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Jerónimo de Loaysa y Carvajal

Biografía

Loaysa y Carvajal, Jerónimo de. Trujillo (Cáceres), 1498 – Lima (Perú), 25.X.1575. Dominico (OP), arzobispo, protector de indios.

Jerónimo de Loaysa, a los que algunos historiadores dominicos (P. Quirós, A. Mesanza, A. Ariza), le añaden el apellido Carvajal, nació en la ciudad extremeña de Trujillo (Cáceres), diócesis de Plasencia, en el año 1498, sin que por ahora se puedan concretar ni el mes ni el día, y recibió las aguas bautismales en la parroquia trujillana de Santa María.

Fueron sus padres Álvaro de Loaysa y Juana González de Paredes, gente acomodada y relacionada con la nobleza del entorno. Jerónimo estaba emparentado por lazos familiares con célebres dominicos de entonces, como fray Domingo de Mendoza, que fue subprior del convento salmantino de San Esteban y uno de los primeros misioneros de Indias, quien, al regreso a España, fundó convento en Canarias; asimismo, estaba emparentado con el más famoso todavía fray García de Loaysa, que en 1516 era provincial de los dominicos de la provincia de España y, más tarde (1518-1524), maestro general de la Orden de Predicadores, ostentando después otros altos cargos eclesiásticos, obispo, arzobispo y cardenal; y políticos, como el de presidente del Consejo de Indias.

Este parentesco familiar, y sin duda también espiritual, pudo muy bien inducir al joven Jerónimo a hacerse dominico, entrando para ello en el real convento de San Pablo de Córdoba, uno de los más antiguos y renombrados de la Orden de Predicadores en Andalucía, donde tomó el hábito, hizo el noviciado y profesó. Su preparación intelectual le hizo pasar primero por Coria, después por Sevilla, donde estudió Teología, y finalmente por el colegio de San Gregorio de Valladolid, donde hay constancia de que estaba ya en 1521 como colegial y en donde fue discípulo del célebre Francisco de Vitoria durante los cursos 1523- 1526.

En Valladolid terminó fray Jerónimo sus estudios graduándose en Artes y en Teología, y en esta ciudad fue ordenado de sacerdote. Después, regresó a su provincia dominicana de Andalucía ejerciendo algún tiempo la docencia en el convento de San Pablo de Córdoba y en el de Santa Cruz la Real de Granada.

Pero el quehacer principal de Jerónimo de Loaysa no parecía ser la docencia; la gran vocación que él había descubierto en el ambiente americanista de Valladolid, y que también se vivía con ardor entre los dominicos de Andalucía, era la misionera, la de la evangelizar las Indias. Y rumbo a las Indias se embarcó en la expedición misionera del año 1529, enviada por García de Loaysa, que era por entonces presidente del Consejo de Indias. La expedición la formaban veinte dominicos encabezados por fray Tomás Ortiz, y llegada a Tierra Firme se dirigió a Santa Marta, actual Colombia, ciudad que acababa de ser fundada (1525) por Rodrigo de Bastidas, a quien en 1521 se le había permitido fundar una ciudad y fortaleza entre el cabo de La Vela y las bocas del Magdalena.

Asentada la comunidad dominicana en Santa Marta y fundado un convento, fray Jerónimo comenzó enseguida su labor misionera entre los indios de la zona, en la que se encontraban chibchas, guairas y buriticas, empleándose en dicha labor desde su llegada en 1529 hasta 1533, y poniendo en práctica el espíritu misionero y la doctrina vitoriana aprendida en España a favor del buen trato de los indios, de los que más tarde llegaría a ser nombrado protector.

Su labor en Santa Marta duró apenas cuatro años. El militar y conquistador madrileño Pedro de Heredia, que moriría en el mar en 1554, arribó a la bahía de la futura Cartagena de Indias (Colombia) el 14 de enero de 1533, y, después de vencer a los indígenas, fundó la ciudad de ese nombre. El día 21 de ese mismo mes y año, Heredia llamó desde Cartagena a los dominicos de Santa Marta, y a la nueva ciudad se trasladaron los misioneros Bartolomé de Ojeda, Martín de los Ángeles y Jerónimo de Loaysa. La labor evangelizadora se realizó ahora entre los indios de Mahates, Bahaire y Turbaco. Pero Loaysa duró poco en la nueva misión. Comisionado para realizar gestiones en España e informar a sus superiores, se embarcó para la Península en 1534. Atrás quedaba una rica experiencia de cinco años, que muy pronto reemprendería. En España permaneció hasta el año 1538, aceptando incluso un año antes el priorato del convento de Santa Cruz de Carboneras (Cuenca), oficio que apenas desempeñó, porque el 3 de septiembre de 1537 el emperador Carlos V lo presentó al papa Pablo III para que lo preconizara obispo de Cartagena de Indias, deseo que el Papa confirmó el 5 de diciembre de 1537. El 31 de mayo de 1538, el Emperador lo nombró protector de los indios.

La diócesis de Cartagena había sido erigida por el pontífice Clemente VII el 24 de abril de 1534, cuando la ciudad no tenía aún un año de fundada, y cuyo primer obispo había sido el también dominico Tomás de Toro, muerto prematuramente, en agosto de 1536.

Aceptada la propuesta por el Papa, Jerónimo de Loaysa fue consagrado obispo en la iglesia del convento dominicano de San Pablo de Valladolid, el 29 de junio de 1538. El día antes dio a conocer el documento de erección de la catedral de la nueva diócesis, que puso bajo la advocación de santa Catalina de Alejandría.

Contrariamente a lo que solía suceder, el nuevo obispo partió inmediatamente para su sede, a la que llegó en el mismo año 1538, o a comienzos del siguiente. Con destino a su nueva diócesis, y con permiso del Emperador, Loaysa llevó consigo a un grupo de dominicos, y embarcó campanas, misales y ornamentos de iglesia y 2.000 pesos para comenzar la catedral y el nuevo convento dominicano, que se puso bajo la advocación de San José (19 de marzo de 1539). Permaneció en Cartagena de Indias hasta el año 1543, aunque desde 1541 estaba ya nombrado primer obispo de Lima.

Jerónimo de Loaysa, considerado por algunos como el primer obispo efectivo de Cartagena, no tuvo tiempo ni medios para hacer muchas cosas en la nueva diócesis, pero a él se debe el comienzo de la construcción de la catedral, el asentamiento de los dominicos en la ciudad, el intento de abrir escuelas para la educación de los hijos de los caciques (1539) como ya se hacía en otras partes del Nuevo Mundo, y de promulgar la Real Cédula de 13 de mayo de 1538 por la que se prohibía vender a los indios y tratarlos como a bestias. A pesar del poco tiempo y menos medios de que dispuso, fue Loaysa el que sentó las bases de la futura organización eclesiástica y misionera en la diócesis cartagenera organizando, entre otras cosas, las doctrinas y los nombramientos de los párrocos.

Inteligente y capaz, buen organizador, conocedor de la situación en la que vivía y estimado en la Corte por su valía y buen hacer, Loaysa abandonó su diócesis de Cartagena de Indias en 1543 para bajar a la Ciudad de los Reyes, Lima, de donde sería el primer obispo y poco después primer arzobispo.

En 1540 existía en Perú sólo el Obispado del Cuzco, insuficiente a todas luces para la inmensa extensión de ese territorio. Carlos V quería que Lima se convirtiera en diócesis, y antes de que el papa Pablo III la erigiera el 13 de mayo de 1541, el Emperador ya había presentado a Loaysa para obispo de la futura sede el 31 de mayo de 1540. Jerónimo de Loaysa entró oficialmente en Lima el 25 de julio de 1543, festividad de Santiago, y dos días después comunicaba a las autoridades y al pueblo limeño la bula pontificia que honraba a Lima con el título de Ciudad de los Reyes. El 31 de enero de 1546 la diócesis fue elevada a metropolitana por el mismo Pablo III y Loaysa convertido en su primer arzobispo. Aquí permaneció por espacio de treinta y dos años largos, hasta su muerte en 1575. A la archidiócesis limeña se unieron, como sufragáneas, en un primer momento, las diócesis de Nicaragua, Quito, Popayán, Panamá y Cuzco; y posteriormente las de Charcas, Santiago de Chile, Asunción y La Imperial.

La labor de Loaysa, eclesiástica y política, fue ingente, difícil y al final positiva. Tuvo que hacer frente a dos graves problemas existentes a su llegada a Perú: la pacificación de los españoles, divididos belicosamente entre almagristas y pizarristas, y la defensa de los indios, de los que era protector.

Ayudar a conseguir la paz entre los mismos españoles, incluido el clero, dividido también en bandos, fue su principal tarea y objetivo durante sus primeros años de pontificado limeño, y a ello colaboró apoyando decididamente al visitador regio el clérigo y licenciado Pedro de la Gasca, enviado al Perú con poderes extraordinarios para poner paz entre los bandos. De habérsele escuchado al arzobispo Loaysa, como dicen algunos, no habría ocurrido la batalla y derrota de los Llanos de Añaquito, el 18 de enero de 1546, entre el virrey Blasco Núñez de Vela, muerto en la refriega, y el insurrecto Gonzalo Pizarro. Los ejércitos de los encomenderos fueron al final derrotados en la batalla de Sacxsahuana, el 9 de abril de 1548, y Gonzalo Pizarro ejecutado. En este caso, como en el de la rebelión posterior de Francisco Hernández Girón (1552), con motivo de la cual Loaysa asumió el oficio de capitán general del ejército de la Real Audiencia, que luchaba contra el rebelde, el arzobispo se puso del lado de la Corona y combatió por los derechos del Rey, pues la Corona, a través de las Leyes Nuevas, no queridas por los encomenderos, garantizaba los derechos de todos, y por supuesto los de los indios. Poner paz entre los españoles era, además, una tarea primordial si se quería instaurar la evangelización de los indígenas y hacer avanzar la cristianización y la implantación de la Iglesia en el Perú. Ya lo había denunciado el secretario de Pizarro, Francisco de Ávila: “Hallo por mi cuenta, que al principio de la entrada de los españoles en esta tierra no se predicó porque todo fue guerras”. Pero no era suficiente la paz sólo entre los españoles. Había, también, que normalizar las relaciones entre los conquistadores y los naturales y defender a estos últimos de los atropellos que sufrían en el trabajo, en sus bienes y hasta en sus propias vidas.

Con las leyes vigentes en la mano, fray Jerónimo denunció reiteradamente todos los abusos y trabajó por dar al indio la dignidad y derechos que merecían. De la intervención destacada de Loaysa, tanto en el asunto de la pacificación entre los españoles, como en el de la defensa de los derechos de los indígenas, que no terminó tan pronto como el primero, se ha ocupado detenidamente Manuel Olmedo Jiménez.

Terminadas las guerras civiles entre españoles (1538- 1556), Jerónimo de Loaysa pudo dedicarse más plenamente a su labor ministerial, que fue ingente y que abarcaría asuntos jurisdiccionales, pastorales y evangelizadores, de disciplina eclesiástica, económicos, de obras sociales, caritativas y culturales. En definitiva, de todo un poco, porque hasta entonces, y por causa de las guerras, apenas se había hecho algo duradero.

 La evangelización y cristianización de los naturales seguía siendo, principalmente para la Iglesia, la razón primordial de la presencia española en las Indias, y a esta labor encaminó Loysa sus mayores esfuerzos.

Para obtener logros, hubo que probar primero y después implantar metodologías misioneras, si se quería sacar a los indios de su paganismo e idolatría. Al comienzo, y en muchos casos, el bautismo de los indígenas se hacía sin apenas preparación previa y menos adecuada. Para remediar dicho mal, muy extendido, Loaysa mandó en su Instrucción para doctrinar a los indios de 1545 que se escogiera a los hijos de los indios principales para instruirles adecuadamente y hacer de ellos los catequistas que enseñaran a los demás indios; más tarde, se optaría por hacer lo mismo, pero con indios adultos, que presentaban mejor capacitación. A pesar de los esfuerzos, las conversiones eran bastante ficticias y muchos indios, ya bautizados, se mantenían en sus idolatrías y supersticiones practicándolas ocultamente.

Para favorecer la evangelización, los misioneros, siempre escasos para tanta gente, aprendieron varias de las lenguas más importantes y sobre todo la oficial del imperio inca: el quechua, siendo el arzobispo Loaysa el primero que abrió una cátedra de esta lengua. En ella escribieron varios misioneros gramáticas y diccionarios, doctrinas y catecismos para facilitar a los indios la comprensión de la fe cristiana.

Al comienzo, y a causa de las guerras, como queda dicho, y también por la escasez de misioneros, el plan y método de evangelización fue diverso, desorganizado y según el buen criterio del misionero. Para poner orden en esa situación y en otras muchas, fray Jerónimo de Loaysa, como metropolitano que era de una vasta región con varias diócesis sufragáneas, convocó y presidió los dos primeros Sínodos o Concilios Limenses.

El primero se abrió el 4 de octubre de 1551 en Lima estando presentes algunos obispos, otros fueron representados por procurador, y los superiores de las órdenes religiosas. El Sínodo consiguió, entre otras cosas, unificar la catequesis para los indígenas adoptando para ello la Instrucción confeccionada y promulgada por Loaysa en 1545, y se redactó una Cartilla con lo más importante que debían aprender de memoria los naturales. En este Concilio se restringió, por el momento, la recepción de algunos sacramentos por parte de los indios; el de la Confirmación, por ejemplo, quedaba a la discreción del obispo, y para recibir el de la Eucaristía se necesitaba licencia. Disposiciones controvertidas, sin duda, pero que en el fondo respondían a una toma de conciencia de parte de los obispos y de los misioneros en el arduo y largo proceso de cristianización de los indígenas.

El segundo Sínodo de Lima se abrió el 2 de marzo de 1567 y duró hasta el 21 de enero de 1568. Ya se había clausurado el famoso Concilio de Trento (1563), cuyos decretos promulgó Loaysa, y este nuevo Sínodo respondía a una ordenación de Felipe II para aplicar la legislación tridentina. A este Sínodo asistieron los obispos de Quito, fray Pedro de la Peña, de Charcas, fray Domingo de Santo Tomás, de La Imperial, fray Antonio de San Miguel; el del Cuzco no lo hizo por estar entonces en sede vacante. En este Sínodo se ampliaron los criterios respecto al anterior de 1551, y los indios fueron admitidos ya a todos los sacramentos, excepto al de las Órdenes sagradas.

Ambos Sínodos tuvieron como objetivos principales establecer una serie de normas, algunas muy drásticas y acompañadas de penas, con el fin de organizar la vida civil y religiosa de los naturales y contrarrestar su idolatría, su paganismo y sus supersticiones. Así, hubo que prohibir y combatir con dureza las costumbres, por ejemplo, de matar a los familiares más cercanos y queridos del cacique para enterrarlos con él cuando éste moría; y la de deformar el cráneo del recién nacido. Los Sínodos animaron también a la reforma del clero, y el mismo Loaysa no tuvo inconveniente en hacer regresar a España a algunos clérigos que no vivían conforme a su condición y no cumplían su misión específica. La actitud reformadora del prelado le enfrentó en alguna ocasión al poderoso virrey del Perú Francisco de Toledo.

Para hacer frente a las prácticas ancestrales, bárbaras y antinaturales de los indios, se ordenó la construcción de iglesias en cada doctrina, primero con adobes, cañas y maderas (como es ejemplo prototípico la de San Cristóbal de Huamanga), para dar paso, después, a los grandes y, en muchos casos, espléndidos templos en piedra, no pocos de los cuales perduran hasta hoy. Ni que decir tiene que los indios colaboraron activamente en la construcción de los templos, así como en la de los complejos conventuales que fueron apareciendo. Siendo Loaysa arzobispo, se comenzó la construcción de la primera catedral de Lima, en 1551, una de las más suntuosas y artísticas de América, a la que el arzobispo dotó de lo necesario para el culto y de un completo Cabildo catedral; se reorganizaron las doctrinas y se estructuró la vida eclesiástica.

En cada “doctrina”, especie de parroquia especial para los indios, se les debía enseñar en su propia lengua; al frente de una o de varias doctrinas, dependiendo del número de clérigos, estaba un cura o un fraile doctrinero, y en cada una de ellas había la figura del fiscal o alguacil, que vigilaba la doctrina e informaba al misionero del quehacer diario que ocurría en ella. Este oficio, especie de alcalde ordinario hasta que se instituía la autoridad civil en el lugar, lo desempeñaba alguien relevante de la propia doctrina, recibiendo sus atribuciones, generalmente, de parte del misionero. No fue un oficio estable dentro de la Iglesia, y si al comienzo tuvo bastantes atribuciones, después se fueron restringiendo hasta que el cargo desapareció.

Los misioneros descubrieron pronto que la fe les entraba a los indios por los ojos, por la magnificencia y pompa de la liturgia cristiana, muy rica y llamativa en comparación con la simplicidad ritual de los indígenas, y de ello se aprovecharon los misioneros para intentar instruir mejor a los nuevos neófitos. Canto, pinturas, retablos, procesiones, oficios religiosos, luces, flores constituían una nueva catequesis que iba dando resultados positivos. A esto ayudaban también las “escuelas de indios”, en las que se le enseñaba a leer, escribir, contar y por supuesto doctrina cristiana.

Dominicos, franciscanos, mercedarios, agustinos y más tarde jesuitas se expandieron por la archidiócesis bajo el amparo y protección del arzobispo Loaysa y colaboraron activamente en toda esta tarea culturizadora y evangelizadora, junto con el clero secular, mucho más escaso que el regular.

Fray Jerónimo de Loaysa, conocido también por su caridad para con los indios y los pobres, fundó en 1550 el hospital de Santa Ana, dotándolo generosamente hasta el punto de vender el arzobispo parte de sus pertenencias y de pedir ayuda a unos y a otros, hasta a Felipe II, que respondió muy generosamente. Según se puede leer en las Ordenanzas, este hospital era para auxilio y consuelo de los indios: “Viendo cuántos [indios naturales] mueren en sus ranchos y en otros cabos, así por falta de cura, como de comida y otros refrigerios, nos pareció que haciendo una casa y hospital donde los dichos naturales y enfermos fuesen curados, se haría una obra muy acepta a nuestro Señor” (Vargas Ugarte). En este mismo orden de cosas, y durante el pontificado de Loaysa, se abrieron otras casas y centros de misericordia para pobres y enfermos, como la de San Andrés, que era para españoles pobres; y otras para jóvenes mestizas huérfanas y abandonadas (las casas de recogimiento) con el fin de protegerlas y apartarlas de las malas costumbres a las que su condición las exponía. Se abrieron también monasterios, como el de las Canonesas de San Agustín, el de la Encarnación y otros; se erigieron muchas parroquias rurales; y todavía tuvo oportunidad de acordarse de su tierra ayudando económicamente a la reconstrucción parcial del convento dominicano del Rosario, en Cáceres (España).

Conservar la pureza y ortodoxia de la fe católica, muy amenazada entonces por judíos, luteranos y otros herejes, fue misión especial de los obispos. Y Jerónimo de Loaysa, como otros obispos de entonces y de su entorno, ejerció también el cargo de inquisidor en Lima, hasta que en 1570 fue establecido allí el Santo Oficio. Durante su pontificado, y gracias a su apoyo decisivo moral y económico, se fundó la Universidad de Lima, el 12 de mayo de 1551, la segunda en el orden cronológico de las creadas en el Nuevo Mundo y una de las más representativas, siguiendo el estilo y modelo de la salmantina.

Jerónimo de Loaysa, otra gloria trujillana, aunque distinta de sus paisanos los Pizarro y otros, quiso ser enterrado en su hospital de Santa Ana. En el epitafio de su tumba se intentó resumir el continuo bregar y quehacer de su vida: “El fundador de la iglesia Catedral de esta Ciudad, y su primer Arzobispo, Obispo de Cartagena, ornamento de la Orden de Predicadores, el Ilmo Sr. D. Fray Jerónimo de Loaísa, a quien Lima debe esta parroquia y hospital, los naturales amor, y todos imitación. Esclarecido en humildad, caridad, ciencia, Religión, clemencia y liberalidad, pasó de esta vida el año de 1575, el 25 de octubre”.

 

Obras de ~: “Instrucción de 1545”, en E. Lissón Chávez (ed.), Colección de Documentos para la Historia de la Iglesia en el Perú, t. I, Sevilla, 1943.

 

Bibl.: J. López (El Monopolitano), Historia General de Santo Domingo y de su Orden de Predicadores, t. III, Valladolid, 1613; D. Vivero, Galería de retratos de los Arzobispos de Lima, Lima, Librería Clásica y Científica, 1892; D. Angulo, La Orden de Santo Domingo en el Perú, Lima, 1909; P. Quirós, Apuntes y documentos para la Historia de la Provincia dominicana de Andalucía. Biografías, Almagro, Tipografía del Rosario, 1915; A. Mesanza, Los Obispos de la Orden Dominicana en América, Einsiedeln, 1939; C. Bayle, El Protector de indios, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1945; F. Mateos, “Constituciones para indios del primer Concilio Límense”, en Missionalia Hispanica, 7 (1950); F. Armas Medina, Cristianización del Perú, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1953; E. Dussel, Historia de la Iglesia en América Latina. Coloniaje y liberación (1494-1972), Barcelona, Nova Terra, 1972; (coord.), Historia general de la Iglesia en América Latina. Perú, Bolivia y Ecuador, Salamanca, Editorial Sígueme, 1987; M. Olmedo Jiménez, “El arzobispo Loaysa, organizador de la Iglesia en el Perú”, en Los Dominicos y el Nuevo Mundo, Madrid, Editorial Deimos, 1988 (col. Los Dominicos y el Nuevo Mundo); Fray Jerónimo de Loaysa, O.P. Pacificador de españoles y protector de indios, Salamanca, San Esteban, 1990; Actas capitulares durante el pontificado de Jerónimo de Loaysa, O.P., Salamanca, San Esteban, 1992; A. E. Ariza, Los Dominicos en Colombia, vols. I-II, Bogotá, Editorial Antropos, 1993.

 

José Barrado Barquilla, OP

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