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Eugenio María Montero Ríos

Biografía

Montero Ríos, Eugenio María. Santiago de Compostela (La Coruña), 13.XI.1832 – Madrid, 12.V.1914. Abogado, catedrático, jurisconsulto y político.

El cuarto hijo de Ángel y Francisca nació en el hogar familiar, una casa modesta situada en la calle de los Jazmines de la ciudad compostelana. Su padre era notario de profesión. A los diez años ingresó, más por obligación que por vocación, en el Seminario conciliar para seguir la carrera eclesiástica, pero después de una dedicación intensa al estudio, abandonó en el momento de tener que recibir las órdenes menores, concluido el cuarto curso de Teología, al conocer a la joven con la que posteriormente se casó. A pesar de falta de vocación para el sacerdocio, siempre mantuvo viva la llama de la fe que le inspiró su madre, según confesión propia. Al abandonar el seminario, concluyó el 2 de octubre de 1856 el bachillerato en Leyes y Filosofía, con la máxima calificación, para cursar a continuación dos años de licenciatura en Jurisprudencia, obteniendo el título con Premio Extraordinario de la Facultad en 1858. Durante esta etapa de estudiante universitario en la ciudad arzobispal conoció a Ramón de la Sagra, sociólogo de acendrado espíritu reformador, que dirigía la Sociedad Económica de Amigos del País de la ciudad, lo que afianzó su inclinación al liberalismo progresista. Inspirador y redactor del órgano del progresismo, La Opinión, fue nombrado presidente del comité político local. Con el título de Jurisprudencia en el equipaje, expedido el 29 de septiembre de 1858, se trasladó inmediatamente a la Corte, en la inevitable diligencia de la época, para realizar el doctorado en Derecho en la Universidad Central. Se matriculó en Derecho Internacional, Legislación Comparada y Disciplina Eclesiástica y, al concluir, obtuvo la calificación de sobresaliente.

Mientras realizaba estos cursos, fue nombrado profesor de la Academia de Jurisprudencia y Legislación el 15 de noviembre de 1858. La memoria de doctorado realizada y defendida ante el tribunal, titulada ¿El Privilegio del Fuero en las causas civiles y negocios temporales de los clérigos, fue concedido por los príncipes?, le valió el Premio Extraordinario, en junio de 1859. Al concluir el doctorado, se colegió en Madrid para ejercer como abogado. En 1860 se presentó a la oposición para la cátedra de Disciplina Eclesiástica convocada por la Universidad de Oviedo. Consiguió la plaza, pero apenas la desempeñó un curso porque, por permuta, consiguió impartir la misma materia en la de Santiago de Compostela, donde leyó su discurso de recepción, el 17 de marzo de 1861, ante el claustro universitario, titulado Del Ultramontanismo y Cismontanismo.

Causó sorpresa y originó cierta polémica por su posición, menos clerical de lo que se presuponía, respecto a la relación Iglesia-Estado. Lograda una posición social estable y desahogada, se casó con la también compostelana Avelina Villegas Rubiños en 1862, con quien tuvo ocho hijos. Las hijas, menos la primera, que murió joven, se casaron todas con diputados en Cortes. La menor, María Victoria, con Manuel García Prieto, que empezó de pasante de su bufete, luego se convirtió en su yerno y diputado por Santiago durante veinte años, y a la muerte de su suegro, en su albacea político al frente de las huestes monteristas hasta alcanzar la jefatura del Partido Liberal y la presidencia del Gobierno. De los hijos varones del eminente jurisconsulto y notable político gallego, los dos mayores fallecieron prematuramente y los otros dos también fueron diputados en Cortes: Eugenio, por Muros y Santiago, y Avelino, por Mondoñedo y Lugo, además de desempeñar cargos políticos y administrativos importantes.

El Consejo de Instrucción Pública propuso el traslado de Montero Ríos a la Universidad Central y en 1864 desempeñó la cátedra de Historia y Elementos de Derecho Civil Español Común y Foral, encargándose en el curso siguiente de la de Instituciones de Derecho Canónico. En Madrid, se convirtió en un miembro activo del progresismo militante, cuyo referente era el general Espartero, colaborando en el periódico La Iberia. Inmerso en el ambiente conspirativo de la Corte, al rechazar la Monarquía isabelina, finalmente encarnada en el autoritarismo del Gobierno presidido por el general Narváez y su continuador, González Bravo, la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868 que provocó el exilio de Isabel II, marcó el comienzo de la carrera política del “ilustre canonista” y reputado abogado en la Corte, Montero Ríos, que tuvo un papel destacado tanto en el proceso constituyente alumbrado por la revolución como en el régimen de Monarquía parlamentaria que estableció la Constitución de 1869.

En las elecciones a Cortes Constituyentes, convocadas por el Gobierno Provisional presidido por el general Serrano y celebradas entre el 15 y 18 de enero, formó parte de la candidatura progresista encabezada por el hermano del ministro de la Gobernación, Sagasta, y salió elegido diputado por Pontevedra con veinticinco mil votos. Miembro de la comisión parlamentaria encargada de la redacción del texto constitucional, nombrada el 2 de marzo y presidida por Olózaga, se encargó, junto a Vega de Armijo y Romero Girón, de redactar la ponencia del Título I, “De los españoles y sus derechos”, interviniendo brillantemente en varias ocasiones en el debate del proyecto constitucional, tras su presentación a la Cámara el 30 de marzo, honra que, sin embargo, supuso para él una “carga pesadísima e insoportable”. El 6 de abril comenzó la discusión del proyecto constitucional y el 12, el debate sobre el espinoso tema religioso, ocasión del primer discurso parlamentario de Montero Ríos en la sesión del día 14, en la que defendió la libertad de conciencia y de cultos (artículos 20 y 21) consagrada en el proyecto, contra la pretensión de los diputados que la combatían, encabezados por monseñor Monescillo, obispo de Jaén. Montero Ríos, pausada y razonadamente, templado, lógico y preciso, como era su estilo, comenzó su intervención haciendo profesión de fe: “Yo considero como una de las primeras dichas de mi vida el ser el más humilde, el más leal, el más ardiente hijo de la Iglesia; yo me precio de católico; yo conservo todavía en mi corazón con toda su pureza la ardiente llama de la fe que me inspiró mi madre, llama que no han debilitado mis estudios y que procuro infundir en el tierno corazón de mis hijos”. Y a continuación, defendió con erudición y convicción, serenamente, que el principio de la libertad política incluía “como una de sus más esenciales determinaciones el principio de esa libertad de conciencia, que en su forma social y bajo su aspecto político es el que proclama y consigna la comisión”. Dirigiéndose a su oponente, que defendía el mantenimiento de la unidad religiosa, le recordó que el Estado confesional era una fórmula periclitada, porque lo rechazaba la sociedad y, además, no respondía a la verdadera doctrina de la Iglesia, “que ha proclamado siempre la libertad del individuo en todos los órdenes de su manifestación exterior”. Recusó su argumento de que la libertad de cultos pudiera inducir a la perturbación social y sostuvo, finalmente, que como toda religión se cree “poseedora de la verdad” el Estado no puede decantarse por ninguna, sino garantizar a todas su existencia al amparo de la libertad de cultos, forma práctica de la libertad de conciencia del individuo. En el proyecto, aprobado mediante transacción, el Estado asumía la financiación de la Iglesia mediante una dotación destinada a culto y clero, pero cuando Montero Ríos desempeñó la cartera de Gracia y Justicia, exigió como contrapartida el juramento de la Constitución por el clero (Real Decreto de 17 de febrero de 1870), que reiteradamente se negaba a acatarla, recortando, además, considerablemente, la partida eclesiástica del presupuesto de su ministerio.

La siguiente intervención en las Cortes Constituyentes en la que brilló notablemente su elocuencia, a pesar de que su voz era escasa, fue la del debate sobre la Jefatura del Estado y la forma de Gobierno (artículos 32 y 33) para defender el principio monárquico y el parlamentarismo, rechazando en nombre de la Comisión que se sometiera esta decisión a plebiscito popular como defendía en la enmienda presentada el diputado republicano Abárzuza, en el debate del 14 de mayo, y en la del 18 refutó con gran habilidad dialéctica la posición de la minoría republicana, defendida por el diputado Gil Berges, que combatía “la monarquía popular que tratamos de establecer”. A su entender, la minoría republicana tenía una actitud sectaria, porque la idea de la democracia que profesaban no incluía a “todas las clases sociales”, si no únicamente “una clase social”, las masas en las que “asoma la idea socialista”, lo que se reducía a “la clase obrera de Cataluña” y a los jornaleros andaluces, mientras que el resto del país, la mayoría, no compartía sus teorías y las clases conservadoras le profesaban “todas sus antipatías”. Esta pretensión de la minoría republicana de establecer una república con tan pocos republicanos y sin condiciones sociales y morales para que la república pudiera sobrevivir, era una idea que no se basaba, sino que estaba en contradicción, con los principios democráticos, mientras que con la “monarquía popular” o parlamentaria, basada en el “principio de que la Soberanía reside en la Nación española” y la garantía constitucional del respeto a los derechos individuales apriorísticos, no había contradicción alguna con la democracia. En conclusión: “La cúspide del edificio democrático no es el ideal republicano. La verdadera cúspide de ese edificio es el ideal monárquico”. Y añadió: “Os arrogáis la representación de la idea democrática, y en realidad no representáis más que un criterio político muy estrecho, que no es el criterio democrático”.

Las Cortes Constituyentes fueron la revelación como político de Montero Ríos. Promulgada la Constitución el 7 de junio de 1869, las Cortes designaron Regente al general Serrano, y el general Prim fue investido jefe de un Gobierno en el que el ministro de Gracia y Justicia, Ruiz Zorrilla, nombró como subsecretario a Montero Ríos el 13 de julio de 1869, cargo que simultaneó con la docencia, hasta que alcanzó la titularidad de la cartera de Gracia y Justicia el 9 de enero de 1870, también con Prim como presidente.

Tras su asesinato el 27 de diciembre de 1870, continuó desempeñando la cartera en el Gobierno de Topete que le sucedió hasta el 4 de enero de 1871, en que Amadeo I, proclamado Rey constitucional por las Cortes, le entregó el poder a Serrano.

En las primeras elecciones legislativas del reinado de Amadeo I celebradas del 8 al 11 de marzo de 1871, Montero Ríos consiguió dos actas de diputado, una por el distrito madrileño de Palacio y otra por el de Lalín (Pontevedra), ésta impugnada por sus adversarios.

Los carlistas denunciaron en el Congreso que se había encarcelado a varios párrocos y cometido violencias e irregularidades que perjudicaron su candidatura.

En realidad, la votación en el distrito resultó tan singular como que en algún colegio sobre la urna de la candidatura de Montero Ríos se puso un letrero con la inscripción de “Infierno”, mientras que en la de su contrincante, Carlón, el letrero prometía a los electores el “Cielo”, según expone Juan del Arco. El diputado electo negó las acusaciones y atribuyó la impugnación a haber sido el ministro que había promovido la institucionalización del matrimonio civil y otras importantes reformas de signo progresista: “no van contra mi, van contra la causa liberal”, argumentó en la discusión del acta en la sesión del 22 de abril de 1871. En votación nominal, por ciento cuarenta y nueve votos contra ochenta y tres, se dio por válida el acta de diputado, pero renunció a ella para quedarse con la de Madrid. Fue, además, elegido, por ciento cincuenta y dos votos, vicepresidente segundo del Congreso, cuya presidencia obtuvo Olózaga, y designado miembro de la Comisión del Reglamento de la Cámara, en el que dejó la impronta de sus conocimientos jurídicos.

Montero Ríos volvió a desempeñar la misma cartera ministerial cuando Ruiz Zorilla, con quien le unía estrecha amistad y de cuya mano se inició en la política, formó Gobierno, el 24 de julio de 1871, pero resultó efímero, pues sólo la mantuvo hasta el 5 de octubre de 1871. El encargado de resolver la crisis fue Sagasta, que, al frente del Gobierno desde el 21 de octubre de 1871, convocó las elecciones legislativas del 3 al 6 de abril 1872 que desintegraron al Partido Progresista por las desavenencias entre sus líderes, Sagasta y Ruiz Zorrilla. En estas elecciones, que no fueron ejemplo de pureza democrática, Montero Ríos conservó su escaño por Madrid. Abiertas las Cortes el 24 de abril, cayó el Gobierno de Sagasta, no se consolidó el de Serrano y Ruiz Zorrilla formó el que sería el último Gobierno de la Monarquía de Amadeo I, en el que Montero Ríos volvió a desempeñar la misma cartera del 13 de junio de 1872 al 12 de febrero de 1873. En medio de esta inestabilidad gubernamental característica del Sexenio Revolucionario, Montero Ríos desempeñó, además de la Subsecretaría, en tres ocasiones la cartera ministerial de Gracia y Justicia, dejando su impronta de jurista dinámico y reformador, antidogmático y ecuánime, en iniciativas y proyectos legislativos tan importantes como la abrogación de penas degradantes, la implantación del matrimonio civil, la Ley del Registro Civil, la reforma de la Ley Hipotecaria, el Código Penal o la organización del Poder Judicial, tramitados en 1870, o el proyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal y organización del Jurado, en 1872.

Buena parte de estas iniciativas legislativas nacieron con la urgencia de lo provisional y, sin embargo, resultaron duraderas, como el Código Penal, calificado por Silvela como “Código de verano” porque fue rápidamente tramitado por las Cortes antes de las vacaciones parlamentarias, y se mantuvo en pie hasta la dictadura (1928), o la Ley de Organización del Poder Judicial, que perpetuó sus líneas maestras más de un siglo, a pesar de denominarse “provisional”.

En las terceras elecciones a Cortes del reinado de Amadeo I, convocadas por el Gobierno de Ruiz Zorrilla y celebradas del 24 al 27 de agosto de 1872, Montero Ríos consiguió el escaño de diputado por la ciudad donde nació, como candidato gubernamental.

Pero la política conciliadora de Amadeo I se estrelló contra el fraccionalismo político existente, del que no se libró el Partido Progresista, lo que terminó echando por tierra la Monarquía parlamentaria. La renuncia del Monarca al trono el 11 de febrero de 1873 fue un duro golpe para Montero Ríos, porque, además de considerarlo “un buen rey constitucional”, era para él “un noble amigo”. Recordando este acontecimiento al final de su vida, declaró en la prensa que ningún suceso le había conmovido tanto, después de la muerte de sus hijos, como el momento en que Amadeo y su esposa abandonaron el Palacio de Oriente. Como ministro de Gracia y Justicia y amigo personal del Rey, fue Montero Ríos quien redactó la declaración oficial de renuncia al trono dirigida por Amadeo I a las Cortes, en la que el Rey confesaba su desengaño y la amarga frustración que experimentó al verse incapaz de “gobernar un país tan hondamente perturbado”. El propio domicilio de Montero Ríos, situado entonces en el barrio de La Latina, sufrió un conato de asalto cuando se encontraba en la estación para acompañar a la Familia Real hasta Lisboa en su viaje de regreso a Italia. Fiel a sus principios monárquicos, cuando las Cortes, en sesión conjunta de ambas cámaras, en respuesta a la renuncia oficial del Rey, proclamaron el mismo día la República, decidió renunciar al escaño y retirarse de la política para dedicarse a su prestigioso bufete de abogado y a su cátedra universitaria, a la que también renunció en 1875, dejando escrita para los que se dedican a la docencia la siguiente lección: “El catedrático, desde su sitial, no debe hacer oír jamás sino la serena y elevada palabra de la ciencia. La cátedra no debe convertirse en tribuna para satisfacer desde allí intereses de partido, ni en púlpito para que en él puedan tener desahogo las ardientes pasiones del sectario”, según recoge J. M. Martínez Val. En definitiva, Montero Ríos encarnó, sin sectarismos ni exclusivismos, el progresismo ordenado de la revolución democrática de 1868, lo que le valió, sin embargo, que los sectores clericales más reaccionarios le llamaran Lutero Ríos.

La retirada de la política activa y de la docencia universitaria le dejó más tiempo libre para disfrutar de su magnífico pazo de Lourizán, enclavado en la ría de Pontevedra, con un paisaje frondoso y un clima benigno que permite sobrevivir al naranjo y al limonero.

“Desde entonces —manifestó posteriormente— me consagré a mi bufete de abogado y trabajé mucho, fue un alejamiento absoluto, un sedante para mi espíritu, desaparecí, casi, de la vida pública, desde el 75 al 81, en que, restaurados los Borbones, requerimientos determinados y mi amor a la democracia, me tornaron a la lucha, aceptando lealmente y con la misma decisión con que había servido a la de Saboya, a la dinastía restaurada” (La Voz de Galicia, 13 de mayo de 1914). A pesar de desaparecer de la vida pública durante la efímera Primera República, y su sólida convicción monárquica, suscribió el Manifiesto, con Cristino Martos, Manuel Becerra, Laureano Figuerola, José Echegaray, Romero Girón y Tomás Mosquera, lanzado a la opinión pública el 25 de octubre de 1873, que dio origen al también efímero Partido Republicano Democrático. Entre los promotores de esta formación, había republicanos de principios y también de ocasión, que habían votado la proclamación de la República en las Cortes al fracasar la Monarquía democrática. Pero también los había, como Montero Ríos, que no habiendo votado la República apoyaban el nuevo partido “ante el doble peligro de una guerra civil y de una guerra social y ante la amenaza de que los intransigentes destruyan la unidad de la nación y de que España desaparezca del concierto europeo por el más vergonzoso de los suicidios”. De la misma manera, a pesar de renunciar a la cátedra para exiliarse por poco tiempo en París, no perdió su vocación docente ni renunció a su labor magistral en cuanto regresó.

Resultó elegido presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación el 31 de mayo de 1875, cargo que ostentó durante dos mandatos, y fue uno de los promotores, con Giner, Azcárate, Figuerola, Salmerón y Moret, entre otros, y socio fundador con una acción de 250 pesetas, de la Institución Libre de Enseñanza, de la que fue nombrado vicerrector el 26 de octubre de 1876 para el primer curso académico, impartiendo un curso sobre “Historia de la Iglesia”, y rector para el segundo (1877-1878), con un discurso inaugural sobre “La enseñanza laica”, y dos conferencias impartidas sobre “Las elecciones Pontificias” el 25 de noviembre de 1877 y “El futuro Cónclave” (el 2 de diciembre de 1877). En el curso siguiente volvió a ocupar la vicerrectoría de la Institución y resultó elegido académico el 10 de diciembre de 1878 de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, pero no leyó su discurso de ingreso, sobre el Crédito Agrícola, hasta el 26 de junio de 1887. Durante este período de apartamiento político, su bufete de abogado civilista, en la calle duque de Alba de Madrid, se convirtió en uno de los más prestigiosos de España. Las minutas de sus dictámenes jurídicos y la defensa de importantes pleitos de la época, le proporcionaron una sólida posición económica que le permitía ser generoso como mecenas, contribuyendo de su propio peculio a las obras de acondicionamiento de la antigua sede de la Real Academia de Jurisprudencia en 1883, en cuya Sala de Presidentes de la actual se conserva su retrato. Montero Ríos fue también presidente de la Sociedad Económica Matritense, decano del Colegio de Abogados de Madrid, concejal del Ayuntamiento y miembro de la Real Academia de la Historia.

El retorno a la actividad política en 1881 lo hizo de la mano del Partido Democrático, fundado por Ruiz Zorrilla, pero lo abandonó pronto para seguir a Cristino Martos, que fundó el de Izquierda Dinástica, con un programa que abogaba por el restablecimiento del sufragio universal, la recuperación del Jurado y la reforma de la Constitución canovista. Elegido diputado en las elecciones celebradas ese año, no tomó posesión de su escaño hasta que no se cambió la fórmula reglamentaria admitiendo el “sí, prometo” para respetar la libertad de conciencia, pero apenas pudo asistir a las sesiones por enfermedad. En 1884, ingresó en el partido de Sagasta, que había logrado formar el Partido Liberal Fusionista integrando a varios grupos parlamentarios y que absorbió también a Izquierda Dinástica mediante la llamada “fórmula de garantías” diseñada por Montero Ríos y Alonso Martínez. Tras el llamado “Pacto de El Pardo” que, a la muerte de Alfonso XII, sentó las bases para una alternancia en el poder de los dos grandes partidos dinásticos, Montero Ríos formó parte del primer Gobierno de la regencia de María Cristina, presidido por Sagasta. Al frente de la cartera de Fomento (del 27 de noviembre de 1885 al 10 de octubre de 1886), que incluía Instrucción Pública, Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comercio, creó las Cámaras de Comercio y Navegación, promulgó el Real Decreto de accidentes de trabajo en las Obras Públicas el 11 de julio de 1886, primer texto legal sancionador de la responsabilidad civil patronal, fundado en la teoría del riesgo profesional y no en la antigua concepción de culpa y negligencia, y presentó al Congreso, el 3 de julio de 1886 un Proyecto de Ley sobre redención de censos y cargas perpetuas de la propiedad territorial, cuya extensa exposición de motivos refleja el profundo conocimiento que tenía de los foros, institución “que no encaja ya, como nos la legó la Historia, en el carril de la legislación civil moderna, cuyo ideal y cuyo sabido lema es: hombre libre sobre tierra libre”. El proyecto, cuyo preámbulo era un documentado tratado sobre la materia, buscaba “soluciones de concordia y equidad”, según Lezón, fijando la cuantía de la redención de la carga en metálico, en caso de desacuerdo entre preceptor y pagador, en la cantidad resultante de capitalizar al 5 por ciento la renta foral. Montero Ríos sabía muy bien que el “gran escollo de la ley de redención” era la falta de capital del campesino gallego, por lo que para evitar que llamara a “las puertas siempre entreabiertas” de los usureros, también presentó por las mismas fechas, como complementario de la redención de foros e imprescindible para la capitalización de la agricultura española, un Proyecto de Ley instituyendo el Crédito Agrícola, pero, como el anterior, tampoco superó los obstáculos del iter parlamentario, aunque, por lo menos, le sirvió para pergeñar su discurso de ingreso como académico. En la personalidad de Montero Ríos se unía la dimensión del prestigioso jurisconsulto que elabora científicamente la teoría del Derecho con la del legislador que con sentido práctico la actualiza. La discrepancia con Sagasta, renuente a indultar a Villacampa, condenado a muerte por insurrección militar, le llevó a dejar el Gobierno el 7 de octubre de 1886, desempeñando por breve tiempo, en 1888, la Presidencia del Tribunal Supremo. En las elecciones del 1 de febrero de 1891 convocadas por Cánovas, que dejaron al Partido Liberal en la oposición, conservó el escaño por el distrito de su ciudad natal obtenido en las celebradas el 4 de abril de 1886, convocadas por Sagasta. Pero el Gobierno conservador, confirmado por las elecciones de 1891, se vino abajo al perder la confianza del Parlamento por las disensiones internas del partido, que culminaron en la defección de Silvela, y el 11 de diciembre de 1892, Sagasta formó otra vez Gobierno. Montero Ríos volvió a encargarse de la cartera de Gracia y Justicia, introduciendo la reforma que creaba los Tribunales de Partido Judicial, lo que provocó disensiones en el seno del Consejo para financiarla que le llevaron a presentar la dimisión el 6 de julio de 1893, para desempeñar a continuación, en calidad de senador vitalicio desde 1889, la Presidencia del Senado hasta la caída del Gobierno liberal. Las elecciones de 12 de abril de 1896, convocadas por el jefe del Partido Conservador, dejaron al Partido Liberal en la oposición, pero ante el asesinato de Cánovas, la Regente llamó al poder a Sagasta.

Celebradas las elecciones del 27 de marzo de 1898, Montero Ríos resultó elegido por segunda vez presidente del Senado. En esta ocasión, le tocó afrontar un problema, sabiendo que no tenía margen de maniobra, cuya solución minó su prestigio político. Ante la estrepitosa derrota de la anticuada escuadra española en la ensenada de Cavite (Filipinas) y la capitulación en Santiago de Cuba frente a la aplastante superioridad militar norteamericana, el embajador de Francia firmó, en nombre de España, el Protocolo de Washington el 12 de agosto de 1898, por el que ambas potencias contendientes se comprometían a reunirse en París inmediatamente para redactar el tratado de paz que sancionaba la pérdida de las últimas colonias españolas. Montero Ríos, que se encontraba de vacaciones, fue urgentemente llamado a Madrid para recibir el encargo de presidir la comisión que había de ir a París. Aceptó por “patriotismo tan oneroso deber”.

En las negociaciones, frente al proyecto de resolución presentado por la comisión norteamericana, presidida por Mr. Day, que estipulaba la renuncia pura y simple de la soberanía española sobre Cuba, Puerto Rico y, en la práctica, también de Filipinas, la comisión española presentó un contraproyecto por el que España “renuncia a su soberanía sobre la isla de Cuba, transfiriéndola a los Estados Unidos de América, que la aceptan, para que puedan a su vez transferirla oportunamente al pueblo cubano”. Pero, por lo que respecta a Filipinas, Montero Ríos sostuvo con tesón, apoyándose en el Derecho Internacional, que ni por vía tutelar de protectorado, ni por derecho de conquista, ni por indemnización de guerra, ni por cesión del Protocolo preliminar, podían los Estados Unidos alegar derecho alguno a la soberanía del archipiélago.

La comisión norteamericana, sin embargo, “rechazó enérgicamente la propuesta” y presentó un ultimátum que se concretó en la compensación de una “cantidad de 20 millones de dollars” o el reinicio de las hostilidades contra España, que no estaba en condiciones de afrontarlas. Montero Ríos era partidario de protestar y levantarse de la mesa ante semejante humillación, pero el presidente del Consejo le ordenó aceptar las condiciones impuestas y firmar el Tratado de París el 10 de diciembre de 1898, que acarreó su desprestigio y la subsiguiente caída del Gobierno liberal de Sagasta. Desmoralizado por las ácidas críticas vertidas contra él, se volcó en la actividad profesional y se refugió en el ámbito de su vida familiar, encerrado en su excelente casa de la calle Velázquez de Madrid, rodeado de pasantes, libros y antigüedades, una de las aficiones de su vida. La persistencia de las críticas le movió a salir a la palestra, haciendo público, en un ciclo de conferencias pronunciadas en el Círculo Mercantil de Madrid los días 22, 24 y 27 de febrero de 1904, los pormenores de la negociación de París y el texto del telegrama enviado por Sagasta, donde le indicaba que las proposiciones americanas eran inadmisibles, pero que ante la situación de fuerza “llevase el sacrificio hasta beber la última hez del cáliz y que continuara hasta firmar el Tratado”.

Cuando el líder del Partido Liberal recuperó el poder el 5 de marzo de 1901, se negó a formar parte de su Gobierno, pero aceptó la Presidencia del Senado, asistiendo a la jura solemne de Alfonso XIII como Rey constitucional. Al fallecer Sagasta, Montero Ríos se disputó con Moret la jefatura del Partido Liberal. En una ruidosa reunión de parlamentarios del partido, celebrada el 15 de noviembre de 1903 en el Senado, ganó la votación por doscientos diez votos contra ciento noventa y cuatro que obtuvo su contrincante, pero como se había preestablecido una mayoría de dos tercios no fue posible alcanzar el acuerdo y el resultado fue un partido bicéfalo, dividido en dos corrientes. En estas condiciones, ante la caída parlamentaria del Gobierno de Fernández Villaverde el 20 de junio de 1905, que no pudo mantenerse por las disensiones internas que afectaban aún más al Partido Conservador, Montero Ríos recibió el encargo del Rey de formar Gobierno el 23 de junio de 1905 con el decreto de disolución de Cortes. Y con la aquiescencia de los notables de su partido formó un Gobierno en el que eran más importantes las ausencias (Moret y Canalejas) que las presencias (Romanones, en Fomento, y García Prieto, el yerno del presidente, en Gobernación). La crisis surgió inmediatamente, cuando Romanones, como responsable de Obras Públicas y Agricultura, exigió la aprobación urgente de un crédito extraordinario de 12 millones de pesetas para paliar, mediante reparación de carreteras que proporcionara ocupación a los parados, los efectos de la grave crisis agraria andaluza. El ministro de Hacienda, Urzáiz Cuesta, no cedió ante los ruegos del presidente y fue sustituido por Echegaray, quien puso su firma al crédito extraordinario de casi 9 millones de pesetas aprobado por el Gobierno al comienzo de las vacaciones veraniegas, en San Sebastián, desde donde el presidente anunció el 19 de agosto de 1905 la convocatoria electoral para el 10 de septiembre y las líneas programáticas del Partido Liberal. Si el programa presentado fue recibido con desdén por la prensa, las elecciones, aunque fueron más limpias de lo habitual y arrojaron la consabida mayoría gubernamental (doscientos veintinueve de cuatrocientos cuatro diputados), registraron un abultado “retraimiento”, con un abstencionismo que superó el 64 por ciento en ciudades como Madrid o Barcelona. El Gobierno de Montero Ríos, después de superar una crisis parcial en octubre porque algunos ministros no aceptaron las restricciones presupuestarias de Echegaray, cayó definitivamente por los incidentes ocurridos en Barcelona, donde el 25 de noviembre de 1905 un nutrido grupo de oficiales del Ejército destruyó la imprenta del semanario Cu-Cut y el local del diario La Veu como represalia a una ruidosa y exaltada manifestación callejera catalanista. Montero Ríos declaró a la prensa, ante la repercusión en la opinión pública de los incidentes, que era preciso extirpar “la semilla del separatismo”, que —añadió— “desde hace años viene germinando en Cataluña, y especialmente en Barcelona”, pero como también era partidario de “la supremacía del Poder civil”, aplicando la ley a todos por igual, militares y paisanos, lo que no era bien visto en los Cuartos de Banderas, le presentó su dimisión irrevocable al Rey el 1 de diciembre de 1905 cuando se percató que tampoco compartía su punto de vista y un sector de su propio partido le dejaba en caída libre.

Su dimisión fue interpretada como una claudicación o, incluso, como una cobardía, que minó aún más su popularidad. La dimisión marcó el final de su carrera política, porque aunque su sucesor en la Presidencia del Gobierno, Moret, le propuso representar a España en la Conferencia de Algeciras, el nombramiento fue recibido con tan aceradas críticas en el Congreso el 26 de diciembre de 1905, que le confesó que ya no aguantaba más y renunció, pero, antes de la caída del Gobierno de Moret, aceptó en octubre de 1906, otra vez, la Presidencia del Senado para intentar conciliar los enfrentamientos internos del Partido Liberal, lo que no consiguió y dimitió. Tampoco aceptó el encargo regio de formar Gobierno y en el momento en que el Partido Conservador recuperó el poder con Antonio Maura al frente del Gobierno el 25 de enero de 1907, se retiró a descansar a su pazo de Lourizán, que abandonó ocasionalmente para hacer oír su voz en el Senado contra el Proyecto de Ley de Administración Local de Maura, conocido como de “descuaje del caciquismo”, que entró en la Cámara Alta en noviembre de 1908 y fue abandonado con la caída del Gobierno de su progenitor intelectual a raíz de los sucesos de la Semana Trágica. En 1911, volvió a desempeñar la Presidencia del Senado con el Gobierno de Canalejas, pero dimitió irrevocablemente en junio de 1913, fiel a su concepción unitaria y centralista de la organización territorial del Estado, cuando empezó la discusión de la Ley de Mancomunidades catalana, apadrinada por el Gobierno de Romanones que sucedió al de Canalejas por decisión regia, pero sin contar con el apoyo del sector demócrata o monterista del Partido Liberal, liderado por García Prieto, que se disputaba con Romanones la jefatura del partido. Romanones, que confesó que en el Senado le “era imposible vivir teniendo enfrente a Montero Ríos”, para quien las Mancomunidades podían “constituir un retroceso atávico” en la historia de España, según Lezón, ante semejante traspié parlamentario suspendió las Cortes, lo que fue públicamente denunciado como inconstitucional por García Prieto, quien en la reapertura de las sesiones en octubre promovió una cuestión de confianza que determinó la caída del Gobierno, el cambio de turno y la escisión del Partido Liberal. Con su partido dividido y en la oposición, Montero Ríos falleció a consecuencia de una indigestión complicada con una crisis renal y episodios cardíacos, a las siete y media de la mañana de la fecha reseñada. En su testamento se encontró una carta autógrafa fechada en 1911 y dirigida al Rey, en la que renunciaba a los honores que le correspondían como caballero de la Orden del Toisón de Oro y Gran Collar de Carlos III para que no se celebraran actos oficiales y tener así un entierro acorde con “los preceptos de la humildad cristiana”. A pesar de su considerable fortuna y del innegable nepotismo en que incurrió, fiel a sus orígenes familiares, siempre cultivó la virtud de la modestia, prefiriendo que le llamaran por los apellidos de sus padres a un título del reino. Al día siguiente de su defunción, el féretro fue trasladado en tren a su Galicia natal para ser enterrado en el panteón familiar de Lourizán. El Ayuntamiento de su ciudad natal, sobre la que “derramó pródigamente mercedes”, acordó abrir “una suscripción popular para erigir un monumento que perpetúe la gratitud de Compostela a su insigne protector”.

 

Obras de ~: Memoria leída ante el Claustro de la Universidad Central en el acto de recibir las insignias de Doctor en Derecho Civil y Canónico, Madrid, 1859; “Del privilegio del Fuero eclesiástico. Su origen y conveniencia actual”, en Revista General de Legislación y Jurisprudencia, t. XV (1859), págs. 212-229; “Del Ultramontanismo y Cismontanismo”, en Revista de Legislación, t. XX (1862), págs. 7-31, 145-166, 257-272 y 369- 388; Discursos pronunciados en las Cortes Constituyentes por [...] D. Santiago Diego Madrazo, D. Cristino Martos y D. Eugenio Montero Ríos [...] en las sesiones de 22, 28 y 29 de abril de 1870 al discutir la autorización para plantear el proyecto sobre matrimonio civil, Madrid, 1870; Discurso leído por [...], Ministro de Gracia y Justicia, en la solemne apertura de los Tribunales [...] de 1870, Madrid, 1870; Consulta hecha a los Señores [...] por el Consejo de Administración de la nueva empresa del Ferrocarril de Alar del Rey a Santander [...], Madrid, 1871; Discurso leído por [...] en la [...] apertura de los Tribunales [...] de 1872, Madrid, 1872; Dictamen sobre los derechos que asisten al Banco Hipotecario de España contra el Estado [...], emitidos por [...], Madrid, 1874; Discurso pronunciado por [...], Presidente de la Academia Matritense de Jurisprudencia y Legislación en la sesión inaugural del curso 1875 a 1876, Madrid, 1875; Institución Libre de Enseñanza, Conferencias pronunciadas en el curso académico de 1877-78, Madrid, 1877; Cuestión legal, Madrid, 1882; Dictamen emitido por [...] acerca de la competencia suscitada por el gobernador de Murcia, Madrid, 1882; Consulta sobre el derecho que asiste a los concesionarios de tranvías de Madrid [...] y dictamen emitido por [...], Madrid, 1883; Empréstito del Sr. Duque de Osuna y del Infantado: consulta y dictámenes de los letrados Sres. [...], Madrid, 1885; Dictamen de [...] relativo a los derechos que tienen los [...] Mayordomos de la Sacramental de S. Pedro [...] para ser inhumados en su cementerio, Madrid, 1887; El Crédito Agrícola. Discurso en su recepción en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Contestación de D. Laureano Figuerola, Madrid, M. G. Hernández, 1887; Proceso instruido con motivo del desfalco de la Tesorería general de Hacienda de Filipinas descubierto en [...] 1894: consulta y dictámenes por [...], Madrid, 1896; Restablecimiento de la unidad religiosa en los pueblos cristianos: Conferencias pronunciadas en la escuela de estudios superiores del Ateneo de Madrid durante el curso de 1896-97, Madrid, 1897; Discurso pronunciado en el Senado por [...] sobre la reorganización de los Tribunales, Madrid, Hijos de M. G. Hernández, 1900; El Tratado de París. Conferencias [...] pronunciadas por [...], Madrid, R. Velasco, 1904; Discurso pronunciado por [...] en el Senado [...] sobre atentados por medios de explosión, Madrid, 1908.

 

Fuentes y bibl.: Archivo del Senado, Exps. personales, HIS-0297-07; Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 61 n.º 17, 64 n.º 6, 65 n.º 3, 68 n.º 11, 71 n.º 16, 72 n.º 8, 110 n.º 7 y 102 n.º 3.

C. Caballero Infante, Proyecto para subvenir a las necesidades del culto y clero de la Religión católica, apostólica, romana y a otros objetos piadosos, en los que se comprende el socorro de los pobres, con la refutación de todos los proyectos de culto y clero de los Excmos. Sres. D. Eugenio Montero Ríos y D. Segismundo Moret y Prendergast, Madrid, Imprenta de la Regeneración, 1872; E. Vicenti, La Ley de redención de censos del señor Montero Ríos y la propiedad foral en Galicia: contestación al Señor Marqués de Camarasa, Madrid, Tipografía Manuel G. Hernández, 1886; La propiedad foral en Galicia: polémica relativa al proyecto de ley de redención de censos del ex-ministro de Fomento Señor Montero Ríos, La Coruña, Andrés Martínez, 1888; A. Roda Rivas, Montero Ríos, Madrid, 1906; M. Lezón y Fernández, Discurso necrológico pronunciado en la Real Academia de Jurisprudencia en homenaje del [...] Sr. Montero Ríos, Madrid, Hijos de M. G. Hernández, 1914; M. de Alhucemas, “Montero Ríos, su obra y su tiempo”, en La Voz de Galicia, 13 de mayo de 1930; J. del Arco, Montero Ríos, Madrid, Editorial Purcalla, 1947; M. Cabanas Rodríguez y J. Otero Goyanes, Montero Ríos, jurista y reformador, La Coruña, 1971; F. J. Sánchez Pego, Proyección de Don Eugenio Montero Ríos en la administración de justicia española, Madrid, Imprenta Comercial Española de Ediciones, 1971; J. M. Martínez Val, Montero Ríos y su tiempo, Madrid, 1980; M. Barral Martínez y E. García López, Discursos parlamentarios de Montero Ríos no sexenio democrático (1868-1873), Santiago de Compostela, EGAP, 1997; M. Barral Martínez, “Eugenio Montero Ríos (1832-1914)”, en R. Serrano García (coord.), Figuras de la Gloriosa. Aproximación biográfica al Sexenio Democrático, Valladolid, Universidad, 2006, págs. 195-214.

 

José Rodríguez Labandeira

 

 

 

 

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