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Baltasar Lobo

Biografía

Lobo, Baltasar. Cerecinos de Campos (Zamora), 22.II.1910 – París (Francia), 3.IX.1993. Escultor.

La infancia de Baltasar Lobo transcurrió en las estrecheces de un modestísimo medio rural de la meseta castellana —donde, según sus palabras, “todo, la vida y el trabajo, resultaba rudo y seco”—, cuya austera gravedad influyó poderosamente en su sensibilidad. Hijo de un carpintero, cuyo afán de ilustración inculcó en Baltasar un sentido reverencial de la cultura, se afirma en él una tempranísima y obstinada afición artística, hasta imponer su propósito de ser escultor. Empezó así una instrucción destinada a aprender los saberes del oficio: en 1922, el padre decidió llevarle a Valladolid, donde vivió una dura adolescencia, para trabajar como aprendiz con Ramón Núñez, un imaginero que realizaba pasos para procesiones y estatuas de santos. Lobo recordaría siempre con afecto el ambiente en ese taller medieval, cuyo “maestro, beatón y católico, imprimía su tónica en el ambiente; y nosotros, para vengarnos, rellenábamos las escayolas con folletos revolucionarios”.

A los diecisiete años, con la ilusión de proseguir su vocación, y gracias a una beca de la Diputación, decidió ir a Madrid, para ingresar en la Academia de Bellas Artes (que pronto abandonó decepcionado), y sumergirse en el clima cultural de la capital, pletórica de vitalidad modernizadora. Se sucedieron, así, entre 1927 y 1939, años decisivos en los que se templó su personalidad, acorde con cierto romanticismo bohemio propio de la juventud española de esas décadas, tan barojiana, caracterizada por la hostilidad hacia la vida burguesa, el fraternal sentimiento con la humanidad desheredada y, sobre todo, por una defensa de la libertad moral y de la independencia del artista. En Lobo esos sentimientos se plasmaron en un firme compromiso con el anarcosindicalismo, a medida que el enconamiento social se agravaba —“vivíamos en una continua fiebre, corriendo de un lado para otro, firmando manifiestos, pendientes de los periódicos, haciendo dibujos para las revistas”—, si bien nunca llegó a militar dentro de la Confederación Nacional de Trabajadores. Aunque las oportunidades para un artista joven de vida precaria, como la de Lobo, eran escasas, y apenas lograba acceder a una información restringida a ciertos entendidos, fue entonces cuando descubrió a Picasso y a la vanguardia internacional, visitó exposiciones, se interesó por el cine soviético, viajó por España e, incluso, a París, y se entusiasmó con la escultura ibérica del Museo Arqueológico, el gran descubrimiento artístico de su juventud. Por lo demás, y para volver al mundo tangible de la práctica escultórica, asistió a cursos en el Círculo de Bellas Artes, se empleó con marmolistas de los cementerios y entró a trabajar con un tallista granadino. En 1932, conoció a la que fue su inseparable compañera, Mercedes Comaposada (1900-1993), una barcelonesa de ideas avanzadas, exponente femenina muy característica de la Segunda República.

Al poco de estallar la Guerra Civil, Baltasar y Mercedes fueron a Barcelona, donde vivieron casi toda la guerra, y se enroló como miliciano de la cultura, un servicio consistente en recorrer el frente instruyendo a los combatientes, enseñándoles a leer y escribir. De su actividad artística en esos años sólo se conoce su obra como ilustrador y dibujante, pues la escultura se perdió en el asedio a Madrid. Como ilustrador colaboró asiduamente desde 1938 en revistas libertarias, como Campo Libre, Umbral, Armas y Letras (órgano de las Milicias de la Cultura durante la guerra) y Mujeres Libres, órgano de una asociación con más de treinta mil miembros, en defensa de la instrucción femenina y la igualdad entre los sexos, entre cuyas fundadoras se encontraba Mercedes. Esta obra gráfica demuestra ya cierta personalidad artística, en la que Lobo se atuvo al realismo social que imperaba en el arte militante de la década de 1930 —proletarios, campesinas y mineros, dominados por una intensa mirada que trasluce la fe en un mejor futuro, ganado a través del combate liberador—, mezclado con un clasicismo templado, efecto del “retour à l’ordre”. Sin embargo, para Lobo esa exigencia de documentar la verdad no se satisfacía del todo en el realismo, pues, como reconocía él mismo, “aquél era un realismo que no se podía enseñar”. De ahí la lección aprendida en el Guernica de Picasso, que le impresionó hondamente, y su acercamiento a las libertades plásticas de la vanguardia, en un momento en que la proximidad cronológica entre el realismo social y la revolución artística le ofrecían la posibilidad de ejercitarse en ambas direcciones. Por lo demás, el balance de esos años de guerra y derrota social fue trágicamente imborrable, dejando en su carácter, como en toda su generación, una herida amarga, y determinando una posición moral insobornable, que en el terreno artístico se traducía en el afianzamiento de una idea del arte comprometida con la vida y una aversión por la retórica abstracta y los extravíos teóricos.

La gran cesura biográfica se produjo en febrero de 1939, cuando, a los veintinueve años, Lobo emprendió el camino del exilio y abandonó España para no regresar más que ocasional y tardíamente. Tras lograr evadirse del campo de concentración de Argelès-sur- Mer, en el que estaba recluido, y tras reencontrarse con Mercedes, logró llegar en abril a un París hostil y helador, sin papeles y sin un céntimo, solo y desorientado. Sin embargo, fascinado por el ambiente artístico, abandonó el proyecto de partir hacia México y, aunque al cabo de pocos meses se produjo la caída de París en manos del Ejército nazi y la ocupación militar durante los cuatro años siguientes, decidió quedarse, sumergiéndose con pasión en el universo de Montparnasse, visitando exposiciones y museos y entablando las primeras amistades. Venciendo su timidez, se dirigió a Picasso, al que le enseñó una carpeta de dibujos que había conservado Mercedes, el cual, además de ayudarle a encontrar piso, facilitarle documentación oficial y hasta comprarle una estufa, le introdujo en su círculo de artistas y poetas. Conoció también al escultor cubista Henri Laurens, veinticinco años mayor que él, que, comprendiendo la singular calidad del talento artístico del joven español, le ofreció su propio taller para trabajar —donde más tarde conoció a Braque y Giacometti—, le enseñó muchos secretos del oficio y se convirtió en la sombra tutelar de la difícil y tanteante vida profesional que Lobo inició en el otoño de 1939.

Durante los oscuros años de la Ocupación, se gestó lo esencial de su universo plástico y se fue ganando una pequeña y clandestina reputación en los círculos parisinos, a medida que iba dando cuerpo a una obra personal muy fecunda —una treintena de bronces y terracotas, como Mujer con cabeza de muerto, Ídolo, La ciclista—, que rompía abiertamente con lo que había sido su trayectoria española y llamaba la atención por su sabiduría técnica y por la gracia de su rudeza, a las que se añadía un aire de primitivismo muy moderno. No cabe duda del influjo recibido en estos inicios por la llamada Escuela de París —desde la poderosa presencia de Picasso o el estímulo de Laurens hasta la forma plástica de Brancusi, pasando por el organicismo de Arp, los arabescos de Matisse o el sentido de la plenitud anatómica de Maillol—, pero no es menos cierto que este ambiente produjo en él una especie de “autodescubrimiento”, como si, al contacto con un arte más libre, hubiese emergido un mundo íntimamente suyo y a la vez fuertemente imaginario, el de la infancia y las raíces, aunque, eso sí, ajeno a toda tentación folklórica o costumbrista.

El fin de la guerra en 1944 supuso el punto de partida de su maduración como escultor. Enseguida se dio a conocer en las primeras exposiciones de la posguerra inmediata, con las que un eufórico París celebraba su liberación. Su bautismo artístico tuvo lugar en la más multitudinaria y alegre de todas ellas, L’art en liberté, título simbólico, pues el tema de la libertad se iba a convertir en una constante de su imaginación plástica. Más importante fue Maîtres de l’art contemporain (1945), en la que este joven desconocido compartía la prestigiosa galería Vendôme con los fundadores de la vanguardia, Bonnard, Modigliani, Matisse, Braque, Léger, Picasso y Laurens. A partir de entonces, su presencia en las galerías parisinas se regularizó, así como en el Salón de Mayo, del que fue fundador, o el Salón de Joven Escultura. Participó igualmente en diversos proyectos artísticos de la República derrotada, como el monumento dedicado a los españoles muertos en la Resistencia (1948), en Annecy, o el viaje a Praga, en una exposición colectiva de la vanguardia española. Pues Lobo, por su condición de desterrado, a la vez que se veía excluido de la vida pública española hasta convertirse en un perfecto ignorado por sus compatriotas —si bien nunca renunció a su nacionalidad española—, se integró de pleno en este renaciente patrimonio cultural común europeo surgido del esfuerzo pacificador de la posguerra, como lo atestiguan sus exposiciones en el extranjero (en Suecia, Noruega, Bélgica, Alemania, Japón, Suiza o Venezuela, donde su obra alcanzaría una implantación particular). Desde la década de 1950, su presencia en la vida artística de París se hizo constante, de la mano de las galerías Villand & Galanis, primero, y Daniel Malingue, después, trabajando asimismo con el marchante Nathan, de Zúrich, que, en 1984, se hizo cargo de la publicación del catálogo de su obra.

Desde la década de 1950, sus datos personales pierden relevancia y su vida exterior se desenvuelve con parsimonia, sin rupturas llamativas ni cambios insospechados, llevando una existencia modesta y silenciosa dedicada al trabajo: vivió siempre en la misma casa —pues, a pesar del desahogo económico, no se mudó nunca de las dos habitaciones de su piso de la calle de Volontaires, ni de su taller de Vaugirard—, permaneció siempre junto a su mujer, y se resistió siempre a abandonar París, en cuyo cementerio de Montparnasse está su tumba, junto a la de Tristan Tzara. También conservó siempre la fidelidad a sus hermanas y a los mismos amigos: Picasso (al que visitó en la Costa Azul ocasionalmente y sobre el que Mercedes escribió un libro), la familia de Laurens, los camaradas de las Brigadas Internaciones, el grupo de artistas exiliados (Viñes, Clavé, Fenosa) o algunos españoles, como Benjamín Palencia, Caneja o el galerista Francisco Pastor. Las relaciones con la patria se reanudaron tardíamente, y sólo en 1960 el Museo Español de Arte Contemporáneo le dedicó una exposición. Poco a poco, a medida que el franquismo fue perdiendo virulencia, Lobo restableció sus lazos españoles, que se normalizaron con la llegada de la democracia, que reconoció públicamente su valía otorgándole en 1984 el Premio Nacional de Artes Plásticas. En los últimos años de su vida, Lobo legó a la ciudad de Zamora una colección de mármoles y bronces, a la que se sumó, tras su muerte, la herencia familiar.

La contribución de Lobo a la historia de la escultura se inscribe en la estela de la innovación introducida por los escultores de las vanguardias históricas. Como ellos, rehabilita una técnica milenaria, la talla directa —consistente en ir extrayendo materia del bloque de mármol golpeando con martillos y cinceles, penetrando en la piedra por estratos sucesivos con extrema cautela hasta obtener la forma deseada—, altamente valorada por su autenticidad primitiva y su componente artesanal, y que él adoptó con entusiasmo, practicándola con dedicación infatigable, constante y exclusiva, consiguiendo unas superficies impecablemente lisas, plenas y densas, pero dotadas, a la vez, de una rara delicadeza incorpórea que logró extraer de los mármoles negros de Bélgica, los blancos de Carrara, o los rojos de Novelda. Paralelamente, realizó numerosas obras en bronce, elaboradas principalmente en la fundición Susse, de París, un prestigioso y antiquísimo taller, que conserva la mejor tradición metalúrgica europea del bronce, y que era también la de los grandes escultores del siglo, desde Rodin a Moore o Giacometti. Lobo vigilaba celosamente el complicado proceso, retocando el modelo en cera y controlando el proceso de fundición —preferentemente a la arena, aunque también recurrió a la cera perdida —, y poniendo un cuidado exquisito en las pátinas.

La obra creada por Lobo, desarrollada a lo largo de casi cincuenta años, sin apenas giros de estilo ni cambios importantes, limitada a un repertorio muy restringido de temas, representa en la historia del arte un punto de vista muy singular, que combina la ruptura con las soluciones del pasado —y el rechazo a toda fidelidad anatómica y al canon clásico— con un organicismo muy moderno, empeñado en la representación de la vida a través de sus signos elementales. Este proceso de búsqueda se inició en La Ciotat, un pueblecito marinero junto a Marsella, donde acudió en 1946 en busca de descanso y salud. Allí exploró el tema de la Maternidad —la madre enredada y confundida con su criatura—, un tema propio de la sed de sentimiento y humanidad de la posguerra, que trató en exclusiva hasta 1957, si bien nunca lo abandonó del todo. Entre 1956 y 1966, su trabajo se orientó en una nueva dirección, más radical, depurada y abstracta, para representar —mediante volúmenes sólidos y graves, geometrías simples y superficies impecablemente lisas—, la vida elemental y embrionaria (Cabeza de gitana, El despertar, Pájaro herido), y donde se deja sentir la confluencia con la mejor escultura europea del momento, desde Hepworth hasta Arp, seguidores todos ellos del mito brancusiano de la forma pura.

Pero con independencia de estas primeras etapas, la expresión más personal y constante de su universo artístico lo constituyen sus torsos y desnudos femeninos, fuente inagotable de exploración puramente plástica, que indagó en todos sus gestos y registros, en todos los materiales y posturas, en particular entre 1965 y 1980, años muy fecundos, en los que creó ciclos espléndidos por su delicada esencialidad y su audacia formal —la Mujer peinándose, la Bañista, el Torso—. Este tema se combina con su predilección por el mundo de los mitos clásicos, y en particular por los monstruos y los híbridos animales —Centauresa, Leda, Minotauro—, reavivada tras sus viajes a Grecia en 1977 y, en todo caso, producto de una comprensión del cuerpo en el que la naturaleza recupera su vitalidad animal perdida.

En las décadas finales, se acentuó en su obra una disociación temática que subyacía desde los comienzos, el vuelo y el sueño, y que se plasmó en nuevas series, dedicadas, o bien al motivo de la elevación y el impulso ascendente, como en el ciclo de Cara al viento, emprendido en 1977, o bien trató el tema de la quietud y el ensimismamiento, el mundo estático de las durmientes, como en las bañistas de En la arena, explorado en los últimos años de su vida.

 

Obras de ~: Ídolo, 1941; Campesina, 1942; A los españoles muertos por la libertad, Annency (Francia), 1948; Maternidad, Museo Baltasar Lobo, Zamora, 1949; Torso, Museo Baltasar Lobo, Zamora, 1958; Levante, 1962; Al Sol, 1970; Cabeza de Toro, Museo Baltasar Lobo, Zamora, 1970; Contemplativa, Museo Baltasar Lobo, Zamora, 1977; Madre y niño, Zamora, 1980; El homenaje al poeta León Felipe, Zamora, 1983.

 

Bibl.: J.-É. Muller, Lobo. Catalogue raisonné de l’oeuvre sculpté, Paris, La Bibliothèque des Arts, 1985; V. Lobo, Mi hermano Balta, Madrid, Ediciones Libertarias, 1995; F. Huici, Baltasar Lobo. 1910-1993, Madrid, Fundación Cultural Mapfre Vida, 1997; M. Bolaños, El silencio del escultor. Baltasar Lobo (1910- 1993), Valladolid, Junta de Castilla y León, 2000.

 

María Bolaños Atienza