabel de Farnesio disfrutó, durante los largos años de reinado de su marido, de un gran poder. Obtenía del Rey casi todo lo que se proponía, Felipe V pocas veces le negaba algo.

Y cuando el Rey caía en sus estados de postración, sobre todo en la última etapa del reinado, la casi totalidad del peso del gobierno reposaba sobre sus hombros y ella lo asumía con la ayuda de algunos ministros de su confianza. Como observaba Saint-Simon, Isabel prefería el trato con hombres, mejor que con mujeres. Nunca tuvo una favorita entre sus damas. El mundo de Isabel era el mundo masculino, el mundo del poder. Y para ejercer el poder no bastaba su relación con el Rey, era también fundamental su relación con los ministros, una relación diferente, pero también muy estrecha. Alberoni, Ripperdá, Patiño la utilizaban para llegar al Rey y ella los utilizaba para obtener sus fines. Para los ministros el consentimiento de Isabel era importante, su oposición era casi insalvable.

No influyó sólo en el ámbito político, desarrolló además un brillante patronazgo artístico.

Con el paso de los años, la Reina perdió la belleza de su juventud, por la edad, los numerosos embarazos y su desmedida afición a comer mucho y bien; pero nunca perdió su encanto, su energía y su ambición.

Isabel de Farnesio tenía personalidad, a veces seductora, a veces avasalladora. Muchos la criticaban, pero otros la alababan. El duque de Saint-Simon, que la conoció durante su embajada en España, aunque le negaba verdadero talento político y criticaba sus defectos, también le dedicó grandes elogios: “La Reina de España tiene tanta gracia en su talle, en todo lo que hace y dice, en su espíritu y en todas sus maneras, es tan natural aún y tiene tanta soltura aparente, que se olvidan al momento los daños que la viruela le ha hecho y esto aumenta los encantos y la intención de su espíritu. Sería todavía mejor y de más alcance, si no careciera de toda educación y cultura. Su familiaridad, aunque grande, no ofende en nada la majestad y no sirve más que para hacerla amable. Sigue todas las prácticas de devoción de su país y del que ahora habita, sin ninguno de los escrúpulos del rey. [...] Parece unida al rey hasta el olvido de ella misma, con una atención a complacerle en cosas, en discursos, en alabanzas grandes y continuadas que nada distrae ni un momento, y con una amabilidad hacia él tan absoluta y que parece tan fácil y tan natural, que con frecuencia uno se equivoca en creer que es de su propio gusto lo que es lo menos, bien que continuo, fatigoso, aventurado, molesto. Tal es este particular tête-à-tête que no hubo jamás uno parecido, esta asiduidad de todos los días a la caza, embarazada, enferma, recién parida, expuesta al peligro infinito de los carruajes y a todos los daños del aire libre y otras mil cosas que, sin cesar, se suceden y se repiten. Se creería incluso que tiene aversión por lo que a ella le gustaría más, el juego, la música, que conoce a la perfección, las fiestas y las diversiones de una gran corte, en una palabra, el mundo, al que ella sería completamente apropiada, y la conversación que sostiene y en la que participa muy agradablemente y varias incluso a la vez, tanto como las ocasiones se presenten. Naturalmente buena, compasiva y alegre, se inclina a la broma y a burlarse de las ridiculeces, que remeda a la perfección. Sus bromas son finas y casi siempre corteses; pero nada faltaría al picante, si quisiera permitirlo; tiene con bastante frecuencia un aire de modestia y embarazo y gran cuidado en hablar y en entretener a cada uno, cuando es el momento conveniente, con una atención que impulsa a mostrarse solícito con ella. [...] Monta bien a caballo y es atrevida, baila a la perfección y con majestad toda clase de bailes, está hecha para el paseo, es ligera, camina y actúa con la mayor gracia del mundo. Extremadamente desigual y algunas veces ruda, infinitamente viva, siente todo de manera muy intensa, pero no es nada atolondrada. Es enemiga de toda afectación y disimulo tanto como le es practicable, por encima de los atavíos y adornos a los que se acomoda por gusto del rey y por ciertas conveniencias, detesta los enredos, en los que de buena gana hace caer a las mujeres y prefiere el trato con los hombres”.

Muy unida al Rey, no lo estuvo demasiado con el pueblo español. Como indica Carlos Seco, Isabel “alejó a su marido del afecto de sus súbditos casi tanto como María Luisa le había aproximado a él”. Saint-Simon observó la falta de sintonía con sus súbditos españoles: “Su acritud y el poco miramiento en sus palabras sobre los españoles, y en particular sobre las damas, han acabado por enajenarlos y la comparación entre la difunta reina y ella ha sido el colmo. El rey comparte este distanciamiento de los ánimos, que estallan a veces en imprecaciones en voz alta, en lugar de aclamaciones, cuando SS.MM. pasan, y sobre todo cuando se marchan de Madrid. Raramente, en las ocasiones más comunes a los españoles, son acogidos por la multitud con aclamaciones, y los oídos de la reina son con frecuencia ofendidos por el grito público de “¡Viva la Saboyana!”.

Cumplió con el deber de dar descendencia a la Corona.

Aunque la sucesión de Felipe V estaba, en principio, asegurada por los hijos del primer matrimonio del Rey, Isabel tuvo una familia numerosa de siete hijos, a los que se esforzó en situar convenientemente, consiguiendo el triunfo de ver a su hijo primogénito en el trono español. Tuvo cuatro hijos y tres hijas.

El primogénito fue Carlos, nacido el 20 de enero de 1716, que llegó a ser rey de las Dos Sicilias y rey de España. Francisco, que nació el 21 de enero de 1717, sólo vivió un mes. María Ana Victoria, la primera de las niñas, nació el 31 de enero de 1718 y llegó a ser reina de Portugal. Otro infante, Felipe, nacido el 1 de marzo de 1722, obtendría la herencia de los Farnesio y sería duque de Parma. El 11 de junio de 1726 nació su segunda hija, la infanta María Teresa, que se casaría en 1745 con el príncipe Luis, Delfín de Francia, hijo de Luis XV, pero no llegaría a ser reina de Francia, pues murió de parto en 1746. Luis Antonio, nacido el 25 de julio de 1727, el infante cardenal, fue el compañero de su madre, pero tuvo una vida atípica, tras abandonar la carrera eclesiástica acabaría por contraer un matrimonio desigual. Y por último nació el 17 de noviembre de 1729 la infanta María Antonia Fernanda, que se casaría en 1750 con Víctor Amadeo de Saboya y se convertiría en reina de Cerdeña. Isabel de Farnesio fue una gran madre. Como destacaba Saint-Simon, “sentía pasión por sus hijos, por afecto y por razón y estaba dispuesta a intervenir en todo lo que fuera menester para facilitarles grandes establecimientos”.

Los problemas de una reina viuda, sobre todo cuando no era hijo suyo el heredero del trono, como era su caso, estremecían el ánimo de Isabel. Le atemorizaba el día en que se vería despojada de su privilegiada situación. El alejamiento del gobierno era su desgracia más temida. Llevó mal la abdicación de Felipe V en 1724. Le preocupaba todavía más que el Rey falleciera. Ya en 1722 Saint-Simon describió los temores de la Reina a quedarse viuda: “Está preocupada por lo que le sucederá si el rey, que ha tenido enfermedades amenazantes, llegara a faltar, impresionada por el estado de la reina viuda y de la última reina madre, y oculta este tipo de reflexión y las opiniones que surgen con mucho arte y esmero”.

A la muerte de su esposo en julio de 1746, Isabel de Farnesio no tuvo más remedio que ceder el protagonismo a los nuevos reyes, Fernando y Bárbara. Pero no se resignó y llevó muy mal su forzado retiro en el palacio de La Granja, donde vivió recluida desde 1747.

Con enorme satisfacción recuperó el primer plano del poder en 1759 a la muerte de Fernando VI, como gobernadora del reino hasta la llegada de su hijo Carlos III. Intentó influir en los primeros años del nuevo reinado, pero su hijo, aunque le manifestaba un gran respeto, no parece que hiciera demasiado caso a sus recomendaciones. Pese a todo, como Reina madre conservó su pasión de mandar, y el instinto político no lo perdió nunca. En 1766, con ocasión del motín contra Esquilache, aconsejó a su hijo que no abandonara Madrid, pero él no siguió su consejo. Dejó la capital, siguiendo a su familia, y murió poco después en el palacio de Aranjuez, veinte años después de su esposo el rey Felipe V. Fue enterrada junto a él en la capilla del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso.

 

Bibl.: L. de Saint-Simon, duc de Rouvroy, Mémoires, Paris, Truc, 1953-1961, 7 vols. (Bibl. de la Pléiade); V. Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, Comentarios de la guerra de España e historia de su rey Felipe V, el Animoso, ed. y est. prelim. de C. Seco Serrano, Madrid, Atlas, 1957 (Biblioteca de Autores Españoles, 99); J. del Campo-Raso, Memorias políticas y militares para servir de continuación a los “Comentarios” del Marqués de San Felipe, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1957; L. de Taxonera, Isabel de Farnesio, Barcelona, Planeta- De Agostini, 1996; M. Mafrici, Fascino e potere de una regina. Elisabetta Farnese sulla scena europea (1715-1759), Cava di Tirreni, Avagliano Editore, 1999; M.ª V. López-Cordón, M.ª Á. Pérez Samper y M.ª T. Martínez de Sas, La Casa de Borbón. Familia, corte y política, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 2 vols.; M.ª Á. Pérez Samper, Isabel de Farnesio, Barcelona, Plaza y Janés, 2003; Poder y seducción. Grandes damas de 1700, Madrid, Temas de Hoy, 2003; M. Simal López, “Isabel de Farnesio y la Colección Real Española de Escultura. Distintas noticias sobre compras, regalos, restauraciones y el encargo del Cuaderno de Aiello”, en Archivo Español de Arte, LXXIX, 315 (julio-septiembre de 2006), págs. 263-278.

 

María de los Ángeles Pérez Samper

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